La cultura popular, en sus múltiples formas de manifestación, no es solo un espacio de entretenimiento o relajación, sino un terreno de acción geopolítica que modela y refleja las percepciones de poder, seguridad y conflicto en nuestra sociedad. Desde el programa de televisión The Daily Show con Trevor Noah, que satiriza las decisiones diplomáticas de la administración Trump, hasta la representación de la guerra con drones en Homeland, la cultura popular se nutre de eventos geopolíticos, dándoles un formato accesible y a menudo simplificado. En este sentido, la cultura popular no solo responde a las tensiones globales, sino que las interpreta, las recontextualiza y, en muchos casos, las perpetúa.

Uno de los aspectos clave de la relación entre cultura popular y geopolítica es la forma en que la primera actúa casi sin ser percibida, operando a menudo bajo nuestro radar. El uso de canciones patrióticas, como Courtesy of the Red, White, and Blue de Toby Keith, o los rituales de los eventos deportivos como el himno nacional o los desfiles militares, son ejemplos de cómo la cultura popular alimenta el sentimiento nacionalista y a veces incluso la percepción del "otro". Estos elementos no solo refuerzan la identidad nacional, sino que también sirven para legitimar ciertas posturas políticas o geopolíticas.

Por otro lado, la representación de los conflictos internacionales en el cine y la televisión también ofrece un reflejo de las tensiones globales. Un ejemplo evidente de esta interacción es la película The Avengers (2012), cuyo clímax, con la invasión alienígena de Nueva York, evoca de manera explícita los recuerdos del 11 de septiembre de 2001, cuando las Torres Gemelas fueron destruidas en un ataque terrorista. Este paralelismo entre el evento geopolítico real y su recreación cinematográfica no pasó desapercibido para los espectadores, quienes no solo vieron una película de acción, sino una representación cargada de significado sobre la relación entre poder, violencia y seguridad en una sociedad post-9/11.

La narrativa construida por el Universo Cinematográfico de Marvel (MCU) explora de manera continua las consecuencias de "lo que sucedió en Nueva York", no solo desde una perspectiva de acción y aventura, sino también en cuanto a los efectos de esa catástrofe sobre los personajes, que deben redefinir sus relaciones con la sociedad que los rodea. La cultura popular, a través de estos relatos, se convierte en un vehículo para entender, procesar e incluso reconstruir eventos geopolíticos significativos.

Al mismo tiempo, la relación entre la cultura popular y la geopolitica no se limita a la representación directa de eventos bélicos o de conflicto. La industria del entretenimiento, a través de su propia influencia, crea narrativas que afectan nuestra comprensión de conceptos como la nación, la identidad colectiva y el "enemigo". Las series y películas de gran impacto no solo responden a la realidad política, sino que también contribuyen a su configuración. Un ejemplo de ello es la figura del villano en las producciones cinematográficas, como el oligarca ruso en Jack Ryan: Shadow Recruit, que modela la percepción del "otro" en el imaginario colectivo, alimentando estereotipos y temores que se trasladan al ámbito político y diplomático.

La importancia de estos estudios y representaciones radica en su capacidad para moldear la visión de los individuos sobre el mundo que les rodea. La cultura popular, al ser consumida masivamente, juega un papel crucial en la construcción de actitudes geopolíticas que no siempre son explícitas ni conscientes. En lugar de ver la cultura popular solo como una forma de escape o entretenimiento, es fundamental reconocer su poder para influir en cómo pensamos sobre el mundo, los conflictos internacionales y nuestras identidades nacionales.

Los estudios de la geopolitica popular no solo exploran cómo se representan los eventos globales, sino también cómo estas representaciones afectan las actitudes y creencias de los individuos sobre estos temas. La investigación en este campo busca entender no solo el contenido de las representaciones culturales, sino también los efectos que estas tienen sobre la audiencia, ayudando a construir una narrativa común que puede influir en decisiones políticas y en la percepción colectiva del poder.

Es crucial, por tanto, no solo estudiar los productos de la cultura popular desde una perspectiva crítica, sino también entender los contextos sociales, políticos y culturales en los que se producen y consumen. La manera en que un evento global es tratado en una serie de televisión o en una película puede cambiar la forma en que lo entendemos o nos posicionamos frente a él. Las representaciones de estos eventos no solo informan, sino que también crean un espacio donde las ideas sobre la guerra, la paz, la seguridad y el poder se pueden debatir, reforzar o transformar.

¿Cómo influyen los algoritmos en la política digital y las relaciones internacionales?

Los algoritmos, invisibles pero omnipresentes, juegan un papel fundamental en nuestra vida cotidiana, desde la forma en que consumimos información hasta la manera en que se gestionan la seguridad y las relaciones internacionales. Su impacto es tan profundo que han transformado la manera en que interactuamos con el mundo, a menudo de formas que no comprendemos completamente. Uno de los ejemplos más evidentes de esta influencia es la industria de la búsqueda en internet, dominada por Google. El algoritmo de Google, que hace posible que miles de millones de personas encuentren información rápidamente, es también la razón de su posición dominante en el mercado. Su superioridad no es solo técnica, sino que se debe a que ese algoritmo permanece en secreto, impidiendo a la competencia replicarlo. Así, lo que se presenta como un servicio accesible es, en realidad, un producto muy protegido que refleja las dinámicas de poder en el mundo digital.

La transparencia sobre cómo funcionan estos algoritmos podría cambiar por completo el panorama, pues revelar sus detalles significaría ofrecer a los competidores el mismo conocimiento, permitiéndoles ofrecer productos similares sin los mismos costos de investigación y desarrollo. Este es un ejemplo claro de cómo la tecnología, y particularmente los algoritmos, se desenvuelven en un contexto donde el control democrático es prácticamente inexistente. Es difícil imaginar cómo podría ser de otro modo, dado el carácter tan técnico y especializado de esta tecnología.

Un ámbito en el que los algoritmos han ganado relevancia es el de la seguridad, específicamente en el control de pasajeros en aeropuertos. Dado el alto volumen de viajeros y la amenaza constante de ataques terroristas, realizar un registro exhaustivo de todos los pasajeros y su equipaje sería económicamente inviable y logísticamente imposible. En lugar de eso, los aeropuertos recurren a algoritmos que combinan diferentes conjuntos de datos para determinar el nivel de riesgo de cada individuo. Estos datos incluyen, por ejemplo, la forma de pago del billete de avión (el uso de efectivo puede levantar sospechas), si el billete es de ida o de ida y vuelta, y a qué países se han hecho llamadas recientemente. Con base en estos datos, el algoritmo asigna una puntuación de riesgo y, si esta supera un umbral determinado, el viajero será sometido a un control adicional.

Si bien esta estrategia parece efectiva y permite que la mayoría de los pasajeros transiten sin mayores inconvenientes, los algoritmos no son infalibles. Estos sistemas no toman decisiones en un vacío; reflejan los prejuicios de los creadores que los diseñan. La idea de que los algoritmos sean objetivos y libres de sesgos humanos es una falacia. Como demuestra el estudio de Noble (2018), los algoritmos pueden, de hecho, amplificar y formalizar prejuicios humanos, como el racismo y el sexismo. Un ejemplo notorio ocurrió en 2016, cuando un tuit viralizó la disparidad en los resultados de búsqueda de Google para los términos "tres adolescentes negros" y "tres adolescentes blancos". Mientras que la primera búsqueda mostraba principalmente fotos de fichas policiales (imágenes de personas arrestadas), la segunda proporcionaba fotos típicas de adolescentes disfrutando de su juventud. Aunque Google argumentó que este era el resultado "natural" del algoritmo, se vio obligado a modificar el sistema para evitar este tipo de discriminación.

Este ejemplo subraya cómo los algoritmos pueden reproducir sesgos que afectan a las políticas públicas, especialmente en contextos como la seguridad y la inmigración. Si un algoritmo considera que el uso de efectivo es un indicador de riesgo, este criterio puede reflejar la exclusión financiera que afecta de manera desproporcionada a personas de color, debido a historias coloniales que las vinculan con economías empobrecidas. Este tipo de sesgo racial, aunque aparentemente neutral en su formulación, tiene efectos concretos en la vida de las personas, sobre todo en contextos como el control fronterizo, que en muchas ocasiones permanece fuera del escrutinio público.

Al igual que los algoritmos utilizados por Google, los algoritmos de seguridad en los aeropuertos están más allá de nuestro alcance directo para analizar sus sesgos. Mientras que en el caso de Google es posible probar y cuestionar sus resultados, las tecnologías de seguridad estatal son inquebrantables para la mayoría de los ciudadanos, lo que crea un vacío democrático de difícil solución.

Por otro lado, la intersección entre los medios digitales y las relaciones internacionales abre un nuevo campo de estudio: la diplomacia digital. Esta práctica implica que los gobiernos utilicen plataformas como Twitter, Facebook e Instagram para influir en las opiniones políticas de otros países. A diferencia de la diplomacia tradicional, que se caracteriza por su tono moderado y cuidadosamente calculado, la diplomacia digital se desarrolla en un entorno "caliente", cargado de emociones y conflicto, donde la interacción es inmediata y muchas veces impertinente. Este cambio plantea serios desafíos para los diplomáticos, pues deben decidir si participar directamente en las conversaciones en línea o limitarse a emitir comunicados que, a pesar de estar disponibles para la interacción, eviten el contacto directo con los usuarios.

Algunos gobiernos optan por una postura más cautelosa, limitándose a enviar mensajes similares a los de un comunicado de prensa, mientras que otros, como ciertos líderes mundiales, se han lanzado a participar en la arena digital de manera más provocativa, adoptando un tono sarcástico o incluso agresivo. Un ejemplo de esto se dio en 2014, cuando Canadá y Rusia tuvieron un enfrentamiento en Twitter sobre la anexión de Crimea. Rusia, tras ser sorprendida con tropas en territorio ucraniano, argumentó que sus soldados "se habían perdido". En respuesta, Canadá publicó un mapa en Twitter mostrando claramente las fronteras de Rusia y Ucrania, lo que generó un intercambio de tuits entre ambos países, revelando cómo las redes sociales han cambiado la dinámica de la diplomacia, permitiendo una visibilidad instantánea y global de estos conflictos.

Es importante comprender que, aunque la diplomacia digital representa un avance en la capacidad de los gobiernos para interactuar con la opinión pública extranjera, también abre la puerta a nuevas formas de manipulación, polarización y riesgo para las relaciones internacionales. La rapidez con la que se difunden los mensajes, y la falta de moderación o control en el espacio digital, significa que cualquier error puede tener repercusiones enormes, afectando la reputación y la estabilidad política de los países involucrados.

¿Cómo Rusia Influenció las Elecciones de 2016 a Través de Redes Sociales y Ciberataques?

En 2016, Rusia identificó las elecciones y la libertad de expresión, valorada en las democracias liberales, como el punto débil de la alianza occidental. En este contexto, la inteligencia militar rusa, conocida como GRU, estuvo involucrada en una serie de esfuerzos cibernéticos, cuyo propósito no solo fue obtener información confidencial, sino manipular la percepción pública a través de campañas de desinformación. Entre las acusaciones más destacadas se encuentran las relacionadas con los intentos de hackeo a los correos electrónicos de la campaña presidencial de Hillary Clinton, al Comité Nacional Demócrata (DNC) y al Comité de Campaña del Congreso Demócrata (DCCC). Estos ataques no solo implicaron el robo de correos electrónicos mediante técnicas de spearphishing, sino también la inserción de malware en los sistemas internos de los partidos políticos, lo que permitió a los agentes del GRU monitorear en tiempo real las actividades de los empleados de dichas organizaciones.

Una vez obtenidos los correos electrónicos, se llevaron a cabo filtraciones estratégicas a través de plataformas de redes sociales, en momentos clave de la campaña electoral, con el fin de desviar la atención de los escándalos del candidato republicano Donald Trump hacia los problemas de la campaña de Clinton. Este tipo de manipulación se hizo especialmente eficaz gracias a la circulación de noticias falsas y la creación de cuentas falsas en redes sociales, las cuales ayudaron a amplificar el impacto de la información robada. Plataformas como Twitter se convirtieron en el medio perfecto para difundir mensajes que alimentaran la división política y social, favoreciendo el caos y la desinformación.

Además de los hackeos y filtraciones, la campaña rusa también incluyó la creación de cuentas falsas en redes sociales que se hacían pasar por ciudadanos estadounidenses. Estas cuentas, que en ocasiones apoyaban a Trump y en otras a Sanders, actuaban como agentes de propaganda, difundiendo mensajes polarizadores y sembrando discordia. Se estima que estas operaciones alcanzaron a más de 150 millones de personas en EE. UU., una cifra impresionante si se compara con los 20.7 millones que vieron los noticieros tradicionales en 2016.

Un componente esencial de esta campaña fue el uso de bots en redes sociales, cuya función principal era aumentar artificialmente la visibilidad de ciertos temas mediante publicaciones repetidas. Esta estrategia aprovechó los algoritmos de las plataformas, que priorizan el contenido con mayor interacción, lo que permitió que la desinformación se difundiera más rápido y se volviera más resistente debido a los sesgos de confirmación alimentados por las cámaras de eco en línea. La agencia rusa encargada de orquestar estas maniobras fue la Agencia de Investigación en Internet, con sede en San Petersburgo, que en 2016 contaba con más de 80 empleados dedicados a difundir propaganda a través de las redes sociales.

La agencia no solo se limitó a atacar a Clinton, sino que también desempeñó un papel clave en las primarias republicanas, promoviendo a Trump como un candidato alternativo que podría romper con las políticas tradicionales de EE. UU. Para financiar estas operaciones, se violaron las leyes de financiación de campañas, ya que los anuncios pagados fueron impulsados por rubros rusos. Estos anuncios no solo apoyaban a ciertos candidatos, sino que también sembraban desconfianza hacia el sistema político estadounidense en su conjunto.

Por otro lado, la influencia rusa no solo se limitó al ámbito digital, sino que se extendió a la organización de manifestaciones políticas en el mundo real. En varias ciudades de la costa este de EE. UU., los empleados de la Agencia de Investigación en Internet organizaron rallies falsos, algunos de los cuales se presentaban como manifestaciones de apoyo a Clinton, pero con el objetivo principal de generar odio y animosidad hacia los opositores. En un ejemplo concreto, organizaron una manifestación titulada "Apoya a Hillary. Salva a los musulmanes estadounidenses", con el fin de provocar a los votantes de Trump. En el evento, se utilizó una pancarta con una cita falsa de Clinton que decía "Creo que la ley sharia será una poderosa nueva dirección de libertad", lo que desencadenó indignación y reforzó el sentimiento anti-Clinton.

Las tácticas empleadas por Rusia durante la campaña electoral de 2016 revelaron un sofisticado esfuerzo por socavar la integridad del sistema político estadounidense. A través de la combinación de ciberataques, manipulación de redes sociales y organización de eventos divisivos, los agentes rusos lograron incidir en el panorama político de una manera sin precedentes, explotando las vulnerabilidades del ecosistema mediático digital y el clima de polarización en EE. UU.

Es importante resaltar que este tipo de intervenciones no solo afecta a los resultados electorales inmediatos, sino que tiene un impacto duradero en la confianza pública hacia las instituciones democráticas. Las tácticas de desinformación y manipulación a través de las redes sociales han sentado un precedente para futuras interferencias extranjeras, lo que exige una revisión crítica de las estrategias de seguridad cibernética y de comunicación en las democracias occidentales.

¿Cómo la propaganda digital afecta las divisiones políticas y culturales en Estados Unidos?

La influencia de las agencias de inteligencia rusas y los esfuerzos de la Internet Research Agency (IRA) en las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos ejemplifican cómo las plataformas digitales pueden ser utilizadas para amplificar las divisiones internas de una nación. A través de una serie de eventos manipulados en las redes sociales, como manifestaciones en apoyo a Trump y en contra de Hillary Clinton, se buscó provocar confrontaciones entre grupos políticos y sociales. Estas manifestaciones no solo se limitaban a la organización de eventos, sino que también involucraban la creación de contenidos visuales destinados a incitar tensiones, como la construcción de una jaula en la que se colocaba una persona disfrazada de Hillary Clinton en prisión. Estos esfuerzos no eran aislados, sino parte de una estrategia más amplia para influir en las percepciones políticas de los ciudadanos y fomentar el caos en el sistema electoral estadounidense.

Florida y Pensilvania, dos de los estados clave en las elecciones, fueron escenarios donde se concentraron las iniciativas de la IRA, evidenciando la importancia de estos territorios para el resultado electoral. La manipulación digital no solo afectaba el discurso político, sino que también buscaba desestabilizar las relaciones internacionales de Estados Unidos. Las políticas internacionales de Trump, su postura ambigua sobre la OTAN y su retroceso en acuerdos como el Acuerdo de París y el acuerdo nuclear con Irán, muestran cómo las intervenciones externas en la política interna de una nación pueden generar efectos geopolíticos significativos. Estas tensiones no solo afectaron la política interna, sino que también tuvieron repercusiones en las relaciones exteriores y la cooperación internacional en cuestiones clave de derechos humanos y agresiones militares.

El impacto de estas campañas digitales sobre la opinión pública sigue siendo un tema difícil de medir, ya que los efectos son sutiles y se entrelazan con otros mensajes que los votantes reciben a través de diferentes medios. Sin embargo, lo que sí es claro es que la fragmentación política, alimentada por la polarización digital, ha creado lo que algunos llaman "cámaras de eco", donde los individuos solo se exponen a información que refuerza sus creencias preexistentes. Esta segmentación del discurso, apoyada por la manipulación de los medios sociales, tiene un efecto duradero en las subjetividades políticas de los ciudadanos, haciendo que sea aún más difícil llegar a un consenso en temas de política interna y exterior.

Además de los intentos de manipulación electoral, la cultura popular ha sido otro terreno donde se han librado batallas ideológicas. Un ejemplo claro es la controversia en torno al relanzamiento de la saga Star Wars, que, al incorporar una mayor diversidad de razas, géneros y orientaciones sexuales, provocó una feroz oposición entre ciertos grupos. La campaña de desprestigio hacia "The Last Jedi" (2017) es un ejemplo paradigmático de cómo las plataformas de redes sociales se convirtieron en un espacio donde los valores tradicionales fueron desafiados, y cómo la respuesta de algunos sectores, particularmente de la derecha, se vio potenciada por bots y cuentas falsas que promovían la polarización.

Un estudio sobre las reacciones en Twitter al director de la película, Rian Johnson, reveló que una parte significativa de los ataques provenía de cuentas vinculadas a los llamados "trolls rusos", que no solo se centraban en Star Wars, sino que también difundían mensajes políticos, polarizando aún más las discusiones. Este caso no solo ilustra cómo los intereses externos aprovechan las divisiones internas, sino también cómo el cine y otras formas de cultura popular se han convertido en escenarios para debates ideológicos que trascienden lo que originalmente eran simples entretenimientos.

Lo importante a tener en cuenta es que las redes sociales no solo funcionan como plataformas para la difusión de ideas y noticias, sino que, al ser utilizadas para promover ideologías extremas, tienen el poder de remodelar la política de manera que incluso las diferencias culturales y sociales se vuelven puntos de conflicto directo. La influencia de actores externos no solo se limita a incidir en las elecciones, sino que también busca reconfigurar la percepción pública de las instituciones políticas y culturales a nivel global. En este contexto, es crucial entender cómo las herramientas digitales, que parecen neutrales, pueden ser transformadas en poderosas armas de manipulación ideológica.

¿Cómo influye el poder cultural en la geopolítica?

La geopolítica, como campo de estudio y de acción, ha evolucionado significativamente desde sus primeros postulados. En un principio, el análisis geopolítico se centraba casi exclusivamente en los Estados y sus decisiones de política exterior, asumiendo que las naciones eran las unidades naturales de análisis. Sin embargo, hoy se reconoce que esta visión simplificada excluye a grupos e individuos menos poderosos, cuyos intereses a menudo son minimizados o ignorados.

Este enfoque de centrismo estatal (o "state-centrism") limita las posibilidades de entender los verdaderos intereses nacionales, pues no todos los actores dentro de un país comparten las mismas prioridades. Un claro ejemplo es la cuestión del libre comercio: mientras que este puede beneficiar a grandes corporaciones o ejecutivos de empresas multinacionales, para ciertos trabajadores locales, como los de la industria textil en Carolina del Norte, puede representar una amenaza a sus empleos y su bienestar económico. Así, lo que se presenta como un interés "nacional" en términos geopolíticos puede no serlo realmente para todos los sectores de la población.

La noción de interés nacional no solo está vinculada a las políticas de los gobiernos, sino también a cómo estas son interpretadas y defendidas por diferentes actores culturales y mediáticos. La influencia de estos actores, en especial los medios de comunicación, se ha convertido en un campo crucial dentro de los estudios geopolíticos. A lo largo del siglo XX, la figura del intelectual o el académico fue reemplazada, en muchos casos, por el poder mediático. Los medios de comunicación, a través de sus narrativas, desempeñan un papel fundamental en la creación y propagación de los discursos de "interés nacional".

Uno de los ejemplos más reveladores de esta interacción entre poder cultural y geopolítica se encuentra en el análisis de Joanne Sharp sobre la revista Reader’s Digest. Durante la Guerra Fría, esta revista promovió un discurso anticomunista que coincidía con los intereses geopolíticos de los Estados Unidos, posicionando al país en una lucha ideológica directa contra la Unión Soviética. Este tipo de discurso no solo apoyaba las políticas exteriores de la administración estadounidense, sino que también moldeaba la percepción pública, consolidando la idea de que el anticomunismo era parte del interés nacional. Este proceso no era casual: el poder de los medios para influir en las masas dependía de su capacidad para conectarse con los intereses más amplios de la sociedad.

En este contexto, la geopolítica crítica ha subrayado cómo el poder y el discurso se refuerzan mutuamente. Las élites culturales, al controlar los medios y las plataformas de difusión, pueden dar forma al orden geopolítico global, pero este proceso no es unilateral. Aunque ciertos discursos dominantes pueden prevalecer, su éxito depende de cómo se alinean con los intereses más amplios de la sociedad. En el caso de Reader’s Digest, su promoción de un discurso anticomunista reflejaba una corriente de pensamiento que ya circulaba en los círculos gubernamentales más altos. De haber adoptado una postura contraria, es posible que la revista hubiera enfrentado represalias por parte de las autoridades estadounidenses, como lo demuestra la persecución llevada a cabo por figuras como Joseph McCarthy.

Además de los medios, los think tanks y las instituciones académicas han sido actores clave en la creación del discurso geopolítico formal. Estos centros de investigación, como la Heritage Foundation o el Brookings Institution, están financiados para avanzar en las políticas de sus patrocinadores, y muchas veces su investigación está alineada con los intereses de las elites económicas y políticas. A pesar de la relevancia de los estudios geopolíticos clásicos, es crucial entender cómo los discursos que emanan de estos centros tienen un impacto directo en las decisiones políticas de los gobiernos.

Un caso ejemplar de la conexión entre la academia y la política fue el de Condoleezza Rice, quien, después de ser profesora de ciencia política, se convirtió en una de las figuras clave del gobierno de George W. Bush. Rice, quien era una experta en la Unión Soviética, ilustró cómo el discurso académico se entrelaza con la política práctica. Aunque su trabajo académico estaba basado en la investigación formal, su participación en el gobierno le permitió aplicar esos conocimientos a la toma de decisiones sobre la política exterior de Estados Unidos.

Es importante señalar que, aunque la geopolítica formal se centra en las estrategias de poder de los Estados, la geopolítica práctica está más orientada a los discursos utilizados por los políticos y responsables de la formulación de políticas. Un ejemplo clásico de geopolítica práctica es el famoso Discurso de Despedida de George Washington en 1796, en el que abogaba por una política exterior basada en la no intervención y el aislamiento, promoviendo la idea de que Estados Unidos debía evitar involucrarse en los conflictos de las potencias europeas. Este tipo de discurso se utiliza para influir en la opinión pública y en las decisiones políticas a nivel interno e internacional.

Por último, es fundamental comprender cómo la geopolítica popular se diferencia de las anteriores. Este tipo de geopolítica se refiere al discurso común de las personas, a cómo los ciudadanos de a pie entienden las relaciones internacionales y el poder global. Aunque las grandes narrativas dominantes, como las que surgen de los medios y las élites políticas, juegan un papel crucial, las percepciones y opiniones de la población también tienen un impacto en la geopolítica global. En muchas ocasiones, estos discursos populares pueden ir en contra de las políticas oficiales, generando tensiones internas que pueden alterar el curso de la política internacional.

En resumen, la geopolítica no solo se trata de decisiones políticas tomadas por los gobiernos, sino también de cómo los medios de comunicación, los académicos, los think tanks y la sociedad en general interactúan y contribuyen a la construcción del "interés nacional". Este proceso es dinámico y multifacético, involucrando actores de diferentes sectores que moldean constantemente las percepciones sobre lo que es mejor para un país y cómo debe actuar en el escenario global.