Mijaíl Shólojov
LA TIERRA EN ABRAZO

LIBRO PRIMERO

1

A finales de enero, perfumados por el primer deshielo, huelen bien los cerezales. Al mediodía, en algún rincón resguardado (si el sol calienta), un aroma triste y apenas perceptible a corteza de cerezo se eleva mezclado con la humedad fresca de la nieve derretida, con el poderoso y ancestral aliento de la tierra que asoma desde debajo de la nieve, desde debajo de las hojas muertas.

Un fino y multicolor aroma permanece estable sobre los huertos hasta el azul del crepúsculo, hasta el momento en que la luna, cubierta de verdín, se insinúa entre las ramas desnudas, hasta que las liebres, que se hartan de comer, dejan sobre la nieve sus huellas de manchas peludas…

Y luego el viento traerá a los cerezales, desde las crestas de la estepa, el más tenue aliento de ajenjo chamuscado por las heladas; se apagarán los olores y sonidos del día, y por el ajenjo negro, por los matorrales, por la brisa descolorida de los rastrojos, por las onduladas colinas del barbecho, llegará silenciosamente la noche desde el este, como una loba gris, dejando tras de sí en la estepa rastros de sombras crepusculares.

Por el callejón más alejado de la estepa, una tarde de enero de 1930, entró a caballo en el caserío de Gremiáchiy Log. Cerca del río, detuvo a su caballo cansado, con las ingles cubiertas de escarcha, desmontó. Sobre la negrura de los huertos, que se extendían a ambos lados del estrecho callejón, sobre las islas de álamos, colgaba alto un cuarto menguante de luna. En el callejón reinaban la oscuridad y el silencio. En algún lugar, más allá del río, un perro aullaba con fuerza, brillaba una luz amarilla. El jinete aspiró con ansia el aire helado, se quitó el guante sin apurarse, encendió un cigarro, luego ajustó la cincha, metió los dedos bajo la manta de silla y, al sentir el lomo caliente y sudoroso del caballo, se montó con agilidad en la silla. Comenzó a vadear el arroyuelo que, incluso en invierno, no se congelaba. El caballo, haciendo sonar sordamente las herraduras contra los cantos rodados del fondo, se estiró para beber, pero el jinete lo apuró, y el animal, haciendo fuerza con el bazo, salió a la orilla suave.

Al oír voces y el crujir de un trineo que venía de frente, el jinete volvió a detenerse. El caballo, al percibir el sonido, movió ligeramente las orejas, se giró. El peto de plata y el arzón alto forrado de plata de la silla cosaca brillaron repentinamente con un destello blanco y cegador bajo los rayos de la luna. El jinete dejó las riendas sobre el arzón, se colocó con rapidez la capucha cosaca de lana de camello que colgaba de sus hombros, se cubrió el rostro y partió al trote largo. Al pasar