A lo largo de la historia, la democracia en Estados Unidos ha sido practicada, más que como un sistema de participación colectiva, como un privilegio de minorías, de propietarios y de quienes detentan la hegemonía racial. Angela Davis lo expresa con claridad: no podemos permitir que la “democracia” sea colonizada por quienes asumen que siempre se trata de una democracia de élites. Esta perspectiva inicial nos obliga a preguntarnos: ¿qué es realmente la democracia y qué implica trabajar por su realización? Estas preguntas, que motivan el proyecto Writing Democracy (WD), surgieron de la experiencia directa de diálogos en distintos espacios educativos, donde la palabra “democracia” generaba más dudas que certezas sobre su definición y su práctica efectiva.

El giro político que proponemos no es un ejercicio teórico aislado: se trata de un compromiso con la praxis, de entender la democracia a través de la historia de luchas sociales y económicas, desde los derechos civiles y el movimiento Black Power, hasta movimientos recientes como Occupy Wall Street, Black Lives Matter o Me Too. La política y la pedagogía se entrelazan aquí: los educadores de composición y retórica no solo enseñan, sino que participan activamente en la construcción de espacios democráticos que reflejan justicia social y económica. Esto implica reconocer que nuestras concepciones de democracia están siempre mediadas por la historia material y social, como señalaba Marx, y que la educación no puede ser neutral frente a las desigualdades estructurales.

El concepto de “giro político” se inspira en varias tradiciones críticas. Primero, en el materialismo histórico marxista, que revela cómo el capitalismo reproduce desigualdades y explotación, y cómo nuestras ideas sobre la realidad evolucionan junto con las condiciones materiales. Segundo, en el reconocimiento de que los giros políticos no son nuevos en la educación superior, aunque sus expresiones hayan sido fragmentarias o periféricas. A través del tiempo, pensadores y activistas han trazado caminos que permiten cuestionar, repensar y ampliar la noción de democracia más allá de su práctica elitista. Tercero, se apoya en un análisis crítico de raza, género, indigeneidad y las secuelas del colonialismo y la esclavitud, para iluminar la manera en que las jerarquías históricas continúan moldeando la política y la educación.

El giro político en composición y retórica, aunque criticado en ocasiones, surge de la necesidad de responder a la expansión del acceso a la educación superior, especialmente para estudiantes de primera generación, inmigrantes y comunidades racializadas y trabajadoras. Este giro no se limita a lo teórico: pretende afectar directamente la práctica docente, el contenido curricular y la relación entre enseñanza y transformación social. Invita a reconsiderar las críticas que han separado teoría y praxis, y a valorar cómo la conciencia política puede alimentar nuevas formas de pedagogía que promuevan la democracia efectiva.

Para avanzar en este proyecto, es fundamental que el lector comprenda que la democracia no se reduce a instituciones ni a procedimientos electorales; es una experiencia histórica y social que exige reflexión crítica constante. Implica reconocer los intereses y privilegios que la dominan, y desarrollar la capacidad de acción colectiva para transformar estructuras de desigualdad. Además, estudiar los giros históricos de la academia y de los movimientos sociales permite entender cómo las ideas se materializan en prácticas concretas, y cómo las disputas sobre significado y propósito pueden abrir caminos hacia la justicia social y la participación efectiva. Comprender la democracia exige, entonces, tanto análisis como acción: conocer la historia, dialogar con las luchas pasadas y presentes, y participar activamente en la construcción de espacios educativos y sociales más equitativos.

¿Qué queda del ideal democrático en la universidad neoliberal?

La promesa de la democracia —esa visión utópica en la que la libertad del trabajo se generaliza y el poder político se comparte ampliamente— ha sido durante mucho tiempo el horizonte ético de la educación pública. Durante siglos, la expansión del acceso al conocimiento simbolizó una conquista colectiva: el derecho a participar de la vida intelectual, antes reservada a las élites. La educación superior encarnaba así el ideal de un bien común, comprometido con la formación de una ciudadanía crítica capaz de sostener la democracia. Sin embargo, el neoliberalismo ha vaciado progresivamente este sentido, sustituyendo el propósito del saber por la lógica del beneficio y del rendimiento.

Desde finales del siglo XX, las universidades se han transformado en laboratorios del capitalismo tardío. Lo que alguna vez fue un espacio de deliberación democrática se ha convertido en una maquinaria disciplinaria orientada a la producción de sujetos dóciles y funcionales al mercado. La llamada “universidad gestionada” opera bajo los principios de la empresa: optimización de recursos, maximización de ganancias y precarización de su fuerza laboral. Profesores sometidos a contratos temporales, estudiantes endeudados, programas recortados y una obsesión por la empleabilidad inmediata configuran el nuevo paisaje académico. La educación deja de ser un derecho y se convierte en una inversión individual, evaluada por su “retorno económico”.

El lenguaje mismo de la educación se contamina de terminología corporativa. La formación se reduce a “capacitación”, el conocimiento a “competencias” y el estudiante a “cliente”. En este modelo, el pensamiento crítico se percibe como una amenaza, una disfunción que interrumpe el flujo eficiente de la producción. Tal como advirtió William I. Robinson, el sistema educativo global produce una humanidad “precariatizada”, despojada de poder reflexivo, instruida solo en lo necesario para reproducir la estructura del capital. La alfabetización, lejos de emancipar, se convierte en un lubricante del consumo, una herramienta para mantener activa la maquinaria del deseo y la competencia.

Sin embargo, las grietas del sistema son también los espacios de resistencia. En cada aula, en cada práctica pedagógica, se libran batallas invisibles por recuperar el sentido público del conocimiento. El legado de movimientos progresistas, desde Dewey hasta Vygotsky, sigue resonando en la defensa de una educación centrada en la cooperación, la creatividad y la justicia social. Aun en medio de la austeridad, del control corporativo y del miedo al desempleo, persiste la posibilidad de una enseñanza insurgente que cuestione la naturalización del mercado como principio organizador de la vida.

La universidad contemporánea es, como señalan Caffentzis y Federici, el nuevo campo de conflicto donde se disputan el control del saber, la reproducción del trabajo y las jerarquías culturales. En su interior se condensan las tensiones más agudas del capitalismo del siglo XXI: la colonización de la vida por la economía, la pérdida de autonomía de las instituciones públicas y la lucha por imaginar alternativas más allá del cálculo financiero. Defender la educación pública, aun dentro de las estructuras del mercado, es hoy un acto político esencial: una afirmación de que el conocimiento pertenece a la colectividad, no al capital.

Importa comprender que las condiciones actuales no son un destino inevitable, sino el resultado de decisiones políticas concretas: la desinversión estatal, la privatización del saber, la conversión de los estudiantes en deudores perpetuos. Comprender también que la resistencia no se limita a las grandes movilizaciones, sino que se manifiesta en los gestos cotidianos de la enseñanza: en cada pregunta que desafía la autoridad del dogma, en cada diálogo que rehúye la lógica instrumental, en cada intento de reconstruir un sentido común más humano. La universidad, incluso en ruinas, sigue siendo un lugar donde las luchas sociales se ganan o se pierden. Allí donde se produce conocimiento, también se puede producir libertad.

¿Qué significa realmente la libertad de expresión en los campus universitarios?

Cuando las autoridades distribuyeron sobres con fragmentos subrayados del código de conducta estudiantil, el mensaje era claro: el derecho a la libre expresión existe, pero solo dentro de los límites que la institución considere aceptables. El argumento de que las protestas estudiantiles “infringen los derechos de los demás” se convierte en una herramienta retórica que busca deslegitimar la disidencia. Steven Salaita lo expresa con precisión: la libertad de expresión, como cualquier recurso dentro del sistema capitalista, no se distribuye de manera equitativa. Este reconocimiento desnuda la hipocresía institucional que invoca la libertad mientras restringe su ejercicio a quienes detentan menos poder.

Durante la ocupación en la universidad, el espacio se transformó en un laboratorio político y pedagógico. Profesores impartían clases allí, y los estudiantes discutían estrategias, teorías y políticas. Sin embargo, la presencia constante de agentes armados —de siete a diez oficiales de “seguridad pública”— marcaba los límites invisibles del poder. Aun así, la solidaridad docente se volvió una fuerza inesperada: carteles en las ventanas declarando “Faculty Support THE General Body”, cartas firmadas por más de cien profesores, resoluciones presentadas en el senado académico. Esa red de apoyo demostró que la educación crítica no se limita al aula; también se construye en la calle, en los pasillos, en la resistencia colectiva.

La experiencia de trabajar en el equipo de medios durante el plantón impulsó una búsqueda más profunda: rastrear la memoria de los movimientos que habían sabido crear su propia pedagogía política. En los archivos de Sophia Smith, entre documentos del activismo de los setenta, emergían las voces de la Third World Women’s Alliance. Aquellas mujeres de color habían tejido una organización radical que articulaba raza, género y clase en su lucha contra la opresión. Sus conexiones con universidades —CUNY, Berkeley, el movimiento por las Admisiones Abiertas— evidenciaban que la frontera entre “campus” y “comunidad” es una ficción útil al poder, no a la emancipación. Las luchas juveniles cruzan ambos espacios, y la vigilancia estatal las sigue de cerca: los archivos del FBI sobre la Alianza son prueba de ello.

Las políticas de acceso educativo en la City University of New York surgieron de un hervidero de protesta. En 1969, la política de Admisiones Abiertas garantizó la entrada a cualquier estudiante con diploma de secundaria, multiplicando la presencia de jóvenes negros y puertorriqueños. Pero tras la crisis fiscal de 1975, esa puerta volvió a cerrarse. El retorno de las restricciones trajo consigo una nueva ola de movilizaciones, y con ellas, la creación de una fuerza policial universitaria. La represión se institucionalizó bajo el pretexto del “orden académico”. Desde entonces, la historia de las universidades públicas ha sido también la historia de la vigilancia: más armas, más uniformes, más dispositivos de control.

El paralelismo entre las políticas nacionales de seguridad y la militarización de los campus es evidente. La transferencia de equipo militar excedente del Departamento de Defensa hacia las fuerzas policiales universitarias, bajo el Programa 1033, transformó a las instituciones educativas en territorios vigilados. Rifles M16, vehículos blindados, unidades tácticas especiales: herramientas concebidas para la guerra se reconfiguran para “proteger” los espacios del conocimiento. Los estudiantes, por su parte, denuncian que estas armas no se utilizan contra tiradores masivos, sino contra manifestantes y comunidades racializadas.

La retórica de la seguridad oculta una pedagogía del miedo. En lugar de formar ciudadanos críticos, las universidades moldean sujetos disciplinados, vigilados, conscientes de los límites de su disidencia. Pero las ocupaciones, los archivos de resistencia, las alianzas entre profesores y estudiantes reabren los intersticios del poder. Son recordatorios de que el conocimiento emancipador no surge de la neutralidad, sino del conflicto.

Es importante comprender que la universidad no es un espacio aislado del mundo, sino un microcosmos de las tensiones sociales y políticas más amplias. La lucha por la educación pública, por la libertad de expresión y por la memoria histórica es una lucha por redefinir quién tiene derecho a hablar, a aprender y a existir sin ser silenciado. Reconocer la violencia institucional que habita los campus es el primer paso para imaginar otras formas de comunidad, donde el pensamiento crítico no sea tolerado, sino celebrado.

¿Cómo el acto simbólico de un gesto desafiante puede transformar un movimiento social?

Los momentos cruciales en la historia de los movimientos sociales, a menudo, surgen de pequeños gestos cargados de simbolismo que, al propagarse a través de redes