Al acercarme a un pequeño caserío perdido en las colinas, me encontré con dos mujeres de aspecto peculiar. La mayor, vestida con una alta boina cónica similar a la de los tiroleses, parecía tener unos años más que la joven a su lado, que no llevaba sombrero y tenía rasgos oscuros. Al saludarlas en inglés y preguntar por el camino al puente, la mayor emitió un sonido gutural profundo, casi de desdén, y giró la cabeza con evidente repulsión. Decidí entonces hablarles en galés, aclarando que era un extranjero y que quería saber el camino al "Puente del Hombre Malo". La mujer me miró con una mirada severa antes de susurrar algo a la joven, quien respondió en un tono bajo que no conseguí distinguir. Tras unos segundos, la mayor extendió la mano hacia un lado de la colina, señalando el camino.

“Si sigo ese camino, ¿llegaré al puente del hombre maligno?” pregunté, pero la única respuesta fue un gesto furioso y un movimiento enérgico del brazo, indicando que debía continuar en la misma dirección. Cuando me di la vuelta para seguir el camino, la puerta se cerró de golpe tras de mí, y escuché dos gruñidos guturales, uno menos profundo que el otro, probablemente de la mujer más joven. En mi mente, reflexioné que aquellas dos mujeres parecían tener el mismo odio hacia los ingleses que los galeses de antaño, aquellos que se vengaron de los soldados ingleses tras la victoria de Glendower sobre Mortimer.

Avancé por el camino señalado, rodeando el lado de la colina, la misma que el anciano me había indicado anteriormente. Tras un rato, vi una gran montaña al fondo, y a mi izquierda un prado con una casa en el centro de la que provenía el ruido de perros ladrando con furia. Aunque deseaba acercarme para preguntar, la alta pendiente entre la casa y yo lo hacía imposible. Decidí continuar por un camino que ascendía hacia la colina, y al poco encontré una senda que iba de este a oeste. Me dirigí hacia el este, y pronto me encontré justo sobre la casa, viendo a unos niños y algunos perros junto a ella.

De repente, tropecé con un hombre que se encontraba en una parte baja del camino, cerca de la senda que descendía hacia la casa. Era un hombre de unos cincuenta años, con el rostro marcado por las huellas de una vida difícil, con una expresión maligna y ojos grises y pequeños. Su vestimenta era desgastada: un sombrero blanco con la corona rota, un abrigo azul raído, pantalones de pana y botas altas. Sostenía una pipa, aunque parecía incapaz de fumar de ella. Con el aspecto de un vagabundo peligroso, lo saludé con un gesto y le pregunté en galés por el nombre del lugar. Su respuesta fue agresiva, mirando con desprecio antes de intentar evadir mi pregunta.

"Soy Carn Sais", le dije, identificándome como inglés, lo cual pareció enfurecerlo aún más. “No entiendo lo que dices,” contestó en inglés, con una mezcla de desprecio y malicia. Respondí en galés, acusándolo de ser uno de los galeses que no querían que los ingleses entendieran el idioma, temerosos de que sus mentiras fueran descubiertas. Parecía entender perfectamente, pero no dijo nada. Me dispuse a bajar hacia los niños, quienes, al ver que no respondían a mi pregunta, finalmente se mostraron dispuestos a ayudar cuando les ofrecí una moneda. Fue el niño más grande, con cara de inteligencia, quien me dio el nombre de la casa: “Waen y Bwlch”.

Al darle las gracias, me dirigí nuevamente al camino en la cima de la colina. El hombre con su burro estaba aún allí, y al parecer, le molestó que hubiera conseguido la información. Cuando le mencioné que ya sabía el nombre del lugar, él murmuró algo antes de seguirme por el camino, lo cual me hizo sospechar que conocía el verdadero camino hacia el Puente del Diablo y deseaba confundirme. Aceleré el paso y, al llegar a una bifurcación, me detuve, lo que pareció provocar una exclamación de triunfo del hombre. Dándome cuenta de que la otra senda era la correcta, volví atrás sin decir palabra, mientras él me lanzaba una maldición a la espalda.

Poco después, me encontré con un lodazal que crucé con dificultad, sumergiéndome hasta las rodillas en el barro. Al poco, vi a lo lejos lo que parecían ser algunas casas. Mientras caminaba con más lentitud por el sendero enlodado, llegué a una construcción en la que unos hombres estaban trabajando. Me dirigí al más cercano, un hombre con una sola ceja y un ojo, quien comenzó a balbucear sin darme respuesta. Tras un momento de confusión, mi impaciencia creció, y mientras me alejaba de la escena, sentí que el lugar estaba impregnado de una sensación de misterio y de cierto peligro latente.

Es crucial entender que en este tipo de historias, las señales del lugar, las reacciones de las personas y las respuestas que uno recibe no son siempre lo que parecen. La geografía, los elementos del paisaje, como los caminos y los obstáculos naturales, reflejan el carácter de las personas que habitan estos lugares remotos. El miedo, el aislamiento y las tensiones históricas son tan visibles como las montañas que rodean el sendero. Aunque el viaje pueda parecer simple, la verdadera travesía es la que uno hace a través de la cultura y la historia que se refleja en las reacciones de los habitantes del lugar.

¿Cómo la vida en los asentamientos aislados moldea las experiencias de un viajero?

El lugar en el que descansamos aquella tarde, un pequeño y tranquilo arroyo en la ribera de un río, era encantador. La naturaleza se desplegaba en su forma más serena, con plantas acuáticas cubriendo la superficie del agua, especialmente la Pontederia, cuyas flores moradas brotaban en abundancia. Al llegar, flotas de aves acuáticas alzaron vuelo, rompiendo la quietud del ambiente con sus gritos. Mientras tanto, el propietario del terreno nos ofreció su ayuda y vendió varios productos, desde gallinas hasta canastas de frijoles y farinha. Mi equipo pudo pescar con éxito, atrapando Jandia y Piranhas, estos últimos conocidos por su voracidad. Las piranhas, en sus múltiples variedades, eran comunes en las aguas del Tapajós, y se capturaban con facilidad, pues su apetito no era selectivo, atacando incluso a los bañistas. Estas criaturas de fuertes mandíbulas, con dientes triangulares, podían infligir heridas severas.

Al caer la noche, el ambiente se tornó tenso cuando uno de mis hombres, Pinto, se emborrachó tras una noche de celebración con el dueño de la casa, quien, a su vez, parecía tener una tendencia a la bebida desmesurada. Este comportamiento comenzó a preocuparme, pues no sabíamos nada sobre su pasado. Pinto, un hombre de carácter fuerte, se estaba convirtiendo en un compañero de viaje poco fiable. Decidí que lo mejor sería partir lo antes posible hacia el siguiente asentamiento, Aveyros, para desprenderme de él y evitar más complicaciones.

El trayecto hacia Aveyros fue largo y, en algunos tramos, peligroso. Las costas rocosas se alzaban a cientos de pies de altura, cubiertas de helechos y arbustos, mientras las olas golpeaban con fuerza. Más allá de este paisaje agreste, pasamos por pequeñas aldeas, como Ita-puima, un puerto pintoresco cuyas familias vivían al abrigo de un acantilado singular, y Pinhel, una aldea situada en una altura, con vistas sobre el vasto río.

La navegación continuó hasta llegar a Aveyros, un pequeño asentamiento, con unas catorce casas además de la iglesia. A pesar de su tamaño, era el centro administrativo de la región, albergando al sacerdote, el juez de paz y el capitán de los trabajadores. La aldea, a pesar de su calma, era un lugar donde el control social y el orden eran impuestos con firmeza. Aquí, se encontraba la comunidad de Mundurucus, un grupo de indígenas cristianizados que vivían bajo la supervisión de un fraile capuchino. La relación entre los pueblos indígenas y los colonos, como se evidencia en estos pequeños asentamientos, era compleja, marcada por una constante interacción de poder, comercio y coerción.

Durante mi estadía de varias semanas en Aveyros, lo que me llamó la atención fue la forma en que la organización local operaba bajo un sistema semi-militar. Los capitanes de los trabajadores, designados por el gobierno brasileño, se encargaban de coordinar a los indígenas y canoeros, organizando periódicamente reuniones de control y supervisión. No obstante, este sistema estaba plagado de abusos, pues los capitanes, en su mayoría, usaban su posición para obtener beneficios personales, dificultando la colaboración con los forasteros.

Mientras tanto, yo me dedicaba al estudio y la recolección de especímenes naturales. Cada mañana me adentraba en el bosque que comenzaba justo en las puertas traseras de las casas, y cada tarde pasaba horas preservando los ejemplares recolectados y analizando los datos. La vida en Aveyros era tranquila, pero algo aislada, con las tensiones que surgían entre las pocas familias blancas residentes. La rivalidad entre las mujeres del sacerdote y las del capitán, las únicas mujeres blancas del pueblo, era palpable, especialmente los domingos, cuando se cruzaban camino de la iglesia, cada una vestida con sus mejores atuendos.

Es crucial entender que los viajes a estos lugares apartados no solo representan una inmersión en un paisaje natural impresionante, sino también un encuentro con las complejidades sociales y políticas de comunidades pequeñas. Los desafíos no son solo logísticos, sino también interpersonales, como los conflictos de poder que emergen en un entorno donde las reglas sociales tradicionales están a menudo modificadas por la influencia de las autoridades locales o los sistemas de control.

A la hora de recorrer estas tierras, el viajero se enfrenta tanto a la belleza de la naturaleza como a las realidades humanas que, de manera a veces cruda, reflejan las dinámicas de poder que existen dentro de estos microcosmos de la sociedad. La vida en lugares aislados no solo es un contraste de tranquilidad y caos, sino también un reflejo de las interacciones complejas que definen las experiencias de los viajeros en territorios remotos.