El dilema moral que enfrenta la humanidad en la actualidad se remonta a las profundidades de la conciencia individual y colectiva. Claude Eatherly, una figura significativa en este contexto, ejemplifica cómo una conciencia moral viva puede existir incluso en un mundo dominado por la maquinaria y la lógica impersonal de la modernidad. La conciencia, esa fuerza primordial en el ser humano, no es una mera invención filosófica, sino una realidad tangible, comparable en importancia con los "principios fundamentales del mundo", como el fuego y el agua. Eatherly, en su dolorosa transición desde el horror de la bomba atómica hasta su búsqueda de redención, refleja el eterno conflicto entre la creación humana y su dimensión ética, un conflicto que, tras más de dos mil años de reflexión filosófica, sigue resonando en las almas de los individuos, aunque se exprese de formas distintas en la era contemporánea.

Lo que se conoce como el "fenómeno Eatherly" resalta la moralidad humana en una época marcada por la aceleración tecnológica y la alienación, un momento histórico en el que la máquina, despojada de conciencia, juega un rol crucial en la toma de decisiones que afectan la vida humana. Hoy, en la "Era del Aparato", como la describe el filósofo Günther Anders, la máquina no solo actúa sin ética, sino que, por su propia naturaleza, está desvinculada de cualquier consideración moral. En contraste, los horrores de Hiroshima y Nagasaki mostraron que cuando las fuerzas creativas humanas se ejercen sin equilibrio moral, el resultado es una catástrofe de proporciones inimaginables. La humanidad, aunque avanzada en su capacidad técnica, ha sido testigo de que la creatividad sin la guía de principios éticos puede ser infinitamente destructiva.

El dilema de la creatividad y la moral es más relevante que nunca. En un mundo donde la máquina asume cada vez más funciones, el ser humano, en su capacidad creativa, se enfrenta a un reto profundo: cómo canalizar esa creatividad de manera que no sea destructiva, sino constructiva para el bien común. En la literatura, como en el caso de la novela de Tolstoy, la figura de Maria Bolkonskaya se presenta como un ideal de bondad pura, que no busca la creación por la creación, ni se ve motivada por la fama o el reconocimiento, sino por un impulso profundamente humano: la compasión. Su bondad no depende de logros o descubrimientos, sino de una entrega sincera a la vida de los demás. María no es una creadora en el sentido convencional, pero su bondad trasciende cualquier obra material que podría haber producido.

Este contraste entre la bondad moral y la creatividad en términos utilitarios es clave para comprender el corazón del "fenómeno Eatherly". La pregunta crucial es si la bondad, en sí misma, puede ser considerada un objetivo digno de ser perseguido, sin la necesidad de justificación alguna a través de logros tangibles o creativos. De hecho, la bondad en su forma más pura no debe entenderse como un medio para un fin, sino como un fin en sí misma. En el mundo actual, donde se privilegia la creatividad dirigida por un propósito práctico o utilitario, la reflexión sobre la bondad inherente a las acciones humanas se vuelve aún más urgente.

La historia del escultor en París, que sacrifica su vida para preservar una obra que no es "viva", ilustra la desconexión que muchos sienten entre la creatividad artística y la vida real. El sacrificio del artista no sirve para proteger a un ser humano, un animal o incluso una planta, sino que preserva una representación muerta de la vida. Esta paradoja subraya la diferencia fundamental entre lo que es "realmente vivo" y lo que no lo es, un tema que resuena poderosamente en un mundo saturado de arte y cultura que, a menudo, se desvincula de la experiencia humana directa y profunda.

La importancia de comprender la relación entre la creatividad y la moral no se limita a la filosofía o la reflexión académica. En la vida cotidiana, esta relación se refleja en nuestras decisiones tecnológicas, científicas y éticas. Cuando se habla de "cracking the genetic code" (descifrar el código genético) para salvar a los humanos de enfermedades mentales, por ejemplo, no solo se trata de una cuestión científica, sino también de una cuestión ética. ¿Es moralmente aceptable alterar la naturaleza humana para erradicar el sufrimiento, o corremos el riesgo de sacrificar algo esencial en nuestra humanidad? ¿Qué estamos dispuestos a perder, en términos de nuestra identidad, en nombre del progreso?

Hoy, la humanidad se enfrenta a la necesidad de encontrar un equilibrio entre sus poderes creativos y la responsabilidad ética que estos conllevan. La historia de Eatherly, las reflexiones filosóficas sobre la bondad y la creación, así como las luchas éticas modernas sobre la manipulación genética, nos desafían a pensar profundamente sobre el papel de la moralidad en el progreso humano. El verdadero desafío radica en integrar la creatividad con la ética de manera que, en lugar de destruir, podamos construir un futuro en el que la humanidad no solo avance tecnológicamente, sino también moralmente. Solo entonces podremos decir que hemos alcanzado un verdadero progreso, no solo en la ciencia o el arte, sino en la humanidad misma.

¿Qué es la verdadera artesanía y su conexión con el alma humana?

La artesanía, especialmente la que implica un arte tan delicado como el trabajo con lámparas o armas antiguas, tiene un vínculo profundo con la espiritualidad. A menudo, cuando se observa la exquisita manufactura de armaduras o pistolas en exhibiciones como las del Hermitage, uno puede quedarse impresionado por la destreza de los artesanos. Sin embargo, esta admiración no está vinculada con una exaltación espiritual, sino con un reconocimiento técnico de la habilidad. Los objetos creados, aunque bellos en su forma, no tienen alma; son simplemente objetos de muerte, o herramientas para el asesinato, que carecen de cualquier trasfondo moral. La artesanía sin alma, aunque impresionante desde una perspectiva técnica, es peligrosa porque no es inmediatamente obvia. Es en la disimulación de la intención donde se encuentra la mayor amenaza: no es el objeto en sí mismo, sino lo que la mano del artesano oculta detrás de su creación.

Uno de los casos más elocuentes de este conflicto se puede observar en la figura de Encke, un hombre que durante más de dos décadas trabajó en la misma fábrica de iluminación en Tallin. Aunque su oficio se reducía a la creación de luminarias para cafés, universidades y aeropuertos, su trabajo, más allá de su funcionalidad, contenía una profunda conexión con el arte. Encke veía la artesanía no solo como un trabajo técnico, sino como una forma de dar luz, tanto literal como simbólicamente. Su amor por las lámparas, por su belleza y por su capacidad de iluminar, se originaba en una necesidad de expresar un tipo de espiritualidad, de mostrar la magnificencia del mundo que nos rodea.

La dedicación de Encke a su oficio, su negativa a tomar vacaciones y su satisfacción personal con cada proyecto, nos muestra la distinción entre el artesano común y el artesano-artista. Mientras que el primero crea por necesidad o por obligación, el segundo lo hace por un impulso más profundo, guiado por una pasión inquebrantable. La distinción entre ambos se hace aún más evidente al observar las conversaciones y los diseños que Encke realizaba en su lugar de trabajo. Con un gesto simple y natural, mostraba cómo había añadido pequeños detalles a sus diseños para hacerlos más "naturales", como si cada decisión fuera una extensión de su visión artística.

Este tipo de artesanía no es solo funcional; tiene un poder transformador. Las grandes catedrales góticas, por ejemplo, no fueron solo edificios, sino monumentos a la creatividad humana, tallados con detalles que, incluso hoy en día, parecen imponentes. Los artesanos que las crearon no solo construyeron con sus manos, sino con su alma. La verdadera artesanía, esa que se aleja de lo mundano y se adentra en lo espiritual, tiene el poder de transformar el entorno, de dar a lo cotidiano un valor más profundo. Es en este tipo de trabajos, hechos con una pasión inquebrantable, donde el arte se fusiona con la vida misma.

La imagen del artesano como una figura que encarna tanto la dedicación como la distancia emocional se destaca en los relatos de Encke. Aunque, en su vida cotidiana, podría parecer un hombre común, su dedicación y su conexión con su trabajo lo elevan a una categoría diferente. Él no solo hace lámparas; crea objetos que tienen una vida propia, que pueden iluminar tanto el espacio físico como el espiritual. Encke, como muchos artesanos antes que él, es un testimonio de la capacidad humana para imbuir incluso los objetos más simples con una alma.

Es importante entender que el verdadero arte de la artesanía no reside en la perfección técnica ni en la producción masiva. La esencia del arte artesanal está en la conexión emocional y espiritual que el artesano establece con su trabajo, una relación que lo trasciende a él mismo. Este tipo de artesanía, cuando es genuina, no es solo una cuestión de habilidad, sino también de visión y de compromiso con algo más grande que uno mismo.

¿Cómo refleja el arte la tragedia del cambio y el nacimiento de una nueva realidad?

El arte, en sus manifestaciones más profundas, no solo captura la apariencia de las cosas, sino que refleja las convulsiones internas de la época en la que surge. Cuando un mundo muere y otro comienza a nacer, la percepción de la realidad se vuelve trágica y compleja, como lo vivió Chekrygin, cuya mirada no se dividía entre lo viejo y lo nuevo, sino que habitaba una tragedia aún más profunda: la del nacimiento de una realidad radicalmente distinta. Su obra no es la de un hombre atrapado en la destrucción, sino la de un alma que contempla ese fuego perpetuo que se apaga y se renueva, ese devenir incesante que define la historia.

El vínculo con Tintoretto, el último gran artista del Renacimiento italiano y a la vez el primero en anticipar el arte de una era de aceleración vertiginosa, revela esta continuidad espiritual entre épocas. La obra de Tintoretto, marcada por la pérdida de la armonía clásica y la proporcionalidad establecida, está cargada de una inquietud infinita, de un desequilibrio que asoma la transición de una realidad estable a otra inestable y expansiva. Es la ruptura de las formas y la estabilidad lo que abre paso a la sensación de infinito, a esa percepción que se extiende más allá del terreno firme, como si el mundo fuera visto desde la cubierta inestable de un barco en medio de un océano inmenso.

Esta sensación de movimiento, de desequilibrio, de misterio cósmico, es lo que percibía Chekrygin, quien vivió ya en la era de la revolución tecnológica y social, lejos del miedo y la superstición que marcaron la época de Tintoretto, cuando la idea de un cosmos infinito y del hombre como una entidad que podía aspirar a igualar a los dioses resultaba blasfema. Para Chekrygin, la emancipación social y la liberación de los “lazos terrenales” se fundían con la idea de un “despertar cósmico”, una conciencia revolucionaria que abarcaba no solo lo humano sino el universo mismo.

El ciclo “Resurrección” y sus trabajos relacionados con “Revolución” y “Levantamiento” reflejan esta cosmovisión de la humanidad como comunidad activa, capaz de transformar no solo la sociedad, sino las mismas fuerzas elementales que rigen el universo. En sus dibujos, la presencia de niños insurgentes —seres de una pureza y valentía intactas frente a la violencia— subraya un espíritu de renovación que es a la vez rebelde y esperanzador. No es casualidad que su arte conserve la ingenuidad y la fantasía propia del niño rebelde que habita en el artista.

Chekrygin encontró inspiración decisiva en las ideas de Nikolái Fiódorovich Fiódorov, un pensador cuya visión unía ciencia y espiritualidad en una utopía concreta: la resurrección física de generaciones pasadas y la conquista del cosmos como hogar común. Fiódorov, con su mezcla de sabiduría y cierta ingenuidad, anticipó el sueño de un universo humanizado, liberado del dominio capitalista y militar que pervirtió el uso del conocimiento científico. Esta utopía, impregnada de fe en la ciencia y en la revolución social, fue el motor intelectual que dio fuerza y sentido a la obra de Chekrygin.

Fiódorov creía en la inevitabilidad de la era espacial y en la función transformadora del hombre, que debía pasar de simple observador a artífice activo del cosmos. Sus ideas, que hubieran sido consideradas heréticas y condenadas en tiempos de la Inquisición, resuenan en la obra de Chekrygin como un llamado a la acción y a la creación artística que no solo imita la vida, sino que la transforma en un acto de revolución y esperanza.

Para comprender plenamente este periodo y la obra de Chekrygin, es necesario reconocer que el arte no puede desligarse del contexto histórico, social y filosófico en el que se desarrolla. El arte que emerge en tiempos de transición no busca estabilidad ni belleza clásica, sino que expresa la angustia, el vértigo y la posibilidad ilimitada de un mundo nuevo. Más allá de la técnica o la forma, el arte se convierte en un reflejo del espíritu humano en lucha por redefinir su lugar en el universo, un universo que se abre a lo infinito y a lo desconocido.

Además, es crucial entender que este proceso no es solo un fenómeno histórico sino una experiencia espiritual profunda: la resignación ante la desaparición de un mundo y la esperanza en la creación de otro. En ese sentido, la obra de Chekrygin y sus inspiraciones nos invitan a pensar en el arte como un espacio de resistencia y creación simultáneas, donde la tragedia y la esperanza se entrelazan inseparablemente. La humanidad, en su impulso ascendente, es como la escalera en los cuadros de Tintoretto: siempre esforzándose, siempre mirando hacia el sol, hacia un futuro que desafía la oscuridad y la incertidumbre.

¿Por qué los niños son los verdaderos creadores de nuestro futuro?

El concepto de la humanidad siempre ha estado vinculado a la noción de que un niño es un milagro. No es casualidad que el amor por los niños ocupe un lugar central en la ética de los revolucionarios. Las revoluciones, al fin y al cabo, se llevan a cabo en nombre de los niños. Si hoy en día hay más niñez en el mundo que en épocas pasadas, es porque hombres como Lenin, nacido en Simbirsk hace más de un siglo, comprendieron lo esencial que es esa etapa en el desarrollo humano. Dos mil años atrás, un niño como cualquier otro, Spartaco, nacía en un mundo cruel; hace doscientos años, Robespierre, un niño más, devoraba las obras de Rousseau; hace ciento cincuenta años, Marx, un niño más, escribía poesía sublime. Y a lo largo de la historia, ha habido niños, como Joan of Arc, Maria Volkonskaya, Anne Frank y Tanya, que se alzaron por su fe absoluta en el triunfo del bien y por su desinterés. Aunque nacieron en diferentes épocas y culturas, todos comparten una visión común de lo que significa ser humano.

Hoy, la infancia tiene una presencia más destacada que nunca. El hecho de que el hombre haya aprendido a respetar la infancia es un indicio claro de su maduración. No es menos importante la promesa de un futuro mejor. Cuanto antes una persona deja atrás su niñez, más infantilismo habrá en ella en el futuro. La base creativa de la personalidad humana debe ser reforzada en la infancia. Los niños son artistas, poetas, pensadores. La expresión "niño sin talento" parece absurda, aunque no es raro escuchar hablar de un "adulto sin talento". Quizás una de las preguntas más profundas que uno pueda hacer es por qué los niños talentosos crecen y se convierten en adultos aparentemente sin talento. ¿Dónde se va ese talento? ¿Es posible que todo el talento de un niño se agote en sus dibujos, en su amor por los juegos y en su afecto por el mundo?

A veces parece que esos niños talentosos, aquellos que una vez iluminaron el mundo con su creatividad, se desvanecen con la edad. La pérdida de la esencia infantil es un fenómeno doloroso y desconcertante. A medida que los individuos crecen, las diferencias de personalidad deberían hacerse más notorias, pero la realidad es que esas diferencias a menudo se desvanecen, dejando solo un rastro vago de lo que una vez fue un mundo único y maravilloso. El niño parece irse, como si una parte de él hubiera huido para permanecer fiel a sí mismo. Es posible que ese niño aún viva en algún rincón remoto del mundo, dibujando, modelando, amando a los perros, disfrutando del sol, libre de las restricciones del adulto.

En el futuro, tal vez, el hombre haya aprendido a mantener al niño dentro de sí mismo. En ese momento, las palabras "adulto sin talento" nos sonarán tan absurdas como hoy nos suena la idea de un "niño sin talento". Pero por ahora, los niños siguen huyendo, y lo más angustiante es que no somos conscientes de ello. Perdemos muchas cosas en la vida: una billetera, objetos personales, a veces incluso nuestra juventud. Pero lo que pocos perciben es la pérdida del niño que llevamos dentro. Goethe, en su famosa fórmula, expresó que para aquellos que han perdido el valor, sería mejor no haber nacido. Y este pensamiento, aunque originalmente referido a la valentía, puede extenderse a la pérdida de la niñez en el ser humano.

El problema no reside en una fuerza metafísica inevitable, como la entropía que rige el universo. Es el resultado de las imperfecciones sociales, no cósmicas, las que han hecho que los niños hoy en día sean más diversos que los adultos. Esta diversidad, producto de una sociedad imperfecta, refleja las consecuencias de un mundo que ha perdido su humanidad. El hombre ha dominado muchos aspectos del mundo, desde el fuego hasta la energía atómica, pero en su afán de dominar la naturaleza, ha olvidado proteger la esencia más delicada de todos: la infancia.

No hay nada más vulnerable que la niñez. El tormento de Iván Karamazov es comprensible para cualquiera que no haya perdido la capacidad de compadecerse. El dolor que sentimos, la compasión por un niño, no puede compararse con ningún otro sentimiento. El tormento agudo se mezcla con una sed de acción, con una sensación de impotencia que se entrelaza con el olvido, una aversión al mundo que coexiste con un amor por la vida. Uno de los sentimientos más profundos, en mi opinión, es la sensación de culpabilidad ante los niños. Aunque este sentimiento surge de la compasión, es más amplio y consciente que ella. La compasión es dolor, pero la culpabilidad es el pensamiento mismo de ese dolor. No debemos detenernos aquí, sin embargo, sino continuar hasta que nos demos cuenta de nuestra responsabilidad moral por el presente y el futuro.

Mirar al futuro, imaginarnos al niño del mañana, plantea un reto que trasciende la lógica fría. Podríamos centrarnos en las amenazas genéticas que representan los desastres nucleares, pero lo que realmente importa es cómo imaginamos ese futuro. Podríamos pensar en una niña fea, como la descrita por Nikolai Zabolotsky, o aún más desgraciada, que dentro de quinientos o mil años vagará por una ciudad bañada por el sol, preguntándose por qué no es como otras niñas felices. ¿Quién le explicará que el rayo blanco de Hiroshima en un día de agosto del siglo XX está vinculado a su desgracia? ¿Es necesario explicárselo?

Lo absurdo sigue siendo absurdo, incluso cuando se lo explica mediante la biología molecular. Y, sin embargo, la conexión entre el presente y el futuro es evidente. Al fin y al cabo, la niña que mira a Nietzsche y la niña nacida como una tullida son la misma persona, conectadas por la pérdida de humanidad que ha sufrido la humanidad misma. Puede que todo esto sea un pensamiento utópico, pero la esperanza de que la razón humana pueda defender a los niños de los males viejos y nuevos no es tan descabellada.

Porque en el fondo de cada niño promedio, en su esencia más pura, reside un niño genio. Y este niño genio es la humanidad misma.