Margaret insistió en salir a buscar al perro, a pesar de su palidez espectral y su evidente debilidad. Lo decidió tras haber soñado algo horrendo con él. No hubo manera de disuadirla. Yo ya había resuelto decirle que caminaba en sueños, y que por un tiempo debía tener una enfermera nocturna. Pero quería hallar una forma de planteárselo sin alarmarla. Para ello, le recordé su promesa de visitar a la esposa de un campesino con el fin de convencerla de enviar a su hijo enfermo al hospital. Ella aceptó con una docilidad que me sorprendió.

Mientras caminábamos juntos por los campos, la tarde parecía haber sido tejida con hilos de oro y aroma de otoño. Su rostro, iluminado por el sol, parecía más joven aún: como un capullo recién abierto, incapaz de haber albergado jamás más expresión que la de una espera difusa. Mis temores se disipaban como humo absurdo frente a su luz.

Habló entonces del crimen del gato, aludiendo con una mezcla de ternura y humor a sus pajarillos muertos. Luego mencionó a Sheen, su perro desaparecido, con un dejo de angustia que apenas lograba cubrir con palabras. Cuando le confesé, con toda la naturalidad posible, su hábito de caminar dormida, algo en su mirada estalló por un instante. Pero enseguida intentó disimularlo con una broma, una de esas bromas cuya risa no logra ocultar del todo el temblor en la voz. Al mencionar la posibilidad de una enfermera nocturna, se mostró, para mi sorpresa, aliviada. Y aunque lo disfrazó de ligereza, percibí que algo en ella cedía con gratitud.

La tarde continuó como si nada. Margaret parecía otra vez la criatura deslumbrante y etérea que conocí al principio. Su risa, su ingenio juguetón, su capacidad de llenar el aire de vida casi lograron arrancarme de mis sospechas. Pero su radiante energía se ensombreció de súbito cuando elogié su memoria. Respondió con una frialdad que rompía la atmósfera en mil fragmentos. No eran las palabras, sino el modo en que se cerró como una flor nocturna al anochecer. Al llegar a la granja, insistió en entrar sola, exhibiendo su dedo como arma de persuasión, ese mismo dedo que yo recordaba ensangrentado, con plumas pegadas aún.

Entonces apareció Sheen, traído por el jardinero. Lo habían encontrado lejos, en un bosque. Cuando Margaret lo vio, corrió hacia él con una alegría irrefrenable. Pero el perro, en vez de corresponder con júbilo, se paralizó de horror. Su cuerpo entero temblaba, la cola entre las patas, los ojos desorbitados. Margaret lo llamó, suplicante, como si su voz pudiera borrar lo que él recordaba. Pero Sheen se acobardaba más y más, hasta romper el collar intentando escapar.

El terror en el perro fue solo comparable con el dolor absoluto en el rostro de Margaret. Su voz, antes tan firme y vivaz, era ahora un lamento. Sus manos se extendían con desesperación, buscando algo que no podía recuperarse. El jardinero, presa del pánico, gritó que se apartara. El animal ya no era el mismo: ella tampoco.

Cuando me acerqué, Margaret, sin mirarme, me dijo que regresaría por otro camino. Caminaba con rapidez, como si el movimiento pudiera borrar lo que acababa de pasar. La seguí en silencio. No había palabras posibles para esa escena. Ella tampoco buscaba palabras: solo caminaba, con el rostro surcado de lágrimas y los puños cerrados. En sus ojos heridos se leía algo más profundo que tristeza: una vergüenza esencial, un desmoronamiento del alma ante un espejo que no perdona.

Intenté una banalidad, un comentario sobre lo impredecible del comportamiento canino. Pero ella respondió con una agudeza que cortaba el aire. Estuvo a punto de hablar más, de abrir esa puerta que desde hacía días parecía cerrada con llave. Algo se agitó en su mano, como una confesión a punto de emerger. Pero no dijo nada. Lo que fuera que quería decir se tragó a sí mismo, y fue reemplazado por una voz educada, distante, que relató la conversación con la esposa del campesino.

Solo de eso hablamos. Nada más.

Lo que los cuerpos expresan cuando las palabras fallan, lo que los animales recuerdan cuando los humanos fingen olvidar, lo que el alma reprime y el sueño libera—todo se manifiesta en los silencios, en los temblores, en los gestos mínimos. Un perro no miente. Un dedo manchado, una pluma que no debería estar allí, una ausencia repentina: cada detalle configura un lenguaje que habla más alto que cualquier confesión. Y hay miradas que lo entienden todo, aunque callen.

Para comprender la magnitud de esta escena es esencial considerar el papel que juega el subconsciente, cómo las acciones que escapan a la conciencia pueden evidenciar conflictos internos de una violencia inconfesable. La figura de Margaret, escindida entre su encanto luminoso y su inquietante doblez nocturna, encarna la fragilidad de la apariencia frente a lo reprimido. La memoria, aunque certera, no siempre protege; a veces condena. Y la naturaleza de lo reprimido —como el sueño, como el miedo animal— siempre encuentra la forma de regresar.

¿Cómo puede un niño o un adulto aprender a esconderse y ser encontrado sin dejar rastro?

En el mundo de las relaciones humanas, a menudo se nos pide actuar con sutileza y sin dejar huellas evidentes. Pero a veces, como en un juego de niños, lo que más se busca es el esconderse o "desaparecer" sin que otros lo perciban. Este arte de la ocultación no es exclusivo de los pequeños, quienes, al jugar a las escondidas, se ven atrapados en una combinación de emociones y tácticas para evitar ser hallados. El proceso de esconderse y ser encontrado, incluso en circunstancias que parecen más serias, está impregnado de las mismas dinámicas de juego. Es algo que puede estudiarse desde distintas perspectivas, como una forma de interacción social, o bien, como un proceso mental y emocional más complejo.

La escena en la que un grupo de amigos se embarca en un juego aparentemente inocente de esconderse en una mansión pone de manifiesto una necesidad común en las personas: el deseo de escapar del contacto directo y de ser "perseguidos". El personaje de Valentine se siente incómodo al principio, atrapado entre la naturaleza de un juego y la seriedad de los temas que le rondan la cabeza. La búsqueda de refugio en un juego tan aparentemente trivial, como el de las escondidas, refleja la lucha interna del individuo que intenta esquivar, de alguna forma, la obligación de interactuar con los demás de manera directa.

La estructura de la casa, con sus pasillos y habitaciones oscuras, proporciona el marco perfecto para que Valentine se sienta como un niño atrapado, pero también le da la oportunidad de pensar en sus propios temores, lo que no hace sino profundizar su reflexión. Al principio se siente inseguro en cuanto a cómo moverse en ese espacio tan ajeno, pero pronto se da cuenta de que el entorno mismo lo obliga a adaptarse rápidamente. La introducción de una luz que no enciende, y la constante sensación de no estar del todo seguro en su refugio, contribuyen a crear una atmósfera de tensión que va más allá de la mera inocencia de un juego.

De forma paralela, el juego de esconderse revela las dinámicas entre los personajes. Munt, quien en algún momento parece ser la figura que dirige el juego, se comporta como un líder infantil, lleno de caprichos y tácticas que parecen no tener otro objetivo más que descolocar a quienes lo rodean. La conversación entre él y Bettisher sobre un objeto misterioso, el "Viaje de los Muertos", amplía la idea de que lo que parece ser una actividad ligera y trivial está, en realidad, entrelazado con preocupaciones mucho más graves. La búsqueda de un sentido oculto dentro de un juego refleja el deseo humano de encontrar algo más profundo y significativo en lo que a simple vista podría parecer irrelevante.

Mientras tanto, Valentine se ve atrapado en esta atmósfera de desconcierto. Por un lado, debe cumplir con las reglas del juego y esconderse de los demás, pero por otro, se enfrenta a la incertidumbre de lo que realmente está ocurriendo en ese lugar. El contraste entre la ligereza de la situación y la gravedad de los temas que subyacen es palpable. Es como si en medio de este juego de niños, los personajes estuvieran lidiando con algo mucho más grande y complejo, que les obliga a interactuar entre ellos de maneras inesperadas.

Este tipo de interacciones es crucial para entender cómo las personas, a pesar de parecer actuar con ligereza o diversión, pueden estar involucradas en dinámicas más profundas y serias. Es importante reconocer que el deseo de escapar, de ocultarse, o de evitar el contacto directo, tiene sus raíces en la complejidad de las relaciones humanas. No siempre se trata de lo que parece ser, y detrás de cada acción hay motivaciones ocultas que, en muchos casos, no nos damos cuenta hasta que estamos profundamente inmersos en ellas.

A lo largo de este proceso, también es fundamental observar cómo los personajes gestionan sus emociones. La forma en que Valentine trata de "esquivar" sus propios pensamientos y sentimientos es un claro reflejo de lo que todos hacemos en nuestras vidas: buscar maneras de evitar lo que nos incomoda o lo que tememos enfrentar. Sin embargo, el desafío radica en no dejarse llevar por estos impulsos, sino encontrar una forma de aceptarlos, comprenderlos y, finalmente, enfrentarlos.

Este tipo de juegos y dinámicas son en realidad mucho más que simples distracciones. Nos enseñan sobre cómo reaccionamos ante la adversidad, sobre cómo buscamos control en un entorno que muchas veces no entendemos por completo. Nos muestran la lucha interna que todos tenemos entre la necesidad de ser encontrados y el deseo de escondernos, de desaparecer, incluso si solo es por un momento.

¿Puede un pasado olvidado seguir marcando nuestras decisiones presentes?

La escena transcurre en un cuarto sombrío, en presencia de objetos que antes portaban sentido: retratos, dibujos, recuerdos diminutos en forma de miniaturas, una imagen enmarcada del propio observador. Antes, para Redlaw, cada uno de estos elementos irradiaba asociaciones, significados íntimos y resonancias emocionales. Ahora, frente a ellos, sólo percibe formas vacías, sin alma, meros objetos que no despiertan más que una vaga perplejidad. El olvido se ha apoderado de su percepción, y no como liberación, sino como una amputación del espíritu.

El estudiante, aún débil tras una fiebre cerebral, se incorpora desde su lecho. Su reacción es inmediata al ver a Redlaw: sorpresa, respeto, casi temor reverencial. Redlaw, con frialdad y contención, le impide acercarse. Ha venido movido por un impulso que ni él mismo parece comprender del todo, por una sombra de recuerdo, por una noticia vaga que lo ha llevado a buscar a alguien enfermo y solitario en esta calle. No sabía quién era, y sin embargo, lo encontró.

La conversación que sigue se impregna de tensión contenida. El estudiante se muestra agradecido por la visita, pero pronto se rompe el velo de anonimato: Redlaw ha descubierto su identidad. El joven lo sabe, lo percibe en la frialdad de su voz, en la rigidez de su cuerpo, en la ausencia total del calor humano que una vez lo caracterizó. El estudiante, que ha vivido con un secreto, con una herencia no buscada, comprende que el muro ha caído. El nombre que ha ocultado, Langford, despierta en Redlaw un eco profundo, un recuerdo que por un instante ilumina su rostro como un rayo de sol entre nubes, pero que desaparece con la misma fugacidad.

El joven habla con honestidad dolorosa: reconoce su parentesco con una historia amarga, con una unión que nunca fue feliz. Su madre, figura silenciosa de dignidad, le habló siempre de Redlaw con respeto, incluso con veneración. Desde niño, su imaginación moldeó a ese hombre como símbolo de fuerza y nobleza. Cuando, años después, el destino lo llevó a ser su alumno, se mantuvo distante, por pudor, por respeto, por no querer aprovecharse de un vínculo roto.

Redlaw, inmóvil, lo escucha sin emoción aparente. Cada palabra del joven choca contra una barrera invisible. El estudiante, con voz temblorosa, le pide que lo olvide. Que no lo reconozca. Que lo deje seguir siendo un alumno más, un desconocido más, alguien que no perturbe su presente con memorias dolorosas. Pero Redlaw, ya irreconocible incluso para sí mismo, responde con una risa vacía. Ha rechazado el pasado. Lo ha desterrado con violencia, como si de una enfermedad se tratase. “El pasado muere como los brutos”, dice. ¿Qué sentido tiene hablar de rastros, de historia, de heridas antiguas?

Y sin embargo, hay una grieta. Algo en él vacila. Ha traído dinero. Lo arroja sobre la mesa, como si esa fuera la única forma de lidiar con los vestigios del pasado: pagar para silenciarlo. El estudiante, herido en su dignidad, lo rechaza. No con furia, sino con firmeza. Desea que ese gesto, como las palabras que lo acompañaron, pudieran borrarse de su memoria. Pero Redlaw, por primera vez, lo toma del brazo, lo mira directamente, y le pregunta, casi con un asomo de desesperación disfrazada de burla: “¿Hay pena y dolor en la enfermedad, no es cierto?”

Este encuentro no trata de una simple revelación de parentesco o identidad. Se trata de un duelo entre memoria y olvido, entre dignidad y negación, entre un hombre que ha borrado las huellas que lo humanizaban y otro que, desde la sombra, ha construido sobre esas huellas su camino silencioso. Redlaw no ha encontrado liberación en el olvido, sino una ceguera que lo despoja de todo significado. El joven, en cambio, ha vivido en la penumbra de un pasado que no eligió, pero que trató con respeto y silencio.

Lo que el lector debe entender más allá de las palabras es que el olvido impuesto no redime, ni cura. Anula. Convertirse en mármol, como una estatua que ya no siente, puede proteger del dolor, pero también priva de gozo, de conexión, de humanidad. La memoria, por dolorosa que sea, es el vínculo con lo que somos. El intento de borrarla puede llevar a la descomposición de la identidad misma.

La frialdad de Redlaw no es fortaleza, sino síntoma de una pérdida más profunda: la capacidad de reconocer el amor, el sacrificio, la gratitud. Y esa pérdida no se repara con gestos exteriores, ni con distancia, ni con dinero. Solo el retorno al reconocimiento sincero del otro —incluso del pasado que duele— permite la verdadera redención.

¿Qué hay detrás de la amargura del fracaso y la obsesión por la rivalidad?

El sol suave de Lakeland entraba por las ventanas del pequeño cuarto, iluminando la escena con una calidez que contrastaba con la tensión en el aire. La habitación, de paredes y techos blancos, parecía envuelta en una atmósfera de calma que no hacía justicia al torbellino interno que se desataba en la mente de Fenwick. Octubre en los Lagos del norte de Inglaterra tiene algo especial: sus cielos de un suave color melocotón se mezclan con las sombras largas y espesas que caen sobre el paisaje, creando un contraste entre el esplendor de la naturaleza y la melancolía del hombre que se encuentra frente a ella.

Fenwick observaba la espalda de Foster, su antiguo amigo, mientras una sensación de repulsión se apoderaba de él. No podía evitar pensar en los años que habían compartido, los cuales parecían ahora como una serie de momentos cargados de frustración y dolor. La presencia de Foster le provocaba una náusea profunda. Habían sido amigos, sí, pero algo había cambiado a lo largo del tiempo, algo que Fenwick no lograba entender completamente. Foster, con su necesidad de agradar a todos, de ser siempre el centro de la simpatía, se había convertido en una sombra que lo había acompañado toda su vida.

Por supuesto, la figura de Foster, siempre afable, siempre dispuesto a “poner las cosas en su lugar”, había sido una constante en la vida de Fenwick, de una manera molesta y, a veces, destructiva. Habían compartido demasiados momentos en los que el éxito de uno parecía estar siempre acompañado por el fracaso del otro. En sus días de juventud, cuando Fenwick estuvo a punto de obtener un puesto clave en el prestigioso periódico Parthenon, fue Foster quien terminó por ganarse ese puesto, a pesar de que Fenwick lo merecía más. La misma historia se repitió años después con la publicación de los libros de ambos, cuando Fenwick vio cómo su propia obra pasaba desapercibida, mientras que la de Foster recibía alabanzas, aunque su contenido fuera mediocre y superficial.

Fenwick se sentó, incapaz de soportar más la imagen de su amigo. Para él, Foster representaba todo lo que estaba mal en el mundo moderno: la superficialidad, el vacío de la fama fácil y la falta de autenticidad. Se veía a sí mismo como un hombre de talento, de ideas brillantes, pero, sin embargo, condenado al fracaso por circunstancias que estaban más allá de su control. En sus noches solitarias, cuando la oscuridad de los valles de Lakeland lo envolvía, Fenwick no podía evitar pensar que el mundo le había dado la espalda. No era su culpa. La falta de cultura, la mediocridad de la sociedad actual y, por supuesto, la presencia constante de Foster eran las verdaderas causas de su derrota.

Cuando finalmente llegó el telegrama de Foster, invitándolo a una conversación en su retiro en el norte, Fenwick sintió una mezcla de incredulidad y desdén. No podía entender por qué Foster, después de todos estos años, insistía en “arreglar las cosas”. El encuentro fue una repetición del mismo patrón: Foster, con su tono de voz alto y su actitud tan ansiosa por agradar, intentando demostrar que todo estaba bien, que su amistad no había sido afectada por nada. Fenwick, por su parte, respondía con una frialdad calculada, mientras su odio hacia Foster crecía aún más.

Foster, siempre con su necesidad de ser aceptado, incluso llegó a elogiar los libros de Fenwick, como si no fuera consciente del desprecio que Fenwick sentía hacia él. “Qué libros tan maravillosos tienes”, dijo, con esa ingenuidad molesta que Fenwick había llegado a conocer tan bien. Pero lo que Foster no sabía era que cada palabra, cada gesto de simpatía, solo servía para avivar la rabia que Fenwick sentía. El odio que sentía hacia Foster no era solo por sus éxitos o por su superioridad en el mundo literario, sino por la forma en que su presencia había sido una constante que desbarataba todos los esfuerzos de Fenwick por encontrar su propio camino. Era como si Foster no pudiera dejarlo en paz, como si siempre estuviera allí, no como un amigo, sino como una figura que, sin saberlo, le recordaba constantemente su fracaso.

Este relato de rivalidad y resentimiento no es solo una historia personal, sino un reflejo de algo mucho más profundo: la lucha interna de un hombre que se ve atrapado entre su necesidad de éxito y su desprecio por la sociedad que premia la mediocridad. Fenwick, a pesar de su talento, se ve incapaz de superar la sombra de su propio fracaso. Y aunque su odio hacia Foster sea palpable, este odio no es solo hacia él, sino también hacia un sistema que valora lo superficial por encima de lo auténtico.

Es fundamental entender que, en esta historia, el fracaso de Fenwick no es solo una cuestión de talento no reconocido, sino también de cómo la percepción de uno mismo y de los demás puede moldear la realidad. El hecho de que Foster, con su enfoque optimista y su deseo de agradar, haya tenido éxito mientras Fenwick se ha estancado, refleja las contradicciones de una sociedad que premia la apariencia y la popularidad por encima de la profundidad y la calidad. Fenwick no solo está luchando contra su amigo, sino también contra una visión del mundo que no valora lo que él considera verdaderamente importante.