Durante semanas de frecuentes conversaciones, tuve la oportunidad de conocer a alguien que, aunque rara vez hablaba de sí misma en un sentido autobiográfico, mostraba una tendencia a reflexionar sobre su personalidad de una manera peculiar. Apenas mencionaba su vida, ni sus padres muertos ni sus amigos; sin embargo, pronto comenzó a hablar con frecuencia de lo que consideraba su "falta de carácter", algo que resultaba, a mi parecer, desconcertante, pues su presencia dejaba una huella clara en aquellos que la rodeaban.
Seis semanas después de nuestra primera conversación, una frase suya me dejó intranquilo. En su tono habitual, ligeramente despreocupado, dijo: "Debe ser divertido ser alguien muy definido y positivo. No sabes lo incómodo que es no tener personalidad." Me reí. "¿Estás sugiriendo que no tienes personalidad? Yo no conozco a nadie de cuya personalidad se sea más consciente rápidamente." "No estoy buscando elogios", respondió ella, con un ligero tono de impaciencia. "No quiero decir que sea tan insignificante y anodina que no deje impresión en los demás. Sé que soy bastante agradable de ver; no soy estúpida, y tengo mucha capacidad de respuesta. No sé cómo explicarlo, pero lo que quiero decir es que no hay un 'Yo' esencial y permanente. Claro que tengo muchas facetas, y tu presencia evoca un 'Yo' determinado—no es tan malo. Gracias por el 'Yo' que temporalmente me concedes. Pero no siento que haya una continuidad real. No tengo un núcleo sólido de personalidad que se mantenga presente cuando estoy sola, contigo o con otras personas. No hay un 'Yo' que perdure. Soy tan desesperadamente fluida."
En ese momento, me atreví a intervenir: "Pero—si me permites decirlo—es precisamente esa fluidez de tu mente lo que hace tan agradable hablar contigo. El otro día discutíamos las cartas de Keats. ¿Recuerdas cuando escribió: 'La única manera de fortalecer la mente es no decidirse por nada—dejar que la mente sea una vía de tránsito para todos los pensamientos, no una fiesta selecta'? Yo pienso que..." "No, no. No me refiero a eso en absoluto", me interrumpió ella. "Me entiendes mal", agregó, con una expresión que me hizo dar cuenta de que el asunto era serio para ella, y que su ligereza aparente ocultaba una preocupación real. "No me preocupa ser una mala compañía", continuó. "Lo difícil es que no puedo hablar de mí misma de manera seria. Siempre sueno tan superficial. Pero mi superficialidad es un reflejo. Me gustaría poder hablar contigo de mí misma de una manera verdaderamente melodramática."
"Por favor, hazlo", le animé. "Estoy bastante serio." "No creo que pueda, pero déjame intentarlo", dijo. "No quiero ser un fastidio, pero te aseguro que realmente es espantoso—esta sensación de no tener identidad. ¿Recuerdas cuando te dije la primera vez que nos vimos que no soportaba estar sola?" "Sí." "Pues es porque otras personas parecen, en cierto modo, mantenerme unida—como si me enmarcaran a través de sus concepciones de mí. Pero a menudo, cuando estoy completamente sola, siento como si fuera... como agua que se derrama de un recipiente roto—algo que se escapa para ser absorbido nuevamente en la nada. Es casi como una disolución temporal—una desaparición. Sí, desaparición es la palabra—desaparezco de nuevo en la nada."
Lo que ella describía no era algo completamente extraño. De hecho, yo pensaba que todos, en algún momento, habíamos experimentado algo similar. Es una ligera forma de neurosis, y como ocurre con todas las neurosis, hace que el sufrimiento se perciba como único. "Quizás", dijo ella, con un tono que sugería que no estaba convencida. "Pero lo que pasa es que he tenido dos experiencias extrañas que han hecho que esas sensaciones que trato de describir se convirtieran en una verdadera obsesión."
Entonces, comenzó a narrar sus experiencias. La primera ocurrió cuando era muy joven, casi una niña. Estaba descansando en su cama una noche. Estaba cansada, y esa sensación de "no identidad" se intensificó. Estaba oscureciendo, y la ventana de su habitación, a ras de suelo, estaba siendo golpeada suavemente por las ramas del jazmín. "De repente", continuó, "sentí esa extraña necesidad de mirar hacia un punto determinado. Giré y vi un rostro borroso presionado contra la ventana, mirándome. No me asusté exactamente, solo sentí mi corazón latir con fuerza. Justo entonces, la luna se liberó de las nubes, y pude ver el rostro con claridad. Era mi propio rostro." "¿Qué?", interrumpí, incrédulo. "Sí, mi rostro. No había duda. Uno sabe cómo es su propio rostro. Estaba allí, mirándome intensamente, con una expresión melancólica. Y, mientras la observaba, lo que sea que estuviera allí afuera, agitó la cabeza con tristeza. Yo esperaba estar soñando, pero cuando cerré los ojos y los volví a abrir, seguía allí, con una mirada tan llena de tristeza."
Al relatarme la experiencia, ella explicó que, en ese momento, al mirarse en el espejo, no pudo ver su reflejo. "Los objetos en la habitación estaban reflejados, pero yo no estaba allí. El miedo me invadió, y sentí que iba a desmayarme. Corrí hacia otro espejo, pero allí también me faltaba. Finalmente, regresé a mi habitación, y para mi alivio, el rostro ya no estaba afuera. Miré al espejo y, aunque me veía algo pálida, mi reflejo era el de siempre."
La segunda vez ocurrió tres años más tarde, cuando se encontraba en reposo por un esguince. Estaba en un estado de apatía y a la tarde comenzó a sentirse de nuevo esa desconexión de sí misma. "De repente", dijo, "me encontré mirando fijamente. En el sofá de la habitación había una figura tendida, igual que yo estaba en mi cama. Era yo, y mi propio rostro me miraba con una tristeza tan profunda que sentí un miedo absoluto."
El relato de esas experiencias de desconexión y los extraños episodios de autoobservación, donde ella se vio a sí misma de una forma profundamente desasosegante, reflejaban un malestar mucho más allá de la mera sensación de inseguridad o de ansiedad. A menudo, las personas que atraviesan experiencias de esta naturaleza se sienten como si estuvieran perdiendo la capacidad de diferenciarse de los demás o incluso de sí mismas. La identidad parece volverse difusa y maleable, como si uno flotara en una disonancia interna, sin poder encontrar el ancla de su propio ser.
El fenómeno que ella describe no es meramente un síntoma de introspección excesiva o una crisis existencial banal. En muchos casos, como muestra su relato, estos episodios revelan una desconexión profunda con la percepción interna de la identidad personal. Puede ser un indicio de una experiencia psicológica más compleja que merece ser explorada con seriedad y sin desestimar las manifestaciones de angustia emocional que pueden acompañar a la falta de identidad.
¿Cómo la superstición y la suerte influyen en la vida de un jugador desesperado?
La vida de Grey es un relato de decadencia, miseria y un extremo apego a la superstición, que parecen ser los únicos hilos a los que se aferra en medio de la desesperación. Su existencia transcurre en una habitación casi vacía, donde el mobiliario y la pobreza material son un reflejo claro de su situación mental y emocional: una cama de madera, una mesa tambaleante, una silla que funciona como armario y una única vela que ilumina un ambiente carente de cualquier comodidades. En ese espacio sombrío, un gato amarillo y famélico, con ojos que parecen brillar con una luz inquietante, se convierte en una especie de emblema o tótem que personifica la superstición que domina la mente de Grey.
Este gato, repulsivo en apariencia, pero firmemente establecido en la rutina del jugador, representa mucho más que un simple animal doméstico. Su presencia se transforma en un símbolo de suerte o infortunio, un amuleto viviente que para Grey es el pivote entre su vida de pobreza absoluta y la inesperada bonanza que experimenta tras un periodo prolongado de mala fortuna. La relación con el gato no es de cariño o afecto tradicional, sino una mezcla de temor y dependencia supersticiosa. Grey le da alimento con un ritual casi sagrado, y aunque el animal le muestra hostilidad, nunca se atreve a expulsarlo ni a separarse de él. La lógica del jugador, envuelta en la superstición, cree firmemente que este ser extraño es el causante de un cambio positivo en su suerte.
El pasaje en el que Grey reconoce a un antiguo conocido, a quien cree muerto por suicidio, y la coincidencia con la mejoría en su fortuna, añade una dimensión aún más inquietante y simbólica a la narración. La ambigüedad entre realidad y superstición, vida y muerte, fortuna y desesperación, se funden en un ambiente cargado de una atmósfera casi mística, donde la razón se ve desafiada por la necesidad humana de encontrar sentido y control en medio del caos.
La transición de Grey, desde la miseria a la prosperidad repentina, no es solo una cuestión de azar sino una obsesión con el control a través de la superstición. Su método científico en el juego, la meticulosa administración de sus ganancias, contrastan con la irracional dependencia en un gato que para cualquier observador externo sería una simple mascota en malas condiciones. Esta dualidad entre la lógica y la superstición muestra el frágil equilibrio psicológico de alguien atrapado en el juego, donde la esperanza puede ser la última tabla de salvación para sobrevivir a la adversidad.
Es fundamental entender que en el mundo del jugador, la superstición no es mera fantasía sino una herramienta psicológica vital para manejar la incertidumbre y el azar. El vínculo con objetos o símbolos, en este caso el gato, puede brindar un sentido de orden y estabilidad emocional, aunque esto se base en creencias irracionales. Además, la historia refleja cómo la soledad y el aislamiento pueden profundizar estas creencias, convirtiendo la superstición en una forma de compañía y en un mecanismo para sobrellevar la desesperanza.
Más allá de la narrativa superficial sobre el juego y la mala fortuna, este fragmento revela la compleja interacción entre la mente humana y la necesidad de control frente a lo desconocido. La superstición y la fe en símbolos externos son respuestas a la vulnerabilidad humana, especialmente en contextos de pobreza y exclusión social, donde el control sobre la propia vida es casi inexistente. La historia de Grey también invita a reflexionar sobre cómo la percepción de la suerte y el destino puede moldear decisiones, emociones y comportamientos, muchas veces en detrimento del bienestar real.
¿Qué significa ser testigo del paso del tiempo y la pérdida en la vida de John Gladwin?
Las manos marrones de John Gladwin estaban entrelazadas frente a él, y en ocasiones tocaban muestras de grano, planos de granja, una lupa, una correa o algún otro objeto disperso en la habitación. Esperaba con nervios tensos noticias de arriba, noticias sobre Emily. Las palabras del médico no fueron necesarias; fue el brillo de su rostro lo que le dio la certeza. El niño había nacido, y todo estaba bien. John Gladwin se puso nuevamente sus botas y se dirigió hacia el pequeño timbre de porcelana junto a la chimenea. Se sirvieron vino y copas. Pero, sin previo aviso, se vio de nuevo en la iglesia, junto al bautismo, donde el sacerdote, al preguntar "¿Cómo se llama este niño?", escuchó de labios de John: "George". Así fue como lo bautizaron en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y, un año y medio después, ocurrió nuevamente, esta vez con el nombre de William.
John Gladwin asegura que no está seguro de lo que vino después. Como la luz había desaparecido de los arces, las imágenes de su vida se volvían cada vez más imprecisas, como si se difuminaran. Quizá esto se debía a que su vida, en su mayoría, había sido tranquila y sin grandes eventos. Había criado a sus dos hijos en el temor de Dios. Los domingos, en el banco de la iglesia, mientras aún eran pequeños, les decía que guardaran silencio porque estaban en un lugar sagrado. A medida que crecían, y mientras los problemas sobre el precio del maíz se agudizaban, los niños alcanzaron la altura de la cintura de su madre y, luego, de su pecho. A pesar de todo, seguían siendo niños de iglesia, como era apropiado para los descendientes del viejo Henry Gladwin, cuyo tablet de mármol observaba en silencio desde el muro sobre el banco donde ellos se sentaban.
John nunca notó la partida de las mariposas, pues ellas volaban por todas partes. Tampoco se dio cuenta de la disminución de la luz que bañaba los arces ni del cambio que convertía el color rosa del epazote en un tono blanquecino y marrón. Así, de alguna manera, John siguió con su rutina, mitad en la iglesia, mientras los domingos, los inviernos nevados, los cálidos veranos y los campos cubiertos de margaritas se sucedían. Los cumpleaños de los niños venían y se iban. Sin embargo, John se preocupaba por ellos. El precio del maíz se volvía cada vez más incierto, y la estatua de Henry Gladwin, que observaba atentamente desde su lugar en la iglesia, pronto podría ver uno de los hijos ausente. Probablemente, sería George, el mayor. Se hablaba de Canadá y Sudáfrica, y John pensaba que tal vez no sería algo negativo si uno de sus hijos se fuera. No era justo que solo los trabajadores de John Gladwin tuvieran que soportar las dificultades de la depresión agrícola.
Una vez, durante una conversación con Emily, ella le recordó que ya habían recibido una oferta para la caza. "La tomaré", respondió él, "pero solo retrasa las cosas un año. No es una solución". George quería irse porque pensaba que de alguna forma aliviaría la situación. "George no es el único que se irá", replicó Emily. "Y supongo que William querrá seguirle". John Gladwin recuerda haber oído estas palabras nuevamente en la iglesia de Old Harkness. "Debemos hacer lo que podamos. Y si vas a leer, permíteme traerte tus gafas", dijo ella. Sin embargo, las circunstancias cambiaron, y ni Canadá ni Sudáfrica fueron los destinos que llevaron a George y William. Según John Gladwin, ese timbre que había sonado en el cielo ahora de color inusualmente extraño resonó nuevamente. Sabía lo que sucedía, pero esta vez no se asustó. En silencio, se arrodilló entre las ortigas. "Déjalos ir", dijo, con la cabeza baja. "Yo iré también. Todos seremos necesarios".
“¡John!” La voz de Emily resonó con fuerza. “¡No pueden llevárselos! ¡Ellos no los llevaron! ¡Son míos!” “Ellos se irán riendo. No podrás detenerlos”. “¡Pero me quedaré sola!” “Habrá enfermería. Habrá comida. Encontraré algo que hacer para ti”. De nuevo, como si fuera un llamado, el timbre sonó, esta vez convocando tanto a hombres como a mujeres. Pero, al final, no hubo nada que hacer para ella, ni para él. Necesitaban capitanes de veinticinco años, no de cuarenta y cinco, y John tuvo que esperar su turno. Primero los más jóvenes y los mejores, y así fue como George y William se fueron. Poco después, John Gladwin aprovechó la ocasión, vendió sus tierras a doscientos kilómetros de distancia, trajo a su esposa al sur y la instaló en una casa pequeña cerca de Harkness, mientras él se convertía en un oficial especial, pues eso era lo único que parecía quedarle por hacer.
A pesar de todo esto, lo que parecía ser un período de quietud, comenzó a cambiar. No estaba en un lugar familiar como la iglesia; se encontraba en medio de un paisaje sombrío, donde el barro, los destellos de luz y el rugido de la muerte parecían consumirse entre sí. John Gladwin no podía ver claramente, ya que nunca había estado en ese lugar. Los pocos comentarios que recibía de sus hijos eran escasos y pesimistas: "Bastante agitado", decían las cartas, con un toque de humor en cuanto a la "salud" de la situación. La luz en el campo se volvía más verde y sombría, y el tablet de mármol de Henry Gladwin, que tantas veces había observado en la iglesia, parecía disolverse lentamente, reemplazado por otro que no tardó en colocar los nombres de George y William entre las primeras inscripciones, en letras doradas. Un eco de lo que estaba por venir: el paso de los Gladwin, una familia que se desvanecía.
En un día lluvioso, mientras John Gladwin pensaba en el pasado, las palabras del viejo vicario de New Harkness retumbaban en su memoria: "No traemos nada a este mundo, y es cierto que nada podremos llevarnos de él... El Señor dio, y el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor...". Tres días antes, estas palabras se habían pronunciado, y aún resonaban en su mente. “Amén”, murmuró, mientras el primer rayo caía sobre su cabeza. Estaba apenas fuera de la iglesia cuando la lluvia comenzó a caer con fuerza. La tierra y las lápidas rotas se cubrían en una neblina espesa, y John Gladwin se encontraba sumido en una tormenta de agua, sin saber si debía volver o seguir adelante. Pero decidió seguir, a pesar de todo. Aunque el camino estuviera cerrado, no temía. Su destino era el mismo, enfrentarse al paso del tiempo y a la inevitable pérdida.
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