Durante la campaña presidencial de 2016, el excepcionalismo estadounidense se convirtió no sólo en una declaración de principios, sino en una herramienta retórica esencial que redefinió el terreno del debate político. Los líderes del Partido Republicano no dudaron en posicionarse como los únicos herederos legítimos de esta idea fundacional, y lo hicieron principalmente en oposición a la figura del presidente Barack Obama. Lo que estaba en juego no era sólo una elección presidencial, sino una lucha simbólica por el alma de la nación y su rol en el mundo.
Rudolph Giuliani expresó abiertamente sus dudas sobre el amor de Obama por Estados Unidos, aludiendo a su aparente falta de pasión al hablar de la grandeza del país. Para Giuliani y otros líderes republicanos, no bastaba con mencionar a América como nación excepcional; había que encarnar esa excepcionalidad, proclamarla sin ambigüedades y proyectarla con fuerza sobre el escenario internacional. Desde esta perspectiva, cualquier matiz, cualquier gesto de autocrítica o reconocimiento de limitaciones, se interpretaba como una traición al mito fundacional estadounidense.
La narrativa de que Obama había roto con una tradición bipartidista de liderazgo global encontró eco en figuras como Dick Cheney, quien junto a su hija Liz, planteó que durante más de setenta años, presidentes de ambos partidos compartían una visión común: Estados Unidos era una nación única con una responsabilidad moral incomparable. Para los Cheney, Obama había desviado a la nación de ese camino. Pero la solución, decían, no era desesperarse, sino elegir a un nuevo líder que restaurara la grandeza perdida, que reafirmara la verdad sobre quiénes somos y qué representa Estados Unidos para el mundo.
Así, cuando el Partido Republicano publicó su plataforma oficial de 2016, el excepcionalismo estaba al frente de su manifiesto ideológico. “Creemos en el excepcionalismo estadounidense. Punto.” Esta frase, desprovista de adornos, revelaba una visión política tan directa como inflexible: Estados Unidos no sólo es diferente, es moralmente superior. Este lenguaje no era una simple declaración simbólica, sino un posicionamiento estratégico. Se trataba de una reafirmación de hegemonía moral, de liderazgo incuestionable, y de una nostalgia profundamente emocional por una época —real o imaginada— en la que esa hegemonía era incontestable.
Dentro de este marco, la campaña de Donald Trump presentó un giro inesperado. Aunque su lema “Make America Great Again” parecía resonar con el espíritu del excepcionalismo clásico, su contenido era radicalmente distinto. Trump no hablaba de la grandeza como un hecho incuestionable, sino como una memoria fracturada. Su diagnóstico era brutal: América estaba "lisiada", derrotada, humillada. La excepcionalidad ya no era una realidad, sino una ausencia. Y su promesa era personal: sólo él, como figura redentora, podía restaurarla.
En su libro Crippled America, Trump no ofrecía una visión de esperanza patriótica, sino una imagen de decadencia. Desde la portada —donde aparecía con gesto feroz y desencantado— hasta sus afirmaciones sobre la pérdida de respeto internacional, todo en su discurso apuntaba a una estrategia de ruptura con la narrativa tradicional del excepcionalismo. No se trataba de reafirmar los valores estadounidenses compartidos, sino de denunciar el colapso total del sistema y proponer su reconstrucción a través de un liderazgo fuerte, individualizado, centralizado en su propia figura.
En los debates presidenciales, esta estrategia tomó forma de desprecio hacia las instituciones, hacia la política internacional multilateral, y hacia cualquier visión que implicara autolimitación. Trump presentaba a Estados Unidos no como faro moral, sino como víctima. En esta lógica, el enemigo no era externo: era la debilidad interna, la burocracia, los políticos tradicionales, los acuerdos internacionales que, según él, encadenaban la soberanía estadounidense.
La transición que se dio aquí es fundamental. El excepcionalismo de Reagan, Bush o incluso Cheney, aunque marcado por la supremacía moral, todavía apelaba a una misión colectiva, a una nación con valores universales. El de Trump, en cambio, era un excepcionalismo basado en el agravio, en la humillación y en la promesa mesiánica de redención personal. La excepcionalidad dejó de ser un patrimonio nacional y pasó a ser el atributo de un líder.
Este cambio plantea preguntas cruciales para la comprensión contemporánea del poder político en Estados Unidos. El excepcionalismo ya no funciona como un consenso ideológico transversal, sino como campo de batalla donde se disputan significados, emociones y visiones del futuro. Y en esta disputa, el lenguaje importa: hablar de “decadencia”, de ser “el hazmerreír del mundo”, es un acto político de alto voltaje emocional, diseñado para generar ansiedad y movilización.
Lo que resulta importante comprender es que el excepcionalismo, lejos de ser una categoría histórica neutral, se ha convertido en una narrativa manipulable, moldeada según las necesidades del momento. Su contenido puede ser aspiracional o regresivo, integrador o excluyente, colectivo o personalista. Lo que antes unía a los presidentes de diferentes partidos en una visión común, hoy puede ser utilizado para justificar la ruptura institucional, el aislacionismo o la glorificación del líder carismático. En el corazón de este conflicto yace una cuestión irresuelta: ¿quién tiene derecho a definir qué significa ser “excepcional”?
¿Cómo Trump Reinterpretó la Excepcionalidad Estadounidense en su Campaña?
En la campaña presidencial de Donald Trump, su visión de Estados Unidos parecía estar muy alejada del concepto tradicional de excepcionalismo estadounidense. Mientras que sus oponentes y anteriores candidatos presidenciales usaban el marco de la excepcionalidad para fortalecer su mensaje, Trump adoptó una estrategia poco convencional que sorprendió tanto a sus críticos como a sus seguidores.
En un artículo de The Washington Post de julio de 2016, la periodista Jenna Johnson destacó que la visión de Trump sobre el país pintaba una imagen sombría: en sus ojos, Estados Unidos era casi un país del Tercer Mundo, con carreteras en ruinas, puentes envejecidos y aeropuertos en mal estado. Bajo su liderazgo, el país era gobernado por "personas estúpidas", y el resto del mundo se reía de una América que veía como una potencia militar desmantelada. Las ciudades estaban sumidas en la violencia, los terroristas se infiltraban como refugiados, y la economía estaba en declive, con una tasa de desempleo real que podría ser ocho veces más alta que la oficial.
Johnson advirtió que esta constante negatividad podría alienar a muchos votantes, pues chocaba con su experiencia personal, ya que para muchos, la vida había mejorado en los últimos años. Esta representación tan desoladora de Estados Unidos no era común en las campañas presidenciales, pues tradicionalmente los candidatos se aferraban a la idea de una nación en crecimiento, un "farol sobre una colina", símbolo de esperanza y prosperidad para el mundo entero. En contraste, Trump sembraba la duda, abriendo un espacio para su mensaje de renovación: "Hacer a América Grande de Nuevo".
El periodista Marc Fisher subrayó que la premisa detrás del eslogan "Make America Great Again" era implícitamente un reconocimiento de que Estados Unidos ya no era grande, pero que bajo el liderazgo de Trump, podía recuperar esa grandeza. A lo largo de su campaña, Trump no solo apeló a la frustración popular sino que también desmoronó deliberadamente la narrativa de la excepcionalidad estadounidense.
Mientras tanto, estrategas como Simon Anholt criticaron la falta de una visión global para Estados Unidos bajo Trump, sugiriendo que su visión del país estaba desconectada de su rol tradicional como líder mundial. Sin embargo, a pesar de estas críticas, los seguidores de Trump respondían positivamente a su mensaje. Para sorpresa de muchos, las duras críticas hacia el país no solo no perjudicaron su candidatura, sino que parecían fortalecerla, especialmente entre los votantes que sentían que el país había perdido su rumbo.
La estrategia de Trump, que podemos denominar "el yo excepcional", se aleja radicalmente de la retórica de la excepcionalidad que caracteriza a la política estadounidense. A diferencia de candidatos previos como John Kerry, Barack Obama y Mitt Romney, que invocaban repetidamente el excepcionalismo en sus campañas, Trump no lo hizo casi nunca. Su enfoque era más directo: mostrar un Estados Unidos que no era excepcional, sino que estaba "roto". Cada mención de la nación, en sus términos, se refería a un país perdido y deteriorado, lo que le daba una base para presentarse como el único capaz de restaurar su grandeza.
Esta reconfiguración de la excepcionalidad estadounidense se alinea con lo que en la teoría política se conoce como el "jeremíada moderna", un estilo retórico adoptado por candidatos presidenciales opositores. La jeremíada tiene sus raíces en los sermones puritanos del siglo XVII, donde los predicadores advertían a sus feligreses sobre el declive moral de la colonia y les instaban a arrepentirse para restaurar el pacto sagrado con Dios. Esta estructura se transformó con el tiempo en una narrativa política: primero se exaltaba la excepcionalidad de América, luego se denunciaba su pérdida, y finalmente se instaba al cambio de liderazgo para restaurar el país a su estado excepcional.
Trump, al emplear esta estrategia, rompió con la tradición de la jeremíada, pues en lugar de mostrar a Estados Unidos como una nación ejemplar que había perdido su camino, se centró en la denuncia constante de sus fallos y defectos. Así, al pintar una imagen tan oscura de la nación, se posicionó como la única solución viable para revertir la decadencia, asegurando que solo bajo su liderazgo sería posible "Hacer a América Grande de Nuevo".
Es fundamental entender que, aunque Trump se desvió significativamente de la tradición política estadounidense, su retórica encontró un eco en un segmento importante de la población que compartía su sentimiento de pérdida y frustración. La estrategia del "yo excepcional" no solo apelaba al desencanto con el estatus quo, sino que también aprovechaba la nostalgia de un tiempo dorado que muchos sentían que había desaparecido. Este enfoque le permitió no solo desafiar la visión optimista y triunfante de la excepcionalidad, sino también capturar el apoyo de una gran parte del electorado estadounidense.
¿Cómo la figura de Donald Trump transformó la política y los medios en Estados Unidos?
Donald Trump ha sido una de las figuras más polarizadoras en la historia reciente de la política estadounidense. Desde su ascenso a la presidencia en 2017 hasta su impacto en los medios y la sociedad, su figura ha remodelado el panorama político, social y mediático de Estados Unidos. Su estilo directo y controvertido, combinado con un uso estratégico de las redes sociales, particularmente Twitter, lo convirtió en una figura única que, para muchos, desvió la atención de los temas tradicionales de la política estadounidense.
A lo largo de su presidencia, Trump se apoyó en los medios conservadores y, en particular, en los comentaristas como Lou Dobbs y Sean Hannity, para transmitir su mensaje y atacar a sus opositores. De hecho, Trump elogió en varias ocasiones a Dobbs por "hacer llegar la palabra", subrayando la importancia de tener aliados dentro de los medios para dar forma a la narrativa pública. Por otro lado, figuras como Hannity, que en muchos casos participaron activamente en sus eventos, desempeñaron un papel crucial al conectar a Trump con su base de seguidores. Esta relación simbiótica entre la Casa Blanca y los medios conservadores dejó una huella significativa en la forma en que los políticos interactúan con los medios hoy en día.
El discurso de Trump y su estilo de comunicación, que a menudo se caracterizaba por ser incendiario y polarizador, también tenía un propósito claro: mantener a sus seguidores activos y comprometidos, y desafiar las narrativas convencionales promovidas por los medios tradicionales. En un contexto donde la política y los medios se entrelazan más que nunca, Trump supo aprovechar las plataformas para comunicar directamente con su audiencia, burlándose a menudo de los medios convencionales, que él calificaba de "fake news".
La relación de Trump con los medios también fue marcada por la confrontación. Desde su llegada al poder, los medios de comunicación y Trump tuvieron una relación tensa, marcada por acusaciones mutuas de desinformación. A pesar de esto, el magnate supo utilizar estos enfrentamientos a su favor, manteniendo su imagen como un líder que lucha contra el establishment. Su enfoque de "nosotros contra ellos", dirigido a los medios de comunicación tradicionales, cimentó su relación con una porción significativa de la población estadounidense que se sentía desconectada de las élites políticas y mediáticas.
Además de su relación con los medios, Trump también fue un crítico feroz de la política exterior, y sus comentarios sobre Rusia y Vladimir Putin generaron controversia y división. Comparó constantemente la posición de Estados Unidos con la de otros regímenes autoritarios, lo que generó reacciones intensas tanto dentro como fuera del país. Mientras que algunos, como el senador John McCain, rechazaban cualquier "equivalencia moral" entre Rusia y Estados Unidos, otros veían en Trump un líder dispuesto a desafiar el orden internacional establecido, lo que le permitió ganar el apoyo de aquellos que veían en él un líder decidido a cambiar la política exterior estadounidense.
En cuanto a la economía, Trump adoptó un enfoque de "America First" que se tradujo en políticas proteccionistas, en especial en lo que respecta al comercio con China y la renegociación de acuerdos internacionales. Durante su mandato, la economía de Estados Unidos experimentó un crecimiento, que fue aprovechado por su administración como una prueba de que su enfoque estaba funcionando. Sin embargo, las críticas señalaban que estos logros se producían a costa de un aumento en la desigualdad y de políticas que favorecían a las grandes corporaciones a expensas de las clases más desfavorecidas.
La política migratoria también fue uno de los temas más controvertidos de su presidencia. La construcción de un muro en la frontera con México, una de sus promesas más destacadas durante la campaña electoral, se convirtió en un símbolo de su postura en contra de la inmigración ilegal. Trump utilizó su discurso para calificar a los inmigrantes indocumentados de "criminales" y "terroristas", mientras que sus opositores lo acusaban de fomentar el racismo y la xenofobia. La política migratoria de Trump dejó una marca indeleble en el debate político estadounidense, que continúa siendo un tema de discusión divisivo.
Por último, el impacto de Trump en la política partidista y en el sistema de votación también fue significativo. El proceso de impeachment o juicio político fue un claro ejemplo de la polarización en la política estadounidense, donde el partido republicano, en su mayoría, se alineó con Trump, mientras que los demócratas buscaron su destitución. Este evento reflejó la profunda división ideológica que caracteriza a la política estadounidense, en la que cada acción o palabra de Trump se convierte en un punto de disputa entre ambas facciones.
Es importante reconocer que, más allá de las posturas políticas y las controversias que generó, Trump también introdujo un cambio fundamental en la forma en que los presidentes interactúan con el público y los medios. Su presencia en las redes sociales y su habilidad para generar atención y conversación, tanto en apoyo como en oposición, es una característica que muchos políticos actuales han intentado emular. La era Trump, por lo tanto, marca el comienzo de una nueva etapa en la política estadounidense, caracterizada por la desinformación, la polarización y la creciente influencia de los medios sociales.
¿Qué significa realmente el excepcionalismo estadounidense y cómo influye en la política moderna?
El excepcionalismo estadounidense es una de las ideas más debatidas y utilizadas en la política contemporánea de Estados Unidos. Se refiere a la creencia de que los Estados Unidos son inherentemente diferentes y, en algunos aspectos, superiores a otras naciones. Esta concepción ha sido invocada por políticos, líderes y ciudadanos durante siglos, pero su interpretación y uso varían considerablemente. Desde el siglo XVII hasta el presente, ha sido una herramienta poderosa para la justificación de políticas internas y externas, un símbolo de unidad y, en ocasiones, un medio para definir el patriotismo en términos excluyentes.
La noción de excepcionalismo se articula a menudo como una promesa de libertad, democracia y progreso, en contraste con otras naciones consideradas menos libres o democráticas. A lo largo de la historia de Estados Unidos, ha sido utilizada tanto en la retórica política como en las justificaciones para la expansión territorial y las intervenciones extranjeras. El excepcionalismo no solo se refiere a la percepción de la superioridad moral, sino también al derecho de los Estados Unidos a actuar fuera de las normas internacionales cuando lo consideren necesario.
Durante la presidencia de Donald Trump, el excepcionalismo alcanzó una nueva dimensión, especialmente con su eslogan "Make America Great Again". Este concepto fue manipulado y utilizado estratégicamente para reforzar su imagen como líder, a menudo contrastando la nación que él aspiraba a construir con una América decadente que, según él, había sido puesta en segundo plano por administraciones anteriores. Este uso del excepcionalismo también se entrelazó con las ideas de populismo y nacionalismo, que han ganado fuerza en las últimas décadas. La retórica de Trump se apoyó en la idea de que Estados Unidos debía recuperar su grandeza perdida, sin una verdadera reflexión sobre las consecuencias de este regreso a un pasado idealizado. De esta forma, el excepcionalismo se convirtió en una especie de justificación para la política externa y los temas internos de la administración, especialmente en lo relacionado con la inmigración, el comercio y la política internacional.
Pero el excepcionalismo estadounidense también ha tenido sus críticos. Para muchos, este concepto ha servido para ocultar o minimizar las profundas desigualdades sociales y raciales dentro del país. La idea de que Estados Unidos es un faro de libertad a menudo se ve desmentida por la realidad de la discriminación y la exclusión que enfrentan ciertos grupos. Además, aquellos que critican el excepcionalismo sostienen que esta idea ha sido manipulada para justificar una política exterior agresiva y, en ocasiones, intervencionista, que ha tenido efectos destructivos en otras partes del mundo, como en América Latina y el Medio Oriente.
La manipulación del excepcionalismo no se limita a la política de Trump. Otros líderes políticos, tanto republicanos como demócratas, han utilizado esta narrativa en distintos momentos para justificar sus políticas. Barack Obama, por ejemplo, invocó el excepcionalismo como un símbolo de la unidad y el liderazgo moral de Estados Unidos en el mundo, aunque su enfoque fue muy diferente al de Trump. En el caso de Obama, la idea de excepcionalismo se combinó con un enfoque más inclusivo, que intentaba promover una visión global de cooperación y respeto por los derechos humanos. Sin embargo, la interpretación de Obama del excepcionalismo también fue criticada por no abordar de manera suficiente las contradicciones internas del país, especialmente en términos de desigualdad racial y pobreza.
En la actualidad, la lucha por el control de la narrativa sobre el excepcionalismo está profundamente entrelazada con las divisiones políticas y culturales dentro de Estados Unidos. La invocación de esta idea no solo se ha convertido en una herramienta para definir la política exterior, sino también una forma de construir y defender identidades nacionales. La idea de que "América es diferente" tiene profundas implicaciones sobre cómo los estadounidenses se ven a sí mismos y cómo se ven frente al mundo.
El excepcionalismo también está vinculado al concepto de "patriotismo", que en el contexto estadounidense es a menudo entendido como la lealtad incondicional al país y sus ideales fundacionales. Sin embargo, este tipo de patriotismo ha sido objeto de críticas, ya que puede ser utilizado para silenciar voces disidentes y promover una visión monolítica de la nación que no toma en cuenta sus múltiples realidades. El patriotismo, por tanto, se ha convertido en un campo de batalla ideológico, con diferentes facciones luchando por reclamarlo como suyo.
En este contexto, es crucial reconocer que el excepcionalismo estadounidense no es una ideología fija ni universalmente aceptada, sino que es un concepto en constante evolución, que se adapta a las necesidades y circunstancias de quienes lo invocan. Es importante tener en cuenta que el concepto de excepcionalismo debe ser examinado con un enfoque crítico, teniendo en cuenta tanto sus implicaciones internas como externas. No basta con aceptar la noción de que Estados Unidos es "especial" sin cuestionar qué significa realmente esta idea en términos de poder, justicia social y relaciones internacionales.
Además, la invocación del excepcionalismo en la política actual no debe cegarnos ante la necesidad de reconocer las deficiencias del sistema. Estados Unidos sigue enfrentando problemas profundos en áreas como la desigualdad económica, la discriminación racial y la polarización política. El excepcionalismo, cuando se convierte en un mecanismo de evasión, corre el riesgo de no abordar los desafíos que el país enfrenta de manera efectiva. Es esencial que, al hablar de excepcionalismo, también se reconozcan las realidades complejas que subyacen a la nación y sus políticas. Esto incluye un examen honesto de su historia, de sus logros y fracasos, y de cómo esos factores continúan dando forma a la identidad y el destino de la nación.
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