El concepto de libertad individual, bajo la perspectiva liberal, se ha desenvuelto en una visión abstracta del individuo como un agente autónomo, que persigue la felicidad dentro de un marco social y económico que se supone es neutro. Sin embargo, esta concepción de la libertad no aborda las restricciones estructurales, económicas ni las barreras culturales y representacionales que operan de manera invisible, pero decisiva, en la construcción de las identidades. Así, el liberalismo, al enfocarse en la autonomía individual, omite la influencia de clases sociales, sistemas patriarcales y otras fuerzas sociales que limitan la libertad genuina.
Las identidades, que se constituyen a través de factores como la raza, el género, la sexualidad o la nacionalidad, no son meros adornos sociales, sino que son los ejes sobre los que se define a la persona dentro de una sociedad determinada. La liberación de un individuo no puede comprenderse de manera aislada, sino que debe ser vista dentro de las estructuras sociales que configuran esas identidades. Cada individuo nace o se socializa dentro de un entramado de categorías que lo posicionan, lo nombran y, en muchos casos, lo excluyen. El liberalismo, al sostener la idea del individuo como un ser abstracto que tiene la capacidad de elegir libremente, no reconoce que este "yo" no existe al margen de las categorías sociales que lo constituyen.
Desde una perspectiva feminista y post-marxista, se critica este énfasis en la libertad individual porque ignora las dinámicas de poder que operan a nivel estructural. Las mujeres, las personas racializadas y otros grupos marginalizados no solo se enfrentan a barreras económicas, sino también a una cultura que constantemente las define como el "otro", el "diferente". Esta construcción del "otro" como lo que es ajeno, extraño o incluso peligroso, se convierte en una herramienta de opresión en la que la identidad del "yo" dominante se reafirma constantemente frente a la negación del "otro". De ahí la necesidad de desestabilizar estas categorías binarias que separan a los sujetos humanos de los que se perciben como menos humanos, menos valiosos, menos sujetos de derechos.
La reflexión sobre la identidad no es solo un ejercicio intelectual; es una cuestión política profunda que configura las luchas por la igualdad y la justicia social. La lucha feminista, por ejemplo, se enfrenta a la dicotomía entre el reconocimiento de las diferencias de género y la integración de esas diferencias en un marco de igualdad. La inclusión de las mujeres en el espacio político y social no puede reducirse a una cuestión de simple aceptación de sus identidades, sino que debe implicar una revisión profunda de las estructuras de poder que perpetúan su exclusión. La dialéctica entre la aceptación de ciertas diferencias y la exclusión de otras se vuelve un terreno de constante disputa.
En este sentido, el concepto de "otredad" tiene una relevancia crucial. El "otro" es más que una categoría filosófica o teórica, es una posición materialmente determinada que sufre discriminación, violencia simbólica y real. Este proceso de "otredad" no es sólo una construcción de la mirada hegemónica, sino que está sustentado por prácticas sociales concretas que se dan en contextos específicos, como pueden ser los discursos racistas, misóginos o xenófobos. La desestabilización de estas identidades ajenas a lo normativo requiere una política que reconozca estas diferencias no para integrarlas en un modelo homogéneo, sino para permitir que coexistan sin ser deshumanizadas.
A lo largo de las luchas sociales, ha emergido un principio importante: el reconocimiento de las identidades no debe basarse en la aceptación de todas las diferencias, sino en la creación de un espacio en el que las diferencias se puedan expresar sin que se conviertan en elementos de exclusión o deslegitimación. Aquí entra en juego el concepto de "inclusión", que, según Judith Butler, no debe llevar a la aceptación ciega de todas las exclusiones, sino a una reflexión sobre las formas en que la inclusión misma puede ser una herramienta de poder. La política liberal, por su parte, tiende a considerar la inclusión de ciertas identidades dentro de un marco mayor de derechos, pero no siempre reconoce que ciertas diferencias deben ser incluidas de manera crítica, reconociendo la historia de su exclusión.
En la práctica, esta política de la identidad se traduce en una lucha constante por redefinir los límites de lo aceptable en términos de diversidad. Así, la libertad de un individuo no debe entenderse como una capacidad de operar dentro de una estructura rígida de identidades fijas, sino como un proceso dinámico en el que las personas pueden negociar y desafiar las categorías que las definen. Esta lucha no es solo una cuestión de reconocimiento político, sino también de transformar las condiciones sociales y culturales que permiten que ciertos grupos sean considerados "no aceptables" o menos dignos de inclusión.
El caso del derecho al aborto en Estados Unidos es un claro ejemplo de cómo las políticas de exclusión operan a nivel legislativo, afectando la autonomía de las mujeres y su derecho a decidir sobre su propio cuerpo. En este caso, la lucha no solo es por la libertad individual de las mujeres, sino por el reconocimiento de su identidad como sujetos políticos, capaces de tomar decisiones autónomas sobre su reproducción sin ser sometidas a la imposición de normas patriarcales y religiosas.
Es fundamental entender que el reconocimiento de las identidades no se trata solo de aceptación, sino de un proceso dinámico que involucra la transformación de las estructuras sociales, políticas y económicas. Esta transformación debe ir más allá de la simple inclusión en los marcos existentes y hacia la creación de nuevos espacios de convivencia que respeten y celebren la diversidad sin caer en la homogeneización forzada.
¿Cómo la islamofobia y el discurso orientalista construyen la imagen del musulmán en el contexto contemporáneo?
El 11 de septiembre marcó un antes y un después en la construcción discursiva del musulmán, cuyo perfil se desdobla entre la violencia y el terrorismo, en contraste con la imagen del israelí democrático, moderno y amante de la libertad. Según Mamdani (2004), el evento no solo representa una tragedia, sino también una nueva faceta a través de la cual se produce y se aniquila simultáneamente la figura del musulmán. Este orientalismo contemporáneo, que se nutre de lo que Mamdani llama "la charla cultural", presupone que toda cultura tiene un núcleo fundamental, cristalizado, casi esencialista. Así, el discurso cultural justifica las consecuencias políticas que emergen de esa esencia, lo que lleva a una interpretación binaria y esencialista de la cultura islámica: los musulmanes son violentos y premodernos, y como tal, el terrorismo islámico se presenta como la consecuencia política de esa supuesta degeneración cultural.
Mamdani señala que existen dos narrativas principales en este discurso orientalista. Una, en la que todos los musulmanes son considerados inherentemente malos debido a la degeneración de su cultura, y otra en la que se distingue entre buenos y malos musulmanes, proponiendo que la política debería centrarse en erradicar a los últimos. Sin embargo, en ambas narrativas, la historia se petrifica en un relato estático de costumbres anticuadas de un pueblo que habita una tierra igualmente anticuada. Esta mirada ahistórica, apolítica y nebulosa se traduce en una deshumanización sistemática del musulmán, borrando su cuerpo y reduciéndolo a un ser abstracto, sin historia ni agencia.
Por otro lado, Abu-Lughod (2002) hace una advertencia sobre el feminismo liberal y su tendencia a "salvar" a las mujeres musulmanas. Aunque las intenciones de muchos feministas liberales son bienintencionadas, lo que está en juego es una visión paternalista que, al querer mejorar las condiciones de vida de estas mujeres, las coloca en una posición de víctima a ser rescatada. En lugar de examinar la complejidad de la situación de las mujeres musulmanas en su propio contexto, se les reduce a un estereotipo que ignora las realidades locales y las estructuras de poder que podrían ser distintas a las del "mundo occidental". Abu-Lughod subraya que si bien la mirada orientalista se enfoca en el sexismo dentro del islam, sería igualmente importante dirigir esa mirada hacia las formas de opresión que existen en las sociedades occidentales, como la cosificación de las mujeres, el acoso sexual en el trabajo o la perpetuación de la brecha salarial de género.
El orientalismo también se extiende al ámbito político y legal, especialmente en relación con el islam y la ley sharia. En este sentido, se construye una narrativa que describe a la sharia como una amenaza violenta y totalitaria para las democracias occidentales. El informe publicado por el Center for Security Policy en 2010, titulado Sharia: The Threat to America, adopta el concepto de "yihad sigilosa", un supuesto proceso de penetración lenta pero constante del "modo de vida islámico" en las sociedades occidentales. Esta idea ha ganado popularidad entre los grupos de extrema derecha, quienes temen una eventual imposición de la sharia en Occidente, no solo a través de la construcción de mezquitas y la presencia de salas de oración, sino mediante una invasión cultural más amplia, que incluso podría implicar un "jihad civilizacional" con el apoyo de líderes políticos musulmanes que influyen en las políticas internacionales.
Los grupos que conforman la contra-yihad, como la Alianza Transatlántica de Grupos de Extrema Derecha, se oponen fuertemente a la expansión del islam y de la sharia. Su discurso está impregnado de una visión del islam como una fuerza agresiva que busca subvertir la democracia y la cultura occidentales desde adentro. En estos relatos, la sharia no solo se ve como una ley religiosa, sino como un símbolo de la conquista política y cultural que amenaza la estabilidad y los valores fundamentales de las sociedades democráticas. La resistencia a la expansión de la sharia se presenta como la lucha contra la islamización de Europa, lo que alimenta un discurso de defensa de la "civilización occidental" frente a lo que se considera una agresión externa.
Este tipo de narrativa se refleja en figuras como Pamela Geller, quien ha sido una defensora prominente de la idea de que "en cualquier guerra entre el hombre civilizado y el salvaje, se debe apoyar al hombre civilizado". Para Geller y otros como ella, el apoyo a Israel y la lucha contra el yihadismo son parte de una misma cruzada en defensa de la civilización occidental, frente a la amenaza percibida de un islam radical que busca imponer sus normas en el mundo entero.
A través de este lente, el islam y sus prácticas se convierten en símbolos de barbarie, en contraste con los valores que se atribuyen al Occidente liberal: democracia, derechos humanos y multiculturalismo. Este contraste, que define la cultura occidental como la de los "civilizados" y la cultura islámica como la de los "salvajes", se convierte en una herramienta poderosa de exclusión y polarización, que alimenta el miedo y el odio hacia todo lo relacionado con el islam.
En este contexto, es crucial entender que este tipo de discursos no solo construye una imagen del musulmán como el "otro" peligroso, sino que también despoja a los individuos de su humanidad y agencia. A través de esta visión, los musulmanes se despojan de sus complejidades culturales y políticas, siendo reducidos a una caricatura monolítica que responde únicamente a una esencia violenta y primitiva. Este proceso de deshumanización no solo afecta a los musulmanes, sino que también redefine las relaciones globales, haciendo de las tensiones entre Occidente y el islam una cuestión de supervivencia cultural y política.
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