A lo largo de la vida, las adversidades familiares pueden parecer montañas insuperables. Sin embargo, lo que realmente define el futuro de una familia es la manera en que decide enfrentar esas dificultades. Mi padre, aunque falleció hace más de 25 años, dejó una enseñanza que sigue vigente en mi vida: “Si no haces nada, hay una sola cosa que está asegurada, no va a pasar nada.” Esta frase encapsula una verdad inquebrantable: el futuro solo se construye con acción.

La vida de mi padre, Gerald Frank, estuvo marcada por el sufrimiento y la lucha. Nació en una época en que la segregación racial era la norma, cuando los sistemas estaban diseñados para mantener a los afroamericanos en una posición de desventaja. Criado en Detroit, Michigan, en pleno apogeo de la era del "Jim Crow", mi padre creció en un entorno de violencia, pobreza y discriminación. Sin embargo, lo que pudo haber sido una sentencia de vida fue transformado en la chispa que encendió su voluntad de lucha. A través de su visión y perseverancia, mi familia logró superar esas barreras, creando un legado que persiste hoy en día.

El principio de mi padre fue claro: la clave para cambiar el destino de nuestra familia era el trabajo duro y la inversión. Aunque él eligió el sector inmobiliario como vehículo para alcanzar la estabilidad, las lecciones que transmitió son universales y aplicables a cualquier tipo de negocio familiar. Algunos ven la inversión inmobiliaria como una apuesta, y en cierto modo, entiendo por qué. Pero si se considera de manera lógica, la inversión en bienes raíces es como jugar en un casino, pero con las probabilidades a tu favor. Las propiedades aumentan de valor con el tiempo, creando equidad, y las personas siempre necesitarán un lugar donde vivir. De esta manera, el dinero que ingresa en nuestra cuenta bancaria mensualmente no es un azar, sino el resultado de una inversión inteligente en un bien esencial y de constante demanda.

Lo que no todos comprenden es que, al invertir en bienes raíces, no solo estás asegurando tu futuro, sino también el bienestar de la comunidad en la que inviertes. El sentimiento de propiedad que se genera al ver un barrio transformado, al ser parte activa de ese cambio, es invaluable. Además, si decides emprender con tu familia, estás creando no solo una fuente de ingresos, sino también un legado multigeneracional que pocos tienen el privilegio de alcanzar. En ningún otro campo puedes generar un ingreso pasivo que impacte tanto a nivel individual y colectivo como lo hace la inversión en bienes raíces.

La historia de mis padres, Gerald y Theresa Frank, es un testimonio de cómo el trabajo incansable y la determinación pueden transformar la vida de una familia. Mi madre, Theresa, jugó un papel fundamental en este proceso, demostrando que, cuando se tiene una visión común, los obstáculos se convierten en oportunidades. Juntos comenzaron en el negocio inmobiliario sin contar con un pago inicial ni una hipoteca, y lo que parecía un sueño lejano, hoy sigue siendo la base de nuestro sustento familiar.

Al igual que mi padre, que vivió su vida en un contexto marcado por la segregación racial y las limitaciones impuestas a los afroamericanos, mi madre, aunque no enfrentó las mismas barreras, compartió el mismo deseo ardiente de superar cualquier adversidad. Juntos se convirtieron en ejemplos de lo que significa ser un "Fire Starter", es decir, una persona que enciende una llama de esperanza, ambición y determinación no solo para sí misma, sino para las generaciones venideras.

Ser un Fire Starter es rechazar la narrativa que la sociedad quiere imponer sobre ti. Es entender que el lugar de donde vienes no define a dónde puedes llegar. El color de tu piel, tu origen familiar o las dificultades que enfrentas no son barreras, sino desafíos que te permiten demostrar de qué estás hecho. Los Fire Starters son aquellos que, a pesar de los obstáculos, luchan por un futuro mejor para ellos y sus familias.

Es importante entender que el camino hacia el éxito no es fácil. La mayoría de las veces, se presenta como una carrera de resistencia más que una carrera de velocidad. Las inversiones no siempre dan frutos inmediatos, las luchas contra sistemas injustos pueden ser largas y arduas, pero el legado que se crea vale cada esfuerzo. Es en el trabajo constante, en la paciencia y en la resiliencia donde radica el verdadero éxito. En la inversión inmobiliaria, como en la vida misma, las victorias son el resultado de la constancia y la visión a largo plazo.

Además, el emprendimiento familiar tiene sus propios retos. Trabajar con los seres queridos puede ser tanto una bendición como una prueba. La confianza mutua es esencial, pero también lo es establecer límites claros, roles definidos y una comunicación abierta. El negocio familiar no es solo una cuestión de dinero, sino de valores compartidos, de construir juntos algo que perdure más allá de una sola generación. Los Fire Starters entienden esto: saben que su legado se construye sobre las relaciones que cultivan dentro de su propia familia.

Es crucial que cada persona que aspire a encender su propia llama no solo piense en el beneficio inmediato, sino también en el impacto duradero que dejará. Este impacto no solo se mide en términos financieros, sino en el ejemplo que se deja a los demás. La verdadera pregunta es, ¿qué tipo de legado quieres dejar? ¿Qué huella vas a dejar en tu comunidad, en tu familia y en la historia de tu vida? El viaje puede ser difícil, pero el fuego que enciendas hoy será la luz que guíe el camino para muchos mañana.

¿Cómo se vive con la conciencia de un legado?

A lo largo de la vida, todos estamos marcados por las huellas de aquellos que nos precedieron. En especial, cuando la cercanía de la muerte se siente en el aire, surge inevitablemente una reflexión sobre lo que hemos dejado atrás, lo que hemos construido y lo que hemos transmitido a las futuras generaciones. La historia de mi padre, Gerald Frank, refleja esa lucha interna entre la aceptación y la resistencia ante la enfermedad, y cómo en medio de la adversidad, se puede encontrar consuelo y fuerza.

Mi padre fue diagnosticado con insuficiencia cardíaca congestiva cuando aún estaba en sus 50s, lo que lo dejó atrapado en un cuerpo que ya no respondía como solía hacerlo. Esta noticia lo sumió en un mar de frustración. Era joven para enfrentar esa clase de diagnóstico, y su orgullo se vio gravemente herido. A partir de entonces, el oxígeno se convirtió en su compañero constante, y cada intento de evadir su dolor físico se tradujo en más consumo de alcohol, un intento fallido por escapar de su propia fragilidad. Esta búsqueda de escape no era solo una forma de enfrentar el dolor, sino un grito desesperado contra lo inevitable.

Uno de los momentos más difíciles de esa etapa fue cuando recibía llamadas en medio de la noche. Llamaba a mi casa, pidiendo que fuera urgentemente porque creía estar teniendo un infarto. Sin embargo, al llegar a su casa, lo encontraba bien, y los bomberos solo revisaban su estado físico, sin encontrar ninguna emergencia real. Años después entendí que esas llamadas no eran una manifestación de una emergencia médica, sino más bien una manifestación de su miedo: el miedo de no despertar, el miedo de quedarse solo con sus pensamientos en la oscuridad de la noche.

La complejidad emocional de esas situaciones se multiplicó cuando comprendí que, en su mente, había una batalla entre la aceptación de su mortalidad y la lucha por controlar lo que no podía controlar. A pesar de estar rodeado de apoyo, como los grupos de terapia, en su interior seguía creyendo que aún tenía tiempo para una "curación milagrosa". La esperanza de un trasplante de corazón se convirtió en su último bastión de lucha, pero al final, se dio cuenta de que no quedaba más que rendirse. Su corazón ya no podía seguir luchando.

En su último año, las visitas al hospital se hicieron más frecuentes, pero también fueron más claras las señales de que su cuerpo estaba agotado. No obstante, hubo momentos de profunda belleza en este proceso. En su última Navidad, lo llevé al centro comercial. Sentado en una silla de ruedas, pudo disfrutar de las luces y los sonidos de la temporada. Fue un pequeño respiro en medio de tanta angustia.

Durante ese tiempo, mi padre pasó por lo que muchos enfrentan al final de sus vidas: la aceptación de que hay cosas que no se pueden controlar. Y cuando finalmente dejó ir esa necesidad de controlar, fue cuando pudo ver a su nieto, Brett, el niño que tanto había deseado conocer. Aunque no llegó a conocer a su nieta, el legado de mi padre sigue vivo en las generaciones futuras. Su capacidad para resistir, su tenacidad y la visión que tenía para su familia trascendieron su cuerpo agotado.

Lo más revelador de todo este proceso fue cómo, a pesar de todo, nunca perdió esa chispa de lucha. En sus últimas palabras, al despedirse de mí, me dijo que no se rendía: “No he tirado la toalla, hija. No es hasta que la señora gorda cante, ¿verdad?”. Lo dijo con una sonrisa, una mezcla de humor y resignación. Un último intento de aferrarse a la vida, a la esperanza, incluso en la adversidad.

Finalmente, mi padre llegó al final de su viaje. En su última noche, el 6 de julio de 1996, le di permiso para partir. Le dije que su trabajo estaba hecho, que su legado perduraría más allá de su presencia física. Ese fue un momento profundo de liberación tanto para él como para mí. El hombre que tanto había luchado por sobrevivir, por sostenerse en pie, finalmente se permitió descansar.

El legado no es algo que se limite al dinero o a los bienes materiales. Más allá de todo lo que se pueda poseer, lo que realmente perdura es la huella que dejamos en los demás. La forma en que enseñamos, amamos y transmitimos lo que somos. Mi padre me enseñó que el verdadero legado es el que perdura a través de las generaciones, aquel que se transmite de corazón a corazón, aunque no siempre sea visible para todos.

Este proceso de aceptación de la muerte, de soltar el control, no es fácil. Requiere de una gran fortaleza interior, una fortaleza que, a menudo, ni siquiera sabemos que poseemos hasta que nos enfrentamos a situaciones extremas. En este proceso, los momentos de debilidad pueden transformarse en la fuente misma de nuestra fortaleza, y lo que parecía una derrota, se convierte en la base sobre la cual se construye un legado perdurable.

Es importante recordar que el legado no siempre se construye a través de gestos grandiosos o acciones heroicas. En muchos casos, los legados más importantes son aquellos que se crean en los momentos más sencillos: una sonrisa, un gesto de apoyo, una palabra de aliento. Y aunque los momentos de nuestra vida se deslicen rápidamente hacia el olvido, lo que verdaderamente importa es cómo esos momentos impactan a quienes nos rodean, cómo seguimos vivos en ellos incluso después de habernos ido.