La investigación sobre el asesinato de Tania se había estancado. Los hilos que habíamos seguido, las personas que intentábamos interrogar, parecían todos estar unidos por una red de silencio casi impenetrable. Sin embargo, hubo algo inesperado en la declaración de Derek, uno de los testigos que, en su confusión, había proporcionado una pista que quizás nadie esperaba. Cerca del final de nuestra segunda sesión con él, cuando insistimos para obtener alguna pista que nos indicara quién podría estar involucrado o cómo había llegado ella a la ciudad, Derek, con voz grave, nos reveló algo que no podíamos haber anticipado: “Lo vi en un sueño. No dejaba de verlo. Oía su grito, los golpes. Me estaba volviendo loco. Todos los hombres llevaban máscaras.” En ese momento, su rostro reflejó una madurez sombría, como si hubiera envejecido años de repente. A pesar de la confusión, me atreví a preguntar: “¿Eso es evidencia?” A lo que mi colega, DI Hargreave, respondió con cansancio: “¿Evidencia de qué?”
La falta de pruebas físicas, la incapacidad de obtener cualquier información relevante sobre Tania y la protección implícita de aquellos en las sombras hacían que el caso fuera un desafío. El silencio del Consejo local no era solo una cuestión de falta de información; era una cuestión de negocios. Birmingham, al igual que muchas otras ciudades en declive industrial, estaba en búsqueda de nuevos mercados. La respuesta, o al menos lo que creían que sería la solución, fue el auge de los negocios vinculados a conferencias y turismo de lujo. Sin embargo, en la periferia de esta prosperidad, surgía un nuevo sector: el de los clubs privados y los parlors. No en las calles visibles, sino en lugares protegidos por una cortina de respeto social, dentro de clubes de caballeros o en los círculos privados de hombres de negocios. La explotación, aunque oculta, era sistemática.
Pero la muerte de Tania no parecía un accidente sin más. El lugar donde fue abandonada, el centro de la ciudad, no era casual. Sin duda, era un mensaje, probablemente dirigido a las chicas que trabajaban en los bares de striptease, en los cines porno y en los salones de masajes de la ciudad. La muerte de Tania fue una advertencia para las otras mujeres que trabajaban en ese mundo clandestino: No te relajes. No te creas que, por estar dentro de un club privado o tras unas paredes protegidas, estás a salvo. El sistema sigue funcionando, y si te apartas, tu destino será el mismo.
En cuanto a la película que se hizo sobre el caso, The Last Ride, aunque muchos esperaban que pudiera ofrecer respuestas o, al menos, captar la atención de alguien que tuviera información sobre Tania, no hizo más que complicar aún más la percepción pública del caso. El director Matt Black, al tratar de reconstruir la vida y la muerte de Tania en una película de bajo presupuesto, no aportó más claridad, sino que la oscureció aún más. La película, de estilo visceral y brutales representaciones de violencia sexual, no hizo sino retratar la figura de Tania como un objeto, un medio para explorar lo que él veía como el contraste entre la cultura occidental y las nociones de la mujer como "madona" o "puta". La película jugaba con los límites entre arte y pornografía, desdibujando cualquier distinción y, al hacerlo, socavaba la dignidad de la víctima.
Por si fuera poco, la desaparición de Matt Black, meses después, alimentó aún más los rumores. ¿Se había tragado el mismo mundo oscuro que había retratado? La policía, aún persiguiendo cualquier pista que pudiera conducirnos a respuestas, no obtuvo ninguna revelación más que el eco del propio vacío. La ausencia de información se fue tornando parte del tejido que rodeaba a este caso. El misterio se transformaba en otro componente, uno en el que todo parecía irremediablemente oculto detrás de una pantalla, sin que los involucrados estuvieran dispuestos a mostrar su verdadero rostro.
A lo largo de todo este proceso, Derek, el hombre que parecía más perdido que nunca, seguía volviendo al mismo lugar: el club Kittens. No parecía encontrar consuelo en ningún otro sitio. Su desconcierto y desesperación se reflejaban en su comportamiento errático, en su forma de ser llamado “el sonámbulo” por las trabajadoras del club. No era un cliente como los demás; él era un espectador, alguien que no podía involucrarse completamente, ni siquiera en la intimidad de las prostitutas a las que contrataba. En sus visitas, cerraba los ojos, se abstraía, como si estuviera experimentando una pesadilla de la que no podía despertar.
Este caso, aunque aparentemente resuelto por la película y por algunos rumores posteriores, sigue dejando preguntas sin responder. La ciudad había encontrado una solución a su decadencia industrial, pero los ciudadanos, especialmente aquellos que vivían en las sombras de esa economía, nunca pudieron escapar de los lazos invisibles que los mantenían atados. Las máscaras, los clubs privados, el dinero y el poder se entrelazaban en una danza perversa, que no era fácilmente desentrañable.
Es importante recordar que la historia de Tania no es un caso aislado, ni un hecho que pueda resolverse simplemente con la captura de un culpable. Su historia, y la de las mujeres como ella, es un reflejo de una sociedad que prefiere mirar para otro lado ante las realidades incómodas. Las ciudades, los sistemas económicos y las instituciones están a menudo construidos sobre estructuras que ocultan más de lo que revelan. Y aquellos que se atreven a desentrañar esas sombras no siempre logran encontrar lo que buscan, pero lo que descubren puede ser aún más aterrador que el silencio inicial.
¿Qué significa realmente regresar a París después de tanto tiempo?
El revolver de acción descansaba en las manos de Marianne, moviéndose suavemente como un objeto hipnótico. Chappel lo observaba fijamente, su mente enmarañada entre recuerdos y decisiones que pesaban en su conciencia. La vida parecía detenerse, disolverse alrededor de ese objeto. Él, con voz baja, dijo: “No puedo dejar que Victor se salga con la suya, Marianne. Tiene al niño. Al hombre. Tiene un nombre. Brancusi. No sé si está vivo o muerto, pero ha sufrido bastante.” Mientras la miraba, veía a la misma mujer de años atrás, recordando su caminar tan característico que dejaba sin aliento tanto a él como a Victor, la eternidad de aquellos momentos en Pere Lachaise, su rostro alzado hacia él en la Place du Tertre... El eco de sus palabras en la distancia resonaba en su mente, esas mismas palabras que, a pesar del paso del tiempo, seguían presentes: “Mon garçon anglais.”
Chappel, consciente de que el odio había sido lo que lo había traído de vuelta a París, se preguntaba si ese mismo sentimiento sería suficiente para mantenerlo allí. ¿Qué otra emoción lo uniría a esta ciudad, a este lugar donde alguna vez hubo esperanza, o al menos, la posibilidad de ella? Las horas pasaban lentamente mientras caminaba por las calles de París, los sonidos de la ciudad, el bullicio de los cafés, el tintineo de las copas, todo se mezclaba con la imagen de Marianne que seguía rondando en su mente.
Pero mientras reflexionaba sobre el odio, algo más comenzaba a aflorar. No era solo el resentimiento lo que lo había traído de vuelta a este lugar, sino algo más profundo, algo mucho más cercano al amor, aunque difícil de reconocer. Era el amor por lo que alguna vez fue, por lo que París significaba para él, por lo que podría haber sido si las circunstancias hubieran sido diferentes. La ciudad misma, con sus recuerdos y su dolor, era parte de él, de su historia, y a pesar de todo, no podía dejarla atrás.
Tras una llamada a Pajot y una tarde de tensiones y revelaciones, Chappel se encontraba con el peso de sus acciones. El video, que alguna vez había sido una prueba, se había convertido en la llave para destapar la corrupción y el sufrimiento, y ahora las consecuencias comenzaban a materializarse. La policía se encontraba realizando búsquedas en las propiedades de Victor, y la figura de este se desmoronaba frente a la sociedad. Víctor, el hombre con el poder, ahora solo era un hombre más entre tantos otros, detenido, rodeado de aquellos que lo habían abandonado.
Chappel, sin embargo, no podía encontrar paz. El misterio de Brancusi seguía sin resolverse, y aunque el día parecía avanzar, las sombras de los recuerdos lo mantenían atrapado. Viajó con Pajot hacia Dourdan, un lugar en el que una vez había enterrado cuerpos por órdenes de Victor, y allí, en la quietud de la oscuridad del bosque, descubrió una tumba reciente, una tumba que sellaba, de alguna manera, el destino de Brancusi.
Pasaron los meses. La vida de Chappel transcurría entre el trabajo en una librería y el refugio de sus escritos. Su pasión por la escritura era, en cierto modo, su forma de seguir conectado con lo que había perdido, con Marianne, con París, con todo lo que alguna vez significó algo para él. La rutina diaria se convirtió en su única compañía, y los recuerdos, como sombras persistentes, lo acompañaban incluso en sus sueños. Víctor, el hombre que alguna vez había sido el centro de su vida, ahora yacía muerto, olvidado, víctima de la misma violencia que había sembrado.
Chappel se encontraba en un constante tira y afloja con sus recuerdos, buscando una razón para seguir. Aunque el amor parecía haber sido la fuerza impulsora en su vida, el odio y la venganza también eran poderosos compañeros. Él lo sabía: la vida no perdona. Nadie escapa a sus consecuencias, y las decisiones que tomamos, incluso las más pequeñas, nos definen.
En un giro que parecía inevitable, Chappel se encontró con Marianne nuevamente, en el funeral de Victor. La ciudad estaba cubierta por la nieve, y Marianne, vestida de negro, se mantenía distante, indiferente a la escena. Pero cuando sus miradas se cruzaron, todo el peso de los años que había pasado sin ella se acumuló en un solo instante. Ella levantó la mano, un gesto que parecía más un adiós que un saludo, y se alejó. Chappel, al observarla irse, no pudo evitar pensar en las palabras de Victor: "No quieres creer en una vida desperdiciada." Y fue entonces cuando Chappel comprendió lo que realmente significaba vivir.
La ciudad de París, en su frío invierno, estaba llena de promesas rotas y amores perdidos. La vida continuaba a pesar de todo, y Chappel, como tantos otros, se encontraba buscando un propósito, aferrándose a lo que quedaba de él mismo.
¿Qué queda de una verdad cuando alguien la devora?
Compró la película en DVD, dijo, y al principio no le dio importancia. No era que faltaran datos: faltaba ella. No era la actriz, ni siquiera la intención; era la voluntad del que la hizo, ese hombre pequeño y listo que parloteaba en la tele como si lo supiera todo y no sabía nada. Alguien debía enderezarlo, enseñarle. Pero la confesión se disuelve —«¿crees que lo maté?»— y en ese silencio nace otra cosa: no la acción buscada sino la erupción de lo que le pusieron dentro. Me tocó la cara y, en un gesto que no distinguía entre caricia y sentencia, soltó la verdad en forma de grito: la mujer hecha ceniza, los amores reducidos a mutilación, la ciudad hecha en fragmentos de piedra y ratas, el dolor extendiéndose por pasado y futuro como una niebla que no cesa. Todo eso le habían puesto a alguien, y luego se lo habían robado.
Los días siguientes son un desvanecimiento de lugares: bajo un puente, en una casa en ruinas, dinero gastado en vodka y en una sustancia que apaga el borde del recuerdo para prestarle a cambio más recuerdos y más heridas. Los recuerdos ajenos se convierten en prisión: sufro lo que no me pertenece, pero el dolor es mío. El hospital es una costura: pastillas que callan la catástrofe y devuelven algo de mí, aunque no todo. Años después, quedan palabras que no se permiten pronunciarse y la aversión a que algo roce la cara.
En otro tiempo y otro ruido, un muchacho se alza y declara su oficio con un fervor escalofriante: «Amo matar», dice, y habla de su arma como quien alaba a un amante. Subido en el helicóptero, el joven se siente ángel de muerte; en la tierra, el combustible, el napalm, el hedor y la suciedad son lengua y memoria. Es la misma vocación de quienes domesticaron la violencia como si fuera respiración, quienes aprendieron a nombrar el hedor y a extraer de él sentido. En el compound, la lluvia convierte a todos en peces, el agua cae como batalla y los ánimos se contagian: canciones repetidas, voces que se pisan, una pelea que limpia la tensión y deja a algunos más duros, a otros más rotos. Se traen prisioneros, se muestran identidades partido por siglos de historia: un viejo americano con ojos azules bajo piel de campesino, reclamando derechos que ya sólo cobran la forma del discurso aprendido. Le atan, lo muestran, lo convierten en mercancía y en espejo.
La narrativa que atraviesa estos fragmentos no busca explicar sino revelar cómo la representación —la película, la canción, la historia contada— puede devorar lo representado; cómo el testimonio se transmuta en persecución y en enfermedad, y cómo el acto de mirar y de nombrar puede ser una amputación o una condena. Hay un hilo que une el asedio íntimo del recuerdo ajeno con la exaltación de la destrucción: ambos son modos de apropiación. El que ama matar lo transforma todo en verbo activo; el que absorbe la memoria de otro queda, paradójicamente, sin autonomía.
Es imprescindible entender que la violencia que narra no es sólo física: es ontológica. Lo que se rompe no son sólo cuerpos, sino la continuidad del ser; las imágenes forjadas por un tercero reescriben identidades y dejan a las víctimas en un limbo de reproche y consumo. De ahí proviene la locura que se compra con alcohol y pastillas, y la devoción fanática por el arma que da sentido a la mañana. También importa comprender que el testigo, el cineasta, el soldado, el espectador y el prisionero participan en una economía de significados donde la verdad se cambia por sensación; por eso la reparación no puede ser sólo institucional ni sanitaria: exige restaurar la autonomía del relato, devolver al sujeto la posibilidad de nombrarse. Para el lector: no basta con mirar las imágenes; hay que interrogar el gesto que las produce, la estructura que las convierte en mercancía y la necesidad de recuperar la voz del otro sin apropiársela.
¿Cómo se convierte una búsqueda en una trampa mortal?
La nieve cubría todo a su paso, y, entre los copos que caían como pequeñas dagas de hielo, el hombre avanzaba, sujeto a un destino incierto. Aquel libro, tan deseado por unos y tan temido por otros, se había convertido en el epicentro de una serie de engaños que lo arrastraban más y más lejos de cualquier posibilidad de salvación. ¿Por qué? Porque en el mercado de los libros raros y los negocios oscuros, el valor de lo que parece ser inofensivo puede esconder un poder letal.
El paquete, que apenas había tocado sus manos, ya parecía ser la condena. No era un simple objeto, ni un hallazgo fortuito en su tienda. Era una bomba de relojería. Petrus, ese personaje ambiguo que había solicitado su ayuda para conseguirlo, no parecía ser alguien confiable. Aunque la recompensa parecía atractiva —$50,000 que podrían asegurarle un año entero de comodidad, tal vez incluso contratar a un buen pastelero—, la verdad era que la policía también había comenzado a buscar ese libro. ¿Qué era lo que realmente pasaba detrás de esta red de intriga? ¿Quién estaba detrás de todo esto?
El miedo lo paralizó un instante mientras pensaba en las implicaciones legales, en las huellas dactilares sobre el paquete, en las circunstancias que lo rodeaban. Un extranjero en una ciudad que se cansó de su presencia. Paris, la ciudad que alguna vez había amado, lo había transformado en un extraño sin patria. Cada paso lo alejaba más de una solución, y el único deseo en su mente era deshacerse del paquete, de la condena que este representaba. Pero el destino, como siempre, lo empujaba a nuevos problemas.
El perro, pequeño y escurridizo, se convirtió en otro obstáculo. La nieve caía pesadamente mientras la criatura saltaba sobre él, ladrando, ansiosa por obtener algo. Aun cuando lo empujaba con todas sus fuerzas, el animal parecía más terco que la nieve misma, una representación de la resistencia a escapar de una situación de la que no se tenía control. Pero en ese caos, el libro —el que todos querían— caía consigo. Lo que había comenzado como un simple intercambio de bienes se convirtió rápidamente en una lucha por la supervivencia.
Lo que encontró dentro del paquete no era lo que esperaba. Ya no era solo el libro, ese objeto deseado y buscado por tantos. En su lugar, descubrió algo mucho más oscuro: no era azúcar ni polvo inofensivo lo que contenía, sino heroína. Un producto bruto, un veneno que, si no lo consumía, lo había consumido ya por el simple hecho de haberse involucrado en su tráfico. La traición estaba sellada, y la pregunta ya no era qué hacer con el libro, sino cómo escapar de lo que se había convertido en una red mortal de mentiras y traiciones.
La nieve no parecía suficiente para limpiar sus manos de la culpa. La persecución no parecía detenerse, ni siquiera cuando el ruso —o lo que parecía ser ruso— se acercaba, amenazando con lo que solo el idioma de los criminales sabe articular. La sensación de haber sido engañado hasta el último
¿Qué es la suerte cuando todo está perdido?
«Olvida que somos los buenos, Jack. Si los vietcongs ganan, este lugar se llenará de comunistas. Y la enfermedad se propagará por el mundo. Estamos aquí por su bien. Por el bien de todos. De cada hombre libre.» Me mira más directo, sonriendo con esa mueca juguetona; cuando habla, la voz se vuelve baja, astuta. «Sabes, Jack, los hombres siempre han luchado guerras. Lo correcto siempre tiene que combatir lo incorrecto. Es la historia del hombre. Desde la Biblia.» La voz se cae otra vez. «Estás muy callado, Jack. Pero estás bien. Lo hiciste bien. En siglos pasados, el vencedor se comía el corazón del vencido. Hay muchos registros históricos que lo prueban. En muchas culturas también. Como un instinto.»
Mi voz aparece, ronca por el whisky y el humo, pero está: «¿No es instinto americano?» «¿Los americanos nunca han hecho eso?» Él sonríe. Lio se recuesta en la cama y fuma. Oyó la motocicleta de Nien partir; sonríe para sí. El americano seguía agazapado bajo la ventana con su libro. Lio se pregunta qué lee que lo tiene así: ¿oraciones, relatos de infancia? Lio había llamado al hombre por su nombre, leído en la tapa de la caja —Jack Eliot—, pero el hombre alzó los ojos al sonido, no a las palabras. Tal vez la caja no era suya. Tío T dijo que lo era y él cuidó las cajas desde el principio, así que tal vez lo era. El americano cerró su libro, lo dejó y lo miró. Su pecho. La chaqueta se había corrido y la silueta de la pistola se insinuaba bajo la camisa. Demasiado viejo para intentar nada, Lio estaba seguro. Pero estos americanos… y era duro. Había sobrevivido.
Lio piensa si el americano aún cree que volverá a casa, o si ahora que ha visto la pistola sabe que morirá. ¿Qué más puede hacer? Todo este empeño está maldito; cuanto antes termine, mejor. Solo tienen la casa una semana, no puede dejarlo ahí. Pero matarlo. El Último Hombre. Matarlo sería de mala suerte. Un pensamiento nuevo: si matara al hombre que lee bajo la ventana, sería quien disparara el último tiro—el último de la guerra. Eso tenía que ser de buena suerte.
La suerte. Los chinos lo llaman destino; los budistas, karma; las malas películas de ciencia ficción lo llaman destino. Aquí en América lo conocemos como la buena y vieja suerte. Si tienes suerte ganas en las cartas, compras la casa perfecta, te conviertes en presidente. Si no, eres pobre, vas a la cárcel, o mueres. No creo en Dios ni en el Diablo, ni en el Cielo ni en el Infierno, pero creo en la suerte. Algunos nacen con ella; otros no. Adivina en cuál me tocó nacer.
Pienso en mi suerte todo el tiempo. Cuando pudres en una celda en el corredor de la muerte, hay tiempo para pensar. Creo que fui desafortunado desde el día cero. El menor de cinco, habría sido más fácil si papá se hubiera marchado; en vez de eso se quedó para golpearnos casi a diario. Me rompió la nariz dos veces antes de los siete, y la pierna en una paliza; nunca sanó bien y cojeo de por vida. A los diez mi madre empezó a tocarme; a los doce me fui. Una hermana, Lizzie, tuvo quizá la única racha de suerte: murió de neumonía a los ocho. No sé qué pasó con los demás; tengo noticias de droga, de ventas, de trabajos mediocres. Papá bebió hasta morirse a los treinta y ocho.
El Estado tuvo la decencia de sacarme de esa casa, pero las familias de acogida no fueron mejores. Sobreviví, trabajé como conserje, en comida rápida, de cajero: no tonto, solo sin suerte. Tuve una novia, Betty. Por unas semanas pensé que la suerte cambiaba. Pero Betty también se acostaba con mi mejor amigo. ¿Cruel destino? Sí. Porque si estás leyendo esto desde una silla cómoda, ya vas ganando el juego. ¿Dónde está esa silla para mí? Nunca tendré una casa propia; si naciste sin suerte en América aprendes rápido a renunciar al sueño americano, otra mentira que te venden.
Con el tiempo piensas «al carajo», ¿para qué esforzarse si pierdes igual? A los veintidós decidí robar un banco. No por torpeza: planifiqué. Revisé sucursales, vigilé guardias, preparé todo. Lo hice. Dejé a un guardia malherido o muerto; culpable pesa. Me llevé cuatrocientos treinta y dos dólares. No entiendo cómo salió así. Planeaba huir a Nevada; el coche murió fuera de California. Dejé todo, tomé un autobús con una mochila y la pistola barata. Terminé en Las Vegas. Para mí no era ironía: era destino. La meca de la suerte atrae a los desafortunados; uno juego y cambias la vida. Entré en el casino más barato que tenía hotel y juegos; dejé la bolsa en la habitación y fui hacia las mesas como polilla al fuego.
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