La elección de Donald Trump como presidente en 2016 fue, para muchos, un shock que reveló una fractura profunda en el imaginario colectivo de los Estados Unidos. En particular, desnudó la ilusión de un país “posracial”, supuestamente consolidado tras la elección de Barack Obama en 2008. Pero para una parte de la comunidad académica, activista y literaria, el ascenso de una figura tan abiertamente racializada como Trump no fue una sorpresa, sino una consecuencia lógica de una tradición histórica: cada paso hacia la ampliación de derechos y reconocimiento de los afroamericanos ha sido seguido por una reacción violenta de sectores blancos que perciben dichos avances como una pérdida directa de sus privilegios.

Este patrón, reiterado a lo largo de la historia estadounidense, no solo ha operado en el plano simbólico o político, sino también en el material, en la geografía misma del país. El declive del Cinturón del Óxido —la vasta región industrial del noreste y medio oeste estadounidense que incluye ciudades como Detroit, Cleveland o Pittsburgh— no puede entenderse únicamente en términos de transformaciones económicas o de desindustrialización global. Es necesario reconocer su dimensión racializada y planificada.

Los procesos de declive urbano, abandono de infraestructura y pauperización de barrios enteros han sido presentados por los sectores conservadores como inevitables o como resultado de la incompetencia de gobiernos locales progresistas, especialmente en ciudades con mayoría negra. Sin embargo, esta narrativa encubre una realidad más compleja: la combinación de decisiones políticas deliberadas, políticas federales orientadas a desinversión y dinámicas de exclusión racial históricamente arraigadas.

La obra de Jason Hackworth, en este sentido, retoma una línea interpretativa que hunde sus raíces en la “Black Reconstruction” de W. E. B. Du Bois, texto fundamental para entender cómo el racismo estructural es parte constitutiva del capitalismo estadounidense. Du Bois demuestra que el progreso racial siempre ha sido seguido por contramovimientos que buscan restaurar el orden anterior, ya sea mediante la violencia directa (como los linchamientos) o mediante mecanismos institucionales más sofisticados, como las políticas de vivienda, la reorganización urbana o la legislación fiscal.

Detroit, por ejemplo, ha sido objeto de un discurso conservador que la presenta como símbolo del fracaso del liberalismo, del sindicalismo y del gobierno de mayoría negra. Pero este discurso ignora —o más bien oculta— que muchas de las decisiones que llevaron a su ruina fueron tomadas desde fuera: desregulación del mercado de tierras, abandono de la inversión federal, privatización agresiva de servicios públicos y una política deliberada de demolición como herramienta de “revitalización” urbana que, en realidad, buscaba borrar del mapa a comunidades enteras.

El vaciamiento del Estado social en estas ciudades no fue solo una respuesta al cambio económico global, sino una estrategia ideológica guiada por un conservadurismo que usó el lenguaje del “mercado libre” y la “responsabilidad fiscal” para justificar la marginación racial. Las políticas de vivienda subsidiada se recortaron drásticamente, los créditos fiscales para viviendas de bajos ingresos fueron redirigidos a desarrolladores privados, y las bancarrotas municipales fueron utilizadas como herramientas para imponer recortes neoliberales sin pasar por procesos democráticos.

Mientras tanto, la sociología dominante ignoró en gran medida estas dinámicas. Du Bois, a pesar de haber producido una obra monumental que explica la interacción entre raza y clase en la formación social estadounidense, fue relegado a una nota al pie en los planes de estudio. La academia priorizó a Marx, Foucault o Gramsci como referentes del análisis crítico, pero dejó fuera una perspectiva radicalmente necesaria para entender el racismo como estructura material y no solo como ideología o actitud individual.

El resultado es que generaciones enteras de científicos sociales han reproducido un marco analítico que naturaliza el declive urbano como resultado de “fallos” internos de las comunidades afectadas, en lugar de desenmascarar su origen planificado. Detroit no “fracasó” porque sus líderes fueran negros o sus políticas demasiado progresistas; fue sistemáticamente vaciada por una coalición conservadora que se alimentó del resentimiento racial blanco, y que utilizó dicho resentimiento para desmantelar las bases materiales de una ciudad que alguna vez fue emblema del progreso industrial.

Es esencial entender que el racismo en el Cinturón del Óxido no es un subproducto del declive, sino su motor central. No se trata únicamente de prejuicios, sino de estructuras políticas y económicas que operan para redistribuir recursos, poder y legitimidad desde comunidades racializadas hacia élites blancas que, paradójicamente, se presentan como víctimas.

Importa también comprender que esta dinámica no es solo del pasado. Las nuevas formas de urbanismo neoliberal —desde la gentrificación hasta las asociaciones público-privadas que definen la reconstrucción urbana— repiten los mismos esquemas: desplazan a los más pobres, redefinen el valor del suelo desde lógicas financieras y venden la idea de “renovación” mientras perpetúan la exclusión. La historia del Cinturón del Óxido es, en este sentido, una advertencia global: no se puede separar la economía urbana de la racialización, ni el conservadurismo fiscal de los legados del supremacismo blanco.

Es fundamental que el lector comprenda que la marginalización de ciertas comunidades urbanas no es un accidente de la historia ni una consecuencia inevitable del mercado, sino una elección política. Que el lenguaje de la eficiencia, el mérito o la regeneración urb

¿Cómo la elección pública afecta la evolución de las ciudades?

La teoría de la elección pública busca aplicar los principios de la economía neoclásica al estudio de la política, interpretando el comportamiento colectivo como un resultado de las decisiones racionales de individuos que operan dentro de un mercado competitivo autónomo. Tiebout, uno de los teóricos más influyentes de esta corriente, propuso que el flujo de población urbana podía entenderse mejor a través de las decisiones racionales de las familias al elegir entre diferentes paquetes de servicios e impuestos ofrecidos por diversas ciudades. Según su teoría, el votante-consumidor optaría racionalmente por aquellos lugares con impuestos bajos y servicios de calidad, mientras que se alejaría de los que ofrecen altos impuestos y servicios deficientes. Este modelo sugiere que los líderes municipales serían disciplinados por el mercado, ya que la ciudad perdería habitantes hasta que los líderes reconocieran la necesidad de mejorar los bienes públicos para competir con otras localidades.

Sin embargo, la teoría de Tiebout ha sido objeto de críticas por su falta de consideración de otros factores que pueden influir en la movilidad de las personas, como las oportunidades laborales o el racismo, así como por sus supuestos de movilidad perfecta e información completa sobre las opciones disponibles. A pesar de estas críticas, la idea de que existe un conjunto de fuerzas autónomas que regulan los municipios ha perdurado, especialmente dentro del paradigma de la elección pública. Los teóricos de esta corriente consideran que los individuos y las ciudades están ante un conjunto de opciones, y si eligen racionalmente, optimizarán sus resultados. Si eligen irracionalmente, el mercado los disciplinará.

En 1981, el teórico de la elección pública Paul Peterson, en su obra City Limits, continúa criticando a los autores no pertenecientes a esta escuela por tratar a la ciudad como un agente autónomo capaz de resolver problemas como la pobreza. Según Peterson, las políticas urbanas pueden clasificarse en tres tipos: las políticas de asignación, como las de la policía, los bomberos y la recolección de basura, que no afectan significativamente a la economía local, pero son funciones esenciales del gobierno local; las políticas redistributivas, que buscan proporcionar asistencia a los ciudadanos de menores recursos; y las políticas de desarrollo, que buscan construir industrias o crear valor económico en la ciudad. Peterson sostiene que la redistribución y el desarrollo son opuestos y que el "interés propio" de una ciudad es simple: los responsables de la política deben limitar las políticas redistributivas "perniciosas", que afectan negativamente a la economía local, y al mismo tiempo promover políticas de desarrollo que serán bien recibidas por la mayoría, aunque se enfrenten a la oposición de activistas con intereses particulares.

En esta misma línea, Peterson coincide con Tiebout en que existe un mercado competitivo de gobiernos locales, que limita las políticas urbanas. Según Peterson, la competencia entre comunidades locales impide la preocupación por la redistribución. Es este mercado el que establece los límites de las ciudades y provoca la acción colectiva de los residentes para mudarse de ciudades "subóptimas". Este mercado es autónomo y no tiene organización o agencia consciente; simplemente existe.

No obstante, el concepto de límites urbanos generados por un mercado autónomo y competitivo ha sido objeto de diversas críticas. En particular, resulta irónico que los conservadores consideren la elección pública como un axioma cuando son ellos mismos quienes han sido los principales responsables de imponer límites a las ciudades. Las legislaturas conservadoras, tanto a nivel federal como estatal, han intervenido de manera directa para restringir la capacidad de las ciudades para regular los impuestos, las empresas, los salarios y otras cuestiones clave que afectan a la calidad de vida urbana. Estos límites no han sido el resultado de un mercado equilibrado y autónomo, sino de intervenciones políticas coordinadas por legisladores conservadores que buscan castigar a las ciudades por acciones que consideran erróneas o perjudiciales.

Desde la década de 1970, los conservadores han sistemáticamente reducido los poderes de las ciudades controladas por los demócratas, lo que ha sido especialmente impactante en regiones donde las legislaturas estatales, dominadas por conservadores rurales blancos, se oponen a las ciudades más progresistas y racialmente diversas. En el Medio Oeste industrial, por ejemplo, la reducción de la relación ciudad-federal, instaurada en la era del New Deal, y el establecimiento de una relación ciudad-estado ha afectado profundamente el poder de los gobiernos locales. Con el poder de los estados para asignar fondos y regular las políticas locales, las ciudades han experimentado restricciones severas, particularmente en aquellos estados donde la representación política de las ciudades es muy diferente de la de los gobiernos estatales.

Estas restricciones se agrupan en tres áreas generales: la eliminación directa de la autoridad gubernamental local, límites a la adquisición de tierras y la distribución desigual de fondos y sanciones. Cada una de estas medidas debilita el poder de las ciudades, favoreciendo en su lugar a corporaciones o al poder estatal. Así, las ciudades, que tradicionalmente deberían estar en condiciones de impulsar su propio desarrollo y mejorar sus servicios, se ven incapaces de generar los recursos necesarios para hacerlo, ya sea por la falta de poder para recaudar impuestos o por la imposición de restricciones en su capacidad de intervención en cuestiones clave para la prosperidad local.

Por tanto, la idea de que las ciudades están limitadas por un mercado competitivo autónomo se ve desmentida por una realidad política en la que los intereses conservadores imponen, de manera deliberada y directa, esos mismos límites. En este contexto, las ciudades no solo luchan contra sus propios problemas internos, sino también contra las fuerzas externas que buscan frenar su capacidad de autoorganización y progreso.