En 2015, Estados Unidos acordó participar en el Acuerdo de París para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Aunque cada país estableció su propia contribución, esta iniciativa representó un compromiso global para enfrentar el cambio climático. Sin embargo, muchos republicanos, incluido Donald Trump, se opusieron al acuerdo. Trump, ya como presidente, retiró a Estados Unidos del pacto argumentando que las regulaciones ambientales estrictas perjudicarían a la industria manufacturera estadounidense y provocarían la pérdida de empleos en favor de naciones en desarrollo sin esas restricciones. Mientras tanto, los aliados occidentales de Europa mantuvieron su compromiso con el acuerdo y consideraron la administración estadounidense como irresponsable y mal informada.

Este episodio ilustra una tensión fundamental en la política exterior estadounidense: la dicotomía entre los ideales y los intereses nacionales. El estadista británico del siglo XIX, Lord Palmerston, afirmó que las naciones no tienen amigos permanentes sino intereses permanentes. Esta perspectiva, conocida como realismo en relaciones internacionales, sostiene que la política exterior debe estar guiada principalmente por la seguridad y los beneficios económicos nacionales, incluso si las decisiones tomadas pueden parecer frías o despiadadas desde una óptica externa.

A lo largo de la historia de Estados Unidos, tanto presidentes demócratas como republicanos han demostrado este pragmatismo. Han ordenado la intervención militar y aceptado las consecuencias humanas en otros países cuando consideraron que el interés nacional lo exigía. Sin embargo, esta racionalidad dura a menudo entra en conflicto con los valores democráticos y liberales que definen la identidad estadounidense. Desde su fundación, Estados Unidos ha aspirado a que sus políticas exteriores reflejen no solo un cálculo de poder, sino un compromiso con ideales superiores que trascienden el simple interés propio, utilizando la fuerza solo como último recurso.

Este idealismo se encuentra en constante tensión con las realidades políticas. Por ejemplo, la justificación para la invasión de Irak en 2003 se basó en la supuesta existencia de armas de destrucción masiva, una afirmación que luego se demostró falsa. Este caso muestra cómo las motivaciones reales a menudo se ocultan detrás de discursos que apelan a los valores y a la moralidad. Durante la administración Obama, aunque criticó públicamente ciertas prácticas cuestionables como las detenciones en Guantánamo, no logró cerrar completamente esas instalaciones, evidenciando la dificultad de alinear ideales con las exigencias del poder.

Por su parte, Trump fue abierto en su prioridad hacia los intereses nacionales con su lema “América primero”, asumiendo un enfoque más explícito y menos comprometido con la retórica idealista que tradicionalmente ha acompañado a la política exterior estadounidense.

Las aspiraciones ideales de Estados Unidos han sido fuente de inspiración para generaciones de inmigrantes y admiradores en todo el mundo. Los fundadores imaginaron un país que no solo buscara su prosperidad, sino que fuera un “farol” para otras naciones, guiado por principios universales. Sin embargo, la globalización presenta nuevos desafíos: mientras facilita el comercio y la interdependencia económica —factores que pueden promover la paz al hacer el conflicto demasiado costoso— también permite a grupos extremistas acceder con mayor facilidad a territorios nacionales y amenazar la seguridad.

La coexistencia de estos factores complejos obliga a los líderes estadounidenses a buscar un equilibrio difícil. La política exterior basada exclusivamente en intereses estrechos puede socavar el verdadero poder internacional de Estados Unidos, que reside en su capacidad para inspirar y liderar con principios. Por otro lado, un apego rígido a ideales puede poner en riesgo la seguridad y la prosperidad del país en un mundo globalizado y competitivo.

Es fundamental que el lector comprenda que la política exterior no es una elección binaria entre idealismo y realismo, sino un delicado juego de prioridades y compromisos. La historia demuestra que el verdadero liderazgo mundial requiere integrar ambos enfoques, adaptándose a las circunstancias sin perder de vista los valores que definen la identidad nacional. Además, es esencial reconocer la influencia de la opinión pública y la diversidad de perspectivas internas

¿Cómo influye el federalismo en la relación entre el gobierno nacional y los estados?

El federalismo, entendido como un sistema de distribución del poder entre un gobierno central y diversas entidades políticas subnacionales, genera un continuo debate sobre las competencias de los gobiernos locales frente al poder federal. La Constitución de Estados Unidos establece un complejo marco legal, donde se encuentran presentes tanto las promesas como las limitaciones inherentes a este sistema de gobierno. En particular, la relación entre el gobierno nacional y los estados ha sido un tema recurrente en la historia del país, marcada por luchas ideológicas, sociales y políticas.

El principio de los "derechos de los estados" se fundamenta en la Décima Enmienda de la Constitución, que reserva a los estados aquellos poderes que no están específicamente delegados al gobierno federal. A lo largo de la historia, este principio ha sido utilizado por diferentes grupos políticos para promover sus propios intereses. En gran parte del siglo XIX, cuando el poder federal aún se consideraba limitado, los derechos de los estados fueron defendidos como un medio para contrarrestar el crecimiento de la autoridad nacional. Este debate se intensificó en los años previos a la Guerra Civil, especialmente en torno a temas como los aranceles y la esclavitud, donde los estados del sur defendían la idea de que podían invalidar las leyes federales que consideraban inconstitucionales.

Un ejemplo claro de este enfoque lo encontramos en la doctrina de la nulificación, propuesta por John C. Calhoun, vicepresidente de Andrew Jackson. Calhoun argumentaba que los estados no estaban obligados a acatar leyes federales que violaran su entendimiento de la Constitución. Esta visión fue predominante en el sur, particularmente en lo que respecta a la esclavitud, y se convirtió en un tema candente en los debates previos a la Guerra Civil. Sin embargo, después del conflicto, la supremacía del gobierno federal se consolidó, aunque la Corte Suprema continuó utilizando la Décima Enmienda en ciertas ocasiones para invalidar leyes que consideraba excesivas en su alcance.

A lo largo de la primera mitad del siglo XX, el poder federal continuó expandiéndose. En particular, las decisiones de la Corte Suprema en las décadas de 1930 y 1940 reforzaron la autoridad del gobierno nacional, con una interpretación que parecía relegar a la Décima Enmienda a un segundo plano. Sin embargo, en la década de 1990, surgió un renovado interés por los derechos de los estados, impulsado principalmente por sectores conservadores que defendían que un gobierno federal fuerte socavaba las libertades individuales. En este contexto, los partidarios de la devaluación del poder federal argumentaban que las libertades de los ciudadanos podrían protegerse mejor devolviendo más autoridad a los estados.

Uno de los hitos en este proceso fue la decisión de la Corte Suprema en 1995 en el caso United States v. Lopez, que limitó el poder del Congreso al declarar inconstitucional una ley federal sobre el porte de armas en las cercanías de las escuelas. Este fallo marcó un cambio significativo, pues era la primera vez desde el New Deal que la Corte limitaba el poder del gobierno federal de esta manera. Posteriormente, en 1997, en el caso Printz v. United States, la Corte volvió a invocar la Décima Enmienda para invalidar una disposición de la Ley de Prevención de la Violencia con Armas de Fuego, que imponía a los oficiales estatales la obligación de realizar verificaciones de antecedentes a los compradores de armas. La Corte consideró que esta disposición violaba la soberanía estatal, al obligar a los estados a implementar un programa regulatorio federal.

A pesar de estas decisiones que favorecieron la limitación del poder federal, los gobiernos estatales continúan desempeñando un papel crucial en la creación de leyes y políticas públicas. A medida que la expansión del poder nacional ha sido más evidente, los estados siguen siendo actores clave en áreas como la educación, la salud y el derecho penal. No obstante, los estados ahora comparten muchas de sus competencias con el gobierno federal, y en muchas ocasiones deben coordinarse con él para implementar políticas y programas.

En este contexto, la devaluación (o "devolution") se ha convertido en un tema recurrente desde la década de 1970. Este concepto se refiere al proceso mediante el cual las responsabilidades políticas y administrativas, que antes recaían en el gobierno central, se transfieren a los estados o gobiernos locales. La devaluación ha sido vista por sus defensores como una forma de permitir que los gobiernos más cercanos a la ciudadanía adapten las políticas a las necesidades locales. De esta manera, los estados pueden experimentar y desarrollar políticas que, si tienen éxito, podrían ser adoptadas por otros estados o incluso por el gobierno federal.

Uno de los mecanismos clave para promover la devaluación ha sido el uso de los block grants (subvenciones federales) que otorgan a los estados una mayor flexibilidad para determinar cómo gastar los fondos federales en programas sociales y de desarrollo. La administración de Richard Nixon en los años 70 impulsó esta idea como parte de su "Nuevo Federalismo", consolidando varios programas federales en grandes bloques de fondos que otorgaban más autonomía a los estados en el manejo de los recursos. Este enfoque fue continuado por otras administraciones, y sigue siendo una herramienta central para promover la descentralización de las políticas públicas.

Es importante comprender que el federalismo no es un concepto estático, sino que evoluciona a medida que cambian las circunstancias políticas y sociales. Las tensiones entre el gobierno central y los estados continúan moldeando la política estadounidense, y cada período histórico ha dado lugar a diferentes interpretaciones del equilibrio de poder. Sin embargo, la interacción entre ambos niveles de gobierno sigue siendo esencial para el funcionamiento del sistema federal, donde las decisiones políticas y los recursos se distribuyen de manera compleja y multifacética.