La ascensión política de Donald Trump en 2016 fue marcada por un discurso fuerte y desafiante que criticaba abiertamente el estado de su país. Ivanka Trump, al introducir a su padre en el escenario, sembró las semillas de un mensaje que se consolidaría como el eje central de la campaña: la América que Trump presentaba no era la misma que había sido en el pasado. De acuerdo con Ivanka, su padre no solo era un hombre excepcional por sus logros personales, sino que su capacidad para dirigir el país era indiscutible. Según ella, era el único calificado para liderar la economía de 18 billones de dólares de la nación, un argumento clave que justificaría su candidatura.

La introducción de Ivanka trajo consigo una atmósfera de esperanza y optimismo. Habló de un cambio real, uno que solo podría llegar de fuera del sistema, de un hombre que, a lo largo de su vida, había hecho lo que muchos pensaron que era imposible. Trump, tal como ella lo describió, no era simplemente un político; era un luchador, un hombre que había construido un imperio y que ahora lo aplicaría a la política. "Nada es imposible de nuevo", dijo Ivanka, prometiendo un futuro brillante bajo el liderazgo de su padre. Sin embargo, este tono optimista pronto se vería opacado por las sombrías declaraciones de Trump una vez en el escenario.

Al tomar la palabra, Trump abordó un tono mucho más sombrío. Empezó por hablar de una nación en crisis, con la infraestructura en ruinas, los aeropuertos en condiciones tercermundistas, y millones de estadounidenses dependiendo de los cupones de alimentos. Para Trump, la causa de la decadencia de los Estados Unidos no era un misterio: eran los políticos de Washington, de ambos partidos, los responsables de la situación. La corrupción y la ineptitud habían puesto al país al borde del abismo, y la única solución, según él, era un cambio de liderazgo, alguien ajeno al sistema que pudiera "arreglarlo". En ese contexto, Trump se presentó como el único capaz de hacerlo.

El mensaje central de su campaña era claro: "Yo solo puedo arreglarlo". Este eslogan de "yo excepcional", que sería una constante a lo largo de su candidatura, indicaba que el verdadero problema de Estados Unidos no residía en su gente, sino en sus líderes políticos, los cuales habían fallado repetidamente en sus deberes. Trump se posicionó como un outsider, alguien que no estaba contaminado por las luchas internas de Washington, lo que lo hacía el candidato ideal para restaurar el país. De hecho, su promesa de "drenar el pantano" y eliminar la corrupción fue uno de los elementos más distintivos de su mensaje.

La estrategia del "yo excepcional" de Trump marcó un claro contraste con las campañas anteriores. Mientras que otros candidatos se habían basado en la idea del excepcionalismo estadounidense, argumentando que la grandeza de la nación provenía de su gente y sus valores, Trump trasladó el concepto de excepcionalismo a su propia persona. La idea de un país excepcional fue desplazada por la figura de un hombre excepcional, cuyas capacidades individuales, según él, eran la única esperanza para el futuro. A diferencia de figuras como Obama o Romney, quienes promovían un mensaje de unidad en torno a los ideales estadounidenses, Trump hizo de su propia persona el centro de su campaña.

El cambio que Trump propuso no solo era político, sino cultural. En lugar de construir una narrativa en la que los ciudadanos se sintieran parte de algo más grande, él los animaba a confiar en su capacidad de cambio a través de un líder fuerte. De ahí que la frase "yo solo puedo arreglarlo" se convirtiera en el mantra de su campaña, una frase que apelaba a los votantes desencantados con el sistema y con la política tradicional.

Trump no solo culpó a los demócratas de los problemas del país; su crítica fue más amplia, dirigida a todos los políticos de Washington, independientemente de su afiliación. Esta estrategia le permitió presentarse como el antídoto contra un sistema político corrupto, sin estar limitado por las divisiones partidarias. Esta postura lo situaba como un "salvador" fuera de la política tradicional, capaz de reestructurar el país desde sus cimientos.

Es importante reconocer que, al centrarse en su propia excepcionalidad, Trump logró crear una base de apoyo firme entre aquellos que se sentían ignorados o marginados por las estructuras políticas tradicionales. La promesa de cambio y de acción decisiva resonó con una gran parte del electorado, cansada de los discursos vacíos y las promesas incumplidas de políticos de carrera. Para muchos, Trump representaba una oportunidad única para poner fin a la corrupción y devolverle a Estados Unidos lo que había perdido.

¿Cómo construyó Trump su propia visión de la excepcionalidad estadounidense?

Donald Trump, al igual que otros candidatos presidenciales, utilizó el concepto de "excepcionalismo estadounidense", pero lo hizo de una manera profundamente distinta. A diferencia de figuras como John Kerry, Barack Obama o Mitt Romney, que evocaban la idea de la excepcionalidad de Estados Unidos como un reflejo de su rol único en el mundo, Trump tenía un enfoque mucho más centrado en la idea de superioridad. Si bien en algunas ocasiones mencionaba la excepcionalidad americana, su atención se dirigía casi exclusivamente a la noción de que Estados Unidos debía ser reconocido como superior a las demás naciones. Sin embargo, rara vez mencionaba las cualidades únicas que hacen que Estados Unidos sea singular dentro de la comunidad internacional, ni tampoco se refería a su papel especial como líder global o como "la ciudad sobre la colina" que inspira a otros países.

La excepcionalidad para Trump no era un valor abstracto o una cualidad inherente al país, sino un medio para un fin: ganar. Para él, ser el mejor no solo era importante, sino lo único que importaba. En su libro de campaña "Crippled America: How to Make America Great Again", tituló el primer capítulo como "Winning Again" (Volver a ganar), donde dejaba claro que "ganar importa. Ser el mejor importa". Trump transformó la excepcionalidad estadounidense en una competencia de cero sumas, donde el país solo sería excepcional si lograba ganar en los términos más simples, es decir, ser el mejor en todos los aspectos posibles.

A lo largo de su campaña y presidencia, Trump transformó el concepto de excepcionalidad en algo personal, ligado a su propia imagen. En lugar de invocar la idea de una nación excepcional que inspira y motiva a sus ciudadanos, Trump apeló a la noción de su propio "yo excepcional", una estrategia que se reflejó constantemente en sus discursos y propuestas. Según Trump, Estados Unidos no estaba solo en una lucha por recuperar su excepcionalidad, sino que necesitaba un "salvador", y ese salvador no era una idea abstracta de la nación, sino él mismo. A lo largo de su campaña de 2016, Trump reiteró una y otra vez que solo él podría arreglar el país y devolverlo a la grandeza.

A diferencia de sus predecesores, que utilizaban la jeremiada moderna (un discurso sobre los males del país que termina con un llamado al patriotismo y la mejora colectiva), Trump no solo culpaba a los demócratas, sino que atacaba incluso a los republicanos y a los políticos de Washington, a quienes veía como parte del problema. La política tradicional, según Trump, había llevado a Estados Unidos a su declive, y la única manera de corregir el rumbo era con su liderazgo.

Su mensaje no era simplemente una crítica al status quo, sino una propuesta de solución: él mismo era la respuesta. Trump utilizó su propio éxito empresarial y su capacidad para construir una campaña política masiva como prueba de que él era el único capaz de devolver a Estados Unidos a la "excepcionalidad". En este sentido, la excepcionalidad de Estados Unidos ya no dependía de la nación en su conjunto ni de un esfuerzo colectivo, sino de la figura del presidente. Trump se presentó a sí mismo como el único capaz de restaurar la grandeza americana, luchando contra el "establecimiento corrupto" que, según él, había sumido al país en la decadencia.

Una vez en la presidencia, Trump continuó con su narrativa de que la nación había sido "deteriorada" por años de política equivocada y que la excepcionalidad estadounidense había desaparecido. No obstante, a medida que su presidencia avanzaba, comenzó a redefinir esta excepcionalidad de acuerdo con sus propios logros. Al hablar de la prosperidad económica y de la creciente influencia de Estados Unidos en el escenario mundial, Trump promovió una visión de excepcionalidad restaurada, argumentando que sus políticas habían vuelto a colocar al país en la cima. Su eslogan de campaña para 2020, "Keep America Great", reflejaba este intento de consolidar y expandir la idea de una nación excepcional bajo su liderazgo.

La transición de "Make America Great Again" a "Keep America Great" representaba más que un cambio de eslogan; era un cambio en la narrativa del país. Si en 2016 Trump había apelado a la idea de una nación en ruinas que necesitaba ser restaurada, en 2020 su mensaje ya era uno de consolidación de logros, en el que la excepcionalidad se presentaba como una consecuencia directa de sus políticas.

Trump, a diferencia de otros líderes políticos, no apelaba al sentido común de unidad nacional o a la idea de un esfuerzo conjunto para restaurar el país. En cambio, proponía una visión del "yo excepcional" que ponía en duda la capacidad de otros políticos y figuras de la administración para lograr los mismos objetivos. En su visión, la restauración de la excepcionalidad no era un proyecto colectivo, sino una misión personal, la de un individuo que, según él, había sido llamado a salvar al país.

Es esencial comprender que la estrategia de Trump no solo se basaba en atacar a sus opositores, sino en construir una narrativa en la que él fuera la única solución viable. A lo largo de su presidencia, esta narrativa se consolidó, dejando una marca indeleble en la política estadounidense contemporánea.

¿Por qué Trump y su estrategia de "me excepcional" siguen siendo influyentes?

La campaña de Trump en 2020, a pesar de los cambios en el paisaje nacional —como la crisis sanitaria provocada por el coronavirus, la caída de la economía y las protestas tras los asesinatos de George Floyd y Breonna Taylor— continuó con una constante: su mantra de “Hacer América Grande de Nuevo”. Aunque los lemas se ajustaron, la esencia permaneció inmutable. Como lo presentó Mike Pence en su discurso en la Convención Nacional Republicana: "En nuestros primeros tres años, construimos la economía más grande del mundo. Hicimos América grande otra vez. Y luego, el coronavirus nos golpeó desde China". Es decir, Trump ya había logrado hacerlo una vez, ¿por qué no podría hacerlo otra vez? Al final del discurso, Pence dijo: “Con el presidente Donald Trump en la Casa Blanca por cuatro años más, y con la ayuda de Dios… haremos América grande de nuevo, otra vez.” Una jugada astuta.

Pese a que la situación había cambiado drásticamente, Trump se aferró a la misma estrategia que lo había llevado a la Casa Blanca en 2016. Reiteró su papel como el outsider, el no-político que lucha contra una "clase política corrupta". Trump se atribuía el mérito de haber hecho de América la “nación más grande de la historia del mundo” y insistía en que el mejor tiempo aún estaba por venir. En sus mítines, con la típica arrogancia de la "excepcionalidad americana", declaraba: “Juntos estamos recuperando nuestro país. Estamos devolviendo el poder al pueblo estadounidense.”

Una de sus promesas favoritas para 2020 fue que el próximo año sería “el año económico más grande en la historia de nuestro país”. Aunque la economía estaba en ruinas y las divisiones internas se profundizaban, Trump continuaba apelando a su base fiel, utilizando el mismo discurso de excepcionalidad. Parecía moverse sin esfuerzo entre afirmar que ya había logrado hacer grande a América y que aún quedaba trabajo por hacer. La contradicción no parecía afectar su estrategia.

Con la llegada del Día de las Elecciones, el panorama parecía desfavorable para Trump. Las encuestas y los analistas predijeron una derrota por un margen considerable, considerando que Trump no había logrado expandir su apoyo más allá de su base. Sin embargo, Trump no compartía esa visión. A tan solo unas horas de las elecciones, en sus últimos tuits, recordó a los votantes: “¡Voten! Bajo mi administración, nuestra ECONOMÍA está creciendo a la tasa más rápida DE LA HISTORIA, ¡un 33,1%! ¡El próximo año será el AÑO ECONÓMICO MÁS GRANDE en la historia de Estados Unidos!” Era la estrategia de la “excepcionalidad” en su forma más pura, un esfuerzo final por cambiar el rumbo de la contienda.

A pesar de todo su esfuerzo, la derrota llegó: Trump no logró convencer a suficientes votantes para obtener otro mandato. Sin embargo, su pérdida no fue el rechazo rotundo que muchos esperaban. De hecho, Trump había logrado expandir su base de apoyo, contribuyendo a que los republicanos mantuvieran su posición en el Senado y redujeran la brecha en la Cámara de Representantes. Esto sucedió a pesar de la gestión desastrosa de la crisis del COVID-19. A pesar de la derrota electoral, el impacto de Trump y su estrategia de excepcionalidad seguían siendo fuertes y evidentes, mostrando el poder que todavía tenía sobre una gran parte del electorado.

Aunque su presidencia había llegado a su fin, Trump y su legado continuaban siendo relevantes en la política estadounidense. En los días posteriores a las elecciones, se dedicó a reescribir la narrativa, presentando su derrota como un triunfo. En sus palabras, había recibido 72 millones de votos, más que cualquier presidente en funciones en la historia de Estados Unidos. Trump estaba convencido de que seguía siendo el presidente favorito del pueblo estadounidense. Su habilidad para convertir una derrota en una victoria mediática era un testamento del poder que todavía ejercía sobre sus seguidores.

Esta capacidad para reescribir la historia no era nueva para Trump. A lo largo de su carrera política, había moldeado su imagen como una figura excepcional, casi heroica, para muchos de sus partidarios. Con su derrota, parecía que Trump no solo sobrevivía políticamente, sino que incluso se posicionaba para el futuro. La derrota en 2020 podía haber sido, irónicamente, la mejor jugada que le permitía mantenerse en el centro de la atención, viajar por el país, y mantener el liderazgo ideológico dentro del Partido Republicano. A su manera, Trump seguía siendo el centro de un movimiento que no mostraba señales de desvanecerse.

Lo que resulta crucial entender es que la narrativa de Trump, basada en la excepcionalidad, no solo busca reforzar su imagen personal, sino también construir una visión de América que esté profundamente dividida. Su estrategia de “excepcionalidad” no solo apela al patriotismo, sino también a un sentimiento de exclusión y nostalgia por un pasado idealizado. En la política estadounidense, esta narrativa no es solo sobre Trump, sino sobre cómo la ideología que representa puede perdurar más allá de su figura, afectando el curso futuro de las políticas nacionales e internacionales. El verdadero reto para el país será entender cómo esta estrategia puede seguir evolucionando y qué significa para la política estadounidense de cara a las elecciones venideras.

¿Cómo se construye el patriotismo en el discurso político estadounidense?

A lo largo de la historia reciente de los Estados Unidos, el patriotismo ha jugado un papel crucial en la construcción del discurso político, especialmente en las campañas presidenciales. Esta construcción no es solo una cuestión de símbolos, como la bandera, sino también de ideologías y narrativas que se entrelazan con los conceptos de excepcionalismo americano y la identidad nacional.

El uso del patriotismo en la política estadounidense no es nuevo. Desde la campaña presidencial de 1988, los candidatos han sido muy conscientes de la importancia de mostrarse como los defensores del "Sueño Americano". George H. W. Bush, por ejemplo, utilizó en su discurso en la Convención Nacional Republicana de ese año referencias a la unidad nacional y a la soberanía estadounidense, elementos que se conectan directamente con la imagen de un país invencible y excepcional. De manera similar, en sus debates presidenciales, tanto Bush como su oponente, Michael Dukakis, se vieron envueltos en disputas sobre quién podía ser considerado más patriota, lo que demuestra cómo la lealtad a la nación se convierte en un criterio fundamental para el juicio público.

En las siguientes décadas, el patriotismo continuó siendo un tema recurrente en las contiendas presidenciales, particularmente con los demócratas y republicanos luchando por el dominio de los símbolos patrióticos. William Clinton, por ejemplo, durante las elecciones de 1992, también se valió de un discurso nacionalista, en un intento por conectar su visión política con los ideales tradicionales de Estados Unidos, mientras que el discurso republicano se centraba en el fortalecimiento de una América fuerte y libre de amenazas externas.

En la década de 2000, con la llegada de Barack Obama, el patriotismo adquirió una nueva dimensión. Obama, en su discurso en Independence, Missouri, en 2008, definió a Estados Unidos no solo como una nación excepcional, sino también como un país dispuesto a asumir su responsabilidad global. Sin embargo, su imagen fue objeto de cuestionamientos por parte de sus adversarios políticos, quienes intentaron socavar su figura mediante ataques sobre su "patriotismo", apelando incluso a teorías conspirativas como la de su lugar de nacimiento.

Este tipo de ataques no se limitó solo a las figuras de izquierda. En las campañas presidenciales posteriores, especialmente las de 2016 y 2020, la imagen del patriota se utilizó de manera más directa. Donald Trump, por ejemplo, construyó su campaña a través de un fuerte discurso patriótico que apelaba a la idea del "gran país" y a la defensa de los intereses nacionales por encima de todo. En este contexto, las banderas y los himnos fueron elementos de unión para un electorado que se sentía amenazado por la globalización y por las políticas migratorias progresistas.

El patriotismo, por lo tanto, se ha convertido en un arma política crucial. Los candidatos no solo compiten por demostrar su compromiso con la nación, sino que también luchan por definir qué significa ser estadounidense. La "propiedad" de ciertos símbolos, como la bandera o el himno, puede inclinar la balanza en las elecciones. En este sentido, el patriotismo no solo es un sentimiento colectivo, sino una herramienta de marketing político.

Un aspecto clave para comprender cómo el patriotismo se convierte en un eje discursivo en las elecciones es la idea de "propiedad del tema", que hace referencia a la capacidad de los partidos y los candidatos para asociarse con ciertos temas que los electores consideran clave. En este contexto, el patriotismo es un tema altamente codificado que puede ser reclamado o disputado dependiendo de la agenda del candidato. Los estudios han demostrado que los votantes asocian al Partido Republicano con un mayor nivel de patriotismo, mientras que los demócratas a menudo luchan por mantener esa misma imagen.

A medida que las narrativas sobre la identidad nacional se han ido sofisticando, también lo ha hecho la forma en que el patriotismo es utilizado para dividir y consolidar. Mientras que algunos electores interpretan los gestos patrióticos como una expresión genuina de amor por la nación, otros pueden verlos como un mecanismo de exclusión o de reafirmación de un concepto de patriotismo que excluye a ciertos grupos dentro de la sociedad. La política sobre la inmigración, los derechos civiles y la reforma de la justicia social están profundamente interrelacionados con estas discusiones, ya que el patriotismo se presenta como una manera de definir quién es y quién no es un "verdadero" estadounidense.

Además, los símbolos patrios como la bandera o el himno, lejos de ser neutros, se cargan de significados políticos durante las campañas. En este sentido, las protestas contra el himno, como las que realizaron jugadores de la NFL bajo el liderazgo de Colin Kaepernick, subrayan la contradicción inherente a la lucha por el patriotismo: ¿quién tiene el derecho de definir qué es ser patriota? En este debate, las identidades raciales y de clase también juegan un papel importante, ya que los sectores más marginados de la sociedad estadounidense a menudo interpretan la ostentación del patriotismo como una forma de opresión, mientras que los sectores más conservadores la ven como una defensa de sus valores tradicionales.

Es importante entender que el patriotismo, como construcción política, no es un fenómeno estático, sino que está sujeto a la evolución de la sociedad y a los contextos históricos. Cada campaña electoral puede transformar lo que significa ser patriota en los Estados Unidos, dependiendo de los desafíos a los que se enfrente la nación y las dinámicas de poder que estén en juego. Así, aunque el patriotismo sigue siendo una de las herramientas más poderosas en el discurso político, su significado puede cambiar radicalmente dependiendo de la interpretación que se le dé en cada momento histórico.