La estrategia de primacía, diseñada para contener a la Unión Soviética, construir un nuevo orden internacional y mantener la supremacía militar global, ha sido el pilar fundamental de la política exterior estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial. Esta visión contó con un consenso tan amplio que la política exterior parecía detenerse en las fronteras nacionales, generando un monopolio casi absoluto sobre cómo se concebía la seguridad y el liderazgo global de Estados Unidos. Sin embargo, tras siete décadas de esta uniformidad, se desarrolló un fenómeno de pensamiento grupal en el establishment político de Washington, conocido coloquialmente como “The Blob”. Este grupo está compuesto por exfuncionarios gubernamentales, militares y expertos que han moldeado y protegido el paradigma de la primacía, operando a través de think tanks, medios de comunicación y plataformas intelectuales para sostener esta narrativa y minimizar la exposición a ideas alternativas.
El peso del Blob es tal que incluso presidentes con visiones parcialmente divergentes, como Barack Obama o Donald Trump, enfrentan fuertes restricciones dentro del aparato de política exterior. Aunque Trump propuso una doctrina “America First”, que en apariencia se aleja del consenso tradicional, en la práctica muchos de sus enfoques en defensa, lucha antiterrorista, venta de armas y proliferación nuclear permanecen bajo la influencia de la primacía. La falta de un equipo alternativo dentro del establishment obliga a los mandatarios a elegir a profesionales que, aunque a veces critiquen o moderen ciertas políticas, operan dentro del marco estratégico dominante.
Esta dinámica se refleja en la ocupación casi total de los puestos clave en el gobierno por parte del Blob. La socialización de estos profesionales, con carreras forjadas en instituciones militares y burocráticas alineadas con la primacía, refuerza la resistencia al cambio. La presión interna ha llevado incluso a que altos funcionarios trabajen desde adentro para frenar iniciativas contrarias a este consenso. Así, aunque Trump logró imponerse en temas como el comercio, su margen para reformar aspectos centrales de la política exterior fue limitado. Las áreas más tradicionales, como la relación con la OTAN o la lucha contra el terrorismo, permanecieron bajo un fuerte control, evidenciando que la continuidad en la política exterior no depende únicamente del presidente, sino también de la estructura que sostiene la administración.
Además del peso del consenso estratégico, existe una inercia estructural profunda. La enorme complejidad y el tamaño del complejo de defensa, inteligencia y diplomacia estadounidense representan un entramado que implica millones de empleados y un presupuesto superior al billón de dólares anuales. Washington está firmemente comprometido con el mantenimiento del orden internacional, siendo miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, principal financiador de esta organización, y parte de numerosos tratados que implican responsabilidades globales. La presencia militar estadounidense, con más de 800 bases distribuidas en todo el mundo y cientos de miles de soldados desplegados, refuerza la continuidad de esta política, especialmente en regiones clave para la seguridad global.
Por lo tanto, la persistencia de la primacía no solo es producto del consenso ideológico o político, sino también de una estructura institucional y operativa difícil de modificar. El aparato de poder creado tras la Segunda Guerra Mundial ha generado un sistema autorreferencial que limita las posibilidades de cambio drástico y asegura la estabilidad del orden internacional liderado por Estados Unidos, independientemente de los vaivenes políticos.
Es importante comprender que detrás de esta estabilidad hay una tensión constante entre la necesidad de adaptación a un mundo cambiante y la resistencia del establishment a abandonar un modelo probado que asegura influencia y poder. La historia de la política exterior estadounidense muestra que los cambios significativos suelen ser lentos y enfrentan numerosos obstáculos internos, no solo ideológicos, sino también burocráticos y estratégicos. El mantenimiento de la primacía no es únicamente una elección política, sino un proceso reforzado por una red compleja de intereses, responsabilidades globales y una maquinaria institucional inmensa que garantiza la continuidad y la estabilidad del sistema internacional vigente.
¿Cómo ha evolucionado el internacionalismo estadounidense a lo largo de las generaciones?
La evolución del internacionalismo en Estados Unidos es un fenómeno complejo que no puede reducirse simplemente a un cambio de opinión momentáneo o a reacciones inmediatas a eventos internacionales. El apoyo al internacionalismo no está cambiando porque todos los estadounidenses estén modificando sus opiniones; está evolucionando porque, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, generaciones sucesivas han crecido en un contexto que las hace menos propensas a adoptar objetivos expansivos en política exterior y el uso frecuente de la fuerza militar. Como consecuencia, las generaciones más jóvenes son las que más cuestionan el enfoque tradicional de la política exterior estadounidense. De hecho, son ellas las que rechazan más firmemente las políticas de "América Primero" de Donald Trump, manteniéndose a favor de la mayoría de las formas de compromiso internacional pacífico. A diferencia de Trump, estos cambios de actitud serán elementos permanentes en la política estadounidense.
Al igual que las generaciones mayores han seguido siendo más partidarias del liderazgo global estadounidense y más guerreristas a lo largo de sus vidas, las generaciones más jóvenes probablemente mantendrán estas inclinaciones en las próximas décadas. Sin embargo, lo que se vislumbra, como se ilustrará a continuación, no es un aislamiento, sino un internacionalismo más prudente. A menos que se produzcan grandes cambios políticos y económicos internos o crisis internacionales devastadoras, las matemáticas demográficas producirán un electorado cada vez más dispuesto a abrazar una política exterior más moderada, centrada en la paz, el libre comercio y el liderazgo internacional compartido.
Aunque el apoyo público al compromiso internacional ha mostrado una notable estabilidad durante varias décadas, este no refleja completamente los cambios sutiles y constantes en las actitudes de diferentes cohortes generacionales. Un análisis más profundo de los datos, desglosados por generaciones, revela que, si bien el apoyo general al internacionalismo ha fluctuado a lo largo del tiempo, hay una tendencia intergeneracional clara hacia una disminución del apoyo en las generaciones más jóvenes. De hecho, los Millennials (nacidos entre 1981 y 1996) son los que muestran menor apoyo al compromiso internacional, con solo el 51% de ellos considerando que Estados Unidos debería tener un papel activo en los asuntos mundiales, frente al 78% de la Generación Silenciosa (nacidos entre 1929 y 1945).
Este fenómeno es comprensible si se considera el contexto histórico y político en el que cada generación ha crecido. La Generación Silenciosa y los Baby Boomers vivieron momentos de gran victoria y expansión del poder estadounidense, en un mundo bipolar dominado por la Guerra Fría, donde el liderazgo global de Estados Unidos era visto como fundamental para el orden internacional. En cambio, las generaciones más jóvenes han vivido décadas de guerras costosas, como las de Irak y Afganistán, que comenzaron con un fuerte apoyo público pero que, con el tiempo, fueron consideradas fracasos por gran parte de la población. El cansancio por la guerra y el desencanto con los resultados de la intervención militar han moldeado las actitudes de los jóvenes hacia la política exterior.
Este cansancio con la guerra no implica que los estadounidenses se hayan vuelto completamente aislacionistas. Más bien, muchos de los que optan por un enfoque menos intervencionista lo hacen debido al deseo de concentrarse más en los problemas internos y de que Estados Unidos sea más selectivo en sus compromisos internacionales. A través de los datos recolectados por el Chicago Council on Global Affairs, se ha observado que quienes prefieren un papel activo en los asuntos mundiales suelen basar su opinión en la creencia de que Estados Unidos debe continuar liderando, pero de una forma más inteligente y menos militarizada.
Además, el apoyo al compromiso internacional se ve condicionado por la naturaleza de los conflictos y amenazas a los que se enfrenta el país. Por ejemplo, tras los ataques del 11 de septiembre, el apoyo al compromiso internacional aumentó debido a la amenaza del terrorismo global, pero una vez que esa amenaza se redujo, el apoyo volvió a estabilizarse en niveles previos. Sin embargo, a medida que los Millennials y la Generación Z (nacidos después de 1997) se convierten en los principales votantes, el patrón de apoyo al internacionalismo continúa su descenso, aunque no necesariamente de forma radical. Las diferencias generacionales no desaparecen con el tiempo, sino que se consolidan, con cada generación comenzando con un nivel distinto de apoyo que sirve de ancla a lo largo del tiempo.
Este cambio generacional no significa que el internacionalismo esté muerto, sino que está tomando una nueva forma. El futuro de la política exterior estadounidense será probablemente más prudente y basado en principios como la cooperación internacional, el comercio libre y el liderazgo compartido, en lugar de la hegemonía unilateral o la intervención militar constante. Este cambio hacia un enfoque más mesurado refleja las preferencias de las nuevas generaciones que han sido testigos de los fracasos de las políticas exteriores anteriores.
Al analizar estos datos, es importante no dejarse llevar por la aparente inestabilidad de las encuestas. Las fluctuaciones en el apoyo al internacionalismo son en gran parte respuestas temporales a eventos específicos, como las guerras en Irak y Afganistán. Sin embargo, el cambio intergeneracional subyacente es lo que realmente está transformando la política exterior estadounidense, y las nuevas generaciones están configurando un futuro de mayor prudencia y reflexión en las decisiones internacionales de su país.
¿Cómo una política exterior de contención beneficia a los Estados Unidos y al orden internacional?
El debate sobre la política exterior de los Estados Unidos ha sido ampliamente influenciado por el contraste entre la intervención militar y la diplomacia. Cuando el presidente Obama condenó la anexión de Crimea por parte de Rusia, basándose en la premisa de que la ley internacional prohíbe modificar las fronteras territoriales "a punta de pistola", muchos en el resto del mundo se sintieron incómodos con su declaración. La contradicción era evidente: Estados Unidos había hecho lo mismo durante la guerra de Kosovo en 1999. A lo largo de las décadas, otras potencias, como Turquía e Israel, también han intervenido o anexado territorios en violación de las normas internacionales, sin que Washington se viera presionado a condenar estos actos de sus aliados. Este tipo de hipocresía socava el orden internacional y debilita la legitimidad de la potencia estadounidense.
Estados Unidos, como la nación más poderosa del mundo, tiene una influencia desproporcionada en la configuración del sistema internacional. La forma en que este país actúa establece los estándares y las expectativas de los comportamientos internacionales. La tradición estadounidense de ser un modelo para otras naciones, en lugar de un matón al que se debe obedecer, ha quedado eclipsada por una política exterior agresiva, cuyo legado ha sido el sufrimiento humano y un enorme costo financiero. La llamada "Guerra contra el Terror" solo ha costado trillones de dólares, sin mencionar el desgaste de la confianza pública en la política exterior de los Estados Unidos y el creciente antiamericanismo global.
Una política exterior de contención, basada en tres principios fundamentales, ofrece beneficios evidentes para los Estados Unidos y para el sistema internacional en su conjunto. En primer lugar, reducir las intervenciones militares disminuiría los efectos negativos de la arrogancia estadounidense. Las intervenciones de las últimas décadas han dejado huellas profundas en el ámbito humano y económico. Abandonar la costumbre de recurrir al uso unilateral de la fuerza militar podría restablecer la imagen internacional de Estados Unidos y permitir que se recupere la confianza en su capacidad para mediar por la paz sin recurrir a la violencia.
En segundo lugar, la diplomacia y la cooperación global a través del comercio y las alianzas multilaterales se verían favorecidas en un entorno de menor intervencionismo. Naciones como Suiza y Canadá desempeñan un papel importante en la diplomacia internacional precisamente porque no recurren a la coerción militar. Estados Unidos no tiene por qué adoptar una postura neutral en todos los asuntos internacionales, pero una mayor confianza en la diplomacia permitiría que otros estados confiaran más en sus intenciones. La historia ha demostrado que las amenazas militares no siempre producen los resultados esperados. En ocasiones, son más propensas a provocar escaladas y violencia adicional, en lugar de lograr la paz que se busca.
Una tercera ventaja de esta política sería la significativa reducción del gasto militar. La reestructuración de las fuerzas armadas y el cierre de bases militares innecesarias podrían liberar recursos que serían mejor invertidos en el fortalecimiento de la infraestructura interna y la responsabilidad fiscal de los Estados Unidos. Reducir las intervenciones internacionales también permitiría disminuir el peso económico de mantener campañas militares continuas y la presencia en múltiples países. Los fondos podrían canalizarse en proyectos más urgentes y en la revitalización de la nación.
Además, es necesario un proceso de reforma que haga más transparente la toma de decisiones en la política exterior. La democracia exige que los ciudadanos comprendan las razones detrás de las decisiones del gobierno, especialmente en lo que respecta a las intervenciones militares. El secretismo de la Casa Blanca y el Pentágono en relación con la presencia de tropas estadounidenses en diversas partes del mundo, como en Siria, solo alimenta la desconfianza pública. Es esencial que el gobierno explique claramente sus acciones y las justificaciones detrás de ellas, para que los ciudadanos puedan hacer un juicio informado sobre el rumbo de la nación.
Por último, una política exterior de contención alineada con los valores liberales clásicos de la nación también podría tener un efecto positivo en la política interna. Los fundadores de Estados Unidos comprendieron la conexión entre una política exterior moderada y la salud de la democracia interna. El ejercicio de poder hegemónico y la intervención constante en los asuntos de otras naciones no solo debilitan el argumento de seguir las normas liberales, sino que también contribuyen al crecimiento desmedido del poder presidencial. Esta concentración de poder promueve la intervención constante y pone en riesgo las libertades civiles dentro de Estados Unidos.
El paso hacia una política exterior de contención no solo requiere un cambio en la concepción del papel de Estados Unidos en el mundo, sino también una restauración de los principios constitucionales del país. El Congreso debe reafirmar su autoridad para decidir sobre la implicación de Estados Unidos en conflictos internacionales, limitando así los poderes unilaterales del presidente.
El fortalecimiento de la diplomacia, la cooperación y la justicia social, junto con el restablecimiento de la paz interna, proporcionaría un equilibrio más saludable y sostenible para el país, sin perder su influencia en el mundo. La contención no es un signo de debilidad, sino una estrategia inteligente para consolidar el liderazgo moral de Estados Unidos en el siglo XXI, alineando su política exterior con sus principios democráticos fundamentales.
¿Cómo la política exterior de EE. UU. transformó la visión de la guerra y la intervención militar post-Guerra Fría?
Desde la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, la política exterior de Estados Unidos se vio profundamente marcada por una fe inquebrantable en su poder militar. La transformación de la "síndrome de Vietnam" después de la Operación Tormenta del Desierto abrió un nuevo capítulo en el que la intervención militar parecía ser la respuesta inmediata ante cualquier conflicto global. El cuestionamiento que surgió entonces no era si debían intervenir, sino más bien, ¿por qué no hacerlo? La enorme capacidad militar de Estados Unidos pasó a ser considerada no solo como una herramienta de defensa, sino como un medio moral y casi obligatorio para "arreglar" el mundo, de acuerdo con la mentalidad que se instaló en los años 90.
La famosa conversación entre Madeleine Albright, embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, y Colin Powell, entonces presidente de los Jefes de Estado Mayor Conjunto, ilustra bien esta postura. Albright, con una confianza casi ilimitada en la capacidad de la maquinaria militar estadounidense, no dudaba en afirmar que la intervención era la vía correcta, no solo para proteger los intereses nacionales, sino para hacer el bien en el mundo. Para ella, Estados Unidos era la nación "indispensable", la que debía evitar que los regímenes dictatoriales se expandieran, tal como ocurrió con la invasión de Hitler a Europa. Su perspectiva no se limitaba a la necesidad de defender los intereses de seguridad de la nación, sino a un propósito moral de intervención.
William Kristol y Robert Kagan también reflejan este impulso por una política exterior activa y agresiva. En su artículo de 1996, argumentaban que el poder militar de Estados Unidos no solo era esencial para mantener el orden internacional, sino que además dejaba atrás la idea romántica de Estados Unidos como una "ciudad sobre una colina". Según ellos, la responsabilidad de mantener la paz mundial recaía directamente sobre las espaldas de Estados Unidos, lo que justificaba la intervención en conflictos, incluso si no existía una amenaza directa. Esta concepción pasó por alto las lecciones del pasado, donde el intervencionismo excesivo había resultado en fracasos estratégicos, como en Vietnam.
Sin embargo, las intervenciones militares de los años 90 y principios de los 2000 mostraron los límites del poder estadounidense. A pesar de la creencia de muchos en la eficacia de la "potencia dura", las guerras como la de Vietnam y Corea revelaron los altos costos de la intervención sin un objetivo claro o una estrategia coherente. Por otro lado, conflictos como la Guerra del Golfo o la invasión de Panamá, que inicialmente fueron vistos como victorias fáciles, también alimentaron la sobreconfianza de los líderes estadounidenses en su capacidad para resolver cualquier crisis mediante la fuerza militar.
En cuanto a Europa, la política de los Estados Unidos bajo la presidencia de George H. W. Bush se caracterizó por una mezcla de cautela y determinación. Si bien los Estados Unidos empezaban a reconocer el declive de la Unión Soviética, la administración Bush consideraba que solo la presencia militar estadounidense podría garantizar la estabilidad del continente europeo. El sentimiento predominante era que, debido a la incapacidad inherente de los europeos para vivir pacíficamente entre ellos, era esencial que los Estados Unidos mantuvieran su rol de "enfermera" y "madre" de Europa. Esta visión continuó bajo la presidencia de Bill Clinton, quien, a pesar de sus críticas a Bush durante su campaña, adoptó una política similar. La expansión de la OTAN hacia el este se convirtió en un pilar de la política estadounidense, a pesar de las tensiones que esto generó con Rusia.
La expansión de la OTAN no solo buscaba contener la amenaza rusa, sino también democratizar y estabilizar a los países de Europa del Este que emergían de las sombras del bloque soviético. Los Estados Unidos, bajo este enfoque, veían la reintegración de Europa como un imperativo no solo geopolítico, sino ideológico, basado en la expansión de la democracia y el liberalismo de mercado.
El enfoque intervencionista de los Estados Unidos, sin embargo, fue cada vez más cuestionado. Las intervenciones en los Balcanes, aunque inicialmente presentadas como un esfuerzo para proteger a las poblaciones oprimidas, también dejaron en evidencia las tensiones entre los intereses estratégicos de Estados Unidos y las realidades sobre el terreno. La intervención en Kosovo, por ejemplo, generó un debate sobre la naturaleza de la intervención humanitaria y los límites de la responsabilidad de Estados Unidos en los asuntos internos de otros países.
Es crucial entender que, más allá de la fuerza militar, lo que subyace en la política exterior estadounidense es una visión del mundo en la que la estabilidad global depende de la intervención activa de su poder. Sin embargo, lo que ha quedado claro es que la historia reciente muestra tanto las fortalezas como las limitaciones de este enfoque. La intervención militar, si bien es vista como una herramienta para promover el orden y la paz, también puede ser una espada de doble filo, generando consecuencias imprevistas y reacciones globales complejas. A lo largo de las décadas, los líderes estadounidenses han tenido que aprender que la verdadera eficacia del poder militar no solo depende de su capacidad de destrucción, sino también de su capacidad para gestionar las consecuencias políticas, sociales y económicas de la intervención.
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