En las ciudades en crisis, la escasez de viviendas, el abandono de terrenos y la acumulación de propiedades vacías se convierten en fenómenos cada vez más comunes. En este contexto, algunos proponen estrategias para desmercantilizar la tierra y devolverla al control público con el fin de revitalizar las áreas más deterioradas y reducir la presión sobre el mercado inmobiliario. Sin embargo, convertir estas propiedades en espacios de uso público no es una tarea sencilla y está llena de desafíos legales, económicos y sociales.
Uno de los principales obstáculos en la desmercantilización de la tierra es la adquisición de terrenos por parte del estado. Diversas estrategias han sido planteadas para lograrlo, tales como la reversión fiscal, el uso del dominio eminente y la modificación de las normativas urbanísticas. En primer lugar, el proceso de reversión fiscal implica que una entidad pública, como un municipio o un distrito escolar, pueda hacerse con propiedades cuya deuda tributaria no haya sido saldada por el propietario. Estos terrenos son eventualmente subastados, y en las ciudades más afectadas, como Detroit, muchos de estos lotes se venden a precios muy bajos o incluso quedan desiertos, lo que permite que las ciudades se conviertan en propietarios de vastas áreas de tierra vacía. En Detroit, por ejemplo, más de 70,000 lotes están en manos del estado, lo que plantea la posibilidad teórica de convertirlos en espacios públicos que puedan aumentar el valor de las áreas circundantes.
Sin embargo, la reversión fiscal, aunque teóricamente útil, presenta limitaciones importantes. En primer lugar, muchas ciudades no tienen el control total sobre los procesos de subasta, ya que estos suelen ser gestionados a nivel de condado, donde las influencias suburbanas y la resistencia a que el centro urbano asuma responsabilidades de gestión de la tierra son factores determinantes. Además, la legislación estatal tiende a priorizar la venta de propiedades, lo que dificulta la conversión de estos lotes vacíos en espacios destinados exclusivamente al bienestar público, como parques o áreas recreativas. Por otro lado, el simple hecho de desmercantilizar la tierra no resuelve los problemas subyacentes de infraestructura en los barrios más abandonados. Muchos de estos terrenos se encuentran en áreas habitadas por personas que seguirían viviendo en medio de un entorno deteriorado, lo que limita la posibilidad de implementar grandes proyectos urbanos de transformación, como la creación de bosques urbanos o la restauración de ríos.
Otra estrategia propuesta es la modificación del código de zonificación, una medida menos invasiva que permitiría declarar ciertos terrenos como "no edificables". Aunque este enfoque no requiere la adquisición activa de tierras, lo que lo hace menos costoso, también conlleva riesgos legales. En especial, la posibilidad de que la modificación de la zonificación sea considerada como una "toma" ilegal de propiedades es un obstáculo significativo, ya que los propietarios actuales y futuros de estos terrenos podrían demandar al estado por la pérdida de valor de sus propiedades. Este es un tema particularmente delicado en áreas con mercados inmobiliarios deteriorados, donde los inversores predatorios ya compran terrenos con la esperanza de litigar en contra de las autoridades municipales.
La expropiación, o dominio eminente, se ha propuesto como una solución para obtener los terrenos necesarios para proyectos de revitalización. Sin embargo, el uso de esta herramienta para adquirir propiedades de vecindarios empobrecidos es un tema controvertido. Según el principio del dominio eminente, el estado debe ofrecer un "valor de mercado justo" por las propiedades expropiadas. Pero las ciudades con problemas fiscales graves no siempre cuentan con los recursos necesarios para pagar este valor, y mucho menos para asegurar que los residentes desplazados puedan encontrar un lugar adecuado para vivir. En algunos casos, el costo de reubicar a los habitantes de barrios en crisis es mucho mayor que el valor de la propiedad expropiada, lo que genera una profunda cuestión de equidad.
El dilema central radica en cómo las ciudades pueden transformar áreas abandonadas o subutilizadas sin generar nuevas desigualdades. Si bien las propuestas de desmercantilización de la tierra ofrecen una visión de una ciudad más equitativa y sostenible, también deben ser gestionadas con un enfoque cuidadoso que tenga en cuenta las realidades sociales y económicas de los habitantes actuales. Las soluciones no pueden ser simplemente un cambio en la propiedad de la tierra; deben ser acompañadas de políticas que fomenten la inclusión social y la justicia económica.
Además de las propuestas ya mencionadas, otro aspecto crucial en este tipo de intervenciones urbanas es la necesidad de equilibrar la regeneración de los espacios públicos con la atención a las comunidades que actualmente viven en ellos. No se trata solo de recuperar terrenos vacíos para proyectos ecológicos o comerciales, sino de garantizar que las personas que habitan estos barrios tengan acceso a los beneficios de la revitalización urbana. Esto incluye una planificación estratégica que contemple el acceso a servicios públicos, empleo y una infraestructura adecuada para mejorar la calidad de vida de los residentes.
¿Cómo las políticas urbanas afectan a las ciudades postindustriales?
Las transformaciones urbanas en las ciudades postindustriales han sido impulsadas por una serie de políticas públicas y económicas que han redefinido el destino de muchas metrópolis en todo el mundo. Estos cambios no solo han modificado la infraestructura urbana, sino también las relaciones sociales y económicas dentro de las comunidades, generando nuevas dinámicas que favorecen ciertos intereses a expensas de otros.
Un ejemplo claro de este fenómeno es la creación y expansión de los bancos de tierras, una herramienta utilizada por diversas ciudades para gestionar propiedades vacías o deterioradas. La función de estos bancos es recuperar terrenos abandonados, regularizar su situación legal y, en muchos casos, facilitar su venta para promover la rehabilitación urbana. Sin embargo, estos instrumentos han sido objeto de controversia. En algunos casos, las políticas de los bancos de tierras han sido percibidas como una forma de “expropiación” en beneficio de intereses privados o, en el mejor de los casos, de las grandes empresas. Esta percepción ha generado conflictos legales, como el que ocurrió en Kent County, donde funcionarios republicanos de nivel estatal demandaron al gobierno local acusando la apropiación ilegal de propiedades. Aunque la demanda fue desestimada, la disputa llevó a la introducción de legislación que limitaba el poder de los bancos de tierras, un reflejo del creciente escepticismo hacia las soluciones neoliberales aplicadas a la reurbanización de las ciudades.
Este enfoque urbano se ha visto respaldado por teorías neoliberales que promueven la idea de que las ciudades deben ser gestionadas como empresas, donde el mercado juega un papel central en la determinación de su desarrollo y sus prioridades. Según este paradigma, la regeneración urbana debe estar basada en la maximización de los beneficios económicos, lo que a menudo conduce a políticas que priorizan la inversión privada y la construcción de infraestructuras de lujo, en lugar de la mejora de las condiciones de vida de las comunidades más desfavorecidas. La paradoja de este enfoque es que, mientras las ciudades se transforman para atraer inversiones, los residentes más vulnerables a menudo son desplazados, aumentando la desigualdad social.
Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos; en muchos otros países, las políticas de demolición y reurbanización han sido usadas para borrar las huellas de la pobreza y el abandono, pero a un costo humano elevado. La demolición de barrios enteros bajo el pretexto de “limpiar” la ciudad de la “mala imagen” de la pobreza ha tenido consecuencias devastadoras en términos de desintegración social. Un ejemplo paradigmático de esto es el caso de Detroit, donde la eliminación de miles de edificios ha sido vista por muchos como una medida de “progreso”, aunque no sin controversia. La justificación de estas políticas radica en la idea de que eliminar los vestigios de la decadencia urbana abrirá el camino para nuevas inversiones y para la revalorización de los terrenos. Sin embargo, en muchos casos, este proceso ha acentuado las disparidades entre los residentes originales y los nuevos habitantes, favoreciendo a los sectores más acomodados mientras empuja a los más pobres a la periferia.
Además, la privatización de la gestión urbana ha hecho que los gobiernos locales cedan el control de sus territorios a actores privados que, en ocasiones, tienen poco interés en las necesidades sociales de las comunidades. La creciente influencia de las agencias de calificación crediticia, que determinan la viabilidad financiera de proyectos urbanos, ha permitido que las decisiones políticas estén cada vez más condicionadas por criterios financieros y menos por el bienestar de los habitantes. Este fenómeno ha sido analizado por académicos como Rachel Weber, que argumenta que la “financiarización” de la política urbana ha transformado a las ciudades en objetos de especulación, donde el valor de la propiedad y la rentabilidad a corto plazo se han convertido en las métricas primarias de éxito.
Los programas que deberían facilitar la creación de viviendas accesibles en barrios de bajos recursos, como los Créditos Fiscales para Viviendas de Bajos Ingresos, o los subsidios estatales para la construcción de viviendas, a menudo han quedado atrapados en una red de intereses económicos que no logran resolver la crisis habitacional en estos territorios. Este desajuste entre las políticas públicas y las necesidades reales de los residentes ha llevado a una creciente crítica al modelo neoliberal, que, en lugar de promover una regeneración inclusiva, termina favoreciendo la gentrificación y la exclusión social.
El impacto de estas políticas no solo se mide en términos económicos, sino también en su capacidad para moldear las identidades de las ciudades. Los residentes de áreas que han sufrido políticas de demolición y reurbanización a menudo enfrentan un proceso de desarraigo, tanto físico como emocional, que afecta profundamente su sentido de pertenencia. Según estudios como los de Mindy Fullilove, las ciudades que han sido sometidas a una “destrucción planificada” experimentan una disrupción en sus estructuras sociales, que no solo afecta a los individuos desplazados, sino también a la cohesión comunitaria en su conjunto.
Es fundamental que los responsables de la política urbana reconozcan que la regeneración de las ciudades no debe basarse únicamente en el mercado, sino en un enfoque integral que tenga en cuenta las necesidades sociales, económicas y culturales de las comunidades afectadas. Si bien la modernización de las infraestructuras y la atracción de inversiones son importantes, deben ir acompañadas de políticas que protejan a los residentes originales, que prevengan el despojo y que fomenten la inclusión en los procesos de reurbanización.
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