La corrupción es la línea conductora de nuestra época. La corrupción del establecimiento, entendida como la corrupción de las élites, ha llevado al debilitamiento de los sistemas democráticos en países como Estados Unidos, el Reino Unido, Polonia, Hungría, Grecia e Italia. Aunque la amenaza que representa la corrupción sistémica de las élites para la estabilidad no es algo nuevo, hoy se presenta bajo nuevas formas. La filósofa Hannah Arendt, en su obra de 1951, exploró el papel crucial de esta corrupción en la gestación de los movimientos que dieron origen a las calamidades gemelas del nazismo y el estalinismo. Sin embargo, los intelectuales contemporáneos han sido menos alertas frente a esta realidad. Mientras los estudios sobre los movimientos populistas que han impulsado el ascenso de figuras como Donald Trump cobran relevancia, el papel de las élites y su contribución a la actual situación ha sido mayormente ignorado. Sin embargo, como Arendt advirtió, la corrupción del establecimiento puede ser el motor que moviliza a las masas en contra del sistema y, con ello, del mismo sistema de corrupción.

Para comprender el auge del malestar anti-sistema que se ha gestado desde abajo, es fundamental observar también la evolución y corrupción de las élites que han surgido desde arriba. A lo largo de las últimas décadas, se ha consolidado una forma de corrupción distinta, denominada la “nueva corrupción” (Wedel 2016). En este contexto, el concepto de "élites sombrías" surge como una respuesta a la transformación que han sufrido las élites tradicionales. Estas nuevas élites operan en un espacio difuso y emplean prácticas inusuales para eludir la rendición de cuentas. Su corrupción es completamente legal, pero viola la confianza pública, lo que abre la puerta a acusaciones de corrupción, aunque su accionar se mantenga dentro del marco legal. Esta traición a la confianza pública parece haber sido notada por muchos ciudadanos, especialmente aquellos desilusionados con el sistema, quienes encuentran en la corrupción una de las principales razones de su malestar.

En este contexto, la figura de Donald Trump se convierte en un caso emblemático. El presidente de los Estados Unidos ha sido acusado de prácticas corruptas y de promover una cultura de corrupción a través de su administración, con un enfoque particular en la relación entre él y las élites sombrías. Las formas de corrupción bajo su tutela no solo han involucrado a actores cercanos a su gobierno, sino que también han logrado instaurar una nueva narrativa en la política estadounidense. Estas nuevas formas de corrupción no son solo la expresión de prácticas ilícitas, sino también de un sistema donde las estructuras de poder se ven minadas por intereses privados que operan al margen de la ley y sin la debida supervisión pública.

Este fenómeno de corrupción que permea las estructuras del poder también tiene un impacto internacional, ya que influye en las relaciones exteriores y en la política global. Trump ha sido descrito como un presidente dispuesto a apoyar regímenes autoritarios, en especial a aquellos que se benefician de prácticas corruptas. A lo largo de su presidencia, se ha relacionado con gobiernos como el de Arabia Saudita, cuyas prácticas de corrupción y violaciones de derechos humanos han sido ignoradas o minimizadas por la administración Trump. Esta complicidad se extiende a otras esferas, como la manipulación de la opinión pública mediante la difusión de noticias falsas o la toma de decisiones basadas en intereses personales o de sus allegados.

Las élites sombrías no solo operan dentro del gobierno, sino también en sectores económicos, mediáticos y culturales. Su capacidad para operar fuera de la vista pública, pero con un impacto decisivo en las decisiones políticas y económicas, hace que la lucha contra la corrupción sea aún más difícil. Los medios de comunicación, por ejemplo, juegan un papel crucial en la propagación de narrativas que benefician a estas élites. La famosa frase de Trump “Fake News” se ha utilizado para deslegitimar la crítica y ocultar la corrupción que impera en los niveles más altos de la política. El control de la información es una herramienta poderosa en manos de quienes buscan proteger sus intereses a costa de la verdad.

La transformación del sistema hacia la aceptación de prácticas corruptas ha permitido el ascenso de figuras como Trump, cuya figura se alimenta de una mezcla de populismo, desinformación y una creciente desconexión de las élites tradicionales. El "trumpismo", más allá de ser un movimiento político, representa una cultura que promueve la división, la intolerancia y la ignorancia como estrategias de consolidación de poder. Este fenómeno ha demostrado cómo la corrupción puede desestabilizar no solo una nación, sino todo un orden mundial, generando inseguridad económica, social y política.

Es fundamental que los ciudadanos comprendan que la corrupción no siempre se manifiesta en prácticas ilegales o explícitamente ilícitas. A menudo, la corrupción se disfraza de legalidad, de normalidad, lo que hace aún más peligroso su impacto. El debilitamiento de las instituciones democráticas, la erosión de la confianza pública y la impunidad de las élites corruptas son algunos de los resultados más visibles de este fenómeno. La lucha contra la corrupción, por lo tanto, debe ir más allá de la denuncia de hechos aislados o de figuras individuales, para convertirse en una batalla por la transparencia, la rendición de cuentas y la recuperación de la confianza en las instituciones.

La nueva forma de corrupción que hoy enfrentamos, personificada en figuras como Trump, nos recuerda que el poder puede ser tan destructivo como lo es oculto. No se trata solo de una cuestión de mala gestión o de comportamientos individuales, sino de un sistema que ha permitido y fomentado la corrupción como una norma. Entender esto es clave para anticipar los desafíos que se nos presentan en la lucha por restablecer un orden basado en la justicia, la equidad y el respeto a las normas.

¿Cómo se Manifiesta la Corrupción en la Política y la Sociedad Contemporánea?

La figura de Donald J. Trump, tanto antes como durante su presidencia, es un ejemplo paradigmático de cómo la corrupción política puede transformarse en una práctica sistemática que atraviesa las estructuras de poder de manera abierta y, en muchos casos, impune. En la esencia de su figura y sus acciones, se encuentra un comportamiento depredador que se manifiesta en prácticas que van desde el soborno político hasta el abuso sistemático de poder, pasando por un discurso agresivo y excluyente que no solo busca dividir, sino que también legitima la violencia simbólica contra aquellos considerados vulnerables. Este fenómeno no solo se limita a su administración, sino que tiene repercusiones profundas que continúan resonando más allá de su mandato, afectando tanto la política estadounidense como el orden global.

La corrupción no debe ser entendida solo como el robo de bienes o la violación de leyes concretas, sino como un esquema moral que descompone los valores que las sociedades consideran fundamentales. Desde el inicio de su carrera política, Trump cultivó la imagen de un hombre que no estaba sujeto a las mismas reglas que los demás. Este comportamiento, a menudo descrito como transgresor, fue fundamental para su ascenso al poder, ya que apeló a aquellos sectores de la sociedad que, desilusionados con la política tradicional, encontraron en él una figura que podía romper las normas establecidas. Esta ruptura, sin embargo, no solo se limitaba a la transgresión de reglas: representaba un ataque directo a los valores fundamentales sobre los cuales se sostenía la estructura social.

Para entender cómo la corrupción se infiltra en las esferas del poder, es necesario reconocer el tipo de alianzas que Trump forjó. Muchos de sus seguidores, especialmente los más cercanos, adoptaron una postura servil, casi aduladora, en relación con el líder, lo que les permitió no solo acceder a poder, sino también evadir las consecuencias de sus propias violaciones. Este tipo de política servil es característico de una cultura política donde la lealtad al líder se convierte en el principal valor, eclipsando el bien común y la justicia social.

El proceso de subversión de valores que Trump encabezó no se limitó al contexto nacional. Al examinar la corrupción bajo una óptica internacional, se observa que las prácticas de autoconveniencia, nepotismo y ocultamiento de intereses personales se dan con frecuencia en círculos de élites políticas y económicas a nivel global. La presidencia de Trump se enmarca dentro de un fenómeno más amplio, donde actores de la elite global, quienes han consolidado poder tanto económico como político, buscan ampliar sus propios beneficios a costa de la transparencia y la justicia. En este sentido, la administración de Trump no fue una excepción, sino una continuación de prácticas que han sido adoptadas por una red de elites que operan fuera del alcance de las leyes tradicionales y las normas sociales.

Un aspecto central de esta corrupción radica en el tratamiento deliberado de la vulnerabilidad humana. La indiferencia hacia el sufrimiento de las personas, especialmente de aquellos que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad, es un claro reflejo de la brutalidad que define a los actores políticos como Trump. Este desdén por la dignidad humana no solo se ve en sus políticas, sino también en su manejo de situaciones críticas, como la pandemia de COVID-19, donde la vida de miles de ciudadanos fue puesta en segundo plano frente a la conveniencia política y económica.

Sin embargo, lo que diferencia a Trump de otros políticos corruptos es su habilidad para convertir su transgresión en una narrativa de “resistencia” contra un sistema corrupto que él mismo estaba ayudando a perpetuar. Al presentarse como el campeón de los “hombres y mujeres comunes” y acusar a los “élites” de ser los verdaderos corruptos, logró transformar la acusación de corrupción en una herramienta política. Así, en lugar de enfrentar las acusaciones, Trump las utilizó para consolidar su base de apoyo, pintándose a sí mismo como un héroe que luchaba contra un sistema viciado.

Este fenómeno de la "corruptocracia" no es exclusivo de Estados Unidos, sino que se extiende a nivel global. Las redes de poder, tanto públicas como privadas, que operan en la sombra, están mejor equipadas que nunca para evadir la rendición de cuentas. El sistema de corrupción de la era Trump, que se nutre de estas conexiones elitistas, representa una grave amenaza para la democracia, pues al consolidarse, debilita la capacidad del Estado para actuar en favor del bien común.

Además de los aspectos aquí descritos, el lector debe entender que la corrupción política no es solo un conjunto de prácticas ilícitas, sino que es una construcción que desmantela los valores fundamentales de una sociedad. La forma en que la política de Trump, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos, ha minado la confianza en las instituciones, demuestra que la corrupción no solo se mide en términos económicos, sino también en términos de cómo destruye la cohesión social y la moral pública. La polarización, la desinformación y la creación de un "otro" al que se demoniza sistemáticamente, son herramientas clave que han permitido que esta corrupción se perpetúe y se disemine.

¿Cómo las narrativas manipuladoras del poder transforman la protesta democrática en una amenaza?

Las narrativas impulsadas por líderes como Trump y Putin no solo abordan la relación entre el Estado y la seguridad, sino que también construyen realidades paralelas que afectan el espacio público y la percepción popular. En momentos de crisis y violencia, estos líderes fomentaron un clima de confrontación Maniquea, dividiendo el mundo en términos de "bien" contra "mal", "verdad" contra "mentira", y "nacional" contra "extranjero". Este enfoque no solo polariza la sociedad, sino que también transforma la política en un campo de batalla en el que la democracia misma se convierte en una amenaza para quienes están en el poder.

Jean Baudrillard, filósofo francés, acuñó el concepto de "hiperrealidad" para describir el fenómeno en el cual la distinción entre la realidad y la ficción se vuelve difusa. En este estado, los ciudadanos ya no pueden discernir entre hechos y relatos distorsionados, y ambos se fusionan en una versión fabricada de la realidad. Trump y Putin emplearon este tipo de manipulación para moldear el espacio público y convertirlo en un terreno en disputa, donde la protesta democrática ya no era un derecho legítimo, sino un desafío a su autoridad.

El caso de la respuesta del gobierno de Trump a las protestas en Washington D.C. y Portland, Oregon, ilustra perfectamente cómo la manipulación de la narrativa política puede ser utilizada para justificar el uso de la fuerza estatal. En Washington D.C., cinco días después de la muerte de George Floyd, el fiscal general de EE. UU. envió tropas de la Guardia Nacional de D.C., miembros de la Policía del Parque Nacional y agentes del Servicio Secreto para dispersar a los manifestantes con gases lacrimógenos, balas de goma y granadas de concusión. Esta acción culminó en la famosa caminata simbólica de Trump con una Biblia en mano hacia la iglesia de San Juan, un acto que intentaba proyectar la imagen de un líder cristiano que "restauraría la seguridad y la paz en América". Sin embargo, esta imagen se construyó a expensas de la represión de una protesta legítima y la violencia estatal contra civiles desarmados.

El despliegue de fuerzas federales en Portland fue aún más evidente. Trump utilizó la narrativa de la "terrorista" extrema izquierda para justificar la movilización de unidades paramilitares de alto riesgo, como el BORTAC de la Patrulla Fronteriza. Estas fuerzas, muchas veces sin identificación, detuvieron a manifestantes en las calles, lejos de los edificios federales, y los secuestraron en vehículos no identificados, una táctica que evocaba las prácticas autoritarias de regímenes no democráticos. Esta respuesta no solo socavó el derecho a la protesta, sino que también envió un mensaje claro de que la disidencia política era un enemigo que debía ser silenciado.

Lo que es particularmente inquietante de este tipo de narrativa manipuladora es cómo se legitima el uso de la fuerza por parte del Estado bajo pretextos de seguridad, protegiendo no solo bienes federales, sino también la figura misma del poder político, al identificar cualquier forma de disenso como una amenaza existencial. Este tipo de respuestas no solo destruye el espacio de la protesta democrática, sino que también convierte la movilización popular en un "problema" que justifica el autoritarismo.

Además, el uso de la narrativa de "terror" como base para el ejercicio de poder no es algo exclusivo de un contexto político específico; refleja una tendencia global donde líderes autoritarios se aprovechan de crisis sociales y políticas para centralizar su poder y erradicar cualquier forma de oposición. La manipulación de la opinión pública mediante el control de la información y el debilitamiento de las instituciones democráticas son elementos clave en la estrategia de estos líderes, que buscan consolidar su dominio mediante el miedo, la división y la censura.

Es crucial comprender que este tipo de tácticas no solo están diseñadas para sofocar la disidencia, sino que también tienen un efecto secundario peligroso: normalizan la idea de que el poder político puede actuar fuera de los límites democráticos sin consecuencias. La manipulación del lenguaje, la creación de enemigos ficticios y la justificación de la represión como una respuesta legítima son herramientas que pueden fácilmente ser utilizadas para desmantelar las bases de cualquier sistema democrático.