La figura de un jinete que, con absoluta gravedad, desciende de su caballo y cambia montura con su amo, quien en ocasiones ha preferido regresar antes a casa, dejando a su leal servidor enfrentarse solo al desafío de derribar vallas en una tarde de caza, representa una visión compleja y simbólica del mundo ecuestre. En su comportamiento, no solo se refleja un sentido de responsabilidad, sino también un cierto ideal de nobleza, como si cada gesto estuviera cargado de una integridad más profunda. Recuerdo con calidez aquellos días de mi juventud junto al Ringwell, especialmente los momentos que compartí con Stephen Colwood. Su interés por enseñarnos y guiarnos sobre las dificultades del terreno parecía no solo una cuestión de experiencia, sino también de bondad genuina. Cada lección, cada consejo, mostraba no solo un conocimiento técnico, sino un respeto por el proceso que iba más allá de la competencia misma.

Es en esta quietud de la tarde, mientras disfrutaba de un simple bocadillo de jamón, donde el pensamiento fluye de manera tranquila y reflexiva. En un campo de primaveras y anémonas silvestres, observaba el terreno que se secaba lentamente, una condición que favorecía a ciertos caballos, como el mío, que podría beneficiarse de un suelo más firme. El panorama que se desplegaba ante mí no solo era apacible, sino que, de alguna manera, reafirmaba la naturaleza impredecible de las competiciones ecuestres. Todo parecía tener su lugar, cada pieza encajaba perfectamente en una especie de calma expectante, que contrastaba con el bullicio y las tensiones del día siguiente. Sin embargo, esa misma tranquilidad se disolvía en el momento en que me reuní con Stephen en el campo de pruebas, donde las vallas comenzaban a marcar el límite entre lo seguro y lo incierto.

En medio de esa calma, las voces de Arthur Brandwick y Nigel Croplady resuenan como recordatorios de una realidad que se nos escapa. Croplady, con su aire de suficiencia y sus observaciones sobre los caballos y las monturas, no hacía más que confirmar mis propias inseguridades. Él, parte del comité organizador de la carrera, parecía conocer todos los detalles, desde la estructura de las vallas hasta las probabilidades de cada jinete. Los nombres de figuras como "Boots" Brownrigg, con su fama en los "Blues", o los oficiales de caballería siempre presentes en la competencia, hacían que mi propia participación pareciera un simple ejercicio de vanidad. ¿Qué posibilidades tenía frente a ellos?

A pesar de mis dudas, la confianza en mi caballo, Cockbird, seguía siendo firme. La presencia de Dixon, quien siempre tenía una palabra de ánimo, me daba algo de consuelo. A veces, la creencia en la habilidad de nuestro caballo se convierte en una de las pocas certezas en medio de la incertidumbre que rodea a una competencia tan exigente. Es curioso cómo, en momentos de duda, las voces de aquellos que confiamos, como la de Dixon, pueden tener un impacto mucho mayor que cualquier análisis técnico o conocimiento previo.

El día de la carrera llegó rápidamente. Las decisiones sobre cómo transportar a Cockbird al campo de pruebas eran casi más relevantes que la propia competencia. La idea de que él descansara en su propio establo la noche anterior, una necesidad básica de cualquier ser que se prepare para lo importante, parecía trivial en comparación con la preparación del jinete. Sin embargo, en esos detalles aparentemente pequeños se encuentra la esencia de lo que significa estar realmente preparado. Mientras mi propia mente se encontraba agitada por la anticipación, Miriam, siempre paciente, se preocupaba por algo tan simple como si comiera un buen desayuno. Sin embargo, sus esfuerzos no lograban calmar mi ansiedad. La "tranquilidad" de la mañana se veía empañada por la incertidumbre de la tarde.

En esos momentos previos a la carrera, me di cuenta de algo fundamental: no se trata solo de ser el más rápido o el más técnico. No se trata solo de tener al caballo más entrenado o al equipo más experimentado. Lo que realmente define a un competidor en estos eventos es la capacidad de afrontar lo desconocido con determinación. Cada valla, cada curva, cada obstáculo es solo una manifestación de una lucha interna: el miedo, la duda y, finalmente, la decisión de seguir adelante. Al final, la preparación más importante no es la que se mide en kilómetros recorridos o en minutos de práctica, sino en la fortaleza mental y emocional que uno puede reunir frente a lo inesperado.

¿Qué revela la tierra sobre los antiguos habitantes y la evolución de su entorno?

La observación de las capas de tierra y las formaciones geológicas nos ofrece un testimonio invaluable sobre las condiciones del pasado, sobre todo cuando se analizan restos de conchas, sal y fragmentos orgánicos dispersos en diferentes alturas. En las terrazas cercanas a la costa, a una altitud de 85 pies, se encuentran restos de conchas marinas profundamente corroidas, con una apariencia mucho más desgastada que aquellas en niveles más altos, alrededor de 500 o 600 pies en la costa chilena. Estas conchas están asociadas a una mezcla de sal común, sulfato de cal y otros minerales, probablemente depositados por la evaporación de las aguas salinas a medida que la tierra iba elevándose lentamente sobre el nivel del mar.

A medida que ascendemos en la terraza, encontramos conchas que parecen desmoronarse en escamas finas, desintegrándose hasta convertirse en polvo. Este fenómeno de descomposición, junto con la presencia de una capa superior de polvo salino en niveles más altos, sugiere que originalmente existió una capa de conchas marinas similar a la que se encuentra en la terraza inferior. Sin embargo, al examinar esta capa salina más superficial, observamos que no queda rastro de la estructura orgánica de las conchas, lo que implica que estas se descompusieron en una reacción química que resultó en la formación de sulfatos y muriatos de calcio y sodio.

Este proceso de descomposición, que parece involucrar una doble descomposición de las conchas, genera un salto interesante hacia la reflexión sobre los efectos que el agua salina puede tener sobre los organismos marinos en un proceso prolongado de exposición. La transformación de la carbonato de sodio en sulfato de sodio es aún un enigma no completamente comprendido, pero es evidente que la salinidad del ambiente ha jugado un papel crucial en el desmoronamiento de las conchas y en la preservación de ciertos compuestos minerales.

En el caso de los restos de algodón y otros objetos como hilos de algodón, caña trenzada y cabezas de mazorcas de maíz encontrados en la misma terraza de 85 pies de altura, su hallazgo entre los restos de conchas marinas ofrece una ventana única hacia las interacciones humanas con su entorno. Estos objetos, que son idénticos a aquellos encontrados en las huacas o tumbas antiguas peruanas, sugieren que hubo una ocupación humana en esta área durante un periodo de tiempo considerable.

En la costa peruana, cerca de San Lorenzo, encontramos una extensa llanura que ha sido testigo de la interacción entre las civilizaciones precolombinas y el entorno natural. Este terreno, formado por capas alternas de arena, arcilla impura y grava, presenta una característica peculiar en su superficie: una capa superficial de tierra roja que contiene fragmentos dispersos de conchas marinas y cerámica. Al principio, esta capa podría haberse interpretado como un depósito marino, pero la presencia de una base artificial de piedras redondas indica que este terreno era previamente utilizado para la fabricación de cerámica por los antiguos habitantes.

Es probable que, durante un terremoto, el mar haya invadido la llanura, convirtiéndola en un lago temporal que depositó barro, fragmentos de cerámica y conchas marinas. Esta hipótesis nos lleva a pensar que, a lo largo de la historia, el nivel del mar ha fluctuado en esta región, con períodos de elevación y subsidencia, lo que ha dado lugar a una serie de capas de sedimentos que preservan no solo los restos biológicos sino también los artefactos culturales.

En este contexto, el análisis geológico y paleontológico revela más que la simple historia de la tierra: también cuenta la historia de las personas que habitaron estas tierras y cómo los cambios en su entorno afectaron su vida diaria. La elevada altura de ciertas terrazas, como los 85 pies en San Lorenzo, indica que el nivel del mar ha subido y bajado de manera significativa a lo largo del tiempo, lo que coincide con las teorías que sugieren que ha habido múltiples períodos de elevación de la costa en la región.

Es importante entender que estos cambios en el nivel del mar no ocurren de forma lineal. En áreas como Valparaíso, aunque la elevación no superó los 19 pies en los 220 años previos a la visita de los investigadores, se ha registrado una subida gradual, especialmente después del terremoto de 1822. Este fenómeno ilustra cómo, en ciertas áreas, los movimientos tectónicos han causado un alza constante y casi imperceptible, que, en el caso de las zonas más cercanas a la cordillera, ha sido más pronunciada que en otras regiones más distantes, como la costa de Patagonia. Sin embargo, también debemos considerar que estos movimientos de elevación y subsidencia pueden haberse alternado en diferentes períodos.

En resumen, las capas de conchas marinas, sal, cerámica y otros fragmentos materiales encontrados en los yacimientos arqueológicos de la región no solo nos ofrecen información sobre las condiciones ambientales pasadas, sino también sobre los efectos de los movimientos tectónicos en el paisaje y en la vida de las antiguas civilizaciones que habitaron esta área. La historia de la tierra es una historia dinámica, en constante cambio, que sigue revelando detalles sorprendentes sobre los antiguos habitantes y su entorno.

¿Cómo sobrevive Tarka en un mundo donde el acecho humano lo persigue constantemente?

El agua del canal se deslizaba lentamente bajo el sol, mientras las sombras de los árboles se extendían sobre su superficie tranquila. El aire se impregnaba del polvo flotante y el canto lejano de los sabuesos que nadaban en el agua, esforzándose por mantenerse a la vanguardia. La cadena de caza, formada por los hounds, se extendía de una orilla a otra, avanzando en tramos de más de 50 metros, hasta que, al llegar al umbral del embalse, una ondulación señalaba la presencia de una cabeza que desaparecía bajo el agua, para luego emerger fugazmente. “¡Tally-ho! ¡Ha bajado por el canal!”, gritaban los cazadores.

El canal, profundo y cubierto de maleza verde, serpenteaba por el valle, rodeado por helechos y zarzas que se inclinaban hacia el agua. En su lecho marrón, el agua se deslizaba silenciosa, arrastrando hojas muertas que flotaban lentamente. En este escenario, Tarka, el nutria, nadaba a través de las hierbas marinas y el lecho fangoso del agua, su cuerpo moviéndose como una sombra que se disolvía en la corriente. Cada vez que emergía, su hocico sobresalía de las aguas, como una hoja flotante que se levanta brevemente antes de sumergirse de nuevo. A veces, un pez se cruzaba en su camino y, con un giro rápido, Tarka lo atrapaba con sus afiladas mandíbulas.

El entorno estaba lleno de vida. Las plantas acuáticas se balanceaban con el paso del agua, las flores de borraja y consuelda crecían junto a los juncos, mientras las telarañas se llenaban de insectos atrapados. Solo un animal tan ágil como una comadreja podía moverse por la orilla sin ser detectado. El canto de los pájaros era constante: el chiffchaff cantaba su melodiosa nota, mientras que los mirlos se deslizaban entre las ramas de los árboles. La naturaleza vibraba en su entorno.

Pero Tarka no podía relajarse. Sabía que el peligro acechaba, representado por el ruido distante de los perros, cuyas voces reconocía fácilmente, entre ellas, la del cazador Deadlock. Con sigilo, Tarka nadaba de nuevo en el canal, alejándose cada vez más de los perros y buscando refugio en la maleza que rodeaba la orilla. El agua lavaba su rastro, y las huellas que dejaba en la tierra eran rápidamente borradas por la corriente. Después de un rato, el sonido de los perros se apagaba y Tarka aprovechaba la oportunidad para descansar bajo la raíz de un aliso.

El eco de los hachazos de los leñadores resonaba desde lo alto del terreno, como un recordatorio de la presencia humana que invadía el bosque. Pero Tarka se mantenía alerta, confiando en su agudo sentido del oído. El viento movía las ramas y el canto de los pájaros se entremezclaba con los sonidos de la caza. A medida que los cazadores se acercaban, Tarka se movía más rápido, corriendo entre las zarzas y saltando sobre el suelo cubierto de hojas muertas, sin perder el rastro de su propia huella.

En un punto del recorrido, cuando los cazadores y los perros parecían estar cerca, Tarka se deslizó de nuevo al agua, encontrando una rendija en la reja del molino que le permitió evadir la trampa de los cazadores. La reja de hierro lo detenía brevemente, pero con una maniobra experta, consiguió atravesarla y nadar hacia la otra orilla. El agua estaba más turbia en este punto, y el lecho del canal estaba cubierto de sedimentos y restos orgánicos. Tarka descansó bajo la sombra del roble, observando cómo las partículas de polvo flotaban en el agua.

A lo lejos, los cazadores seguían el rastro de su olor, pero Tarka ya había encontrado una forma de escapar nuevamente. Nadó hacia el molino, donde el sonido de las sierras cortando madera se unía al rumor de las piedras del molino que molían el grano. La fábrica de la naturaleza y la de los hombres coexistían, y Tarka, siempre en la frontera entre ambos mundos, debía mantenerse siempre un paso adelante.

La caza nunca cesaba, el acecho humano siempre estaba presente, pero la vida de Tarka era una danza constante con el peligro, un juego de astucia y supervivencia. En su travesía por el agua, por el bosque y a través de los campos, Tarka simboliza la lucha por la libertad frente a una persecución implacable, la resistencia ante el desgaste del tiempo y la incansable persecución de los cazadores.

Es esencial entender que en esta lucha de Tarka, la naturaleza misma es su aliado y su enemigo. El agua, el bosque y los animales que lo rodean son tanto su refugio como el terreno de su persecución. Además, la influencia humana, con sus ruidos, su invasión del entorno natural y la amenaza constante de la caza, pone a prueba su instinto y su habilidad para sobrevivir. En este contexto, Tarka no solo está huyendo de los cazadores, sino también de un mundo que no entiende ni respeta la vida silvestre en su totalidad. La supervivencia de Tarka depende tanto de su agudeza sensorial como de su capacidad para adaptarse a su entorno, un testamento al vínculo entre un ser que pertenece al agua y la tierra, y el mundo que lo acecha.

¿Por qué la vida en el campo es una necesidad para el alma humana?

Hoy en día, la población de este pequeño pueblo es de poco más de 200 habitantes. En otras palabras, tres cuartas partes de sus habitantes han desaparecido. La fortuna de este lugar no es una excepción. Observemos esa magnífica iglesia del siglo XIII con su torre almenada en la llanura de abajo. Si todos los habitantes del pueblo, hombres, mujeres y niños, asistieran a la misa, la iglesia estaría medio vacía. Apenas reunirían una congregación de cien personas. Sin embargo, si retrocedemos en la historia, encontramos los cimientos de casas, grandes y numerosas, que se pueden rastrear por todas partes. La propiedad, así llamada, consta de unas 2.000 acres de tierra de excelente calidad. No hace mucho, vi cómo un campo moderado de trébol de semilla se vendió tal cual por mil libras, y la gleba, que es hierba, se alquilaba por 73 chelines por acre. Una de las granjas es un magnífico ejemplo de la mampostería Isabelina. Las paredes son lo suficientemente gruesas como para ofrecer rincones y amplios asientos en su interior. Hay otras cuatro granjas que, con sus comodidades y solidez, cuentan con buenos cobertizos. Las cabañas son muy pintorescas y, en general, espaciosas y cómodas. El valor estimado de las 2.000 acres, de la granja-isabelina y otras casas de campo, de las cabañas y demás, no supera las 4 libras por acre.

Con sus altibajos de fortuna, el carácter de estos pueblos sigue siendo fiel al tipo original. “Yarrow revisited” planteó algunas ideas inquietantes, pero la inspiración de la escena sigue siendo la misma que en antaño. Me acerco a los dos viejos nogales huecos en la gran gleba y golpeo el tronco. Un búho blanco sale volando, tal como lo hacía hace una generación, cuando sus ancestros incubaban un huevo de gallina insertado en el nido por un niño escolar experimental. Los aldeanos siguen reuniéndose en otoño y golpean las ramas con largos palos, y las nueces verde-negras, protegidas por sus hojas verde-negras, que no logran recoger los golpistas, son llevadas por los cuervos antes de que los hombres desaparezcan de su vista. Los cuervos todavía prefieren la iglesia al nogal. No se les considera aves religiosas, ya que su graznido se escucha desde el campanario. Sin embargo, son fieles a la vieja torre y siguen dejando caer cada rama, dejándola descuidada en el suelo, si logran atrapar algo en su primer intento de penetrar por las estrechas rendijas del campanario. El seto, el arroyo, el foso, la iglesia, el granero, la granja, la cabaña, el camino, el banco; los campos verdes y los marrones; el trigo joven y los árboles viejos; el ave, el mamífero, el insecto; el lugar sigue siendo lo que era, un pueblo inglés en el hogar de Inglaterra cuya semejanza difícilmente se encontrará en todo el mundo.

A veces he pensado que el paralelo más cercano no se encuentra en Europa o América, sino en los pueblos nativos de Fiji. Pero lugares como Ewelme, Hemingford Gray, Yattendon, Weobly, Finchingfield, Bourtons, Polperro y otros pueblos humildes, todos ellos surgiendo en paisajes campestres sencillos, son demasiado ingleses para cualquier comparación. Y qué nombres tan poéticos y hogareños tienen. De todos ellos, solo por el sonido sugerente, pondría en primer lugar Maidens y Potters Crouch en Hertfordshire, y Freefolk—un lugar encantador—en Hampshire. El pueblo inglés endulza Inglaterra y la vida inglesa como el molino de sal, en el cuento de hadas, salta el mar. Los habitantes de la ciudad lo sienten y los del campo lo saben también. Un urbanita convertido en campesino, que posee el fervor del converso y el conocimiento de ambos mundos, preguntó a varias personas por qué eligieron vivir en el campo. Fue como preguntar a un hombre por qué come y bebe: la pregunta resultó difícil de responder porque no se puede ir más allá de un axioma y discutir sobre su razonabilidad.

Mi respuesta fue algo como esto: viví cuando era niño en el campo profundo, a nueve millas de un pueblo o estación de tren, y a cinco millas (como solía lamentarse Sydney Smith) de un limón. Nuestros pensamientos y maneras eran pensamientos y maneras de campo, y no creo que ninguno de nosotros haya llegado a sentir en algún momento que todo fuera aburrido. Siempre había muchas opciones para hacer cosas. Cuando un hombre ha sido criado de esa manera, la vida pierde la mitad de su significado si se queda mucho tiempo en la ciudad, por más que disfrute de la ciudad y desee visitarla. El contacto diario con el año, con los días más largos y más cortos, con las estaciones y su clima, con el calendario marcado por plantas, insectos, aves, hombres, rotación de cultivos y tantas otras cosas se convierte casi en una necesidad espiritual o, al menos, sensorial. En la ciudad, los tiempos intermedios siempre tocan el aburrimiento. Hay que tratar de alcanzar la felicidad mediante una sucesión de placeres o deberes, y el método es tan erróneo como intentar mantener una luz continua encendiendo cerillas. En el campo, los tiempos intermedios son los verdaderamente satisfactorios, el resplandor de los fuegos cuando las llamas ya han pasado o están por llegar. Uno no desea ir al interior, incluso en invierno. Se quiere escuchar el alegre canto del mirlo antes de que se acurruque en su nido. Uno quiere moverse, además de escuchar, ver y oler.

Podría dar muchas razones concretas por las que vivo en el campo, por qué sentiría que estoy apartado de "la libre marcha de la vida" (que es la mejor definición de la felicidad) cuando estoy atrapado entre calles y casas. Pero la razón interior para preferir el campo va más allá de los detalles particulares y es apremiante; no se desafía ninguna comparación. Algunos pueden llamar a la razón mística, pero eso no puede evitarse: es la verdadera razón, y es esta: las cosas urbanas se sienten secundarias y las cosas rurales, primarias. El campesino feliz es definitivamente consciente de una comunión con el mundo que lo rodea. Wordsworth expresa este sentimiento mejor que nadie en la literatura, en "Tintern Abbey" y en "The Prelude", pero todos sentimos lo que él sintió en nuestras menores proporciones. Los campesinos, no menos los trabajadores agrícolas, tienen un sentido más profundo y mejor de las realidades de la vida y la muerte, así como de lo esencial del comportamiento. Puede que desees pasar tiempo en la ciudad, donde las mentes son más agudas, los entretenimientos más diversos, la multitud más estimulante y, en algunos aspectos, la vida más libre de los lazos de la crítica. Pero en el campo, uno debe hacer lo que hacen los campesinos o se sentirá tan fuera de lugar como una casa de ladrillos rosa entre cabañas de paja. En la ciudad, puedes hacer exactamente lo que te plazca, y nadie que importe sabrá nada al respecto. Sin embargo, tocas una libertad más alta cuando estás solo en una colina, donde (como dijo una vez un habitante de Idbury) "hay mucho espacio para la luna", que en la cercanía de cualquier luz artificial. “Es bueno para nosotros estar aquí”, eso es el corazón del sentimiento.