Sandro intentaba transmitir tranquilidad en su voz al decir “Te llamaré”, aunque su preocupación no podía ocultarse del todo. Creía que aquello sería solo una fase, una breve rebeldía, que pronto todo volvería a la normalidad. Reconocía a Pietro como un buen padre, uno de los mejores, y confiaba en que los años difíciles pasarían. Sin embargo, cuando cruzó frente a la tienda de Frollini, con sus grandes ventanas y ropa abrigada exhibida bajo un sol veraniego, pensó en Luisa, la mujer que trabajaba allí. Esa mujer que, a pesar de su edad adulta y su aparente sensatez, se tomaba la moda en serio, casi con devoción. La vio trabajar con esa dignidad intacta, esa forma de moverse orgullosa, aunque en su interior quizás las cosas fueran distintas. El recuerdo de sus primeros tiempos juntos, cuando él vestía uniforme y ella se iluminaba al verlo, le trajo un momento de nostalgia silenciosa.

Mientras tanto, Giuli observaba la escena en la Piazza Tasso, confundida por las circunstancias recientes. La imagen de un niño en un columpio, empujado por una mujer que no era su madre, una niñera filipina, le hacía cuestionar cuánto amor pagado podría llenar los vacíos reales. Las conversaciones sobre Flavia, esa mujer que parecía haber desaparecido solo para que luego se confirmara su muerte, trajeron más preguntas que respuestas. Los profesionales del Centro, sobrecargados y con el peso de la culpa por no haber podido evitar lo irreversible, luchaban por encontrar sentido. La depresión no siempre se manifiesta con claridad. Clelia, la matrona, confesó que no había señales evidentes en los cuestionarios o en las entrevistas que indicaran que Flavia estuviera realmente deprimida. Y sin embargo, algo faltaba. Algo que ni siquiera la discreción profesional permitió descubrir.

La dificultad para diagnosticar y comprender el sufrimiento invisible es palpable. Flavia, una mujer educada e inteligente, escondía su dolor detrás de respuestas evasivas y sonrisas medidamente armadas. La tristeza, la infelicidad, la desesperanza no siempre tienen nombres claros o explicaciones simples. La diferencia entre “estar triste” y “estar deprimida” puede ser sutil, pero para quienes la padecen, la línea que las separa es a menudo un abismo. Clelia lamenta no haber profundizado más, no haber sido capaz de ver que su tristeza podía prolongarse indefinidamente, convirtiéndose en una prisión silenciosa.

Además, el relato revela otro elemento crucial: la complejidad del entorno. Flavia dio a luz en circunstancias inusuales, asistida por paramédicos en una ambulancia, y nunca fue plenamente atendida por una sola profesional. Esta fragmentación en la atención puede contribuir a que los signos de alarma se diluyan, a que el sufrimiento pase inadvertido o quede invisible para quienes podrían ayudar.

La experiencia de los personajes refleja una realidad dolorosa y cotidiana: la dificultad para reconocer y afrontar las crisis internas que muchos llevan ocultas. El peso de la culpa que sienten los profesionales de la salud y las personas cercanas es un eco de esa lucha por entender un dolor que no siempre puede ser expresado ni diagnosticado con facilidad.

Es fundamental reconocer que la atención a la salud mental no puede limitarse a herramientas superficiales o respuestas estándar. Cada persona es un universo único, y la infelicidad, la angustia y la desesperanza requieren una mirada atenta, paciente y humana que vaya más allá de los protocolos. La conexión entre las circunstancias personales, el apoyo social, la atención profesional y la comunicación abierta es vital para prevenir tragedias.

Entender esto es comprender también que las historias humanas rara vez son lineales o claras. A menudo hay capas de silencio, omisiones, miedos, y decisiones tomadas en la sombra que configuran un desenlace inesperado. La empatía, la escucha y la búsqueda incesante de la verdad son herramientas imprescindibles para desentrañar esas historias y, tal vez, para cambiar sus finales.

¿Cómo enfrentar el miedo cuando la lógica ya no basta?

El miedo no siempre grita; a veces se insinúa. Se instala en el cuerpo como una presencia muda, bajo la piel, antes incluso de que la razón despierte. Luisa lo sentía así: no necesitaba abrir los ojos para saber que algo estaba profundamente mal. Esa conciencia que se filtra entre el sueño y el despertar, ese filo de tiempo donde los pensamientos no están domesticados por la lógica, le susurraba lo mismo que le había dicho años antes, la mañana de su primera cita con el oncólogo: esto no va a acabar bien.

Pero ahora no era ella quien necesitaba ayuda. Era Chiara. Desde el otro lado de la ciudad, Luisa sentía su miedo, su fragilidad. En algún lugar, con sus tacones claros y su vestido liviano, Chiara se estaba ahogando. Y Luisa no podía mirar hacia otro lado. Cancelaría su cita médica sin vacilar. No por sacrificio: por urgencia. Hay cosas que no pueden esperar, ni pueden explicarse a quien no las intuye. Sandro, por ejemplo, dormiría unas horas más, ajeno aún al peso que se avecinaba.

La intuición femenina no es irracionalidad; es otro tipo de razonamiento, más visceral, más inmediato. Luisa lo sabía. Lo que estaba mal no era sólo Chiara, ni siquiera sólo Pietro. Era algo más grande, más difuso. Pietro había estado raro. Ojos esquivos. Palabras contenidas. Un silencio que no era casual, sino tejido con precisión. Enzo, también, parecía encogerse dentro de sí, sus movimientos teñidos de una ansiedad difícil de nombrar. Algo se estaba deshaciendo.

En las calles, las paredes hablaban con pintura fresca: insultos, acusaciones, rabia. El aire no olía a flores sino a spray químico. Lo racional se diluía con la misma rapidez con que se evaporaban las certezas. Rosselli, pedófilo, decían las letras negras. El rey había sido borrado con furia. Nada era seguro. La lógica ya no ofrecía refugio. Giuli lo sabía mientras esperaba su café, con la garganta seca de preguntas no formuladas.

Hablar no era posible. Preguntar a Enzo si sabía por qué la brigada antivicio había intervenido el centro era una línea que no se podía cruzar. No porque no quisiera respuestas, sino porque ya temía conocerlas. La mente buscaba razones, pero el cuerpo respondía con vértigo. No había estructura en qué apoyarse. Giuli no era más que un cúmulo de nervios, de sospechas, de intuiciones fragmentadas.

Aún así, el amor intentaba colarse. Porque claro que no podía ser Enzo. Porque lo conocía. Porque no tenía maldad. Pero ese conocimiento no era deductivo, era emocional. Y ese era precisamente el problema. El amor enturbia, ciega. Entonces hay que volver al análisis, buscar indicios en los gestos, en la forma en que no te miran, en la prontitud con la que alguien cierra una cremallera, en la manera en que se escapan por las escaleras.

A veces el silencio pesa más que las palabras. Enzo no fingía calma. Si lo hubiera hecho, habría sido peor. La culpa, cuando se disfraza de normalidad, se hace insoportable. Pero lo suyo era otra cosa: era torpeza. O miedo.

Mientras tanto, las mujeres de siempre, las que sostienen el mundo en sus espaldas, se reunían en callejones malolientes a leer comunicados pegados con cinta adhesiva. El centro ha sido clausurado por intervención policial, decía el cartel. Y mientras los adolescentes pasaban de largo, con móviles ya abandonados en sus bolsillos, una pregunta flotaba: ¿y ahora qué?

No hay respuestas claras. Sólo una certeza: fingir que nada ocurre no es una estrategia, es una condena. Y sin embargo, muchos se aferran a ese fingimiento, esperando que las cosas se reordenen solas. Que el caos sea sólo una etapa transitoria. Pero el caos tiene su propio lenguaje, y exige ser escuchado.

Es en ese espacio sin certezas donde habita el verdadero coraje: no en saber la verdad, sino en atreverse a buscarla aun cuando temes lo que vas a encontrar. Y mientras el café se enfría en una mesa de bar, las miradas entre mujeres dicen más que cualquier interrogatorio. La sospecha compartida es un acto de intimidad.

El miedo, cuando no se puede racionalizar, se convierte en brújula. Y hay que tener el coraje de seguirlo, aunque lleve al corazón mismo del desorden.

Es importante comprender que no todo puede resolverse con lógica, y que en situaciones de crisis, la intuición, las emociones y los silencios no dichos se convierten en herramientas de navegación tan legítimas como los datos duros. La negación no protege, solo retrasa lo inevitable. Y la verdad, incluso cuando duele, siempre es más soportable que la duda envenenada.