La agudeza sensorial de un oso es algo verdaderamente asombroso. En particular, Ben, un oso que formó parte de una travesía por las montañas, demostró tener una percepción casi sobrehumana. Su capacidad para detectar cualquier presencia cercana era infalible, mucho antes de que el ser humano o incluso otro animal pudieran notar la aproximación. Este sentido de alerta era tan preciso que Ben, de manera intuitiva, se erguía sobre sus patas traseras y vigilaba, mirando con un solo ojo desde detrás de un árbol, manteniendo una atención absoluta hacia lo que se acercaba. Era un vigía insuperable, capaz de advertir la presencia de un alce, un ciervo o un alce a kilómetros de distancia. Nunca fallaba, y siempre que mostraba signos de inquietud, algo acababa apareciendo en su campo visual.
Había ocasiones en las que, a pesar de que los humanos trataban de sorprenderlo a su regreso al campamento, Ben no solo los detectaba, sino que se mantenía firme en su posición, analizando la situación con la misma cautela que lo haría un animal salvaje. En una de las historias relatadas, mientras descansaban en un cañón en Montana, Ben, sin ser alertado por el ruido, mostró una clara señal de incomodidad y, después de una intensa vigilancia, detectó a un hombre pescando a más de doscientos metros de distancia, algo que el resto de los humanos no había percibido en absoluto.
Ben no solo fue increíblemente perceptivo, sino que también demostró una capacidad impresionante para adaptarse y aprender. Durante los días de descanso y mientras Spencer, el compañero del narrador, le enseñaba nuevos trucos, el oso comenzó a manipular objetos con gran destreza. Podía hacer malabares con pelotas y otros objetos, lo que lo hacía aún más fascinante para quienes lo observaban. Su curiosidad y su capacidad para interactuar con los humanos fueron constantes, y su relación con los niños de las ciudades que atravesaron fue particularmente entrañable. A pesar de su tamaño y fuerza, Ben mantenía un carácter amable y juguetón, lo que permitió que se ganara el cariño de todos, y por supuesto, se hizo famoso en cada lugar que visitaban.
En su viaje, Ben y Buckskin, el caballo del narrador, se convirtieron en una atracción constante. En uno de los encuentros, cuando un agricultor y su esposa se cruzaron con ellos, el asombro y la incredulidad ante la visión de un oso montado en un caballo provocaron una mezcla de risas y temores, especialmente en la esposa, quien no podía contener su miedo. En otra ocasión, una granja recibió a los viajeros, y la dueña de la casa, tan absorta en el espectáculo de ver a Ben montando a Buckskin, no reparó en que algunos caballos de la granja se habían escapado mientras ella observaba al oso.
Al llegar a Spokane, Ben ya había recorrido más de mil millas, una hazaña que muchos animales no podrían haber soportado. Sin embargo, su naturaleza salvaje nunca desapareció. Aunque se encontraba en cautiverio, Ben conservaba sus instintos y comportamientos naturales. En su nueva casa, un cobertizo adaptado para él, Ben comenzó a excavar, creando un pequeño agujero debajo de un cobertizo de carretas, lo que demostró que el instinto de hibernar seguía muy presente. Sin haber conocido nunca un refugio de oso en su vida, Ben, aún bajo el cuidado humano, se preparaba para el invierno como lo haría en la naturaleza.
Lo que se observa en Ben es la continua lucha entre la domesticación y los instintos naturales de un animal salvaje. Aunque el oso fue criado en cautiverio, su comportamiento nunca dejó de ser influenciado por su herencia salvaje. La habilidad de Ben para adaptarse y aprender, su capacidad para reconocer peligros y su instinto de hibernación, nos enseñan que, incluso en un entorno controlado, los animales poseen una conexión profunda con la naturaleza que no puede ser fácilmente eliminada.
Es esencial comprender que, aunque los animales en cautiverio pueden adaptarse a nuevas rutinas y entornos, sus comportamientos más fundamentales, como el instinto de cazar, protegerse o migrar, siguen siendo parte de su naturaleza. Además, aunque la domesticación puede influir en algunos aspectos de su vida, los animales mantienen una profunda memoria instintiva que no puede ser eliminada por completo. La historia de Ben nos recuerda que, incluso en cautiverio, los animales son seres complejos, cuyas necesidades y comportamientos están profundamente enraizados en su biología y naturaleza.
¿Cómo la desesperación de la caza puede transformar a un puma en un monstruo?
El aire claro y quieto marcaba el inicio de los días de escasez, en los que la angustia de la puma se transformó en desesperación. Su anhelo por la carne roja se convirtió en una obsesión insaciable, algo que no le permitía ni dormir ni descansar. Desde la primera tormenta, la nieve había caído sobre las laderas de las montañas, acumulándose en hasta cuatro pies en el llano y alcanzando hasta treinta y cincuenta pies en los cañones y valles. Y sobre este vasto manto blanco no se veía ni el más mínimo rastro de alguna presa. Todos los carnívoros de la región sentían ya la presión de la hambruna. Desde los valles bajos, el grito desesperado del zorro y el aullido distante de los coyotes contaban la historia, mientras que esa noche, el grito hambriento del puma se añadía al silencio: un alarido largo y desgarrador, epitome de la sed insaciable de sangre.
En otros inviernos, siempre había podido recurrir a los conejos que abundaban en los valles bajos, pero con esta fuente agotada, lo único que le quedaba era merodear por las cumbres más altas, esperando la escasa oportunidad de matar alguna oveja o, si no, desplazarse a algún otro territorio lejano. El impulso le llegó claramente: intentaría suerte en las cimas antes de que el cansancio minara su capacidad de caza, y partió al caer el anochecer. Ascendió por las traicioneras cornisas con su característico y sigiloso arrastre, tan seguro en estas alturas como las mismas ovejas. Sus grandes almohadillas redondas le mantenían sobre la nieve, mientras que las ovejas, como bien sabía, se hundirían hasta el vientre.
La crueldad y la sed insaciable de sangre se reflejaban en sus ojos amarillos. Esa noche volvió a nevar, de forma suave y profunda, sin viento que pudiera desbaratar los montículos o barrer los senderos altos. El terreno se volvió doblemente peligroso. En todos los aspectos, ese invierno resultaba fatídico y terrible para todos los que habitaban en las montañas. Durante dos días, el puma merodeó por las laderas occidentales sin encontrar nada que llevarse a la boca. Ya debilitado, famélico y algo trastornado por la inanición, cruzó la divisoria.
Arriba, en las altas cumbres, el rebaño de ovejas también estaba sufriendo, por primera vez en muchos años. La nieve, que habitualmente el viento barría de las mesetas, se acumulaba suavemente, cubriendo la hierba que les servía de sustento. Nunca en veinte años un invierno había preocupado a las grandes ovejas, pero ante tales condiciones no quedaba otro remedio que descender a los valles bajos. Despreciaban la llanura, pero el impulso vital no podía negarse. Fue entonces cuando el viejo líder de la bandada, aquel mismo que el puma había acechado en vano dos meses antes, decidió que ya no valía la pena esperar un cambio en el clima y comenzó a guiar a su grupo hacia el valle.
A la mañana del tercer día de su caza, el puma, recorriendo la espina dorsal de las montañas en busca de las ovejas, se dio cuenta de que su presa había desaparecido. El rastro fresco de los nueve animales descendía por los acantilados occidentales. El aroma aún estaba presente y el puma mojó su nariz negra repetidamente, disfrutando del sabroso olor. Sus afilados dientes se descubrieron en una mueca silenciosa y sus ojos furiosos barrieron las laderas. Era el primer rastro de carne en muchos días, y no pudo evitar seguir el sendero descendente.
Una hora más tarde, cuando el puma se encontraba aún absorbido por el rastro de las ovejas, otro aroma llamó su atención. Era cálido y débil, apenas detectable en el aire fino. Un olor extraño, ni de oveja ni de ciervo, pero cálido y más fuerte que cualquier rastro anterior. El puma se detuvo, levantó la cabeza, y olfateó el aire con atención. Este aroma, extraño a la par que familiar, era el de un oso pardo, su enemigo más temido. Reconocía ese olor de viejas luchas en otoño.
Pronto, el puma descubrió la madriguera del oso bajo un tronco caído, su olfato lo guiaba. Sabía que el oso estaba en hibernación, pero también sabía que los osos pequeños, los cachorros, ya se encontraban despiertos. Así que con fiereza comenzó a desgarrar la nieve y el hielo, abriendo la madriguera. Unos minutos más tarde, sus ojos brillaron al ver a la madre oso y sus tres cachorros durmiendo profundamente, ajenos a su presencia. Sin dudar, el puma atacó, desgarrando la garganta de cada uno de los cachorros, devorándolos con una rapidez feroz. Un solo cachorro habría bastado para calmar su hambre, pero la bestia no conocía límites.
Mientras la madre oso seguía en su sueño letárgico, el puma se dio el festín que la desesperación le había inducido a cometer. Aunque en su estado de exaltación podría haber matado también a la madre, no tenía el valor necesario para enfrentarse a un oponente tan formidable. En lugar de eso, llevó uno de los cachorros muertos con él, sabiendo que habría tiempo para volver por el resto del botín.
El resto de la historia llegó a los oídos del cazador Mart Brenner, quien, alertado por los cuervos y el águila sobrevolando la zona, fue a investigar y encontró los restos de los cachorros y el rastro del puma. La escena fue clara: el puma había atacado la madriguera de la madre grizzly, matado a los cachorros y se había alejado con su presa. El cazador, experimentado en estos territorios, no dudó en seguir la pista del gran felino, decidido a poner fin a la amenaza del puma, al que consideraba el mayor asesino de las montañas.
Al final, el ciclo de la vida en estos territorios implacables demuestra cómo la lucha por la supervivencia puede transformar incluso a un cazador experto en una máquina de muerte insaciable. La hambruna y la desesperación desatan instintos primitivos, que en este caso, llevaron al puma a un acto brutal, completamente ajeno a la moralidad.
La supervivencia en las montañas es una cuestión de equilibrio. Cuando un animal pierde ese equilibrio debido a las inclemencias del tiempo o la falta de alimento, la naturaleza misma, en su forma más cruda y despiadada, se manifiesta. Es importante reconocer cómo el hambre y la falta de recursos pueden alterar la conducta de los depredadores, llevándolos a realizar acciones que van más allá de su naturaleza habitual. Esta historia resalta la fineza de los instintos animales, pero también muestra las sombras que la desesperación puede arrojar sobre ellos.
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