El concepto de seguridad en el siglo XXI se ha transformado, especialmente tras los eventos traumáticos del 11 de septiembre de 2001. Con la creciente interdependencia global y el surgimiento de amenazas transnacionales, las políticas de seguridad no pueden ser consideradas desde una perspectiva unidimensional o puramente militar. Los ataques terroristas, las guerras preventivas y el uso de tecnologías avanzadas como los drones han desafiado las nociones tradicionales de defensa nacional y gestión del riesgo.

Uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta la política internacional contemporánea es el manejo de los riesgos asociados a la guerra, el terrorismo y los conflictos armados, que ya no son eventos aislados, sino procesos globalizados. Las intervenciones militares, como las realizadas en el Medio Oriente, han mostrado que el uso de la fuerza no siempre lleva a una reducción del riesgo, sino que puede, a menudo, exacerbarlo. Esta situación ha obligado a los gobiernos a repensar cómo gestionar no solo las amenazas inmediatas, sino también las consecuencias a largo plazo de sus acciones.

Las políticas adoptadas por los presidentes de los Estados Unidos, desde George W. Bush hasta Donald Trump, han demostrado cómo la seguridad nacional y la gestión del riesgo son percibidas de manera diferente dependiendo de la administración. En el caso de Bush, la guerra contra el terrorismo se centró en la prevención de futuros ataques a través de medidas como la invasión de Irak y la implementación de la Ley Patriota, que permitió la recolección masiva de datos para identificar posibles amenazas. Obama, por su parte, impulsó una estrategia más centrada en el uso de drones para eliminar a objetivos específicos, lo que generó tanto apoyo como críticas por los efectos colaterales y la falta de transparencia. Trump, por otro lado, abogó por una política de retirada de tropas, pero su administración continuó con el uso de drones y operaciones encubiertas en diversas regiones del mundo.

Esta evolución de las estrategias de seguridad resalta cómo el concepto de riesgo se ha globalizado y cómo las amenazas ya no se perciben como simples conflictos entre estados, sino como dinámicas complejas que involucran actores no estatales, tecnologías disruptivas y redes de comunicación globales. La gestión del riesgo en la seguridad internacional ya no se limita al control de las fronteras físicas de los países, sino que ahora abarca aspectos tecnológicos, económicos, culturales y sociales.

El uso de drones en particular ha generado un debate fundamental sobre la ética de la guerra moderna. La capacidad de llevar a cabo asesinatos selectivos sin la necesidad de presencia física en el territorio ha permitido a las potencias mundiales proyectar su fuerza de manera precisa y menos costosa. Sin embargo, esta tecnología también ha llevado a cuestionamientos sobre la legalidad y moralidad de la guerra en el siglo XXI. La falta de claridad sobre los criterios para seleccionar los objetivos, junto con las consecuencias inesperadas de los ataques, ha creado un ambiente de incertidumbre en el que las decisiones de seguridad se toman con un alto grado de opacidad.

Además de la dimensión tecnológica y política, es fundamental comprender que el riesgo en la seguridad global también tiene una fuerte componente humana. Las decisiones tomadas en torno a la seguridad no solo afectan a los actores involucrados directamente en un conflicto, sino también a las poblaciones civiles, cuya vulnerabilidad se incrementa a medida que las políticas de seguridad se desmaterializan y se vuelven más deshumanizadas. La adopción de medidas como la vigilancia masiva, las intervenciones militares y los ataques con drones, aunque diseñadas para proteger a los ciudadanos, a menudo terminan violando derechos fundamentales, lo que genera nuevas fuentes de inseguridad.

La constante evolución de las amenazas, junto con la incertidumbre generada por el cambio climático, las pandemias y las crisis económicas globales, hace aún más urgente la necesidad de una reflexión profunda sobre las políticas de seguridad y gestión del riesgo. En este contexto, es esencial considerar que la seguridad no puede ser vista únicamente desde una óptica de control y represión, sino que debe ser entendida como un equilibrio dinámico entre la protección, la libertad y el respeto a los derechos humanos.

En resumen, la gestión del riesgo en la política internacional debe ser vista como un proceso multifacético, que implica no solo la toma de decisiones en el ámbito militar y político, sino también la integración de valores éticos, jurídicos y humanos en la construcción de un futuro más seguro para todos. La comprensión de la seguridad en un mundo globalizado requiere una visión holística, en la que el riesgo no se limite a una amenaza inminente, sino que considere sus implicaciones a largo plazo en todos los niveles de la sociedad.

¿Cómo influye la lógica del riesgo en las políticas de seguridad contemporáneas?

La cuestión del riesgo ha cobrado una importancia central en las últimas décadas, especialmente dentro del ámbito de la seguridad y la política exterior. En el contexto de la política estadounidense bajo la administración Trump, la gestión del riesgo se convirtió en un eje fundamental que justificaba políticas de inmigración estrictas, como el veto migratorio y la construcción de un muro en la frontera. A través de este enfoque, se buscaba no solo proteger al país de amenazas externas, sino también dar forma a las percepciones públicas sobre los riesgos inherentes a la inmigración, la amenaza terrorista y la seguridad nacional.

El concepto de "sociedad de riesgo", desarrollado por Ulrich Beck, proporciona una base teórica fundamental para entender cómo se construyen y gestionan los riesgos en la política contemporánea. Beck argumenta que vivimos en una era donde los riesgos no solo son omnipresentes, sino que son inherentemente difíciles de controlar y, por lo tanto, se gestionan a través de medidas políticas y sociales que a menudo amplifican el miedo y la desconfianza. Esta perspectiva es especialmente relevante cuando se considera cómo se perciben los inmigrantes, las personas de ciertas nacionalidades o religiones, como una amenaza potencial para la seguridad nacional.

El proceso de "risquización", o la construcción social del riesgo, es clave para entender cómo ciertos grupos son definidos como riesgos. Este proceso no es neutro; está impregnado de dinámicas de poder y de representación que dependen de la política y de las relaciones sociales en un contexto determinado. En el caso de las políticas migratorias de Trump, la risquización fue una herramienta eficaz para vincular la inmigración con el terrorismo, la violencia y la inseguridad, reforzando la percepción de una amenaza constante desde el exterior.

Desde una perspectiva post-estructuralista, los riesgos no se consideran una realidad objetiva, sino una construcción social que está profundamente influenciada por discursos políticos. En este sentido, las decisiones sobre qué constituye un riesgo, cómo se evalúa ese riesgo y qué medidas se toman para gestionarlo, dependen de los actores que controlan las narrativas y las estructuras de poder. En el caso del gobierno de Trump, el discurso de la amenaza terrorista, a menudo vinculado a ciertas comunidades musulmanas o de países de mayoría musulmana, fue un elemento crucial para justificar políticas restrictivas.

Sin embargo, la gestión del riesgo no es un proceso unidireccional. A menudo, las políticas que intentan gestionar el riesgo se encuentran con resistencia tanto interna como externa. Las protestas contra el veto migratorio de Trump, por ejemplo, reflejaron una disidencia significativa ante lo que muchos consideraron un uso excesivo del miedo para justificar medidas discriminatorias. Esta resistencia resalta la naturaleza política y dinámica de la gestión del riesgo, que no solo depende de las decisiones de los gobernantes, sino también de las respuestas de la sociedad civil, las organizaciones internacionales y otros actores globales.

La noción de "gestión situacional del riesgo" proporciona un marco útil para comprender cómo las políticas de seguridad, como el muro fronterizo o el veto migratorio, se implementan en respuesta a incertidumbres específicas sobre el lugar y el tiempo de los riesgos percibidos. Esta estrategia busca modificar o controlar zonas geográficas problemáticas que se consideran vulnerables a amenazas, sin necesariamente abordar las causas subyacentes de esos riesgos. En otras palabras, se trata de una solución a corto plazo, que intenta manejar los síntomas del riesgo, pero que a menudo ignora las dinámicas más profundas que lo generan.

Es importante también destacar que la risquización y la gestión del riesgo no se producen en un vacío. La manera en que los riesgos se representan, gestionan y responden varía según el contexto histórico, político y cultural. Mientras que en Estados Unidos, el discurso del riesgo ha estado estrechamente vinculado a la seguridad nacional y la guerra contra el terrorismo, en otras partes del mundo el riesgo puede estar asociado a otros factores, como el cambio climático, las pandemias o las migraciones masivas debido a conflictos bélicos. Esto implica que el concepto de riesgo, aunque universal en su presencia, se adapta y se entiende de manera diferente dependiendo del contexto.

El enfoque en la lógica del riesgo ha transformado el campo de la política internacional y la seguridad, destacando cómo los gobiernos construyen narrativas de amenaza y gestionan la percepción del peligro. Las políticas de Trump en torno a la inmigración reflejan cómo el riesgo se ha convertido en una herramienta política crucial para moldear la opinión pública y justificar medidas de control y exclusión. Sin embargo, este enfoque no está exento de críticas y resistencia, lo que demuestra la complejidad y la tensión inherentes en la política de seguridad contemporánea.

¿Cómo afecta la construcción del muro fronterizo a las comunidades latinas y al medio ambiente en los Estados Unidos?

A pesar de las preocupaciones y la activa resistencia de los pueblos indígenas, la construcción del muro fronterizo ha continuado. En mayo de 2020, el Secretario de Seguridad Nacional utilizó su poder bajo la sección 102(c) de la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y Responsabilidad del Inmigrante de 1996 para suspender varias leyes con respecto a la construcción del muro en Texas. La medida fue tomada para "asegurar la construcción expedita de barreras y caminos en las cercanías de la frontera terrestre internacional en los condados de Webb y Zapata, Texas". Esta exención de leyes implicó la eliminación de protecciones legisladas para las comunidades indígenas y el entorno local, dejándolos vulnerables a los daños causados, directa e indirectamente, por la construcción del muro.

El daño al medio ambiente y los ecosistemas ha sido significativo en muchas áreas. En algunas zonas, el muro ha impedido que las comunidades accedan a los llanos de inundación, aislándolas de fuentes de agua necesarias para el consumo, la sanidad y la ganadería. Contratistas extrajeron agua de manantiales locales, ríos y humedales para mezclar concreto, drenando estos recursos y dañando ecosistemas ya frágiles. En los manantiales de Quitobaquito en Arizona, 40 especies de aves migratorias que se habían registrado entre 2016 y 2019 no regresaron en 2020. Se construyeron tramos del muro a través del hábitat del antílope pronghorn de Sonora, una especie en peligro de extinción, dentro del Refugio Nacional de Vida Silvestre Cabeza Prieta. En el Valle del Bajo Río Grande, la construcción del muro en áreas protegidas ha incrementado el riesgo de inundaciones y destruido hábitats de especies en peligro.

Además, la suspensión de las leyes federales que protegen el medio ambiente ha permitido la construcción del muro sin las evaluaciones de impacto ambiental que normalmente serían requeridas para proyectos federales. La prisa por erigir el muro, particularmente en las últimas semanas de la administración Trump, ha afectado gravemente tanto a las comunidades locales como al entorno natural.

El proceso de "racialización de la ilegalidad", tal como lo describe Menjívar (2021), ha tenido profundas implicaciones para los pueblos latinos. La forma en que ciertos grupos raciales son representados y entendidos como inmigrantes ilegales ha producido consecuencias desproporcionadas, como la sobre-representación de los latinos en los detenidos y deportados. A pesar de que los latinos constituyen aproximadamente el 70% de la población indocumentada, un 88,6% de los detenidos provienen de México, Honduras, Guatemala y El Salvador. Este fenómeno ha convertido a los latinos en blancos de políticas de control migratorio y represión.

La expansión del régimen de deportación y detención también ha resultado en una violencia institucionalizada contra los migrantes irregulares. En 2018, el Fiscal General Jeff Sessions anunció una política de tolerancia cero hacia los cruces fronterizos irregulares, lo que resultó en la separación de más de 2500 niños de sus familias al final de ese año. Los niños fueron retenidos en condiciones deplorables, lo que generó una oleada de críticas a la administración Trump. En 2019, seis niños murieron bajo custodia, lo que evidenció la brutalidad del sistema. El argumento de la administración Trump ante los tribunales era que el trato inhumano de los niños no violaba la ley, lo que refleja una postura completamente indiferente ante el sufrimiento de los migrantes.

Este proceso de "riesgización", aunque no directamente vinculado a la construcción del muro, ha sido alimentado por un discurso racista y xenófobo que ha hecho que los latinos y otros grupos racializados sean vistos como amenazas. La necesidad de gestionar esos riesgos, reales o percibidos, justifica la construcción de muros y otras barreras físicas en la frontera. No se trata solo de construir una estructura, sino de crear un entorno donde ciertos grupos sociales son etiquetados como peligrosos.

La retórica y las políticas de Trump hacia los pueblos latinos e inmigrantes irregulares también han provocado un aumento en el abuso y la violencia contra estas comunidades. Durante la campaña presidencial de 2016, los condados que acogieron mítines de Trump experimentaron un aumento del 226% en los crímenes de odio. En 2019, un tirador terrorista atacó un Walmart en El Paso, Texas, matando a 22 personas e hiriendo a otras 26. El atacante, antes de cometer la matanza, había sostenido un discurso de odio contra los latinos, alegando que defendía a los Estados Unidos de una "invasión" cultural y étnica. Estos son solo dos ejemplos de un patrón más amplio de odio racializado, marginación y exclusión que han vivido los latinos en los Estados Unidos.

El muro, en última instancia, representa un proceso problemático de gestión de riesgos, que ha tenido impactos profundos sobre los pueblos latinos, los migrantes irregulares y las comunidades locales de las fronteras sur de Estados Unidos. Aunque Trump ya no se encuentra en la Casa Blanca, la idea de continuar con la construcción del muro sigue presente. En junio de 2021, el gobernador de Texas, Greg Abbott, declaró un estado de desastre en la frontera sur y anunció planes para destinar 250 millones de dólares en fondos estatales para continuar la construcción del muro. La seguridad fronteriza sigue siendo un tema que motiva a los líderes de Estados Unidos a recurrir a soluciones físicas como el muro, a pesar de los cuestionamientos sobre su coste y efectividad.

Es fundamental que se entienda que la construcción del muro no solo es una cuestión de infraestructura física, sino que está ligada a una narrativa política que racializa, estigmatiza y criminaliza a amplios sectores de la población. La "gestión del riesgo" a través de la construcción de barreras físicas no solo busca proteger, sino excluir, dejando a comunidades enteras vulnerables tanto a las consecuencias ambientales como a las sociales. La persistencia de estas políticas refleja un patrón que va más allá de la administración Trump y que podría continuar influyendo en la política estadounidense en los próximos años.