La cinta amarilla solía representar a los desaparecidos. En el solsticio de invierno, los pueblos del norte de Europa encendían hogueras para suplicar el regreso del sol. Los ascetas, en su radicalidad, se esforzaban por crear un vacío que sólo Dios pudiera llenar. Pero hoy, ¿quién se angustia por un asiento vacío en la mesa del Día de Acción de Gracias? ¿Quién compra por Amazon una silla para Elías? En el musical Godspell, el profeta clama: “Preparad el camino del Señor”, mientras los espectadores bailan con entusiasmo. Esta ha sido, quizás, la ambición perenne de la verdadera religión: abrir espacio para una presencia trascendente. Pero puede que hayamos perdido la imaginación necesaria para dicha tarea.

Dante, al compararse con un caminante extraviado en el bosque, logró convertir su experiencia de pérdida en un dispositivo de transformación. Su poesía fue desfile y fue liturgia. En una modernidad postcristiana, son los poetas quienes aún atienden a la presencia donde otros sólo ven ausencia. Pero muchos se preguntan, con un suspiro: “¿Has visto algún desfile últimamente?”.

Hay desfiles que compiten entre sí. Desde el Éxodo, el relato primigenio de liberación en la Biblia, las narrativas que prometen redención han sido objeto de disputas. Cuando la memoria del oprimido deja de convenir a los nuevos señores del capital, el relato se adapta. En nuestra época, se multiplican las versiones contradictorias del ideal americano, los debates sobre el bien común, las identidades religiosas cooptadas por intereses ideológicos. Pero lo más sorprendente es que uno de los desafíos más profundos al relato bíblico de un Dios liberador provenga del interior mismo del cristianismo contemporáneo en Estados Unidos.

La gracia —don divino gratuito— es la clave del mensaje de Jesús, el fundamento de la universalización paulina del evangelio. Pero siempre ha sido incómoda. “No hay almuerzos gratis”, repite el sentido común neoliberal. El escepticismo hacia la gracia es tan fuerte que un presidente de la Cámara de Representantes creyó necesario despedir a un capellán jesuita por orar por los pobres. En Washington no hay oraciones diarias por los marginados. Mucho menos hay espacio para la “opción preferencial por los pobres” que marca el ADN contemporáneo del catolicismo social.

En los días de Pablo, ya existía “otro evangelio”, uno que encontraba la gracia demasiado escandalosa, poco práctica, impropia de la religión “seria”. Un Dios que regala su favor sin mérito ofende a quienes vigilan a los beneficiarios de cupones de alimentos. Este Dios no justifica la autocomplacencia nacional, no valida la riqueza como prueba de virtud. Es un Dios que desarma los mitos del mérito y del esfuerzo individual. Por eso, el contrato social cristiano ha sido reemplazado por uno muy distinto, uno que Ronald Reagan supo caricaturizar con sus anécdotas mordaces sobre supuestas ancianas que manejaban Cadillacs gracias al bienestar estatal.

Mientras los telepredicadores glorifican un pasado fundacional que ignora tanto al Dios del Éxodo como a los profetas o a la vida radical de Jesús, el desfile principal de Wall Street marcha en dirección contraria a la tierra prometida. Incluso Jefferson, al redactar un nuevo contrato social, no recurrió al Dios del Éxodo. El relato fundacional estadounidense no se construyó con la fraternidad de la Revolución Francesa, que se inspiraba —consciente o no— en los pactos antiguos del Antiguo Testamento. No sorprende que en Francia, un campesino que ayudó a un inmigrante fuera absuelto por un juez que declaró la fraternidad como valor constitucional absoluto. En Estados Unidos, en cambio, los desfiles religiosos suelen rodear el problema, no enfrentarlo.

Sin embargo, hay momentos en que una nueva liturgia social ha irrumpido con potencia. Hace cincuenta años, César Chávez, en plena lucha por los derechos laborales de los campesinos, comprendió que debía recuperar el alma de su movimiento. Inició una huelga de hambre que culminó en una misa celebrada en los campos, donde rompió su ayuno recibiendo la Eucaristía. La presencia de Bobby Kennedy convirtió esa liturgia en un acto performativo de proporciones históricas. Allí, el hambre de Dios y el hambre de justicia social se entrelazaron. Tres meses después, Kennedy sería asesinado. Con él, parecía morir también la esperanza del movimiento. Pero la marcha no terminó. Sólo cambió de ritmo.

Las huelgas, los boicots, las marchas a través del Valle Central de California fueron llamadas peregrinaciones. Las imágenes de la Virgen de Guadalupe abrían paso. El simbolismo católico transformó el dolor en sacramento. El vino de las uvas —símbolo eucarístico— se convirtió en emblema político. La justicia se volvió liturgia. Y la liturgia, un acto público de resistencia.

Este vínculo entre fe y justicia, entre calle e iglesia, entre pan partido y dignidad humana, plantea la gran pregunta de hoy: ¿serán capaces los nuevos promotores de un evangelio social post-Trump de crear símbolos equivalentes? ¿Podrán las iglesias mirar de nuevo hacia las calles? ¿Sabrán las calles volver a mirar hacia los altares?

El reto está en comprender que la teología cristiana, en su raíz, no es un conjunto de doctrinas abstractas, sino una narrativa performativa que toma cuerpo en los desfiles, en los ayunos, en los cantos de esperanza. El cristianismo que transforma no es el que se acomoda al poder, sino el que interrumpe los desfiles del imperio con la promesa del Reino. Un Dios que regala su gracia desbarata las estructuras que premian sólo al exitoso. Es un Dios que aún puede ser pan para los hambrientos, uva para los marginados, y carne para un pueblo que camina.

Importa comprender que sin lenguaje simbólico compartido, sin una imaginación moral encarnada, los ideales cristianos se diluyen en trivialidades cívicas. La fe necesita ritos públicos que comuniquen su escándalo y su belleza, que rompan con la lógica del mérito y hablen el idioma de la compasión. Sólo entonces podrá surgir un nuevo desfile, no hacia la autopromoción nacional, sino hacia una comunidad verdaderamente redimida.

¿Cómo influye la economía divina en la justicia social?

La economía divina, tal como es percibida en la tradición cristiana, refleja una comprensión del mundo que desafía las estructuras económicas convencionales y pone en el centro a los más necesitados. Esta visión no es solo una exhortación a la generosidad individual, sino también una crítica al sistema que perpetúa la pobreza. En los primeros tiempos del cristianismo, la iglesia primitiva, liderada por el apóstol Pablo, consideraba como un imperativo la recogida de ofrendas para los pobres. Los cristianos de origen judío conocían bien el versículo del Salmo 22: "Los pobres comerán y se saciarán", un mandato que no solo tenía un aspecto de asistencia material, sino que se convirtió en un acto de memoria y de servicio. Recordar a los pobres no era solo una idea abstracta; era un acto performativo, un recordatorio tangible de la necesidad de actuar en favor de los más desamparados.

Esta práctica, de hecho, se integró en la liturgia cristiana del segundo siglo, que concluía con el recordatorio: "Recuerden a los pobres". En este contexto, el diaconado, el servicio a los demás, se convierte en uno de los roles esenciales del clero. La iglesia, a través de sus líderes, se convierte en un lugar de servicio tangible, en el que el pastor debe esperar las mesas y atender las necesidades de la comunidad, especialmente las de los más pobres. Este servicio no es solo una respuesta a una crisis, sino una integración de la comprensión teológica de la pobreza, como en 2 Corintios 8:9, donde se afirma que Dios se hizo pobre por el bien de los demás.

De esta manera, la economía divina nos invita a aprender a depender no solo de las riquezas terrenales, sino de la gracia de un Dios que se ofrece a todos, sin distinción. Esta gracia, sin embargo, tiene implicaciones sociales profundas. En lugar de percibirla únicamente como un beneficio personal o espiritual, debería entenderse también como un regalo para la comunidad. Los cristianos, en su mayoría, no reconocen que el concepto de gracia en el Nuevo Testamento no solo se refiere al individuo, sino a toda la comunidad, lo que implica una crítica implícita al sistema económico que perpetúa la desigualdad.

Por ejemplo, las estadísticas globales sobre la pobreza son alarmantes. Según Oxfam Internacional, en 2012, los 100 principales multimillonarios aumentaron su riqueza en 240 mil millones de dólares, cantidad suficiente para erradicar la pobreza mundial cuatro veces. Sin embargo, en lugares como Washington, estas realidades no reciben la atención necesaria. En lugar de promover una distribución más equitativa de los recursos, se alienta la caridad como una solución, una respuesta a las necesidades inmediatas sin cuestionar las estructuras que perpetúan esas mismas necesidades. En este sentido, la caridad, aunque beneficiosa, puede ser una forma de eludir la justicia. Se convierte en un paliativo para las heridas infligidas por el sistema económico, en lugar de cuestionar las raíces de esas injusticias.

La caridad en el contexto cristiano tiene un valor significativo, ya que representa una respuesta de amor y generosidad, pero debe estar acompañada de una crítica activa al sistema económico que perpetúa la pobreza. No se trata solo de asistir a los pobres, sino de abogar por ellos, demandando un sistema más justo que respete la dignidad humana de todos. La caridad verdadera, según las enseñanzas del Nuevo Testamento, debe avanzar hacia la justicia social, entendida como la forma estructural del amor. La caridad no debe limitarse a aliviar los efectos del capitalismo, sino que debe cuestionar y transformar las estructuras que lo hacen posible.

Por otro lado, la historia de la modernidad europea, que en sus ideales fundacionales abrazó los principios de libertad, igualdad y fraternidad, ilustra cómo estos conceptos se han distorsionado en su implementación. La libertad, entendida como la capacidad de actuar sin restricciones, se trasladó a América, donde se convirtió en una libertad sin responsabilidad social. La igualdad, por su parte, fue absorbida por el marxismo, y la fraternidad, o comunidad, se relegó al ámbito religioso, especialmente en aquellos movimientos que luchaban contra la opresión. La desigualdad en las sociedades occidentales, especialmente en Estados Unidos, refleja una profunda desconfianza hacia los valores de igualdad y comunidad, debido a su asociación con movimientos progresistas que demandan cambios radicales en las estructuras económicas.

El cristianismo, sin embargo, continúa siendo una fuente de crítica a estas injusticias. La verdadera fraternidad no solo se basa en la generosidad, sino en la creación de una comunidad de justicia. Las palabras de Jesús, al igual que las de los profetas del Antiguo Testamento, exigen no solo un cuidado amoroso por los pobres, sino una acción audaz contra aquellos que perpetúan la desigualdad.

Es esencial reconocer que la lucha por la justicia no debe verse como un esfuerzo aislado de caridad, sino como un esfuerzo colectivo que implica la transformación de las estructuras económicas y políticas. La caridad debe ser el punto de partida hacia un movimiento hacia la justicia social, un llamado a redistribuir recursos y a crear un sistema económico que no dependa de la explotación y la desigualdad.

¿Cómo puede la religión influir en la política y la identidad social?

La intersección entre religión y política ha sido un tema de constante debate y reflexión a lo largo de la historia, especialmente en contextos donde la identidad social se construye a partir de creencias religiosas profundamente arraigadas. La religión no solo modela las prácticas espirituales de las personas, sino también las estructuras de poder, las luchas de clase y las concepciones de justicia social. A través de la historia, los movimientos religiosos han sido motores tanto de transformación social como de resistencia al poder establecido. En el mundo moderno, esta relación se encuentra en constante redefinición, a medida que las creencias religiosas se entrelazan con las políticas de identidad, nacionalismo y globalización.

La importancia de comprender cómo la religión interactúa con la política y la identidad social radica en reconocer que la fe no es solo una cuestión personal, sino una fuerza que ha configurado las estructuras de poder y los movimientos sociales desde tiempos inmemoriales. A lo largo de la historia, la Iglesia ha sido una institución central que ha influido no solo en la moral de los individuos, sino en las decisiones políticas y en la creación de un sentido de comunidad. Tomemos, por ejemplo, las enseñanzas de figuras históricas como Jesús, cuyas ideas sobre el Reino de Dios cuestionaron abiertamente las estructuras de poder de su tiempo. De igual forma, figuras contemporáneas como Martin Luther King Jr. y W. E. B. Du Bois, a través del "Evangelio Social", demuestran cómo las ideas cristianas pueden ser un vehículo para la justicia social y el activismo político.

Sin embargo, la relación entre religión y política no siempre ha sido de liberación y justicia social. En muchas ocasiones, las instituciones religiosas han estado al servicio del poder, justificando la opresión y la exclusión bajo la premisa de un mandato divino. El caso de la utilización de la religión como herramienta de opresión y legitimación de desigualdades, como sucedió en el Imperio Romano o en la historia de la esclavitud en los Estados Unidos, evidencia cómo la religión también puede convertirse en un medio para consolidar sistemas de poder que van en contra de los principios que inicialmente proclamaba.

En la actualidad, las tensiones entre lo secular y lo religioso, la individualidad y la comunidad, se manifiestan en diversas formas. A nivel mundial, la política religiosa sigue influyendo en temas de migración, derechos humanos y justicia social. Por ejemplo, la religión ha jugado un papel crucial en la discusión sobre la inmigración, donde textos bíblicos como "Amarás al extranjero como a ti mismo" (Levítico 19:34) son citados por aquellos que defienden los derechos de los inmigrantes. En este sentido, la religión ofrece una perspectiva que va más allá de los intereses nacionales y económicos, buscando un horizonte ético más amplio que apela a la solidaridad y la dignidad humana.

Al mismo tiempo, es esencial entender que, aunque la religión puede ofrecer una guía ética y moral para la acción política, no debe confundirse con la política misma. Las visiones religiosas de la justicia, la paz y la solidaridad a menudo se ven distorsionadas cuando son instrumentalizadas para fines políticos. La ética cristiana, por ejemplo, tiene un mensaje que va más allá de la política partidista y debe ser entendida como un llamado a una transformación más profunda de la sociedad. La verdadera justicia, según los principios cristianos, no puede reducirse a una cuestión de leyes humanas, sino que implica una restauración de las relaciones entre los seres humanos y su relación con Dios.

Además, el concepto de "bautismo" como una iniciación no solo religiosa, sino también política y social, abre otro ángulo de reflexión. Al ser una ceremonia de entrada a la comunidad cristiana, el bautismo también se puede interpretar como un acto de renuncia a las estructuras de poder del mundo. Esta dimensión política del bautismo puede ser entendida como un acto de resistencia contra las injusticias sociales, una forma de afirmar una nueva identidad que se subordina a los principios del Reino de Dios y no a los intereses humanos.

De esta manera, la religión ofrece una comprensión alternativa de la política, donde la lealtad y la identidad no se definen solo por la nación o la clase social, sino por un compromiso con los valores universales que promueve el mensaje cristiano. La ética cristiana busca una comunidad inclusiva, donde la justicia, la paz y la solidaridad sean valores fundamentales. La política debe reflejar estos valores, no para construir una utopía religiosa, sino para contribuir al bien común, más allá de las fronteras nacionales o de las divisiones sectarias.

Es fundamental entender que la religión, lejos de ser un obstáculo para la política moderna, puede ofrecer principios fundamentales que desafíen las injusticias y abran nuevas posibilidades para una política más humana y compasiva. La clave está en no reducir la religión a una herramienta de poder o una ideología política, sino en reconocerla como una fuerza transformadora que invita a los creyentes a vivir según principios éticos que trascienden las fronteras de la nación, la etnia o la clase.

¿Cómo se relacionan la teología, la política y la economía en la era moderna?

La interacción entre la teología, la política y la economía en la actualidad configura un panorama complejo y multifacético que exige una reflexión profunda desde múltiples perspectivas. Autores como Michael Hudson y Jürgen Moltmann, entre otros, han abordado cómo la dimensión espiritual y las prácticas religiosas se entrelazan con las estructuras económicas y políticas que dominan el mundo contemporáneo. Esta relación no solo modela la vida social, sino que también define la manera en que se entienden conceptos como la justicia, la salvación y la esperanza en el marco global.

En primer lugar, la lectura de textos como “And Forgive Them Their Debts” de Hudson destaca la importancia de comprender el impacto histórico y contemporáneo de la deuda en la sociedad, trazando un puente entre la antigüedad y el presente. La economía, lejos de ser una esfera aislada, se convierte en un terreno donde se juegan la opresión y la liberación, donde los ciclos de endeudamiento y perdón recuerdan la lógica del Jubileo bíblico, una invitación a la restauración social y económica que aún resuena como modelo crítico para la justicia distributiva.

Desde la teología, Moltmann ofrece una visión esperanzadora y crítica al abordar “El Dios Crucificado” y la “Teología de la Esperanza”, subrayando cómo el sufrimiento y la redención no solo son experiencias individuales, sino también procesos que implican transformaciones sociales y políticas. La esperanza cristiana, lejos de ser un ideal abstracto, se vincula a una praxis que desafía las estructuras de poder imperantes y anuncia un futuro donde la justicia y la vida plena sean posibles.

El vínculo entre religión y política se hace aún más evidente en los estudios de James Davison Hunter o Chalmers Johnson, quienes analizan la influencia del imperialismo estadounidense y el papel que juegan las ideologías religiosas en la conformación del orden mundial. La politización de la religión, aunque pueda tener dimensiones liberadoras, también puede derivar en violencia y exclusión, como advierte Mark Juergensmeyer en sus estudios sobre el terrorismo religioso. Esto resalta la ambivalencia del fenómeno religioso en la esfera pública y la necesidad de una reflexión crítica sobre su rol en la construcción de la paz y la justicia.

Además, la influencia de la religión en la esfera económica es analizada por autores como Sallie McFague, que propone una teología ecológica que reconoce la interdependencia entre la creación y la economía, alertando sobre los peligros de un capitalismo que ignora los límites naturales y sociales. La reinvención de un cristianismo que integre espiritualidad, ética económica y compromiso social aparece como una respuesta necesaria para enfrentar la crisis ambiental y las desigualdades estructurales.

Es importante también considerar cómo la cultura y la identidad religiosa se entrelazan con las dinámicas políticas. La formación de “Cristianismo Corporativo” o la influencia del fundamentalismo, explorados por Kevin Kruse y Bruce B. Lawrence, respectivamente, revelan cómo las narrativas religiosas pueden ser utilizadas para consolidar intereses económicos y políticos, moldeando sociedades y limitando la pluralidad y el diálogo democrático.

Este análisis debe integrarse con una comprensión crítica de las categorías y valores que se usan para interpretar la realidad. George Lakoff, por ejemplo, destaca la importancia de los marcos conceptuales en el debate público, donde los valores y la narrativa moldean la percepción social y política. Comprender estos procesos es esencial para cualquier intento de cambio transformador, tanto en la esfera espiritual como en la política y la economía.

Finalmente, la tensión entre un ideal ético y las realidades prácticas que describe Reinhold Niebuhr subraya la dificultad de aplicar principios morales absolutos en contextos marcados por el poder y la injusticia. Esta tensión invita a una reflexión sobre la capacidad humana para construir sociedades más justas, sin caer en utopismos ni resignaciones.

Es fundamental reconocer que estos debates no se limitan a teorías académicas, sino que afectan directamente la vida cotidiana y la experiencia de comunidades enteras. La interacción entre fe, economía y política configura un terreno donde se juega la dignidad humana, la justicia social y la esperanza de un futuro diferente. Entender esta complejidad es indispensable para quienes buscan no solo interpretar el mundo, sino transformarlo desde una perspectiva ética, teológica y política integrada.