En la bruma de la madrugada, el fuego agonizante lanzó su último fulgor como si el destino mismo intentara enviar un mensaje. Wid, envuelto en las sombras y con la mente aún agitada por la imagen del cuerpo inmóvil entre las mantas, divisó un papel a medio enterrar en el lodo junto al río. Lo recogió sin poder distinguir bien su contenido, pero lo guardó con la intuición de que era importante. Al amanecer, con la primera luz del día, desdobló el papel: las líneas que se revelaron componían un rostro. Era ella. Butterfly Rose. La dulzura de su cara emergía entre las manchas, inconfundible, incluso bajo el daño causado por el agua.

En el reverso, otra imagen: el mismo rostro, pero ahora deformado por la edad y el vicio, un trabajo que solo podía haber sido hecho por la mano insolente de Miguel Cortez. Wid reconoció de inmediato el papel como el mismo que Cortez había utilizado para chantajear a la muchacha en la escena que aún lo perseguía con vívido detalle. En aquel momento, ella sostenía el papel cuando Wid y Cortez forcejearon. ¿Cómo había llegado esa hoja a ese lugar, junto al cadáver de un jinete desconocido?

La lógica era inquietante y clara. Butterfly Rose había sido la última en tener ese dibujo. Si el papel fue hallado en la escena de un asesinato, debió haber sido dejado por el asesino mismo. Pero si ella no era capaz de semejante crimen —y Wid, más por intuición que por pruebas, lo creía así—, entonces era necesario comprender quién era el muerto y qué relación tenía con Rose.

El hombre yacía junto a una fogata extinta, con señales de muerte violenta, pero nada en su identidad permitía, al principio, deducir su historia. No era alguien conocido por Wid, pero su montura llevaba la marca del rancho Lazy M. Era uno de los suyos. Al examinar la escena, Wid notó algo decisivo: las huellas en el polvo eran más profundas, más anchas de lo que Butterfly Rose podría haber dejado. Era una pista indirecta, pero suficiente para exonerarla. El asesino era un hombre, corpulento y cauteloso, tanto como para arrastrar sus pies al caminar, borrando así cualquier posibilidad de identificación precisa. Era alguien frío, metódico, hábil. Un cazador acostumbrado a matar sin dejar rastros.

Wid reflexionó: no sería por el rastro físico que atraparía al asesino. La pista clave era el dibujo. Aquella hoja, insignificante para cualquiera más, era ahora el vínculo silencioso entre la víctima, el asesino y Butterfly Rose. El misterio giraba en torno a ella, no por su culpa, sino por lo que representaba. Había que entender qué hacía la joven la noche anterior. Y si ella podía aclarar sus movimientos, entonces solo quedaba una posibilidad: Miguel Cortez. Pero aún así, algo en esa idea no encajaba. Wid no podía imaginar a Cortez acercándose en la oscuridad, en silencio, y apuñalando a un hombre dormido. No era su estilo. Cortez era sucio, sí, pero de frente. Este asesinato tenía otra firma, más calculadora, más vacía de emociones.

De vuelta en el rancho, Wid entregó el cuerpo y compartió lo descubierto. El ambiente se cargó de tensión. Cada mirada indicaba que la rabia acumulada por los robos de ganado y la violencia estaba a punto de estallar. Mrs. Fletcher, con una serenidad inesperada, se encargó del cuerpo y organizó un funeral. Los hombres se movían como espectros. El silencio era espeso. Cada uno, sin necesidad de palabras, comenzaba a comprender que estaban inmersos en un conflicto más profundo de lo que pensaban.

En esa calma tensa, Wid volvió a contar lo sucedido, esta vez incluyendo el hallazgo del dibujo. Las reacciones fueron inmediatas. Era más que un simple pedazo de papel: era un testimonio mudo, un rastro dejado por error o arrogancia. El dibujo, símbolo de una relación turbia entre Rose y Cortez, ahora era también una pista, quizás la única, hacia la verdad detrás del crimen.

Es importante que el lector entienda que en una narración como esta, las pruebas no siempre se presentan de forma directa. Los rastros materiales pueden mentir o ser borrados. La verdad se revela muchas veces a través de lo emocional, de lo simbólico, del detalle menor —como un dibujo olvidado. También se hace evidente que el juicio intuitivo, cuando va acompañado de experiencia y observación, tiene un poder tan fuerte como cualquier evidencia tangible. La justicia, en estas tierras, no depende de tribunales, sino del temple del hombre que se atreve a buscarla, incluso cuando las pistas se deshacen en el polvo.

¿Cómo intercambiar objetos en una era antes de las redes sociales?

El fenómeno del intercambio de objetos en la vida cotidiana se remonta a tiempos anteriores a la era digital, cuando las personas confiaban en métodos tradicionales como los anuncios en periódicos y tablones de anuncios. En muchos casos, la oferta y demanda de bienes no solo involucraba productos tangibles, sino también deseos más abstractos: conexiones sociales, hobbies compartidos y necesidades personales. Los intercambios entre particulares en busca de objetos y servicios eran comunes, y el contenido de estos anuncios reflejaba una red compleja de intereses humanos, desde necesidades básicas hasta pasatiempos más especializados. Los anuncios de la época mostraban, con una asombrosa claridad, la diversidad de intereses de la sociedad, revelando no solo las prioridades materiales de las personas, sino también sus aspiraciones emocionales y sociales.

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