La filosofía de Friedrich Nietzsche plantea una serie de cuestiones filosóficas y psicológicas complejas que siguen generando debates intensos en el mundo moderno. A pesar de que muchos de los temas abordados por Nietzsche no son nuevos en sí mismos, ya que han sido explorados por pensadores de siglos anteriores, hoy día estos problemas se presentan con una concreción alarmante. Lo que antes eran cuestiones abstractas y utópicas, como la inmortalidad, ahora se abordan con una visión científica que incluso permite hacer predicciones sobre su posible materialización. A lo largo de la historia, las grandes preguntas sobre la vida humana, la moralidad, la igualdad y el valor de cada individuo se han vuelto más urgentes y han adquirido una nueva y preocupante dimensión.

Una de las vertientes más interesantes y contemporáneas de esta discusión es la influencia de Nietzsche en el pensamiento tecnocrático. Aunque Nietzsche fue un irracionalista, un firme defensor del conocimiento intuitivo y un crítico de la ciencia racional, su filosofía ha sido reivindicada por los tecnócratas de la segunda mitad del siglo XX, lo que constituye una de las paradojas más llamativas de la era moderna. Los tecnócratas, cuya ideología se basa en la gestión científica y técnica de la sociedad, parecen haber adoptado las ideas de Nietzsche de una manera completamente opuesta a lo que él mismo habría defendido.

Nietzsche, quien en vida se mostró escéptico hacia las ciencias naturales y las ideologías racionalistas, vio en la ciencia una disciplina que no podría captar la profundidad de la experiencia humana. A pesar de su visión profundamente crítica sobre el racionalismo, su pensamiento ha sido asimilado en la era tecnocrática de una manera sorprendente, y su nombre se mantiene en alto en círculos intelectuales y políticos que promueven una visión del mundo basada en la eficiencia y la tecnología. Esto plantea una pregunta intrigante: ¿cómo es posible que un filósofo que defendió la intuición, la irracionalidad y la crítica al pensamiento científico, sea ahora una referencia para aquellos que promueven una visión científica y tecnocrática del mundo?

El caso de Nietzsche y su hermana Elizabeth Forster-Nietzsche es fundamental para entender esta paradoja. Elizabeth, que estuvo muy cerca de su hermano durante su vida, llegó a tener una relación con el régimen nazi, incluso entregando a Hitler un bastón que perteneció a Nietzsche, el cual éste llevaba en sus paseos por los Alpes. Esta conexión con el nazismo es particularmente irónica, dado que Nietzsche fue un firme crítico de las ideologías nacionalistas y del culto a la fuerza. En sus últimos años, Nietzsche experimentó una profunda crisis mental, pero incluso en su locura, continuó explorando su idea del "retorno eterno" y su visión sobre el superhombre. La idea de que cada momento de la vida se repite eternamente, y que el hombre es una especie de ser en transición hacia algo más grande, refleja su visión de la humanidad como un proyecto inacabado.

El concepto del "retorno eterno" de Nietzsche, en el que cada momento de la vida se repite una y otra vez, ofrece una reflexión radical sobre la permanencia y el valor de la vida humana. Esta idea no solo es filosófica, sino también profundamente existencial, ya que desafía al individuo a vivir como si cada momento fuera a repetirse eternamente. Esta perspectiva puede ser vista tanto como una bendición como una maldición, dependiendo de la interpretación que se le dé. Para Nietzsche, el reto del ser humano era aprender a abrazar la vida tal como es, con todas sus contradicciones y sufrimientos, sin buscar una redención o escape a través de conceptos religiosos o utópicos.

La contradicción entre la visión estética y ética de Nietzsche y la utilización de su filosofía por parte de movimientos como el nazismo es otra de las paradojas que genera una profunda reflexión sobre cómo las ideas filosóficas pueden ser reinterpretadas y, a veces, distorsionadas en contextos políticos. Nietzsche soñaba con una nueva era trágica, donde los seres humanos pudieran trascender sus limitaciones y alcanzar un nivel superior de existencia, pero sus ideas fueron tomadas por otros de manera reductiva, buscando justificar la violencia y la supremacía.

A pesar de su distanciamiento de la política y su énfasis en el individuo como el centro del cambio filosófico, Nietzsche influenció fuertemente a la cultura del siglo XX, desde el existencialismo hasta el postmodernismo, y su pensamiento sigue siendo relevante hoy día. La crítica que hizo al mundo moderno, a la ciencia y a la moralidad tradicional sigue siendo un punto de partida para cuestionar el orden contemporáneo y nuestras concepciones de la libertad, la igualdad y el poder.

El aspecto más inquietante de la influencia de Nietzsche en la era contemporánea es, sin duda, el modo en que sus ideas han sido apropiadas por movimientos que, en principio, estarían en oposición a sus propios principios. El hecho de que su filosofía haya sido utilizada para justificar sistemas autoritarios y totalitarios es un recordatorio de lo peligrosa que puede ser la interpretación selectiva de un pensador. Nietzsche mismo, si hubiera estado vivo durante el ascenso del nazismo, habría sido un firme opositor de sus ideales, ya que su pensamiento se basa en la libertad individual, la autotransformación y la crítica constante de las instituciones que limitan el potencial humano.

Es crucial, por tanto, que cualquier estudio serio de Nietzsche no solo se limite a sus nociones más conocidas del superhombre o del eterno retorno, sino que también contemple la complejidad de su pensamiento, su relación con la cultura de su tiempo y las contradicciones inherentes a su obra. La filosofía de Nietzsche invita a una reflexión constante sobre el sentido de la vida, la moralidad y el poder, y continúa ofreciendo valiosas lecciones sobre cómo las ideas pueden ser interpretadas y malinterpretadas a lo largo de la historia.

¿Cómo conviven la creación artística y la técnica en el trabajo humano?

Al entrar en el laboratorio del taller de fundición, la primera impresión que provoca Dmitry Vasilyevich es la de una persona común, alejada de cualquier estereotipo artístico. Su figura delgada, sus manos rugosas de herrero y su semblante fatigado contrastan con la imagen tradicional del artista. Sin embargo, esta aparente simplicidad oculta una profunda conexión entre la creación, el trabajo manual y la imaginación. No se trata solo de un hombre que moldea metal; es un creador que entiende su oficio como una forma de arte y busca transformar la realidad industrial a través de la innovación y la sensibilidad.

El taller se presenta al visitante con el ruido ensordecedor de las máquinas, el fuego rojo de los hornos y los rostros ennegrecidos de los obreros, un escenario que para Dmitry Vasilyevich dista mucho de ser bello. En su visión, la belleza auténtica vendrá con la automatización, la limpieza, la pureza, donde el trabajo se eleve a un estado casi festivo. Es un sueño en el que el hombre no se desgasta en tareas agotadoras, sino que convive en armonía con la máquina, que realiza el esfuerzo físico de manera precisa y constante. Esta idea no es solo técnica, sino profundamente estética: la automatización no elimina la humanidad sino que libera su creatividad.

La metáfora del “hombro mecánico” surge como símbolo de esa fusión entre lo humano y lo artificial. Dmitry Vasilyevich admira el cuerpo humano, esa maravilla de la naturaleza que “juega consigo misma” y que ha dibujado con detalle para luego inspirar mecanismos que reproducen su fuerza y gracia. La invención nace del dibujo, del pensamiento visual, y este proceso es tan creativo como la pintura o la música.

La historia de su viejo camarada, el torno y el surgimiento de una chispa inventiva tras observar la naturaleza —el diente de la ardilla— añade otra dimensión a esta reflexión. El trabajo técnico, cuando se alimenta de la observación y la inspiración del mundo natural, se convierte en un acto de arte. El artesano inventa, no solo repite, y en ese acto se renueva a sí mismo y su forma de ver la vida.

La vida, según Dmitry Vasilyevich, es como un prado con flores, y la actividad favorita del ser humano es ese “panal” donde la creatividad y la labor se encuentran. Su preferencia por la música, en particular el piano y la guitarra, revela que el artista está en todas partes: en la creación sonora, en el dibujo, en la invención mecánica. La búsqueda y el aprendizaje constantes son una parte inseparable del ser humano y su desarrollo creativo, sin importar las circunstancias ni la profesión.

Este relato no solo pone en evidencia la belleza oculta en la industria y la tecnología, sino que también invita a reconsiderar la relación entre el hombre, la máquina y el arte. La automatización no debe verse como una amenaza, sino como una oportunidad para que el trabajo humano se transforme en algo más elevado, más pleno, donde la creatividad y el espíritu puedan desplegarse libremente. La verdadera obra de arte puede estar tanto en un lienzo como en la mecánica precisa de un proceso productivo, en la imaginación aplicada a la mejora constante del entorno laboral.

Es importante comprender que el arte y la técnica no son esferas separadas sino parte de un continuum. La sensibilidad del creador está presente incluso en los procesos industriales más rudos, y el progreso tecnológico debe respetar y potenciar esa dimensión humana. Además, el vínculo con la naturaleza —ya sea en la inspiración para un invento o en la admiración por fenómenos como el torbellino— es fundamental para renovar la mirada sobre el trabajo y la creación.

Al final, el relato sugiere que la esencia artística trasciende los medios y materiales. No reside solo en la expresión tradicional, sino en la capacidad humana de transformar, imaginar y mejorar el mundo, ya sea con un pincel, una guitarra o un diseño mecánico.

¿Qué revela el arte de Tsaplin sobre la esencia humana y la revolución?

Quizás, en planetas con civilizaciones más avanzadas que la nuestra, las piedras realmente vuelen, tal vez incluso las casas y las ciudades. La gravedad ha sido conquistada… Estas especulaciones reflejan la capacidad del arte para proyectar sueños y desafíos más allá de lo tangible. Para Tsaplin, las formas eran descanso tras un arduo trabajo, alegría para el corazón, un pasatiempo; sin embargo, sus obras son mucho más que meras formas: son el reflejo de una época, un espíritu, una revolución que se manifiesta en madera y piedra.

Dmitry Filippovich Tsaplin nació como artista y personalidad en el seno de la Revolución Rusa. Su obra es inseparable del contexto histórico y emocional de aquel momento de ruptura y construcción de un nuevo mundo. De campesino del Volga a soldado, encarnó en su ser la Rusia que, en 1917, abandonaba el viejo orden para crear uno nuevo. En la década de 1920, en Saratov, formándose en escuelas de arte revolucionarias, talló figuras a tamaño natural en madera, símbolos vivos de la nueva Rusia en proceso de nacimiento.

Estas figuras carecen de rasgos individuales, como los dioses de mármol de la antigüedad, y están imbuidas de una espiritualidad colectiva, no centrada en el individuo sino en el espíritu mismo de la revolución. Es una espiritualidad tangible, que brota como savia en un árbol vivo, perceptible incluso en la textura de la madera. No es la espiritualidad de un hombre o una mujer con carácter particular, sino la de un movimiento vital que aspira a lo universal y eterno.

Las caras serias, las gesticulaciones amplias y grandiosas transmiten la meditación profunda de personas que se retiran momentáneamente para regresar a la vida con renovado vigor humano. Son héroes anónimos, como los de “Los Doce” de Blok, que sobreviven a la tormenta y sienten el impacto de un mundo nuevo en su alma. Casi cuarenta años después, en sus obras más recientes como "Hacia el Espacio" y "Desde el Espacio", Tsaplin retoma el tema del triunfo del hombre sobre el destino, con una espiritualidad revolucionaria más madura, consciente de su esencia humana liberada de fuerzas elementales ajenas que la distorsionan.

Frente a la obra de Tsaplin se percibe que la revolución no solo preserva lo “eterno” en el hombre: el valor y la variedad de la vida, el amor, el anhelo por lo desconocido, la búsqueda apasionada de la verdad, sino que también otorga a este “eterno” un desarrollo milagroso, lo eleva a formas sublimes. Sobre su mesa, entre sus libros, reposaban sin azar los Diálogos de Platón y “Diez días que estremecieron al mundo” de John Reed, símbolos del pensamiento y la acción revolucionaria.

La apreciación de la vida en Tsaplin alcanza tal profundidad que se introduce en la esencia misma del ser. Sus esculturas de gatos, pájaros y peces tallados en las piedras de Mallorca, aunque difíciles de describir, transmiten con intensidad la fragilidad y magnificencia del milagro de la vida. En la prensa española antigua se registra que el ayuntamiento de Mallorca consideró comprar sus obras para el museo local, especialmente sus animales fantásticos, y apartó fondos para ello, pero Tsaplin respondió con indignación: “¡Nada de eso es mío! Es vuestro. ¿Habría sido bueno regresar a Rusia solo con lo que dejé?”

Regresó, en realidad, no empobrecido sino enriquecido, con un amplio taller en Moscú donde trabajó más de treinta años con dedicación y alegría. Solo una vez lo abatió la desesperación: cuando unos escarabajos destructores comenzaron a dañar sus figuras de madera, pero con ingenio y valentía se convirtió en químico y cirujano, salvando sus obras con métodos innovadores que él mismo describía en broma como operaciones al corazón.

En las montañas de Armenia, donde las fuerzas de la naturaleza han moldeado las piedras en rostros, catedrales, pueblos, la obra de Tsaplin adquiere otro significado. No es solo la mano del artista, sino el universo entero el que libera las formas vivas, que hablan y envejecen con el tiempo, mostrando una belleza continua y sorprendente. La alegría del reconocimiento, la revelación inesperada y natural de figuras y seres fantásticos es comparable a la experiencia del amor.

Como el poeta georgiano Titsian Tabidze escribió: "No soy yo quien escribe versos, ellos, como una historia, me escriben a mí." Tsaplin podría decir: "No soy yo quien esculpe...", porque su esencia artística radica en dar forma a lo que quiere nacer. En él se concentran las fuerzas de la vida, los tiempos y el hombre, como un lente que enfoca la luz del sol para incendiar su entorno.

Soñé una vez con una ciudad alegre, llena de niños, sol y casas ligeras como velas, con música en las orillas de un mar o lago, decorada con piedras y maderas de Tsaplin. Imaginé un pueblo entero adornado con su obra, un descubrimiento que superó incluso la emoción de visitar su taller. En el mundo, las personas pueden sentirse acreedoras o deudoras de la humanidad. Los acreedores sufren, porque la conciencia de la deuda que otros tienen con ellos los corroe. Los deudores, en cambio, viven un tormento exaltado, nacido de la gratitud por lo que fue, es y será, por la vida que les ha sido otorgada y por la responsabilidad de devolverla con belleza, esfuerzo y amor.

Es vital comprender que el arte de Tsaplin no es un mero objeto estético ni un testimonio histórico, sino una expresión ética y espiritual que nos invita a reconocer la conexión profunda entre el hombre, la historia y el cosmos. Nos recuerda que la creación verdadera es siempre un acto de entrega, de apertura a fuerzas mayores que nosotros, y que la revolución no es solo política, sino también una transformación del alma humana. La experiencia de sus obras trasciende la forma para alcanzar una dimensión donde la materia se vuelve espíritu y la individualidad se diluye en la universalidad.

¿Por qué Nietzsche sigue siendo una figura clave en la era de la tecnocracia?

Tras los disturbios del verano del 68 en París, los nuevos radicales de izquierda alzaron la voz con una proclamación estridente: Nietzsche, afirmaban, sería el gran filósofo político del futuro. No les importaba la precaución que otros investigadores adoptaban para hablar de él al margen de la política. El olvido es superficial cuando una figura toca las fibras más profundas del espíritu humano. Y aunque el discurso académico insista en la objetividad, el propio impulso de traer a Nietzsche al presente, una y otra vez, revela una necesidad contemporánea que trasciende lo erudito.

Cuando Nietzsche ya combatía la locura, escribió desde Turín a Georg Brandes: “Después de que me descubriste, no fue difícil encontrarme. El problema ahora es cómo perderme...”. Firmaba como “El Crucificado”. No como un hombre que se hace dios, sino como un dios que se hace hombre. Y el mundo no logró perderlo. Sería absurdo fingir que nunca existió. Nietzsche no fue un mito literario, no fue ni Hamlet, ni Don Quijote: fue un mensajero que irrumpió en el escenario para declarar —con el corazón desbordado—: “Dios ha muerto”.

Pero morir con Dios no bastó. Nietzsche, en su desesperada búsqueda de lo divino, terminó abrazando lo blasfemo. No es posible hablar hoy de él sin confrontar el siglo XX y sus lecciones más atroces. Los valores que propuso fueron reciclados, distorsionados y finalmente adaptados por una civilización que elevó la tecnología por encima del alma. El Occidente contemporáneo, narcotizado por la estética artificial y la indiferencia cínica, ha convertido a Nietzsche en un arma moderna.

Sus ideas fundamentales —el eterno retorno, el superhombre— han sido arrancadas de su contexto y apropiadas por un mundo donde el individuo es reemplazado por una máquina que piensa y decide. A la tecnocracia no le interesa Nietzsche por su intuición filosófica ni por la ternura de su corazón enfermo. Le interesa porque su doctrina legitima la supremacía de lo real y lo fisiológico sobre lo moral y lo espiritual. La voluntad de poder se convierte así en voluntad de dominio tecnológico. La civilización que ha creado un sistema más poderoso que el ser humano necesita, urgentemente, una filosofía que la justifique. Nietzsche la ofrece, aun sin saberlo.

Cuando exclamó “¿Qué es la verdad?”, respondió: una hipótesis que produce placer y exige el mínimo gasto de energía espiritual. Regalo perfecto para una era que no busca el sentido, sino la eficiencia. Su idea de que la verdad es una ilusión indispensable para la vida encuentra eco en una civilización que ya no distingue entre verdad y utilidad. Nietzsche definió el valor como el fundamento último de la existencia, pero terminó concluyendo que el mundo no tiene valor alguno. Así, el pensador que inició su camino con una apología de la tragedia, terminó elevando la farsa como forma predominante del espíritu occidental.

La tecnocracia no ignora esta paradoja; simplemente no le importa. En su lógica de dominación, reproduce las divisiones propias de una moral aristocrática: superiores e inferiores, líderes y masas, creativos y funcionales. Las fantasías que Nietzsche vislumbró en su radicalismo aristocrático se materializan hoy no en la filosofía, sino en la ciencia ficción: sueños de dominar no solo el mundo, sino el universo. Y no es coincidencia que la frialdad del robot moderno encarne el elemento dionisíaco en su versión más degradada: la orgía de lo impersonal, donde lo trágico ya no produce catarsis sino risa o tedio.

Nietzsche nunca fue un “niño de genio”; su infancia estuvo marcada por el declive de la cultura. Y el fuego con el que jugaba no era inofensivo. Nadie puede jugar con el fuego sin asumir sus consecuencias. Ideas, como el fuego, consumen. Y a veces, queman el mundo entero.

Un día, ya recluido en el hospital, Nietzsche salió acompañado por un joven editor de sus obras. Vio a una niña en el camino. Se acercó, le acomodó un mechón de cabello y dijo: “¿No es esto la encarnación de la inocencia?”. Luego regresó en silencio al hospital. La niña siguió caminando. Entró en el siglo XX. Primero calzaba sandalias. Después, tuvo que andar descalza: los zapatos quedaron en Auschwitz, junto a los de miles de otros niños. Y siguió caminando, incluso cuando no quedaban caminos.

El pensamiento de Nietzsche, desprovisto de contexto, corre el riesgo de ser instrumentalizado por fuerzas que él mismo no pudo prever. Su legado, filtrado por el lente de la técnica, se transforma en ideología útil para sistemas que niegan lo humano. La tecnocracia adopta su lenguaje, pero no su dolor; sus conceptos, pero no su tragedia. Lo esencial, lo que debería inquietar, es que el pensamiento que nació como resistencia al nihilismo se convierte hoy en una justificación de lo inhumano. No es Nietzsche quien legitima este mundo, sino el mundo quien lo pervierte para legitimarse a sí mismo.