El apoyo a George Wallace en las décadas de 1960 y 1970 revela un patrón significativo en la política estadounidense, particularmente en las regiones industrializadas del norte, como el Rust Belt. Estas zonas, que incluyen a estados como Ohio, Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, han sido tradicionalmente campos de batalla para las elecciones presidenciales. La clave para entender este fenómeno está en la interacción entre el racismo implícito, el temor a la presencia negra en áreas urbanas, y los cambios socioeconómicos en las ciudades y suburbios.
En el suroeste de Ohio, por ejemplo, Wallace recibió su apoyo más fuerte fuera del sur, especialmente en ciudades cercanas a Cincinnati, Columbus y Dayton, donde las tensiones raciales eran palpables y la presencia negra representaba una amenaza percibida para la población blanca y los intereses capitalistas. Esto refleja una tendencia más amplia en la que muchos de los votantes de Wallace eran demócratas blancos que se habían distanciado de su partido debido a su apoyo a los derechos civiles. A lo largo del tiempo, estos votantes encontraron su lugar en el Partido Republicano, lo que se consolidó durante la presidencia de Richard Nixon y la evolución de la "estrategia del sur".
El mensaje que promovió la derecha política en este contexto era claro y apelaba directamente a los prejuicios raciales existentes en la sociedad. Se utilizaba el concepto de la "ciudad interior patológica" para describir las áreas urbanas empobrecidas, lo cual resonó profundamente con los votantes suburbanos que sentían que sus comunidades estaban siendo amenazadas por el crecimiento de la población negra en los centros urbanos. Este recurso, además de contribuir al declive de las ciudades industriales, fue un motor clave para la realineación política en el Rust Belt, que históricamente había sido un área en la que los votantes oscilaban entre demócratas y republicanos.
Una parte crucial de este proceso fue la transformación en las tendencias de votación. Durante el periodo entre 1932 y 1960, el voto demócrata estaba concentrado en una cantidad limitada de condados, mientras que el voto republicano era más disperso, con una fuerte base rural. Sin embargo, después del Movimiento por los Derechos Civiles, el mapa político cambió radicalmente. Aunque los condados que antes eran fuertes bastiones demócratas se redujeron significativamente, los condados republicanos no solo mantuvieron su base tradicional, sino que ampliaron su influencia con el apoyo de los votantes suburbanos que se habían distanciado de los valores liberales.
El cambio en la composición racial y la declinación demográfica en muchas de estas ciudades industriales también son aspectos clave a considerar. A medida que la población negra aumentó en las áreas urbanas, los votantes blancos en los suburbios cercanos, especialmente aquellos que vivían cerca de ciudades como Dayton, Columbus y Cincinnati, comenzaron a migrar hacia el Partido Republicano. Esta evolución política en el Rust Belt es especialmente relevante porque muestra cómo el conservadurismo estadounidense se consolidó en el contexto de un país cada vez más diverso, sin dejar de lado las estrategias raciales que eran una parte integral de este proceso.
Además, la migración hacia los suburbios, que a menudo se asociaba con la búsqueda de mejores condiciones de vida y menos interacción con comunidades de minorías étnicas, facilitó la división geográfica entre los votantes de ambos partidos. Mientras que los condados que se alinearon con el Partido Demócrata experimentaron una disminución de su población, los que se alinearon con los republicanos vieron un crecimiento más rápido, lo que sugiere una segregación aún mayor en términos políticos y sociales.
Es importante señalar que este proceso no se limitó solo a la transformación de las ciudades del Rust Belt. La política conservadora a nivel nacional también fue influenciada por la convergencia de intereses de distintos actores políticos que, a diferencia de lo que sucedía en décadas anteriores, comenzaron a coordinar sus estrategias de manera más efectiva. Esta cohesión del movimiento conservador contribuyó a la construcción de una narrativa que apelaba a las preocupaciones sobre el cambio social, la seguridad y el orden, elementos que fueron claves para consolidar el poder republicano en las décadas posteriores.
Finalmente, el análisis de los cambios en las tendencias de votación en el Rust Belt refleja un proceso de realineación racial y política que va más allá de un simple cambio en el comportamiento electoral. Este realineamiento fue el resultado de una serie de factores sociales, económicos y raciales interconectados que llevaron a una reconfiguración del mapa político estadounidense. El declive urbano, alimentado por el miedo y la xenofobia, y la movilización de los votantes suburbanos hacia el Partido Republicano, son aspectos esenciales para entender cómo el conservadurismo se ha convertido en una fuerza dominante en el país.
¿Es suficiente la demolición como solución a los problemas urbanos?
El concepto de demolición como respuesta a la degradación urbana ha sido un pilar de las políticas de desarrollo en ciudades de Estados Unidos desde mediados del siglo XX. Este enfoque, aunque bien intencionado en su origen, se enfrenta a una serie de críticas y limitaciones, especialmente cuando se implementa de forma fragmentada o como una solución aislada. La lógica detrás de la demolición ad hoc, o la demolición de viviendas específicas en vecindarios afectados por el crimen o la degradación, es que eliminar estas estructuras problemáticas permitirá la regeneración de la zona, atrayendo inversión y favoreciendo el crecimiento de la comunidad. Sin embargo, la evidencia empírica sugiere que este tipo de políticas a menudo no logran sus objetivos y pueden incluso empeorar las condiciones de los vecindarios afectados.
Desde los años 70, muchas ciudades han adoptado esta práctica de demolición ad hoc, que se ha expandido con el tiempo en lugares como Detroit, Nueva York y otras ciudades del Cinturón Oxidado, donde las viviendas en mal estado son vistas como un obstáculo para el desarrollo económico y social. La premisa subyacente es que la eliminación de las viviendas deterioradas facilitará la revitalización del área, permitiendo la llegada de nuevos inversionistas y el resurgimiento de mercados residenciales funcionales. Sin embargo, aunque estas estrategias se presentan a menudo como soluciones innovadoras, la historia muestra que los resultados suelen ser menos positivos de lo esperado. De hecho, las investigaciones indican que los mercados y vecindarios afectados por demolición masiva no solo no mejoran, sino que tienden a volverse aún más marginales después de la destrucción de las viviendas.
Este fenómeno puede explicarse en parte por el tipo de vecindarios que se ven afectados por la demolición. Los barrios más deteriorados suelen estar compuestos por familias que enfrentan una serie de desafíos económicos y sociales. La destrucción de viviendas en estas áreas no resuelve los problemas subyacentes, como la falta de empleo, la baja calidad de los servicios públicos y la desconfianza en las autoridades locales. Además, la demolición masiva a menudo se asocia con el desalojo de comunidades que, históricamente, han sido marginadas y desplazadas. La pérdida de vecindarios enteros, en lugar de generar nuevas oportunidades, puede exacerbar las tensiones sociales y la segregación, creando áreas aún más desprovistas de recursos.
A lo largo de la historia, la demolición de viviendas ha sido vista como un paso hacia la modernización y la "limpieza" de las ciudades. Durante el auge de la renovación urbana en la mitad del siglo XX, se utilizó como una herramienta para erradicar lo que se consideraba "vivienda insalubre". En ciudades como Nueva York y Boston, la demolición fue promovida como una manera de eliminar viviendas sin plomería, mal construidas o mal ventiladas. Este enfoque tuvo un respaldo considerable en los gobiernos locales, especialmente cuando los recursos federales se ampliaron con las leyes de vivienda de 1949 y 1954, que facilitaron la demolición masiva en favor de la construcción de nuevas infraestructuras urbanas. La idea de una ciudad moderna, eficiente y orientada al automóvil fue el motor de muchos de estos proyectos, que llevaron al desmantelamiento de vecindarios completos.
No obstante, la oposición a estas políticas no tardó en surgir, especialmente entre los activistas urbanos. Figuras como Jane Jacobs se opusieron firmemente a los proyectos de demolición que buscaban modernizar la ciudad a expensas de las comunidades locales. Argumentaban que la demolición indiscriminada destruía el tejido social y la identidad de las comunidades, sin tomar en cuenta las necesidades reales de sus habitantes. Además, muchos criticaron que las comunidades de color, especialmente las afroamericanas, eran las principales víctimas de estos proyectos, lo que les llevó a referirse a las políticas de demolición como una forma de "eliminación racial". Esta crítica encontró eco en la creciente conciencia social y política en las décadas posteriores.
A pesar de las críticas, la demolición ha continuado siendo una estrategia recurrente en la política urbana, especialmente en las últimas décadas, cuando el enfoque ha cambiado de grandes proyectos financiados por el gobierno federal a iniciativas locales más pequeñas y ad hoc. En este contexto, la demolición ya no se ve como una solución masiva a problemas urbanos, sino como una respuesta fragmentada a problemas específicos en barrios determinados. Sin embargo, los resultados siguen siendo mixtos. Si bien algunos programas de demolición, como el programa HOPE VI, han sido presentados como esfuerzos para mejorar la calidad de vida a través de la regeneración de viviendas públicas, en muchos casos estos proyectos no han logrado revertir la marginalización social ni estimular la inversión a largo plazo en las zonas afectadas.
Es crucial entender que la demolición no es una solución mágica ni un remedio instantáneo para los problemas urbanos. En lugar de simplemente eliminar estructuras físicas deterioradas, es necesario abordar las causas profundas de la degradación urbana, tales como la pobreza, la falta de acceso a la educación y la salud, la discriminación racial y las disparidades económicas. Además, es fundamental considerar los efectos sociales y emocionales que la demolición puede tener en las comunidades que han sido desplazadas, ya que la pérdida de hogar y comunidad puede generar una sensación de desarraigo y desesperanza en las personas afectadas.
El proceso de revitalización de una ciudad no puede depender únicamente de la destrucción de lo que está en mal estado; debe ir acompañado de políticas que fomenten el desarrollo económico sostenible, la mejora de los servicios públicos, el acceso a oportunidades laborales y la inclusión social. Solo así se podrá lograr un cambio real y duradero en las comunidades urbanas afectadas por la pobreza y la degradación.
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