“No hay doctrina Trump.” Estas palabras, pronunciadas en la intimidad de una reunión en la Casa Blanca por el entonces director de comunicaciones Mike Dubke, capturan con precisión la confusión estratégica que caracterizó los primeros años del mandato de Donald Trump. La falta de coherencia doctrinal no solo fue una omisión retórica, sino el reflejo de una presidencia que, en política exterior, prometió ruptura y terminó reproduciendo –con menor pericia y con consecuencias más dañinas– los errores estructurales de sus predecesores.
Desde Truman hasta Obama, la estrategia global de Estados Unidos descansó sobre pilares bien definidos: la primacía militar, la expansión de alianzas formales como la OTAN, y la proyección de poder a través de una presencia militar constante y disuasiva en múltiples regiones del planeta. A ello se sumaba el uso recurrente de la fuerza para asegurar no solo la seguridad física del país, sino también una amplia gama de intereses definidos vagamente bajo el paraguas de la “estabilidad internacional”. Esta visión, aceptada transversalmente en el espectro político de Washington durante décadas, fue desafiada –al menos en apariencia– por la retórica nacionalista y aislacionista de Trump.
Su candidatura prometía una revolución: desmantelar compromisos costosos, terminar con las guerras interminables y reducir la implicación militar de EE.UU. en escenarios donde sus intereses vitales no estuviesen en juego. Frases como “la OTAN está obsoleta” rompían con un consenso tradicional y presentaban a Trump como un agente de cambio dispuesto a replantear el rol de Estados Unidos en el mundo. Sin embargo, una vez en el poder, su administración no solo mantuvo gran parte del aparato de primacía global, sino que exacerbó sus fallos más estructurales.
El libro Fuel to the Fire examina con precisión quirúrgica esta paradoja. Lejos de representar una transformación estratégica, la política exterior de Trump terminó siendo una intensificación desorganizada de la primacía estadounidense, pero ejecutada con menor previsión, menor competencia institucional y sin las redes de contención interna que limitaron a sus antecesores. La novedad no fue el cambio, sino la torpeza. Y esa torpeza tuvo consecuencias: debilitamiento de alianzas tradicionales, incremento de tensiones geopolíticas innecesarias, y una mayor desconexión entre los objetivos estratégicos y los medios utilizados.
Los autores –Glaser, Preble y Thrall– señalan que el problema no fue únicamente Trump como individuo, sino la persistencia del dogma de primacía, un modelo que ya había mostrado signos de agotamiento mucho antes de 2016. Lo que Trump hizo fue exponer, de forma brutal, las inconsistencias internas de un sistema que promete seguridad global pero a un costo desproporcionado para el ciudadano estadounidense común. Su gestión se convierte así en una advertencia: sin una redefinición profunda de los objetivos y métodos de la política exterior estadounidense, los errores seguirán reproduciéndose, independientemente del presidente de turno.
En este contexto, los autores proponen una estrategia alternativa basada en la contención y la moderación: una política exterior más prudente, menos intervencionista y más alineada con los intereses reales de la población. Esta visión no implica aislamiento, sino una revalorización del poder diplomático, el comercio internacional como herramienta de influencia, y una disminución drástica del protagonismo militar como principal instrumento de acción exterior. Es una propuesta que no solo responde a las limitaciones fiscales y humanas de la estrategia actual, sino que busca restablecer la legitimidad y sostenibilidad del liderazgo estadounidense en un sistema internacional cada vez más multipolar.
Lo que este análisis sugiere, aunque no lo diga de forma explícita, es que el “giro Trump” no fue más que una ilusión mediática: una promesa de cambio que terminó reforzando, por vías menos profesionales, una ortodoxia fracasada. Comprender este fracaso es esencial para quienes desean repensar el papel de Estados Unidos en el mundo del siglo XXI.
Es importante entender que una estrategia exterior basada exclusivamente en la supremacía militar no solo es insostenible, sino contraproducente. El costo humano, financiero e institucional de mantener un imperio informal global ha erosionado la credibilidad de Estados Unidos ante sus propios ciudadanos y ante el resto del mundo. Al mismo tiempo, las nuevas generaciones, marcadas por el escepticismo hacia la intervención militar y más inclinadas hacia formas de cooperación internacional no coercitivas, exigen un replanteamiento profundo. Este cambio generacional, descrito como la emergencia de una “Generación de la Moderación”, representa una oportunidad única para construir una política exterior que combine eficacia con legitimidad, poder con responsabilidad.
¿Cómo la búsqueda de honor, estatus y respeto define la política exterior de Trump?
La política exterior de Donald Trump, marcada por un enfoque pragmático y a menudo conflictivo, está profundamente influenciada por un conjunto de valores centrados en el honor, el estatus y el respeto. Estos valores no solo son fundamentales en la forma en que percibe a Estados Unidos en el mundo, sino también en la manera en que dirige su propio comportamiento y toma decisiones políticas. El "America First" de Trump no se reduce a una cuestión de intereses materiales o económicos, sino que está basado en la necesidad de restaurar el respeto y el prestigio de la nación.
Uno de los pilares de la política exterior de Trump es la creencia en la superioridad de Estados Unidos y la necesidad de imponer su voluntad, lo que lo vincula con una tradición de política exterior jacksoniana que rechaza la diplomacia multilateral y prefiere una postura unilateral, directa y, en ocasiones, confrontacional. La figura de Hickory, que simboliza la determinación obstinada y la disposición a recurrir a la fuerza para defender la honra nacional, resuena claramente en la actitud de Trump hacia el mundo. Su enfoque no busca necesariamente soluciones diplomáticas complejas ni compromisos, sino la defensa de lo que él percibe como el derecho de su país a ser tratado con respeto y consideración.
Este deseo de respeto se extiende también al ámbito personal, y es un tema recurrente en la historia de Trump. Desde sus primeros días como empresario hasta su mandato como presidente, Trump ha mostrado un comportamiento obsesivo con la necesidad de mantener su estatus y evitar la humillación pública. Un ejemplo notable de esta obsesión ocurrió en 2013, cuando, a través de su abogado, financió una falsa subasta para dar la impresión de que un retrato suyo estaba siendo demandado, todo con el fin de elevar su imagen pública. Esta necesidad de reconocimiento es una manifestación de un temor profundo a la vergüenza y a la pérdida de prestigio, tanto a nivel personal como nacional.
Su crítica constante a la falta de respeto hacia Estados Unidos en el escenario internacional también ha sido un componente clave en su discurso político. Trump ha repetido durante décadas que América es objeto de burla y desdén por parte de otras naciones, y que este menosprecio ha afectado tanto a la posición internacional de su país como al bienestar de sus ciudadanos. Según Trump, la causa de los problemas que enfrenta Estados Unidos en el ámbito internacional es la pérdida de respeto. Este concepto de respeto, a menudo confundido con prestigio, es uno de los motores fundamentales de su visión de la política exterior. Para Trump, el mundo debe reconocer la grandeza de Estados Unidos, y la falta de ese reconocimiento se traduce en una humillación que debe ser corregida, incluso si para ello es necesario recurrir a la fuerza o a la amenaza.
Este enfoque en el honor y el estatus no es exclusivo de Trump, sino que tiene raíces profundas en la historia de las relaciones internacionales. A lo largo de los siglos, las naciones han sido impulsadas por un deseo de ser reconocidas y respetadas en el ámbito internacional. En la literatura académica, el estatus se refiere a las creencias colectivas sobre la posición de un estado en el sistema internacional, y los estados de alto estatus disfrutan de privilegios especiales que los estados más débiles deben aceptar. La lucha por el reconocimiento internacional es, por tanto, una constante que ha influido en las políticas exteriores desde la antigüedad, como lo demuestra la rivalidad entre las ciudades-estado griegas, hasta la dinámica actual entre las grandes potencias, como Estados Unidos y China.
El enfoque de Trump hacia las relaciones internacionales puede entenderse mejor a través de su obsesión con los símbolos. Según el politólogo Reinhard Wolf, la clave para comprender su política exterior es su extrema atención al simbolismo. Para Trump, la sustancia de
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