La ventisca aullaba con furia, empujando contra el cuerpo de LeStrange mientras se dirigía al edificio central, buscando la protección de su hogar. El sonido del hielo bajo sus botas resonaba, marcando su camino. Al entrar, encontró al capitán Len Mason, quien asumía su turno como oficial del día. La situación no era favorable: aún no había noticias del mensajero que esperaban de Sanford, el temerario capitán que había sido enviado con un pequeño destacamento de caballería.
El capitán Mason, un hombre robusto de unos cuarenta años, no mostraba sorpresa. LeStrange observó su figura, pensativa, mientras el pensamiento de lo que podría haberle sucedido al impulsivo Sanford cruzaba su mente. El detalle había salido por la tarde para interceptar un tren de emigrantes que circulaba con intenciones claras de evitar el fuerte, un movimiento que pronto resultaría ser un error fatal.
"Beau es demasiado confiado", murmuró Mason, refiriéndose al capitán Sanford, "con un par de caballeros más, se metería en líos."
LeStrange asintió en silencio. El plan de Sanford de atravesar la nación Sioux con solo ochenta hombres le parecía imprudente. Esas tierras no perdonaban, y el capitán sabía, o parecía saber, que la frontera de su valentía estaba a punto de ser puesta a prueba. A pesar de la experiencia de LeStrange, la idea de una tragedia inminente lo preocupaba profundamente. La confianza de Sanford parecía irrefrenable, pero la realidad que enfrentaba era mucho más sombría.
En ese momento, Claire Hanley entró en la habitación, una presencia imponente y serena, en contraste con la tormenta afuera. No era una mujer cualquiera; su elegancia y belleza eran inconfundibles. Había estado casada con Jeff Hanley, el mejor amigo de LeStrange, quien había muerto en el campo de batalla. Claire, sin embargo, no solo era una figura de luto, sino también una mujer independiente. Su presencia provocaba en LeStrange una mezcla de afecto y dolor. Claire había aprendido a lidiar con su propio destino, con sus propias penas, y ahora se encontraba allí, en los cuarteles, desafiando las advertencias y el peligro de la guerra.
“John, no estás bien”, dijo ella con una leve preocupación. La tensión en el aire era palpable. Sin embargo, lo que Claire no sabía es que LeStrange se sentía más culpable por la muerte de su amigo Jeff, que había enviado en una misión suicida similar a la de Sanford, que por cualquier otra cosa. La presencia de Claire, su cercanía, era como un recordatorio constante de ese pasado.
"¿Qué harías si Sanford no regresa?", preguntó Claire, su voz suave pero decidida. LeStrange no podía evitar ver cómo la luz de la lámpara creaba sombras sobre su rostro, reflejando una imagen tanto sensual como triste.
LeStrange, sin embargo, no podía ignorar la creciente inquietud dentro de él. "El capitán Sanford ha sido imprudente", continuó, "pero no es solo eso, Claire. Si algo le pasa, no sé si podré soportarlo. Me siento responsable de todo esto. ¿Qué haría yo si algo ocurriera con él?".
Claire hizo un gesto despreciativo hacia el nombre de Sanford. “Beau es un mujeriego, John. Ya lo sabías. Todos lo sabían. La pregunta es: ¿qué harías tú si Sanford no regresa? ¿Te quedarías aquí esperándome, o te lanzarías a la tormenta para salvar a un hombre que nunca te agradeció por lo que hiciste por él?”
El diálogo giraba en torno a su destino compartido, al pasado entre LeStrange y Claire, y a las decisiones del capitán Sanford. LeStrange, quien había tenido dudas durante toda su vida, se vio obligado a confrontar una verdad incómoda: no solo era responsable de la vida de sus hombres, sino también de sus propias emociones. Y esas emociones lo hacían aún más vulnerable.
En la oscuridad que rodeaba el fuerte, el tiempo pasó lentamente. Un mensajero llegó finalmente con noticias, aunque no eran las que esperaban. El hombre estaba herido, su rostro sombrío. “El capitán Sanford mantiene su posición hasta el amanecer... pero no puede resistir más”, dijo el mensajero con voz entrecortada, su ropa empapada de sangre. La imagen de ese mensajero, tan cerca de la desesperación, se grabó en la mente de LeStrange como una advertencia de lo que estaba por venir.
La tormenta no solo rugía afuera, sino que parecía penetrar en cada rincón de la fortaleza. Mientras LeStrange se preparaba para salir, la sensación de que algo irremediable estaba por ocurrir lo invadió. El destino de Sanford, el destino de todos ellos, estaba sellado en la misma fragilidad humana que compartían. Pero, mientras tanto, los recuerdos de Claire, de sus conversaciones y silencios, lo atormentaban. ¿Había sido él mismo el responsable de las tragedias que se habían desatado? ¿O simplemente estaba condenado a repetir los errores del pasado?
Al final, lo único que quedaba claro era que, en tiempos de guerra, incluso los hombres más fuertes y valientes no podían escapar de la incertidumbre del destino. Sin importar cuánto se prepararan o qué tan preparados se sintieran, el enemigo más grande no era solo el que estaba frente a ellos, sino el que vivía dentro de sus propios corazones.
¿Cómo los conflictos internos y las decisiones individuales afectan el curso de la historia?
"Si—si comienza a dispararse," dijo ella. "No te vayas—todavía," dijo Greg. Ella, al fin, "quédate quieto. Estarás bastante seguro." Se hundió de nuevo, mostrando una leve sorpresa. "Cómo no debes moverte." El resto de nosotros se encargará de las cosas. Buenas noches."
"Papá dice que podrás sentarte pronto. Tienes suerte de que la bala no entró un cuarto de pulgada más abajo."
Greg la miró detenidamente, los ojos entrecerrados mientras buscaba su rostro. "¿Qué es lo que llevas que cause problemas?"
"Suministros", respondió ella, pero Greg captó la ligera vacilación en su voz. "Suministros para las tropas de la Unión, que los necesitan con urgencia. Naturalmente, algunas personas no quieren que lleguen."
Greg permaneció en silencio un momento, procesando la información. "Naturalmente," dijo con una ligera sonrisa, mientras Lita se volvía cautelosa. "No te gusta el juego—o los jugadores. ¿Alguna vez pensaste que esa es una forma de ganarse la vida? Un 'jugador honesto'..."
"No sé cuáles son tus simpatías..." comenzó ella.
"Olvidas que soy un jugador y las probabilidades no cuentan mucho para mí. Nunca tomé partido porque no es asunto mío."
Las relaciones humanas en tiempos de conflicto no son simples. A menudo se ven moldeadas por las circunstancias, por decisiones que no siempre siguen una lógica lineal. La protagonista, en este caso, muestra un claro deseo de mantenerse alerta y protegida, mientras que el protagonista masculino, Greg, parece tener una visión más pragmática de la situación. Ambos interactúan desde un punto de vista de supervivencia, pero también desde una moralidad flexible, donde las decisiones no siempre se dividen entre el bien y el mal, sino que dependen de la necesidad del momento.
La pregunta de qué es correcto o incorrecto en tiempos de guerra o de crisis, como en el caso de los suministros que Lita transporta, se convierte en un tema recurrente. El dilema moral entre lo que uno debe hacer por lealtad o por necesidad versus lo que dictan las normas establecidas en la sociedad resalta la lucha interna de los personajes. La naturalidad con la que Greg hace referencia al juego y su actitud hacia él refuerzan esta idea de que en situaciones extremas, las reglas convencionales pueden ser reinterpretadas para adaptarse a un entorno caótico. Aquí no se trata tanto de una condena a las acciones de los personajes, sino más bien de cómo esas decisiones son vistas desde una perspectiva más amplia, en la que el pragmatismo muchas veces predomina sobre la moral.
Además, la interacción entre los personajes revela una verdad importante sobre los conflictos internos: muchas veces, las personas se enfrentan a sus propios miedos y deseos, y es en esos momentos donde surgen las decisiones que definen sus caminos. Greg, al no tomar partido, subraya una actitud apolítica o neutral que, si bien puede parecer egoísta o evasiva, también es una forma de autoprotección. Por otro lado, la respuesta de Lita denota una forma de resistencia, no solo contra los adversarios externos, sino también contra sus propios aliados, lo que refleja la complejidad de los vínculos humanos cuando la supervivencia está en juego.
Es importante comprender que en estos contextos, las emociones y las lealtades no siempre son claras ni lineales. Los personajes se ven arrastrados por circunstancias que desafían sus valores previos, y la supervivencia se convierte en el motor principal de sus decisiones. Es por ello que la empatía hacia las acciones de los demás, aunque puedan parecer moralmente ambiguas, se vuelve esencial. El juicio externo puede ser más fácil de emitir, pero entender la lucha interna y las motivaciones subyacentes de cada individuo permite ver la historia desde una perspectiva más matizada.
¿Quién puso en la manada el ganado robado y por qué buscaban eliminar a Pete?
La noche había dejado su pálida lumbre sobre el rebaño; bajo ella el cuero de los animales brillaba como manchas de plata súbitas. Pete Benbow caminó entre los lomos, palpando con ojos de veterinario lo que a los demás les parecía una masa indiferenciada. Había algo en esos animales: la mirada huidiza, la rigidez de ciertos cuartos, la manera en que algunos se separaban del resto como si un rumor interno los empujara a la soledad. “Al menos seis cabezas, seguro cerca de muertas de tétanos negro,” dijo Pete con voz contenida, y el silencio que siguió tuvo el espesor de una condena. Ernie White apretó los labios hasta que la piel les rugió por encima del diente; Gila River Joe maldijo sin estridencia, como quien no quiere atraer más oídos a lo inevitable.
No era sólo cuestión de marcas ni de jurisdicción: el Boxed‑T, planchado en centenares de pechos, no respondía a los sellos habituales de Utah; venía adherido a una geometría de robo y trasiego que cruzaba líneas estatales y conciencias. Harry Benbow, con su vieja suerte de ganadero de lazo largo, podía argüir buena fe; la prueba que tenía que presentar era otra: la razón por la que un lote espurio había sido echado entre sus vacas y por qué justamente ahora brotaba la enfermedad. Pete recordó, sin que la garganta le temblara, la sentencia que pesaba sobre él en ese pueblo: Yukon Shard lo había encarcelado por un homicidio que, según Pete, fue defensa personal; luego lo hizo cavar una bala en la tierra de un lugar mormón y ordenó a Keener que le diera muerte. El rencor de Shard, el mercado turbio de animales robados y la disposición de ciertos hombres a cerrar ojos o disparar en la oscuridad formaban una trama con más giros que una cuerda enredada.
La medicina trastocaba en la frontera la política y la violencia. Pete llevaba en sus alforjas cultivos preparados en su laboratorio —pequeños viales de esperanza contra el mal que se pegaba a las vísceras de los bueyes—, y sabía que la inoculación no era juguete: aplicada tarde, sólo serviría para aliviar la cifra de muertos; aplicada mal, podría empeorar la dispersión de la infección. “No puedes ir a la ciudad,” le advirtió White, y la advertencia era menos frase que sentencia: Keener mataría a cualquiera que se cruzara en su camino. Pete respondió con la simpleza de quien conoce su oficio y su deber: “Soy veterinario. Tengo que estar en la montaña.” Allí, entre la tierra oliente y las balas de luz lunar, se jugaba otra cosa: el derecho a saber y el deber de curar en medio de una red de codicia y falsedad.
Al amanecer todo se convirtió en ruido. Disparos que partían el aire como cuentas rotas; la urbe estaba lista para el teatro de la violencia cotidiana. El rebaño, en su confusión, era evidencia y víctima a la vez. El lector debe entender que la enfermedad aquí es metáfora y herramienta: el tétanos negro actúa como detonante material de una serie de decisiones morales y legales que exponen las relaciones de poder en la región. La inoculación, la marca Boxed‑T, la vieja venganza de Shard, la orden de arresto y la figura de Keener conforman no sólo los hechos, sino los motivos y la atmósfera —la fragilidad de la verdad cuando la conveniencia y la violencia la reemplazan.
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