Tras la Segunda Guerra Mundial, el sistema internacional emergente configuró una estructura que, aunque aún sujeta a tensiones, ha favorecido un relativo orden y paz en gran parte del mundo. A pesar de los desafíos, los vencedores principales de la guerra —Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China— rápidamente adquirieron armas nucleares, lo que consolidó su poder. Estos países también aseguraron un lugar privilegiado en la ONU, una institución multilateral que, a pesar de sus limitaciones, ha sido clave para la organización global postbélica. Este sistema multilateral consolidó un principio fundamental: la igualdad soberana de los estados, a la vez que proscribió el uso de la fuerza, excepto en defensa propia. No obstante, esto no significó el fin de la guerra interestatal, y las transgresiones ocasionales, como la invasión soviética de Afganistán o la intervención de Estados Unidos en Irak, continúan generando críticas y recriminaciones internacionales.

El comercio global, por su parte, prosperó dentro de este orden, y la globalización se intensificó tras la caída del Muro de Berlín. Aunque Francis Fukuyama erró en su pronóstico del "fin de la historia", acertó al predecir que la economía internacional tendería hacia una mayor apertura e interdependencia, alejándose de los bloques comerciales cerrados de épocas coloniales y de la Guerra Fría. Hoy en día, los gobiernos tienden a preservar y expandir el comercio global, no solo por sus beneficios económicos, sino también porque contribuye a la paz. Es una creencia común que el comercio global depende de la fuerza militar de Estados Unidos, aunque esta idea carece de sustento real. En realidad, el poder de Estados Unidos supera ampliamente lo necesario para asegurar el "común global" suficiente para el intercambio comercial entre naciones.

La actual postura de Estados Unidos respecto al orden global es una manifestación de su poder. Para muchos líderes estadounidenses, la nación es indispensable para garantizar el orden mundial. Sin embargo, el poder de Estados Unidos, aunque formidable, no es omnipotente. La resolución de muchos problemas internacionales no depende únicamente de la fuerza militar. De hecho, mantener la capacidad de ganar guerras sin el apoyo de aliados se vuelve cada vez más costoso y difícil. En este contexto, los defensores de la primacía estadounidense se enfrentan a la realidad de una creciente incapacidad para sostener un ejército costoso, dado que una parte importante de la población no está dispuesta a financiar un presupuesto militar cercano al billón de dólares.

Desde el fin de la Guerra Fría, la política exterior de Estados Unidos ha carecido de una estrategia clara. Durante la Guerra Fría, la política de contención fue un principio organizador que proporcionó coherencia, pero el fin de la competencia con la Unión Soviética dejó a la política exterior estadounidense sin un enfoque unificado. En este vacío estratégico, las intervenciones estadounidenses han sido numerosas, pero han producido pocos resultados satisfactorios, a menudo a un alto costo. La política exterior de la posguerra fría de Estados Unidos ha sido un esfuerzo excesivo, con resultados mínimos.

El debate sobre el futuro de la política exterior estadounidense es ahora más urgente que nunca. Entre los conservadores, figuras como el exgobernador John Kasich critican la política exterior unilateral de Donald Trump y promueven un regreso a un liderazgo global activo, que incluya no solo la seguridad, sino también la promoción de los derechos humanos y los valores liberales. En el espectro progresista, el rechazo a la agenda "América Primero" está acompañado por un llamado a una política exterior que utilice el poder estadounidense para promover los derechos humanos y desafiar el capitalismo autoritario en el mundo. Sin embargo, también ha crecido entre los progresistas la sensación de que Estados Unidos ha dependido demasiado de la fuerza militar en las últimas décadas.

Una propuesta ampliamente compartida en el espectro político es la idea de contener a China. Sin embargo, tratar de recrear la estrategia de la Guerra Fría en el siglo XXI es un error. China no es la Unión Soviética, y el contexto global de hoy es radicalmente diferente al de la posguerra. China no tiene la intención de destruir Estados Unidos ni de derrocar gobiernos democráticos. Más bien, su estrategia parece ser seguir dentro del mismo sistema global que le ha permitido prosperar. Además, cualquier intento de China de expandir su territorio, como en el caso de Taiwán, implicaría costos económicos y riesgos militares, lo que la disuadiría de actuar de forma agresiva.

El desafío de gestionar la relación con China y, al mismo tiempo, abordar cuestiones globales como el cambio climático, el comercio y la seguridad, requiere un enfoque equilibrado que no dependa exclusivamente de la confrontación militar. La clave está en un multilateralismo robusto que reconozca la interdependencia y las nuevas realidades geopolíticas, sin sucumbir a la tentación de una nueva Guerra Fría.

¿Cómo influyó la política exterior de EE. UU. en el orden mundial después de la Segunda Guerra Mundial?

La participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, bajo la presidencia de Woodrow Wilson, no estuvo motivada por la necesidad de garantizar la seguridad nacional, sino por la visión de un mundo más seguro para la democracia. Con esta intervención tardía, Estados Unidos, una nación emergente y ya la más rica del mundo, logró un lugar destacado en el escenario global. Wilson, en un discurso a los cadetes de la Academia Naval de EE. UU., destacó que la "idea de América... es servir a la humanidad". Sin embargo, el pueblo estadounidense no dejó de lado el escepticismo hacia las aventuras militares extranjeras, algo que había sido una constante en la visión de George Washington y John Adams. No obstante, tras el colapso del mercado en 1929, el país recurrió a barreras comerciales que agravaron la crisis económica global.

Mientras tanto, en Europa y Asia, el auge de Japón y la expansión nazi pasaron desapercibidos para los estadounidenses, quienes permanecieron distantes, preocupados pero sin involucrarse directamente. Solo cuando la ayuda de EE. UU. a Gran Bretaña y la Unión Soviética no logró frenar el avance de las potencias del Eje, Estados Unidos se unió activamente a la lucha en ambos frentes. Tras la Segunda Guerra Mundial, los responsables de la política exterior estadounidense aprendieron lecciones fundamentales: el comercio global era un factor de paz, la agresión debía ser desafiada y el mundo necesitaba una potencia dominante que impusiera normas globales; Estados Unidos se presentó como esa potencia.

La paz y prosperidad global que siguieron a la Segunda Guerra Mundial no solo fueron el resultado de la hegemonía de EE. UU. en los asuntos internacionales, sino también de factores como la interdependencia económica y la propagación de valores liberales, como el respeto por el estado de derecho y los derechos humanos. Además, el poder disuasorio de las armas nucleares y la memoria de las devastadoras guerras convencionales contribuyeron a la disminución de la violencia entre estados. No obstante, los líderes estadounidenses pusieron un énfasis particular en el papel de la fuerza militar para controlar las tendencias bélicas del resto del mundo.

A pesar de que muchos líderes estadounidenses respaldaron la idea de una enorme maquinaria militar para mantener la hegemonía global, no todos estuvieron de acuerdo. En su discurso de despedida, el presidente Dwight Eisenhower advirtió sobre los peligros de lo que denominó el "complejo militar-industrial". Si bien reconoció que este aparato era necesario para competir con la Unión Soviética, temía que su existencia pudiera generar presiones internas que complicaran la relación entre los medios (recursos, voluntad pública) y los fines (objetivos estratégicos). Con el tiempo, Estados Unidos prevaleció sobre la Unión Soviética, pero la permanencia de una fuerza militar desmesurada, incluso después de la caída del bloque soviético, se convirtió en un desafío para el país.

El crecimiento de la industria militar como un negocio rentable llevó a que un sector significativo de la población, especialmente los votantes en el Congreso, presionaran por mantener altos niveles de gasto militar. Esto favoreció una inclinación hacia las aventuras militares extranjeras, aunque con algunas excepciones. Por ejemplo, la experiencia amarga de Vietnam dejó una huella profunda en la política exterior estadounidense durante las décadas de 1970 y 1980, lo que llevó a un enfoque más cauteloso, a pesar de la expansión de la maquinaria militar bajo el gobierno de Ronald Reagan.

A pesar de los esfuerzos de Reagan por lograr la "paz a través de la fuerza", en su segundo mandato, evitó embarcarse en grandes conflictos, consciente de que incluso pequeños enfrentamientos periféricos podían escalar rápidamente hacia una guerra a gran escala con una potencia nuclear. La competencia entre las dos superpotencias, durante la Guerra Fría, estuvo marcada por el uso de terceros países y conflictos de baja intensidad. Estados Unidos apoyó a los "luchadores por la libertad" en Afganistán mientras que la Unión Soviética respaldaba a los aliados cubanos y nicaragüenses. Aunque estos conflictos de baja intensidad representaron riesgos, en su mayoría no generaron oposición significativa dentro de Estados Unidos. Solo con el tiempo se reconocieron los problemas derivados del apoyo a movimientos transnacionales, como el islamismo radical en Afganistán.

La política exterior de EE. UU. en ese período estuvo enmarcada dentro de la Guerra Fría y la estrategia de contención. La discusión no giraba en torno a si enfrentar a la Unión Soviética, sino a cómo hacerlo. Sin embargo, la dinámica cambió en 1987, cuando el presidente Reagan, inicialmente ferozmente opuesto al régimen soviético, comenzó a establecer una relación de trabajo con el líder soviético Mijaíl Gorbachov. La caída del Muro de Berlín en 1989 marcó el inicio de un nuevo capítulo en la política exterior estadounidense.

La primera etapa de la política exterior posterior a la Guerra Fría comenzó con el fin de la confrontación entre las superpotencias, pero el final de la Guerra Fría no implicó el fin de los conflictos globales. En las horas posteriores a los ataques del 11 de septiembre de 2001, comenzó el segundo acto de la política exterior de EE. UU., con intervenciones militares en Afganistán e Irak y una guerra global contra el terrorismo.

Es crucial entender que la historia reciente de la política exterior de EE. UU. está marcada por una continua tensión entre la necesidad de mantener un equilibrio entre el poder militar y los valores democráticos, así como las implicaciones a largo plazo de las decisiones tomadas por sus líderes en situaciones extremas. Es importante reflexionar sobre cómo la prolongada militarización del poder estadounidense, sumada a la dependencia de estrategias de intervención exterior, puede influir en la estabilidad global y la percepción del país en el mundo. La política de intervenciones militares, aunque aparentemente justificada en momentos de crisis, plantea interrogantes sobre sus consecuencias para la paz y la seguridad mundial.

¿Cómo influyó la política exterior de Donald Trump en el orden mundial?

La política exterior de Donald Trump, marcada por un enfoque pragmático y muchas veces impredecible, se ha destacado no solo por sus objetivos estratégicos, sino también por la forma en que desestructuró muchas normas diplomáticas previas. Su enfoque ha sido guiado por un temor constante a perder poder y estatus, lo que se ha traducido en una política basada en la maximización de los intereses económicos de los Estados Unidos, por encima de la cooperación multilateral o el compromiso con alianzas históricas.

Trump ha defendido un proteccionismo económico como respuesta a lo que percibía como una explotación de la posición de liderazgo de Estados Unidos. A través de la imposición de aranceles y la amenaza constante de más medidas unilaterales, Trump buscaba reducir el déficit comercial y hacer que otras naciones, especialmente China, se ajustaran a lo que él consideraba un trato más justo para los estadounidenses. En este contexto, las tarifas impuestas sobre bienes chinos y otras economías globales se convirtieron en una herramienta para presionar, pero también en un obstáculo para los propios intereses comerciales de Estados Unidos. Por ejemplo, se estima que la guerra comercial con China costó a las familias estadounidenses cientos de dólares adicionales al año.

Además, el apoyo a ciertos regímenes, como el de Arabia Saudita, ha generado controversias. El valor económico de estos acuerdos, especialmente en el sector de armamento, fue un factor decisivo para Trump, quien se mostró dispuesto a ignorar las preocupaciones sobre derechos humanos con tal de preservar empleos en Estados Unidos y mantener relaciones comerciales fructíferas. Esta visión utilitarista de la política exterior reflejó una estrategia que buscaba resultados tangibles, aunque en ocasiones a costa de la estabilidad geopolítica a largo plazo.

El concepto de "América Primero", una piedra angular de su administración, implicaba un aislamiento parcial en cuanto a la cooperación internacional, privilegiando acuerdos bilaterales sobre la participación en organizaciones multilaterales. Trump consideró que la pertenencia a instituciones como la OTAN o la ONU había sido desfavorable para Estados Unidos, pues percibía que el país estaba tomando un papel de protector de otras naciones sin obtener beneficios a cambio.

En cuanto a las relaciones con líderes extranjeros, Trump favoreció un estilo más directo y confrontacional. Su interacción con figuras como Kim Jong Un, Vladimir Putin y otros líderes autoritarios de la escena internacional, fue marcada por un tono más amigable y conciliador, en contraste con las críticas previas a estos regímenes durante administraciones anteriores. Esta cercanía con ciertos líderes, a menudo en detrimento de aliados tradicionales, dejó una huella importante en la percepción de la política exterior de Estados Unidos en el mundo.

El manejo de las crisis internacionales bajo la administración de Trump también fue muy diferente al de sus predecesores. En Siria, por ejemplo, las decisiones fueron rápidas y a menudo descoordinadas, lo que provocó incertidumbre tanto en aliados como en adversarios. Sin embargo, sus intervenciones militares, como el ataque con misiles a una base siria en 2017, fueron vistas como una afirmación de poder, buscando enviar un mensaje claro a actores como Irán y Rusia sobre las intenciones de Estados Unidos en el Medio Oriente.

Otro aspecto relevante de la política de Trump fue su enfoque hacia el gasto militar. Si bien la administración incrementó el presupuesto de defensa, también buscó alianzas estratégicas en las que la carga de la defensa no recayera únicamente sobre Estados Unidos. Este enfoque se vio reflejado en su constante presión sobre países de la OTAN para que aumentaran sus contribuciones financieras a la defensa colectiva.

Sin embargo, los desafíos internos de la administración de Trump no se limitaron a la política exterior. La percepción de que la administración estaba comprometida en una lucha constante con las instituciones internas de poder, como el Congreso o el Poder Judicial, también influyó en la estabilidad interna del país. Además, la constante confrontación con la prensa y la sociedad civil, a menudo acusada de parcialidad, evidenció la falta de confianza de Trump en las estructuras democráticas tradicionales.

La estrategia de Trump en cuanto a la política migratoria y las relaciones con países vecinos también mostró un enfoque unilateral y reactivo. La construcción del muro en la frontera con México, por ejemplo, fue un símbolo de su intento de fortalecer la soberanía nacional, pero también de su incapacidad para crear una visión diplomática que resolviera los problemas migratorios a largo plazo. Las políticas de "tolerancia cero" fueron recibidas con fuertes críticas tanto dentro como fuera de Estados Unidos, lo que agudizó las divisiones internas.

Es crucial comprender que la política exterior de Trump no solo reflejaba un cambio en las tácticas, sino una redefinición del papel de Estados Unidos en el mundo. Si bien algunos lo vieron como un líder que finalmente ponía los intereses nacionales por encima de todo, otros lo percibieron como alguien que socavaba el orden global basado en reglas, poniendo en riesgo las alianzas históricas y la estabilidad internacional.

La política exterior de Trump ha dejado un legado ambiguo. Mientras que algunos consideran que revitalizó el sentido de soberanía y los intereses nacionales de Estados Unidos, otros subrayan que su enfoque confrontacional y aislacionista debilita el papel de liderazgo global del país. En última instancia, lo que está claro es que su administración marcó un antes y un después en la forma en que Estados Unidos interactúa con el resto del mundo.