La presidencia de Donald Trump ha marcado un antes y un después en la política estadounidense, no solo por la corrupción económica evidente, sino también por su corrosiva influencia sobre los valores democráticos y humanitarios que alguna vez definieron a Estados Unidos. A lo largo de la historia del país, estas normas éticas fueron violadas de forma recurrente, si no sistémica, pero siempre existió cierta restricción sobre lo que los políticos podían hacer o decir. Sin embargo, con la llegada de Trump a la Casa Blanca, esas barreras fueron derribadas, y la política estadounidense entró en una era donde la ética y la moralidad pasaron a segundo plano, dejando espacio a una forma de corrupción tanto política como cultural.

Uno de los momentos más representativos de este quiebre en los valores fue la intentona de Trump de revertir los resultados de las elecciones de 2020, que culminó en el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. Este evento, entre otros, dejó claro que la política de Trump no solo se trataba de un desafío a las normas democráticas, sino de una manifestación directa de un autoritarismo que se alimentaba de una base social segmentada, dispuesta a aceptar e incluso justificar estos actos. La corrupción bajo Trump no se limitaba a un simple desvío económico; era una corrupción cultural profunda, que desintegraba la noción misma de lo que significaba ser un ciudadano estadounidense en un sistema democrático.

La conexión entre el autoritarismo de Trump y una tendencia global más amplia de populismo autoritario no debe subestimarse. En muchas partes del mundo, este tipo de política ha crecido en influencia y ha llegado para quedarse, con líderes autocráticos en países como Rusia, China, Brasil, Turquía y Venezuela, entre otros. La singularidad de Trump, en este contexto, radica en su capacidad para aprovechar el poder de Estados Unidos, una nación que históricamente ha intentado posicionarse como líder del "mundo libre", a pesar de sus profundos problemas de desigualdad racial y de clase. Así, la presidencia de Trump no solo fue un ataque a los principios liberales dentro de Estados Unidos, sino también una manifestación de las tensiones raciales y de clase que han caracterizado a la sociedad estadounidense a lo largo de los siglos.

En este sentido, es crucial entender cómo Trump manipuló las ansiedades raciales de la población blanca. Su mensaje creó una alianza entre los blancos de clase trabajadora y los extremadamente ricos, a pesar de las claras diferencias económicas entre ambos grupos. Este fenómeno no es nuevo; desde hace más de un siglo, estudios críticos, como los de W.E.B. Du Bois, han abordado cómo el racismo y el privilegio blanco son mecanismos que desvían la atención de la desigualdad económica. No obstante, en el siglo XXI, bajo Trump, este fenómeno ha adquirido una forma más venenosa, al entrelazar el miedo racial con el temor al cambio demográfico. En pocos años, los blancos dejarán de ser la mayoría demográfica en Estados Unidos, y la posibilidad de que las personas de color asuman más poder político y económico se ha convertido en una de las mayores preocupaciones de la élite republicana.

Este miedo racial, alimentado por Trump, ha logrado desviar la atención de las crecientes desigualdades económicas que afectan a la clase trabajadora blanca. Mientras las grandes fortunas se concentran en unas pocas manos, millones de estadounidenses luchan por sobrevivir, atrapados en una economía que solo parece beneficiar a los ya ricos. Trump ha usado esta tensión para desviar la ira popular de los ultra-ricos hacia otro objetivo: la clase profesional liberal, o la "Burguesía Azul", como algunos la denominan. La cultura de las "guerras culturales" que comenzó a forjarse en los años 80, con la ayuda del Partido Republicano, ha sido clave para crear esta división.

Al mismo tiempo que Trump movilizaba a los blancos de clase trabajadora contra los inmigrantes y las personas de color, también incitaba a esta misma base contra los valores liberales y humanitarios asociados con la clase profesional bien educada. La crítica feroz y el desprecio por esta clase, que muchos asocian con la elite intelectual y progresista, se ha convertido en una característica definitoria de su retórica. Así, Trump ha conseguido que los problemas de clase queden en segundo plano, mientras que la polarización racial y la xenofobia se intensifican, dividiendo aún más a la sociedad estadounidense.

Es fundamental comprender que, más allá de las manifestaciones de odio racial o la hostilidad hacia los inmigrantes, lo que está en juego es la concentración del poder y la riqueza en manos de unos pocos. La movilización de Trump ha logrado que se desvíe la atención de las verdaderas raíces del problema: una economía cada vez más desigual que favorece a los ultrarricos, mientras que la clase trabajadora, blanca o no, sigue siendo la gran perdedora en este sistema.

Este patrón de autoritarismo y polarización no se limita a Estados Unidos, sino que refleja una tendencia global hacia la concentración del poder en pocas manos, bajo la apariencia de un liderazgo "populista" que se presenta como el protector de los intereses del pueblo. Sin embargo, detrás de esta fachada se ocultan dinámicas de poder y economía que sirven solo a los intereses de una élite cada vez más desconectada de las realidades que enfrenta la mayoría de la población mundial.

¿Cómo se construye la manipulación en la política moderna?

El panorama político actual está marcado por una serie de dinámicas de poder que operan fuera del alcance de las democracias representativas. La intervención de actores privados, la privatización de funciones esenciales y el uso de medios de comunicación y propaganda han transformado la política en un juego donde los intereses particulares prevalecen sobre el bien común. La llamada "captura regulatoria", por ejemplo, describe cómo las grandes empresas logran influir en las políticas públicas a su favor, asegurando que las leyes y regulaciones sean formuladas para beneficiar a unos pocos en detrimento de la mayoría. Este fenómeno no es nuevo, pero ha cobrado una relevancia particular en el siglo XXI, en un contexto de creciente desconfianza en las instituciones democráticas y de una profunda crisis en el sistema de representación.

Uno de los ejemplos más evidentes de esta manipulación es el uso de la desinformación por parte de gobiernos y actores políticos para controlar la narrativa. El caso de las intervenciones extranjeras en elecciones, como las acusaciones de injerencia rusa en las elecciones estadounidenses de 2016, ilustra cómo las estrategias de manipulación pueden alterar la percepción pública. Además, el impacto de las redes sociales ha amplificado la capacidad de los actores políticos para dirigir y distorsionar la opinión pública, creando una especie de "colapso del contexto" que confunde las fronteras entre la verdad y la mentira.

El populismo radical, un fenómeno que ha resurgido con fuerza en diferentes partes del mundo, juega un papel clave en la consolidación de esta manipulación. Líderes como Donald Trump o Jair Bolsonaro han sido muy efectivos en emplear discursos polarizadores, basados en el resentimiento racial y la confrontación directa contra las élites y las instituciones tradicionales. Este tipo de liderazgo se apoya en la creación de un enemigo común, y muchas veces utiliza expresiones despectivas y estereotipadas que refuerzan las divisiones sociales, alimentando el racismo y la xenofobia.

La construcción de estas narrativas no solo se limita a discursos políticos. Los medios de comunicación, las empresas de publicidad y los grandes conglomerados privados juegan un papel fundamental en la creación de un entorno donde las noticias y los hechos son manipulados para servir a intereses específicos. La opacidad en las relaciones entre el sector privado y el gobierno, la falta de transparencia y el control sobre la información contribuyen a una atmósfera en la que la verdad se vuelve relativa, y los ciudadanos quedan atrapados en una red de mentiras que les impide tomar decisiones informadas.

En paralelo, se ha producido una transformación en las formas de participación política. Si bien en las últimas décadas ha crecido la apatía electoral, también ha surgido una forma de "participación oscura", impulsada por la interacción a través de plataformas digitales y foros de internet. Las comunidades en línea, a menudo anónimas, se convierten en espacios donde se generan nuevas formas de movilización, pero también de radicalización. Estos movimientos no siempre se alinean con las normas democráticas tradicionales, y a menudo se caracterizan por su agresividad, su rechazo a la moderación y su rechazo de la "corrección política".

Es importante entender que el avance de estas estrategias de manipulación no es solo cuestión de ideología política. En muchos casos, son tácticas utilizadas por el poder para mantener el statu quo, asegurando que las estructuras de poder sigan siendo controladas por una élite económica y política. La polarización y la fragmentación social resultantes de este proceso son elementos clave que alimentan las tensiones dentro de la sociedad, creando un ambiente de inseguridad y desconfianza generalizada. Además, los valores de la democracia, la justicia y la equidad se ven erosionados, lo que lleva a la implementación de políticas públicas que favorecen a los más poderosos, mientras que las necesidades de las clases populares y marginadas quedan desatendidas.

Este panorama no debe verse como una fatalidad, sino como un llamado a la acción. La restauración de la confianza en las instituciones, la lucha contra la manipulación mediática y el fortalecimiento de los mecanismos de rendición de cuentas son pasos fundamentales para recuperar la integridad del sistema democrático. Sin embargo, esta tarea no será fácil, y requiere un esfuerzo conjunto entre ciudadanos, periodistas, académicos y políticos para contrarrestar las fuerzas que buscan subvertir los valores democráticos.

¿Cómo la Política de Separación Familiar Refuerza la Frontera del Sufrimiento Abyssal?

La separación de familias migrantes en la frontera de Estados Unidos durante la administración Trump ha sido uno de los episodios más brutales en la historia reciente de la política migratoria de ese país. En medio de una ola de indignación internacional, una grabación conmovedora de diez niños centroamericanos detenidos, tras ser separados de sus padres, reveló la verdadera naturaleza de esta política. Los niños, aterrados y desesperados, lloraban repetidamente pidiendo a sus padres, mientras que un agente de la Patrulla Fronteriza, con una desalmada indiferencia, se permitía bromear sobre la situación: "Bueno, tenemos una orquesta aquí" y "Lo que falta es un director". Esta indiferencia hacia el sufrimiento humano refleja un mensaje muy claro: el cruce “ilegal” de la frontera justifica la violación de los derechos humanos fundamentales, eliminando la relevancia de las razones políticas, económicas y militares que llevan a las personas a desplazarse.

Este tipo de indiferencia ante el sufrimiento, que se produce cuando la brutalidad se convierte en una rutina aceptada, es lo que el filósofo Boaventura de Sousa Santos describe como “sufrimiento abyssal”. Según Santos, hay formas de sufrimiento “abyssal” y “no abyssal”. La diferencia no está en la intensidad del sufrimiento, sino en la indiferencia con la que se inflige. El sufrimiento abyssal se caracteriza por su indiferencia social y política, es decir, un sufrimiento al que no se le presta atención porque se inflige a aquellos que habitan “del otro lado de la línea”, una línea que divide a los migrantes de los ciudadanos, a los vulnerables de los protegidos. La política de separación de familias, lejos de ser un error aislado, es un ejemplo claro de cómo la humanidad de los migrantes es ignorada, y su sufrimiento es deshumanizado hasta convertirse en algo banal, sistemáticamente relegado al olvido.

La narrativa oficial promovida por la administración de Trump y sus seguidores, que considera a los migrantes como “ilegales” o “criminales”, despoja a estos individuos de su humanidad y, al mismo tiempo, permite que se justifique la violencia contra ellos. Para muchos de los defensores de esta política, no importa cuánta violencia se infunda; lo único que importa es quién la recibe. De acuerdo con las encuestas, aunque dos tercios de la población estadounidense desaprobaban la separación de familias, un 58% de los republicanos aprobaban la medida. Esta estadística demuestra cómo los migrantes son percibidos como personas ontológicamente diferentes, de una humanidad inferior que, por lo tanto, no merece el mismo trato ni respeto que los ciudadanos estadounidenses.

La distinción entre sufrimiento abyssal y no abyssal se convierte en un aspecto crucial para entender la política migratoria contemporánea. Mientras que el sufrimiento no abyssal puede ser reconocido y tratado por la sociedad, el sufrimiento abyssal, el de los migrantes, es un sufrimiento oculto, que se da en la sombra, tras las murallas de la política y la indiferencia social. Este sufrimiento se perpetúa cuando se legitima la deshumanización de los migrantes, considerándolos una amenaza más que una población vulnerable que huye de circunstancias extremas.

El intento de la administración Trump de modificar y debilitar los precedentes legales que otorgaban derechos a los migrantes también refleja la voluntad de borrar cualquier rastro de reconocimiento humanitario. La política migratoria durante esta época buscó deshacer todo lo logrado en la jurisprudencia que protegía los derechos de los migrantes, como la sentencia que reconocía la violencia doméstica y la violencia de pandillas como causas legítimas para solicitar asilo. Este esfuerzo por anular el progreso legal no solo mostró la intención de deshumanizar aún más a los migrantes, sino también de invalidar la existencia de una tradición de justicia basada en la interpretación de los hechos de cada caso.

El sistema judicial de inmigración, que está lejos de ser independiente, permite que el poder político tenga una influencia decisiva en los fallos judiciales, lo que facilita la erosión de los derechos de los migrantes. Los jueces de inmigración, al ser empleados del Departamento de Justicia, no cuentan con la autonomía necesaria para tomar decisiones imparciales, lo que les coloca en una situación de vulnerabilidad frente a las presiones políticas. Durante la administración Trump, el uso de este poder para revertir precedentes y desmantelar las protecciones legales fue una herramienta más para socavar el derecho a un juicio justo para los migrantes.

El caso de "Matter of A-B-" ejemplifica el desmantelamiento de las protecciones legales. El fiscal general Jeff Sessions intentó anular el precedente que permitía que las víctimas de violencia doméstica o de pandillas de ciertos países calificaran para asilo, debilitando aún más el sistema de asilo que había sido desarrollado a lo largo de décadas. Esta medida no solo fue una violación de los derechos de los solicitantes de asilo, sino también un intento de erradicar una interpretación progresiva de la ley que reconocía las realidades sociales de los migrantes.

Lo que este proceso demuestra es la capacidad de un gobierno para redibujar la frontera entre lo que se considera humanamente aceptable y lo que se considera intolerable, a través de la manipulación legal y política. Las líneas fronterizas no solo son físicas, sino también simbólicas, reflejando un orden que decide qué sufrimiento es digno de ser reconocido y cuál se condena al olvido. El reconocimiento de los derechos humanos no debe depender de la ideología o de la percepción de quienes se benefician de la exclusión, sino de la universalidad de esos derechos.