En la penumbra de una sala cargada de sospechas, la conversación se convierte en un campo de batalla silencioso. Nadie levanta la voz, pero cada palabra es un arma. Los gestos más triviales, como pasar una copa de vino o rechazar un cigarrillo, adquieren el peso de una confesión. Los presentes se miran entre sí con una mezcla de cortesía forzada y desconfianza feroz, conscientes de que el peligro puede estar sentado justo al lado, envuelto en una sonrisa.

El anfitrión, pequeño en estatura pero implacable en su dominio del momento, guía a los invitados como si fueran piezas de un tablero de ajedrez. Su voz, aparentemente ligera, encierra una precisión quirúrgica. Él conoce más de lo que dice, y cada frase es una trampa tendida con paciencia. Un cigarrillo que nadie fuma, una copa de vino que circula sin ser probada, un café servido en la taza equivocada: todo es un mensaje cifrado. Los gestos que en cualquier otra noche serían inofensivos, aquí se transforman en amenazas.

La tensión se alimenta de la incertidumbre. Un detalle trivial —un estuche de cuero desgastado, un agujero quemado en su superficie— basta para quebrar las defensas de los más altivos. Las mujeres se retiran primero, arrastradas por una intuición que los hombres fingen no necesitar, y su ausencia hace que el aire se vuelva más denso. La sala, ahora habitada solo por miradas masculinas, parece encogerse. Cada silencio prolongado es una confesión a medias, cada sorbo de licor una prueba de valentía o de desesperación.

El anfitrión revela su método: huellas dactilares enviadas a Scotland Yard, una investigación que se desarrolla fuera de la vista, como un espejo de la tensión que se vive dentro de la habitación. La ciencia se cruza con la psicología; la sospecha se convierte en cálculo. Todos saben que el culpable está presente, pero nadie quiere ser el primero en señalar, porque en el acto mismo de acusar se revela algo de uno mismo. El veneno, servido en café, se convierte en símbolo: lo cotidiano es el vehículo perfecto para la muerte.

El momento culminante llega con la elección de una taza amarilla. El color, aparentemente inofensivo, concentra todo el miedo de la noche. Beber o no beber deja de ser un simple acto físico y se transforma en una declaración de carácter. ¿Quién se atreve a probar lo que podría ser mortal? La valentía se confunde con la imprudencia, la cortesía con el suicidio. Un hombre bebe, y todos lo observan como si en su garganta se decidiera el destino de todos. La tensión no estalla; se dilata, se hace más insoportable, porque incluso después de la prueba, la verdad sigue oculta.

En este escenario, la psicología humana se desnuda con una claridad cruel. El miedo no solo nace de la posibilidad de morir, sino de la certeza de ser observado, de que cada gesto será interpretado, cada palabra examinada. Nadie es inocente cuando el solo hecho de callar se convierte en una forma de culpabilidad. La sospecha se vuelve más poderosa que la prueba, y el veneno más eficaz es el que no se ingiere, sino el que se instala en la mente.

¿Qué está sucediendo con el arquitecto desaparecido?

La desaparición del arquitecto Mr. de Milas sigue siendo un misterio sin resolver. Según reportes, la última vez que fue visto fue en su residencia en 22 Amboyne Road, Adelphi Terrace, por su ama de llaves, la señora Garley, alrededor de las dos y media de la tarde del miércoles. En ese momento, se dirigía a su habitación para descansar. La señora Garley se alarmó cuando, a las nueve de la noche, un sirviente que fue a su cuarto reportó que este estaba vacío. Mr. de Milas, un hombre de considerable fortuna y hábitos algo excéntricos, no tiene claro cuándo o dónde ejerció la arquitectura, aunque se sabe que sirvió en la infantería durante la guerra y actualmente tiene unos 45 años. Desde hace algún tiempo, su salud ha sido motivo de preocupación.

Pero, en el mismo momento en que se divulga este enigma, se revelan las reflexiones de un hombre profundamente afectado por sus propios problemas. Duke, quien parece atrapado entre sus pensamientos y sus sentimientos, reflexiona sobre su incapacidad para escapar de los problemas que le rodean, tanto los ajenos como los propios. ¿Es acaso esta una maldición inevitable que lo persigue? Sus síntomas se intensifican con cada día que pasa, atrapándolo en una espiral de preocupaciones internas que no puede controlar. De repente, sus deseos de regresar a la vida común, la sociedad alegre y el entretenimiento, se ven ahogados por una sensación que lo consume.

Su percepción de la realidad empieza a desdibujarse. Ya no está seguro de si lo que experimenta es real o producto de su mente alterada. A medida que el tiempo pasa, Duke se ve incapaz de manejar esta creciente ansiedad, que se despliega a través de sus vivencias diarias, como una suerte de desorientación mental. A veces, se encuentra sin fuerzas para levantarse, como lo describe en su diario de notas: se siente débil, cansado, atrapado entre la realidad y el sueño. En su interior se libra una lucha constante por aferrarse a lo que conoce, a lo tangible, mientras una voz interior le susurra que se entregue, que deje ir el control, que ceda a lo desconocido.

En su intento por entender lo que le ocurre, acude a una especialista en nervios, la doctora Vinton, quien le habla sobre la dualidad de la personalidad y la psicoanálisis, lo que incrementa sus dudas. A lo largo de sus anotaciones, parece claro que el hombre no está solo en su angustia, ya que la sombra de un posible trastorno de personalidad se asoma con cada línea escrita. Su percepción de sí mismo se fragmenta, y se pregunta si, al igual que el famoso caso de Jekyll y Hyde, su conciencia está siendo dividida en dos seres distintos.

Lo que sigue es una serie de episodios extraños, como sueños que parecen presagiar algo, conversaciones con voces misteriosas, y una sensación persistente de estar perdiendo el control sobre su propia vida. La intermitencia de la mente de Duke se vuelve tan desconcertante que llega a cuestionar si está viviendo en un estado de vigilia o soñando. Sus pensamientos ya no parecen ser completamente suyos, sino interrumpidos por algo ajeno, que lo invita a rendirse, a seguirlo. A medida que las voces se vuelven más insistentes, Duke cae en una profunda confusión. En su desesperación, llama a Miss Averil, una mujer que ha conocido brevemente en una fiesta, en busca de ayuda. Pero cuando finalmente intenta contactar con ella, el número parece haber cambiado, o quizás lo que ocurre es que el hombre está perdiendo la noción de la realidad.

Un giro inesperado ocurre cuando Duke se entera, al hacer una llamada equivocada, que la casa en la que se encontraba no era otra que la de Mr. de Milas, el arquitecto desaparecido. Esta coincidencia, esta superposición de realidades y momentos, no hace sino profundizar aún más su desconcierto. ¿Está Duke relacionado con la desaparición de Mr. de Milas? ¿O es simplemente un testigo atrapado en una red de trastornos mentales que lo desconciertan y lo arrastran hacia un abismo del que parece no haber salida?

Este relato, que se enmarca en un ciclo de desapariciones, confusión mental y voces que invaden la conciencia, refleja una realidad perturbadora donde la mente humana se encuentra al borde de la fragmentación. No solo el protagonista se enfrenta a una disociación interna, sino que también se pregunta sobre el significado de los sueños, de las visiones, y de las percepciones que van más allá de lo físico. A lo largo de este proceso, las dudas existenciales surgen, en especial sobre la posible existencia de una personalidad dual, un fenómeno que, en ciertos casos clínicos, puede ser tanto fascinante como aterrador.

Es crucial comprender que las experiencias de Duke y su creciente desconcierto reflejan el conflicto interno de una mente que lucha por mantener su integridad. Los trastornos de la identidad y la disociación de la personalidad son realidades complejas que no deben tomarse a la ligera, ya que implican la pérdida de una sensación estable de quiénes somos. En momentos de crisis, como el que experimenta Duke, la frontera entre la identidad propia y la ajena se difumina, creando una desconexión profunda entre la mente y el cuerpo, entre la realidad y la ficción.

¿Qué hacer cuando el mar se convierte en un enemigo implacable?

A veces, el corazón se nos encoge cuando, a pesar de los cálculos más precisos, llegamos a estar a tan solo un minuto de la marea muerta, o peor aún, al borde de la tormenta. El viento, que inicialmente parecía prometedor, a veces no es lo suficientemente fuerte, lo que nos impide avanzar tanto como quisiéramos, mientras que la corriente, en lugar de ayudarnos, nos convierte en prisioneros de su fuerza, dejando la embarcación incontrolable. Recuerdo que, en esos momentos, mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años, y yo también tenía dos jóvenes robustos que hubieran sido de gran ayuda para maniobrar los remos. Pero, a pesar del peligro evidente que corríamos, no tuvimos el valor de poner a los más jóvenes en esa situación. Después de todo, la verdad es que el peligro era horrible, y no lo tomábamos a la ligera.

En la tarde del 10 de julio de 18—, ocurrió algo que nunca olvidaremos. Durante toda la mañana, hasta bien entrada la tarde, reinaba una brisa suave y constante del suroeste, mientras el sol brillaba intensamente. Ningún marinero experimentado habría podido prever lo que sucedería en las horas siguientes. A las dos de la tarde, mis dos hermanos y yo habíamos cruzado hasta las islas y ya habíamos recogido una buena cantidad de peces. Era raro encontrar tantas capturas en tan poco tiempo, y todos lo comentamos. A las siete de la tarde, nos preparamos para regresar a casa, planeando cruzar el estrecho durante la marea muerta que sabíamos que ocurriría a las ocho.

El viento soplaba fuerte a estribor, y durante un rato navegamos a gran velocidad, sin pensar en el peligro, ya que no había indicios de que algo pudiera ir mal. Sin embargo, de repente, un viento nos sorprendió por detrás, desde Helseggen. Esto fue muy extraño y nunca nos había sucedido antes. Sin saber por qué, empecé a sentirme inquieto. Decidimos ajustar la dirección del barco, pero pronto nos vimos atrapados por las corrientes que no nos dejaban avanzar. Estaba a punto de sugerir regresar al anclaje cuando, al mirar hacia atrás, vi una enorme nube de color cobre que se alzaba con una rapidez increíble.

El viento que nos había detenido desapareció por completo, y nos quedamos a la deriva, moviéndonos en todas direcciones. Esta calma, sin embargo, no duró mucho, y en menos de un minuto la tormenta estalló con tal furia que el cielo se oscureció completamente. La lluvia y la espuma nos golpeaban tan fuerte que, de repente, no podíamos vernos los unos a los otros en el bote.

Lo que ocurrió a continuación fue tan inusitado que ni siquiera los marineros más experimentados de Noruega habrían podido predecirlo. A medida que el viento nos arrastraba, soltamos las velas, pero al primer golpe ambas mastiles se rompieron como si fueran ramas secas, y el más joven de mis hermanos, que se había atado para estar seguro, desapareció con el mástil. La embarcación era ligera, casi un pedazo de pluma sobre el agua, y con el mar tan agitado, el agua comenzó a inundarnos rápidamente. Si no hubiéramos cerrado el compartimento de proa, seguramente habríamos naufragado en ese mismo instante.

Mi hermano mayor sobrevivió, aunque en ese momento no supe cómo, ya que no tuve la oportunidad de preguntarle. Yo, por mi parte, lo único que pude hacer fue mantenerme firme en la cubierta, con los pies contra el costado del bote y las manos aferradas a un anillo de metal cerca del mástil. Fue un acto instintivo, algo que hice sin pensar, y probablemente fue lo mejor que pude haber hecho en ese momento.

Pasaron unos minutos de total desesperación. A medida que la tormenta se intensificaba, la sensación de pérdida de control aumentaba. De repente, el viento pareció disminuir y las olas se calmaron momentáneamente, permitiéndonos tomar algo de aliento. No obstante, el momento de mayor terror llegó cuando mi hermano mayor, con el rostro pálido, me susurró al oído la palabra 'Moskoe-strom'. Supe exactamente lo que quería decir: estábamos siendo arrastrados hacia el vórtice del estrecho, y no había nada que pudiéramos hacer para evitarlo.

Nunca olvidé ese instante. La tormenta parecía haber pasado, pero el peor peligro aún nos acechaba. Si bien la tempestad comenzó a amainar un poco, el mar, en su furia, seguía elevando las olas hasta alturas desmesuradas, y la tormenta continuaba su curso de manera despiadada. Fue en ese preciso momento que, al mirar al cielo, vi una rendija de luz. La luna llena, con su luz plateada, iluminó la escena con una claridad aterradora, pero también reveló la magnitud del desastre.

Cuando mi hermano me señaló el reloj y me indicó que lo mirara, entendí de inmediato. El reloj ya no funcionaba, y al comprobarlo, sentí cómo la desesperación me invadía por completo. Habíamos perdido toda referencia temporal, y con ello, nuestras últimas esperanzas de salir con vida.

Un marinero experimentado sabe que en condiciones de viento fuerte y olas altas, las embarcaciones bien construidas y ligeramente cargadas pueden deslizarse por las olas sin dificultad, lo que se conoce como "montar" las olas. Así navegamos al principio, pero cuando una ola gigante nos empujó de lleno, el bote se elevó como si fuera una pluma, y luego descendió con tal violencia que casi perdimos el equilibrio. Fue un descenso tan abrupto que, por un momento, sentí como si estuviera cayendo desde una altura impresionante.

Es difícil describir con palabras lo que se siente al estar atrapado en medio de una tormenta tan feroz. Los elementos no solo son un desafío físico, sino también emocional. En esos momentos de crisis extrema, la supervivencia depende tanto de la calma interior como de las habilidades prácticas. En medio de la confusión, a menudo uno se encuentra desbordado por los pensamientos, pero es esencial mantener la mente clara para poder actuar con rapidez.

En la tormenta, la esperanza parecía desvanecerse rápidamente. El cielo oscurecido y las aguas turbulentas dejaban poco espacio para el optimismo. Pero lo que nunca se pierde es la conciencia de que, a veces, la vida misma depende de cómo se navega en medio del caos, sabiendo que el control es solo una ilusión.

¿Cómo enfrenta un hombre el abismo de la existencia?

El Parson abrió los ojos. ¿Ser o no ser? ¿Lo había visto? Lo había visto. Sus ojos horribles, materializados en su forma grotesca, estaban fijos en el espectro inofensivo. Los dos se miraban, uno temblando bajo la luz de la luna, el otro erguido en toda la monstruosidad de la solidez, sentado en la cama. Entonces, el Mortal comenzó a practicar sus aterradoras artimañas. Primero emitió el grito rasposo que todos los fantasmas temen, y Sir Egbert sintió cómo su peso aumentaba de repente. Pero recordó su nombre—el Intrépido. No cedería. Luego los dientes del Parson comenzaron a castañetear. Farfullaba, y Sir Egbert se preguntó si esto era el comienzo del Exorcismo. Si lo era, nunca volvería a ver la vieja Galería Ancestral, ni a sostener a su querida Rowena en perfecta interpenetración, ni volvería a atravesar lo Sólido nuevamente—nunca volvería a conocer la alegría de ser nada y todo a la vez.

"¡Misericordia, misericordia!" intentó gritar; de hecho, su voz casi agitó el aire palpable. Pero no había misericordia en ese espantoso Parson. Su única respuesta fue hacer que el cabello se le erizara. Luego protruyó los ojos, sonrió y comenzó a hacer lo que parecía el alfabeto de los sordomudos con los dedos. La semi-Substancia de Sir Egbert era como vidrio rojo triturado; era el principio de la agonía. Supo cuán cerca estaba de la Precipitación Mortal cuando, de repente, se encontró pensando, casi con miedo, en su querida Dama Blanca. Ella era un fantasma.

El Mortal continuó balbuceando palabras. Era el Exorcismo. Oh, ¿por qué, por qué no había elegido un Laico Sir Egbert? El balbuceo continuó. Color—calor—peso—estos se asentaron sobre Sir Egbert, el Intrépido. Estaba a medio Ser. Y mientras continuaba su transformación, las palabras aumentaban en velocidad. Los pies de Sir Egbert tocaban el suelo; gritó; un débil gemido de viento salió de él. El Parson saltó un pie sobre la cama y lanzó la almohada al aire. ¿Podría salvar a Sir Egbert algo? Ah, sí. Aquellos que llevan una No existencia humilde y sin culpa no serán arrojados al abismo; no serán entregados al final a los terrores de lo Sólido y Conocido. Desde algún lugar fuera, en la luz de la luna, llegó un sonido agudo. Era el canto de un gallo. El Parson había tenido la almohada sobre su cara. Cayó, y miró de nuevo. Ya no había nada. Sir Egbert, de vuelta en su cómodo Cuarto Dimensional, estaba de nuevo de la amada textura indivisible de su querida Dama Blanca.

Aunque el trineo se había detenido, no creo que la mitad de las personas que iban en él tuvieran idea de lo que estaba ocurriendo. Lo único que parecían escuchar, además de sus propias voces alegres, era el ruido sordo del torrente abajo y el tintineo de campanas cada vez que un caballo movía la cabeza. Pero otro sonido, un "Cric-crac, cric-cric", me había parecido crecer más formidable con cada momento, y me bajé del trineo, observando al hombre que era la causa de ese ruido. No podíamos haber encontrado el carro de troncos en un lugar más peligroso. El camino en ese punto, además de estar cubierto por una capa profunda de nieve, no tenía más de tres metros de ancho, y el carro tenía derecho a la parte interior, la que daba al precipicio de roca que parecía llegar hasta el cielo. Solo una baja baranda separaba el trineo del abismo de árboles abajo. El problema era cómo pasar. El árbol más grande medía más de 18 metros, y si ese se despejaba, todo estaría bien. Era contra el árbol que el joven de chaqueta de terciopelo y pantalones grandes había colocado el gato hidráulico. Sin prisa, bombeaba lentamente, con un kilo a la vez, con la pared de roca que servía de resistencia.

Pronto supe que no sabía leer ni escribir. Lo que estaba haciendo era su revelación personal, su firma sobre el mundo. Un desliz del gato, un fragmento de hielo, una vacilación en la templanza del hombre, y no habría segunda oportunidad. Él lo sabía, y él, su tarea y la forma en que se enfrentaba a ella, me dejaron una impresión de belleza fatalista que nunca me ha abandonado. Imperceptiblemente, sin prisa, el árbol comenzó a inclinarse como una catapulta. Cada vez que crujía contra la roca, mi corazón se detenía. Pero él solo retrocedía una o dos veces para ver cuánto faltaba, luego se agachaba al gato nuevamente. Las cejas oscuras bajo su sombrero negro apenas se fruncían. "Cric-crac, cric-cric, cric-cric..." Continuaba, aunque el árbol podría habernos lanzado al abismo con la misma facilidad con que uno se sacude un guisante. "Cric-crac, cric-cric, cric-cric..." Y, aunque lograra doblar el árbol lo suficiente para permitir el paso del trineo, aún tenía la tarea de devolver a la máquina a su estado inofensivo. Lo logramos pasar, o no estaría escribiendo sobre Walther Blum.

Una hora después habíamos llegado a nuestro destino, pero confieso que mis sueños aquella noche estaban llenos de cosas elementales—masas, pesos, fuerzas y cómo el hombre doma a los demonios que habit