En el invierno de 2019, Michael Cohen, ex abogado personal de Donald Trump, testificó ante el Congreso Federal que, bajo las órdenes de su jefe, había emitido al menos quinientas amenazas durante más de una década, describiéndolo como un jefe mafioso, aunque sin utilizar explícitamente el término "mafia". Varios periodistas que habían investigado el pasado criminal de Trump fueron silenciados. David Cay Johnston, un periodista reconocido y autor de varios bestsellers sobre Trump, recordó que, además de ignorar el caso de la violación de Ivana, la prensa en 2016 no informó sobre los vínculos documentados de Trump con el crimen organizado. Según Johnston, los medios no querían hablar sobre su relación con Joseph Weichselbaum, un narcotraficante confeso que, tras ser condenado por un anillo de tráfico de cocaína en 1985, se mudó a la Torre Trump tras pasar poco tiempo en prisión, comprando un apartamento de 2.4 millones de dólares en efectivo.
Trump ha utilizado el escándalo como su principal táctica de propaganda, una estrategia que ha sido difícil de reconocer para muchos. Prefiere ser percibido como un hombre casado con una amante que como un hombre que violó a su esposa y agredió a numerosas mujeres y niñas. Le resulta más conveniente ser visto como un magnate engreído con quiebras a ser conocido como un hombre hábil y peligroso vinculado a la mafia, realizando extorsiones para patrocinadores extranjeros. Para Trump, las conspiraciones y delitos son menos dañinos que los escándalos, ya que los medios, al presentar estos hechos como escándalos aislados, logran distraer a la opinión pública de los verdaderos crímenes.
Este fenómeno, conocido como "sesgo de normalidad", sostiene que si una situación realmente peligrosa estuviera ocurriendo, alguien intervendría para detenerla. Es una creencia compartida por muchos que, a pesar de los hechos evidentes, las instituciones siempre ofrecerán protección contra el caos. Este sesgo es el mismo que alimenta las tragedias como el 11 de septiembre, la guerra en Irak o la crisis financiera de 2008. A pesar de los signos de corrupción o negligencia sistemática, los actores clave, muchos de ellos los mismos en cada crisis, permanecen impunes, perpetuando un ciclo de indiferencia y desinformación.
En cuanto a Trump, nunca ha enfrentado una verdadera rendición de cuentas por sus actos. En los años 80, como en la actualidad, su impunidad se mantenía intacta. Para mí, quien caminaba por la Torre Trump como una niña sin temor, nunca imaginé que este hombre representaría una amenaza directa para mi vida. La realidad de que muchos adultos en mi infancia tampoco comprendían el alcance de lo que sucedía, y que los pocos que sí lo sabían robaron el futuro, es una revelación aterradora.
El final de la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética en la década de 1990 fueron vistos por muchos como signos de un cambio irreversible hacia un orden mundial donde la democracia y el capitalismo estadounidenses dominarían. Esta era fue vista como un periodo de esperanza y cambio, pero no duró mucho. En aquellos años, las élites políticas y económicas prometían que el mundo se encontraba ante una nueva era de prosperidad, y se argumentaba que la democracia liberal era el camino inevitable. Los intelectuales celebraban la victoria del sistema estadounidense sobre el comunismo, pero la realidad mostró que este "nuevo orden mundial" se construiría sobre las mismas estructuras de poder que siempre habían existido.
A medida que la economía global se expandía y Silicon Valley prometía un futuro sin límites, el entusiasmo por la "prosperidad ilimitada" opacaba las preocupaciones reales sobre la desigualdad y el control que las grandes corporaciones y gobiernos ejercían sobre la vida de millones. El artículo "The Long Boom" de 1997, que predecía un crecimiento económico global sin precedentes, nunca anticipó las crisis financieras que surgirían más tarde, ni el auge de la concentración de poder y riqueza en unas pocas manos. Lo que en su momento se vendió como una bonanza para todos, terminó siendo una ilusión en la que solo unos pocos se beneficiaron, mientras que las vastas mayorías se vieron atrapadas en un sistema económico y político que se definía por su opacidad y corrupción.
Es necesario entender que estos relatos de cambio y progreso, alimentados por las élites, son en realidad relatos manipulados. El control del pasado, y por ende del futuro, pasa por la reescritura de la historia, la ocultación de las verdaderas motivaciones detrás de los movimientos geopolíticos y el fomento de mitos nacionales como el "excepcionalismo estadounidense". Cuando el pasado es distorsionado y los hechos se difuminan, la historia se convierte en una herramienta de control, permitiendo que los poderosos continúen operando en las sombras mientras el público permanece distraído con narrativas diseñadas para mantener el status quo.
El conocimiento de estos mecanismos de manipulación es esencial para comprender las dinámicas de poder actuales y la manera en que las élites, bajo la apariencia de cambios históricos, perpetúan su dominio. Solo a través de la conciencia de estos procesos podemos empezar a cuestionar la narrativa oficial y, tal vez, influir en un futuro donde los abusos de poder ya no se oculten detrás del velo del escándalo.
¿Cómo se construyó una red criminal transnacional que amenaza la democracia y el Estado de derecho?
Durante décadas, un entramado de individuos procedentes de países tan diversos como Rusia, Arabia Saudita, Israel, el Reino Unido y Estados Unidos ha tejido una red que trasciende las fronteras nacionales. Muchos de ellos no sienten lealtad hacia ningún Estado, sino únicamente hacia sí mismos y hacia su dinero. Este grupo de actores no estatales ha pasado de secuestrar empresas a secuestrar naciones, reconfigurando el poder político y económico a escala global. Aunque algunos los tildan de “fascistas”, el término resulta impreciso: para ser fascista se requiere devoción al Estado, mientras que para estos operadores el Estado no es más que una mercancía.
Este entramado no es homogéneo ni monolítico. En él coexisten motivaciones diversas: la acumulación ilimitada de dinero, la ambición territorial, el fanatismo religioso o supremacista blanco. Sin embargo, pese a su disparidad, los une un objetivo común: destruir la democracia desde dentro. Se han infiltrado en las propias instituciones encargadas de detenerlos, transformando la relación entre poder público y crimen organizado. Lo que antes era complicidad entre mafias y dictaduras —y a veces democracias— se ha convertido hoy en algo más profundo: el Estado como proxy de la mafia.
El ejemplo de Estados Unidos ilustra esta mutación. La llegada al poder de Donald Trump no fue producto del azar ni de un carisma improvisado. Fue el resultado de décadas de impunidad para las élites criminales, que encontraron en su figura un nodo perfecto para consolidar su poder. Su ascenso estuvo acompañado por la explosión de crímenes de odio y por la normalización de discursos extremistas que hasta entonces se consideraban marginales. Todo ello fue previsible para quienes habían estudiado los patrones del autoritarismo en otros contextos: académicos, activistas y grupos históricamente marginados, que entendieron desde el principio que esta deriva no era una anomalía, sino la culminación de tendencias profundas.
La naturaleza transnacional de esta crisis carece de precedentes históricos claros. El uso intensivo de medios digitales permite a estos actores atravesar fronteras y desestabilizar sociedades desde el ciberespacio, erosionando la capacidad del Estado para responder. Figuras como Julian Assange son ejemplos paradigmáticos de cómo los límites entre disidencia, espionaje y manipulación se han difuminado. Al mismo tiempo, el cambio climático añade un componente inédito: el planeta en crisis se convierte en terreno fértil para los “capitalistas del desastre”, como los describe Naomi Klein, que encuentran oportunidades en la catástrofe y la utilizan para reforzar su propia supervivencia.
El impacto de las redes sociales en esta transformación es profundo. Han permitido a movimientos apocalípticos, extremistas políticos y corporaciones de la información manipular la percepción pública y organizarse a una escala imposible en el pasado. Esto ha debilitado los mecanismos tradicionales de rendición de cuentas y ha acelerado la erosión de las democracias liberales. Frente a este escenario, la complacencia de muchos dirigentes y opinadores ha sido tan peligrosa como las acciones de los propios actores criminales, creando un vacío que las élites depredadoras han sabido aprovechar.
Es fundamental que los ciudadanos comprendan que esta crisis era previsible y, por tanto, hasta cierto punto prevenible. La historia ofrece ejemplos de resistencia y recuperación: la disolución del apartheid, la caída de dictadores como Milosevic o Mubarak, o las revoluciones pacíficas que precedieron al colapso de la URSS. Pero la lección no es solo de esperanza, sino de responsabilidad. La autocracia no se instala de la noche a la mañana; se construye con cada concesión a la impunidad, con cada norma erosionada, con cada silencio cómplice.
Es importante que el lector entienda que escribir y preservar la memoria individual y colectiva es un acto de resistencia frente a la manipulación. Recordar quiénes somos, qué valores sostenemos y qué líneas nunca cruzaríamos es crucial para no sucumbir al desgaste gradual que impone un sistema autoritario. La defensa de la democracia empieza por la conciencia, y sin ella ninguna institución podrá salvarnos.
¿Cómo la omisión de la verdad crea una América alternativa que ya existió?
Vivimos en una era en la que la verdad parece estar en constante amenaza. La impunidad criminal se ha convertido en inmunidad, especialmente para las élites del siglo XXI, y la capacidad del público para influir en el poder se desvanece. El bien común, alguna vez una prioridad, se ha convertido en un concepto obsoleto, y uno vive sabiendo que, si no eres propagandista ni protector de los perpetradores, eres la presa.
Observamos cómo las víctimas de atrocidades ocurridas hace décadas se levantan para hablar, con la esperanza de encontrar una resolución en nuestra era de reevaluación, solo para ser reducidas a un titular fugaz o una lección moral. Los crímenes se “resuelven” simplemente por no ser llamados crímenes en absoluto. Las atrocidades que una vez sacudieron a nuestra nación se diluyen en la narrativa oficial, y los que luchan por la verdad se enfrentan a la indiferencia de un sistema que prefiere olvidar.
A veces, el horror es tan profundo que uno llega a creer en el demonio, como una forma de comprender lo incomprensible, y en el infierno, porque se busca consuelo. Pero este consuelo es efímero. La angustia se apodera de aquellos que lo han perdido todo, y lo único que queda es el deseo de que otros encuentren la fuerza para sobrevivir y seguir luchando.
La historia, nos dicen, estará de tu lado, pero en tiempos de autocracia, la historia puede borrarse o reescribirse. En el contexto actual, la historia es una mercancía en peligro de extinción. La verdad que no se resguarda no puede convertirse en historia, y el futuro, al que tanto se apela, ya no está garantizado. Hoy en día, el futuro se desvanece entre las promesas incumplidas y los discursos de líderes que manipulan a la población. El tiempo ya no es una garantía; la esperanza, por su parte, se convierte en una estrategia peligrosa. Mientras la desesperanza puede inmovilizar, la esperanza también puede volverse letal cuando el poder juega con el tiempo y la resistencia parece un desgaste sin fin.
Cuando me encontraba embarazada de mi segundo hijo, recuerdo preguntarme cómo sería posible amar a este hijo tanto como al primero. Una amiga me dijo que el amor por los hijos es infinito, que el corazón se expande para contenerlo, y tenía razón. Lo que no entendí hasta hace pocos años es que el mismo principio se aplica al dolor. La capacidad de albergar la magnitud de la pérdida, ya sea de vidas, expectativas o libertades, es más vasta de lo que imaginaba o deseaba saber. Y esa vastedad se revela cuando se enfrenta uno a la cruda realidad de un sistema que borra cualquier sentido de justicia o razón. La capacidad de sentir esa angustia, que no se puede racionalizar ni prever, crece a medida que se experimenta un cambio irreversible en la estructura misma de lo que se pensaba seguro.
Con la propagación de la mentira, se busca erosionar nuestra comprensión de lo que es real. En regímenes autocráticos, los hechos se distorsionan, y el concepto de “hechos alternativos” se convierte en una herramienta para consolidar el poder. En estos sistemas, la mentira no solo es aceptada, sino que se utiliza como una afirmación de dominio, mostrando que la verdad no importa, que los que están en el poder no tienen que rendir cuentas. Y, con el tiempo, la manipulación masiva, reforzada por correcciones y retractaciones, destruye nuestra percepción de la realidad. La memoria se difumina y el proceso de reconciliar los eventos pasados con las nuevas verdades se convierte en un ejercicio de dolor y desorientación.
La historia ya no se cuenta de manera lineal ni lógica; como en las palabras de la periodista rusa Anna Politkovskaya, las memorias se reducen a imágenes que se conectan por una lógica emocional más que cronológica. Mi calendario, como el suyo, carece de una línea clara de tiempo. La erosión del orden social y político provoca que las referencias a un tiempo "antes" se desvanecen. Al igual que con Politkovskaya, hay un entendimiento intuitivo del riesgo al decir la verdad en tiempos oscuros, aunque la mayoría no puede ver las implicaciones inmediatas.
La narrativa en la que estamos atrapados no es simplemente una cuestión de política; es una lucha por la existencia misma de una nación basada en principios de democracia y justicia. Lo que está en juego es la integridad de la nación y la moralidad de sus líderes. La corrupción de los líderes y el apoyo financiero a regímenes corruptos son cuestiones universales que no se limitan a un solo país. La propaganda, que socava la verdad, es la herramienta que convierte los hechos en algo maleable, y nuestra capacidad para reconocer lo que es real se ve constantemente amenazada.
Este proceso no es único de una nación ni de una era. A través de la historia, el control de la verdad ha sido un medio de opresión. Hoy, sin embargo, las mentiras no se limitan a ser "mentiras", sino que son presentadas como realidades alternativas, manipuladas para mantener un status quo que favorece a unos pocos y arrastra al resto en un torbellino de confusión y desinformación. La información se convierte en un campo de batalla, y nuestra capacidad para distinguir la verdad del engaño se convierte en una de las mayores pruebas a las que se enfrenta cualquier sociedad.
Es crucial entender que este no es solo un problema de información errónea o malintencionada. Es un proceso sistemático de reescritura de la historia, de redefinición de lo que es aceptable y posible en nuestra vida pública. El poder no solo destruye a los que se oponen, sino que también corrompe la comprensión misma de lo que es "correcto". Y mientras más tardemos en reconocer la magnitud de esta distorsión, más difícil será restaurar el equilibrio que una vez existió.
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