En abril de 2019, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu anunció que Israel comenzaría a anexar los asentamientos israelíes ilegales en la Cisjordania palestina ocupada, lo que, de facto, eliminaría las perspectivas de una solución de dos Estados para el conflicto israelí-palestino. Mientras tanto, la administración Trump adoptó una postura casi sumisa frente a Arabia Saudita, cuyo vínculo con Estados Unidos data desde 1945, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt se reunió con el rey Abdul Aziz Ibn Saud a bordo del USS Quincy en el Gran Lago Amargo, Egipto. Esta relación se cimentó en torno al enorme poder económico y geopolítico de Arabia Saudita, gracias a su estatus como principal productor de petróleo mundial.

Durante la Guerra Fría, la relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita se profundizó a medida que Washington intentaba contener la influencia soviética en la región. La cooperación alcanzó su punto máximo durante las operaciones Desert Shield y Desert Storm de 1990-1991, en las que Riad invitó a Estados Unidos a construir una base militar en Dhahran para apoyar la campaña para expulsar a Irak de Kuwait. A pesar del fin de la Guerra Fría y de los cambios favorables en los mercados internacionales del petróleo, la presencia militar estadounidense en Arabia Saudita no disminuyó. Por el contrario, se expandió, estableciendo bases en varios países del Golfo Pérsico, convirtiendo a la región en un punto estratégico clave para Estados Unidos.

Sin embargo, esta presencia no estuvo exenta de tensiones. La ira de Osama bin Laden contra la presencia militar estadounidense en Arabia Saudita fue un factor crucial para que Al Qaeda centrara sus ataques contra Estados Unidos, lo que culminó en los atentados del 11 de septiembre de 2001. Además, la relación entre los dos países se complicó aún más cuando, tras los atentados, se descubrió que muchos de los secuestradores provenían de Arabia Saudita y que, según expertos, el reino había financiado el extremismo islámico y grupos militantes antiamericanos durante décadas.

A pesar de estas tensiones, el interés estratégico mutuo en la región, particularmente con respecto a la creciente influencia de Irán tras la invasión de Irak en 2003, mantuvo el vínculo estrecho. La alianza entre Estados Unidos y Arabia Saudita se renovó, especialmente bajo la administración Trump, quien continuó brindando apoyo militar, diplomático e inteligencia al reino en su guerra contra Yemen. Esta guerra, que comenzó en 2015, ha sido objeto de fuertes críticas debido a las múltiples acusaciones de crímenes de guerra, incluyendo bombardeos sobre hospitales, bodas y áreas residenciales, así como un bloqueo devastador que ha generado una grave crisis humanitaria, con millones de personas al borde de la hambruna.

A pesar de estas atrocidades, la administración Trump justificó su apoyo al régimen saudí en parte para garantizar la estabilidad del reino frente a la creciente amenaza iraní. Además, Trump cumplió una de sus promesas de campaña al retirar a Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán (JCPOA, por sus siglas en inglés) en 2018, a pesar de las objeciones dentro de su propio gabinete. La decisión de retirarse del acuerdo, que había sido aprobado por otras potencias globales como Rusia, China, Alemania, Francia y el Reino Unido, dejó a Estados Unidos aislado en la escena internacional.

La retirada del acuerdo nuclear y la reimposición de sanciones severas a Irán no solo tensaron las relaciones con los aliados tradicionales de Estados Unidos, sino que también desencadenaron una serie de represalias diplomáticas y comerciales, como la detención de ejecutivos chinos en Canadá y la retención de ciudadanos canadienses en China. Las políticas de Trump hacia Irán reflejaron un enfoque de cambio de régimen y una retórica de confrontación militar, algo difícil de justificar dada la adherencia de Irán al acuerdo y la baja amenaza que representaba para Estados Unidos.

Las consecuencias de este enfoque han sido notoriamente graves. No solo se ha aislado a Estados Unidos a nivel internacional, sino que también se ha incentivado a Irán a abandonar las restricciones impuestas por el acuerdo nuclear. Esto aumenta el riesgo de una escalada en la proliferación nuclear, un peligro global mucho mayor que cualquier amenaza inmediata de Irán a Estados Unidos.

Es crucial comprender que, si bien las alianzas y los acuerdos internacionales son fundamentales en la política exterior, también lo es la capacidad de evaluar sus costos y riesgos a largo plazo. La política de alinearse estrechamente con regímenes autoritarios como el de Arabia Saudita, a pesar de las claras violaciones de derechos humanos y la financiación de grupos extremistas, puede tener efectos negativos duraderos en la reputación global de Estados Unidos. Asimismo, la ruptura de acuerdos multilateralmente respaldados, como el JCPOA, no solo deteriora las relaciones internacionales, sino que también puede desencadenar una serie de consecuencias imprevistas y peligrosas que afectan no solo a la región, sino a la seguridad global.

¿Por qué la política exterior de Trump parece caótica pero sorprendentemente resistente al cambio?

La política exterior durante el mandato de Donald Trump presenta un enigma fascinante: una mezcla de impulsividad y continuidad estructural que revela tanto la personalidad del líder como las limitaciones del sistema que encabeza. Trump no mostró gran interés en los asuntos internacionales fuera de unos pocos temas centrales —comercio, inmigración y seguridad fronteriza— en los cuales aplicó con vigor su agenda de "America First". Sin embargo, más allá de estas áreas, su aparente desinterés y la disfunción operativa de su administración limitaron significativamente la posibilidad de transformaciones profundas.

El funcionamiento interno de la Casa Blanca bajo Trump estuvo marcado por un enfoque errático, con decisiones tomadas de forma improvisada, sin coordinación ni consulta con sus principales asesores en seguridad nacional. Las políticas a menudo surgían en respuesta directa a lo que Trump veía en televisión, especialmente en canales afines como Fox News, lo que acentuaba la desconexión entre las declaraciones presidenciales y los procesos tradicionales de formulación de políticas. Los tuits presidenciales servían no solo como vehículos de comunicación, sino también como herramientas para tomar decisiones sin previo aviso, muchas veces dejando a sus colaboradores y a las agencias federales sin instrucciones claras ni cohesión estratégica.

Esta dinámica contribuyó a una política exterior zigzagueante, en la que Trump saltaba de un tema a otro, más movido por la necesidad de atención y aprobación mediática que por una visión estratégica coherente. Las decisiones se vinculaban menos a cálculos geopolíticos sólidos y más a la lógica del espectáculo. No obstante, este caos superficial no desembocó en una reorientación drástica de la política exterior estadounidense. La mayoría de las estructuras y orientaciones básicas se mantuvieron, en gran parte porque fueron ejecutadas por asesores y burócratas con orientación hacia el statu quo, cuya prioridad era preservar y gestionar, no innovar.

El elevado nivel de rotación dentro del equipo de seguridad nacional de Trump también debilitó la capacidad de la administración para sostener cualquier intento de rediseño estratégico. La renuncia del Secretario de Defensa James Mattis tras el anuncio unilateral de Trump sobre la retirada de tropas de Siria —sin consultar con el Pentágono— ilustró hasta qué punto el personal clave fue marginado en decisiones fundamentales. Esta inestabilidad institucional agravó la falta de dirección consistente y consolidó aún más una política exterior repleta de gestos ruidosos pero vacíos de continuidad.

Sin embargo, esta incoherencia no debe interpretarse únicamente como resultado del caos. Algunos analistas cercanos a Trump sostienen que, tras sus decisiones aparentemente espontáneas, subyace un cálculo político frío. Trump favoreció cambios drásticos en áreas donde percibía que el costo político era bajo y el rédito electoral alto. Temas como el comercio y la inmigración le brindaban réditos inmediatos con su base electoral, lo que le permitía adoptar posturas agresivas con mínimo riesgo. En cambio, evitó confrontaciones profundas en escenarios más complejos y riesgosos, como la relación con Rusia o el redespliegue de tropas en Medio Oriente. La cautela ante estos temas puede explicarse no solo por la presión del Congreso o los asesores, sino por el reconocimiento del daño potencial que podría ocasionar una retirada prematura si esta derivaba en inestabilidad o ataques terroristas.

Más allá de la personalidad de Trump y de las dinámicas internas de su administración, la continuidad de la política exterior estadounidense también se debe a factores estructurales más profundos. Décadas de hegemonía global han generado una inercia institucional difícil de revertir, incluso por un presidente determinado a romper con el pasado. Existe un consenso estratégico dentro de la élite de política exterior que ha sobrevivido a múltiples administraciones y que tiende a absorber o diluir los impulsos rupturistas. Esta élite, tanto en el ámbito político como académico, opera bajo la lógica de que Estados Unidos debe mantener su primacía global, lo cual limita drásticamente el margen para desviaciones radicales, incluso si provienen del comandante en jefe.

Entender el legado internacional de Trump requiere, por tanto, un análisis que combine su estilo personal —impulsivo, mediático, disruptivo— con las restricciones del aparato burocrático y las fuerzas estructurales de la política exterior estadounidense. El resultado no es tanto una transformación de la estrategia global de EE.UU., sino una alteración del proceso mediante el cual se expresa, haciendo visibles las tensiones entre la figura presidencial y el peso institucional del sistema que comanda.

La interpretación de la política exterior de Trump exige comprender que en muchos casos las decisiones no responden a una doctrina articulada, sino a reacciones viscerales, a cálculos tácticos centrados en el ciclo mediático y a la búsqueda constante de legitimación ante su electorado. También es esencial destacar que, pese a sus gestos disruptivos, las grandes líneas estratégicas —la alianza transatlántica, la contención de potencias rivales, la defensa de intereses comerciales globales— han seguido en pie. Esta paradoja entre la apariencia de cambio y la persistencia del fondo es uno de los aspectos más reveladores del periodo.

¿Cómo influyen las generaciones emergentes en la política exterior de Estados Unidos?

Las generaciones más jóvenes en Estados Unidos, particularmente los millennials y la generación Z, están remodelando de forma progresiva el enfoque del país hacia el mundo, alejándose de los paradigmas clásicos de excepcionalismo, intervencionismo y hegemonía militar que dominaron gran parte del siglo XX. Esta transformación no es superficial ni espontánea: se articula desde una reconfiguración profunda de valores, percepciones históricas, y formas de entender el papel de EE.UU. en el escenario internacional.

Las encuestas del Pew Research Center y los análisis del Chicago Council on Global Affairs muestran cómo las nuevas generaciones tienden a mostrarse más escépticas respecto a las intervenciones militares, más favorables a soluciones diplomáticas y multilaterales, y menos inclinadas a ver a EE.UU. como el policía del mundo. Este distanciamiento de la política exterior tradicional no se basa únicamente en una falta de patriotismo, sino en una redefinición del patriotismo mismo: uno que se mide menos por el poderío militar y más por la coherencia ética, la cooperación internacional y el respeto a los derechos humanos.

Autores como Eugene Wittkopf, Joshua Kertzer y Kathleen McGraw han analizado cómo los ciudadanos corrientes manifiestan formas de "realismo popular", un marco cognitivo que combina un escepticismo pragmático con un rechazo al aventurerismo bélico. La obra de Karl Mannheim y otros teóricos generacionales sugiere que la memoria colectiva de eventos formativos—como el 11 de septiembre, la guerra de Irak, o la crisis financiera de 2008—marca de manera indeleble las actitudes de estas cohortes.

En efecto, los jóvenes estadounidenses expresan menor identificación con símbolos tradicionales de poder nacional. Como lo indica Lynn Vavreck, esta generación presenta una forma de patriotismo más condicional, más crítica y menos emocional. Esta postura ha sido interpretada por algunos como apatía, pero en realidad se trata de un compromiso transformado: menos ritualista, más racional, más exigente.

Este giro generacional también se evidencia en actitudes hacia temas clave como la inmigración, el comercio internacional y la cooperación multilateral. Las encuestas del Gallup y de la Universidad de Quinnipiac revelan que los jóvenes son mucho más favorables a acoger refugiados, a defender programas como DACA, y a mantener tratados como el NAFTA. No se trata de una apertura ingenua, sino de una cosmovisión en la que la seguridad nacional ya no se ve como una función del aislamiento ni del poder duro, sino como una red de relaciones interdependientes.

A medida que los actores políticos tratan de responder a esta nueva realidad, emergen tensiones dentro de los propios partidos. Tanto en el Partido Demócrata como en el Republicano se libra una batalla interna por el alma de la política exterior estadounidense. Voces como las de Bernie Sanders y Elizabeth Warren exigen una ruptura con las ortodoxias militaristas, mientras que sectores conservadores reformulan su visión atlántica, como se ha visto en la defensa de la OTAN por parte de figuras inesperadas del espectro derechista.

El peso de estas generaciones en la política real aún es parcial, pero su influencia cultural, ideológica y electoral va en aumento. Este cambio es estructural, no coyuntural. Las investigaciones de Jennings y Niemi sobre la relación entre generaciones y política demuestran que las actitudes políticas formadas en la juventud tienden a permanecer estables a lo largo de la vida adulta, lo que sugiere que la dirección del cambio es durable.

Importa también considerar el impacto que esto tiene en la percepción internacional de Estados Unidos. A medida que el país se debate entre nostalgias imperiales y nuevas formas de humildad estratégica, la legitimidad de su liderazgo global se encuentra en proceso de renegociación. Como advierte Martha Finnemore, la hipocresía percibida en un orden liberal unipolar ya no puede sostenerse sin una renovación ética de su base normativa.

La conclusión emergente de este corpus de estudios y encuestas es clara: la política exterior estadounidense del siglo XXI no puede seguir ignorando las corrientes subterráneas del cambio generacional. No es sólo una cuestión de edades, sino de marcos mentales en transición.

Es fundamental que el lector comprenda que este cambio no se limita a preferencias superficiales en encuestas de opinión, sino que responde a una reorganización cultural de los valores políticos en EE.UU., en la que conceptos como poder, seguridad, responsabilidad y liderazgo están siendo reconstruidos. Ignorar estos procesos significa quedar atrapado en una narrativa obsoleta que ya no representa el pulso de una sociedad en movimiento.