El apoyo a Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016 y 2020 refleja más que una simple preferencia política, ya que está profundamente ligado a actitudes sociales y culturales que definen las divisiones dentro de la sociedad estadounidense. Un análisis empírico realizado por el politólogo Alan Abramowitz mostró una fuerte correlación entre ser partidario de Trump y una serie de indicadores actitudinales, como el sexismo, la hostilidad hacia los inmigrantes, el antiintelectualismo, el conservadurismo sexual, la oposición al derecho de la mujer a interrumpir su embarazo, y, sobre todo, el racismo.

Entre estos factores, el racismo ha sido el más significativo. Según Abramowitz, tras controlar una variedad de factores entre los votantes, incluyendo la educación y el conservadurismo económico, no existe otro factor que haya tenido un impacto tan fuerte en la preferencia de voto por Trump como el resentimiento racial. De hecho, el racismo y el sexismo explicaron dos tercios de la brecha entre los votos para Trump entre los votantes blancos educados y los no educados, tanto hombres como mujeres, en las elecciones de 2016. Esto sugiere que la elección de 2016 no estuvo, como se había argumentado en elecciones previas, centrada en la economía, sino en cuestiones de sexo, género y, particularmente, de raza.

Durante sus mítines, Trump reforzó de manera poderosa estos sentimientos racistas entre sus seguidores, a menudo haciendo comentarios que despectivamente descalificaban a sus opositores políticos por su raza o origen. Un ejemplo claro fue la controversia en torno a Barack Obama y su lugar de nacimiento, en la que Trump promovió teorías conspirativas sobre la nacionalidad del expresidente. Asimismo, continuó atacando a figuras políticas como Kamala Harris e Ilhan Omar, basándose en su ascendencia extranjera, lo que reforzaba la idea de que ciertos grupos, particularmente los afroamericanos, latinos y musulmanes, no eran "auténticamente" estadounidenses.

Este tipo de retórica de Trump no solo avivó la polarización racial y social, sino que también resultó en un resurgimiento de la supremacía blanca, especialmente entre los hombres blancos. Esta polarización se intensificó aún más tras la derrota de Trump en las elecciones de 2020, cuando se negó a aceptar el resultado electoral, alimentando teorías conspirativas y fomentando la violencia entre sus seguidores. El asalto al Capitolio de EE. UU. en enero de 2021 es uno de los momentos más impactantes de esta radicalización política, en el cual Trump y sus seguidores promovieron un rechazo abierto a los principios democráticos.

Sin embargo, la polarización racial y política impulsada por Trump no es solo un fenómeno social; también tiene un componente económico. En su mandato, Trump utilizó el resentimiento racial y de clase para encubrir las crecientes desigualdades económicas. La brecha de riqueza en los Estados Unidos alcanzó niveles sin precedentes durante su presidencia, con una concentración de la riqueza en manos de unos pocos, mientras que la clase trabajadora blanca se veía cada vez más desplazada. La desigualdad de ingresos, exacerbada por la globalización y la automatización, ha llevado a una segmentación aún mayor entre las clases sociales.

El surgimiento de la "economía de los gigas" y los avances en la inteligencia artificial también han hecho más difícil que las personas con empleos de baja categoría o sin beneficios laborales logren ascender socialmente. Muchos miembros de la clase trabajadora blanca, desilusionados por la falta de movilidad económica, han llegado a resentir tanto a los profesionales liberales como a los pobres, mientras que la élite económica sigue siendo vista con indiferencia. En este contexto, Trump logró conectar con este resentimiento, ofreciendo una narrativa que culpaba a los inmigrantes, las minorías y los intelectuales progresistas por los problemas económicos, al tiempo que desviaba la atención de las verdaderas causas estructurales de la desigualdad.

Por otro lado, el rechazo de los votantes de Trump hacia los intelectuales y las élites culturales refleja un sentimiento común de frustración entre los votantes conservadores. Aunque muchos de estos votantes no rechazan abiertamente a los más ricos, sienten que los profesionales liberales y los académicos les han dado la espalda, juzgándolos con una actitud condescendiente. Esta dinámica refuerza la noción de que la lucha política no solo es económica, sino también cultural. En este sentido, el sueño de la clase trabajadora blanca no es ascender a la clase media profesional, sino mantenerse fiel a sus propios valores, aunque sea con más dinero.

La combinación de resentimiento económico, racial y cultural, junto con la habilidad de Trump para explotar estos sentimientos, ha creado una política de polarización extrema que sigue marcando la política estadounidense. La división entre los votantes de Trump y los demás sectores de la sociedad no es solo ideológica; también es profundamente identitaria. Las brechas en la educación, la raza, el género y la clase social se entrelazan de manera que refuerzan una visión del mundo cada vez más polarizada y antagonista.

¿Cómo influye la corrupción en la política y economía durante la era Trump?

La corrupción, entendida como la utilización de poder o recursos para obtener beneficios personales, no es un fenómeno exclusivo de ciertos regímenes políticos ni de determinadas ideologías. A lo largo de la historia de los Estados Unidos, ha sido una constante, transformándose en un reflejo de las dinámicas de poder entre las élites y las clases populares. Aunque hoy en día la corrupción en EE. UU. se asocia comúnmente con la manipulación de los mercados, los beneficios fiscales ilegítimos o el abuso de poder político, esta siempre ha tenido una dimensión moral y relacional, donde lo que un grupo considera heroico, otro lo ve como un acto villanesco.

La administración de Trump, lejos de ser una anomalía, ejemplificó una tendencia histórica de corrupción estructural que, en muchos aspectos, ya existía antes de su llegada al poder. Durante el mandato de Trump, los sectores más ricos de la sociedad se beneficiaron enormemente de políticas públicas como la reforma fiscal de 2017, que redujo los impuestos a las corporaciones y los más adinerados, mientras que las clases trabajadoras y de ingresos bajos vieron escasos beneficios o ninguno. La desigualdad de ingresos, que ya se había exacerbado durante la Gran Recesión, siguió su curso con el gobierno de Trump, quien a través de los recortes fiscales y políticas como el CARES Act de 2020, otorgó ayudas sustanciales a los multimillonarios, mientras que los trabajadores de salarios bajos apenas recibieron un alivio significativo durante la pandemia.

Lo que está en juego aquí no es solo el enriquecimiento de unos pocos a costa de la mayoría, sino la consolidación de un sistema que favorece cada vez más a las élites económicas, que no solo ejercen su poder de manera legal, sino que también influyen en las políticas públicas de manera cada vez más opaca y autoritaria. La influencia de grandes corporaciones y los intereses corporativos a través de prácticas como el "dark money" (dinero oscuro) ha dado lugar a una democracia desfigurada, donde los intereses de la clase millonaria prevalecen sobre las necesidades del pueblo.

Además, la concentración del poder político y económico en manos de un pequeño grupo de multimillonarios ha logrado transformar a EE. UU. en una especie de "oligarquía democrática", en la que la política se ha vuelto un instrumento para el beneficio de una pequeña élite. En este escenario, las políticas neoliberales han ido de la mano con una creciente criminalización de los sectores más vulnerables, los cuales ven cómo sus derechos sociales se ven recortados mientras las grandes fortunas se agrandan sin control.

El concepto de "política iliberal" ha cobrado fuerza en este contexto, haciendo referencia a la erosión de principios democráticos fundamentales, como la justicia social, la equidad racial y de género, y la protección de los derechos civiles. Las reformas impulsadas por la administración Trump han servido, entre otras cosas, para desmantelar las protecciones laborales, reducir la capacidad de acción de los sindicatos y permitir una mayor interferencia de lobbies y grupos de poder en los procesos legislativos. El activismo judicial, a través de la designación de jueces ideológicamente alineados con intereses conservadores, ha sido otro de los elementos clave para consolidar un sistema que favorece las políticas iliberales.

Este fenómeno no es exclusivo de la presidencia de Trump. De hecho, muchos de los rasgos de corrupción política y económica que se han manifestado en la era Trump ya venían gestándose desde décadas anteriores. Desde la administración Nixon hasta los recortes fiscales que han favorecido a los más ricos, la historia de la corrupción en EE. UU. muestra una evolución hacia un modelo de gobernanza en el que la democracia se ha visto cada vez más vulnerable frente a los intereses corporativos y las políticas regresivas.

Es esencial comprender que la corrupción no es solo una cuestión de dinero, sino una cuestión de poder. En un sistema en el que la política y la economía están tan profundamente interconectadas, los pequeños y medianos empresarios, los trabajadores y las minorías raciales se ven desplazados en favor de las grandes corporaciones y los individuos más adinerados. La consecuencia es la creación de una sociedad profundamente desigual, donde el acceso a la justicia y a oportunidades económicas se ve restringido para quienes no pertenecen a la élite.

Por ello, resulta fundamental reconocer que la corrupción y la política iliberal no solo afectan a aquellos en el poder, sino que tienen un impacto profundo en las vidas de los ciudadanos comunes. La creciente desigualdad económica y social, las políticas de exclusión y discriminación racial, así como el debilitamiento de las instituciones democráticas, son factores que se retroalimentan y agravan la situación. En este contexto, es crucial que los ciudadanos tomen conciencia de cómo estas dinámicas de poder afectan directamente su vida cotidiana y cómo la lucha por una mayor transparencia y justicia social sigue siendo una necesidad urgente para el futuro del país.

¿Cómo las políticas de Trump redefinieron la frontera entre lo humano y lo inhumano?

Las políticas antiinmigrantes implementadas por la administración de Donald Trump, a lo largo de su mandato, revelan un cambio en la forma de concebir y tratar a los migrantes, posicionándolos en una realidad donde no solo eran considerados ajenos, sino también despojados de su humanidad. El “Línea abismal” es una teoría que explica cómo las fronteras no solo son geográficas, sino también existenciales, construidas para excluir y deshumanizar a aquellos que están al otro lado de estas divisorias, reduciéndolos a seres sin derechos ni reconocimiento.

Uno de los primeros actos de la administración Trump fue la ejecución del llamado "Muslim Ban", que prohibía la entrada de ciudadanos de siete países predominantemente musulmanes y suspendía la admisión de refugiados. Esta decisión no solo fue el inicio de una serie de medidas contra la inmigración, sino que se convirtió en un paradigma de cómo se intentó endurecer las fronteras físicas y discursivas de los Estados Unidos. La retórica de miedo y la demonización de los migrantes se convirtió en una herramienta para justificar políticas que excluían a los extranjeros de los derechos más básicos, e incluso, en algunos casos, de su propia humanidad.

Un ejemplo particularmente doloroso fue el caso de Ibrahim, un ciudadano estadounidense de origen yemení, cuyo proceso para reunir a su familia en los Estados Unidos se vio obstaculizado por esta prohibición. Tras un largo proceso de espera, durante el cual tuvo que recurrir a un proceso de exención burocrática y arbitrario, Ibrahim perdió a una de sus hijas, que murió mientras esperaba en Djibouti la autorización para viajar. La niña, que sufría graves problemas de salud, fue víctima directa de las políticas de Trump, que no solo impusieron obstáculos innecesarios a la reunificación familiar, sino que también negaron a la hija de Ibrahim el derecho a vivir. Este tipo de tragedias son consecuencia directa de una política que ve a los migrantes no como seres humanos, sino como amenazas que deben ser excluidas a toda costa.

El "Muslim Ban" no solo dividió a las personas por su religión o nacionalidad, sino que también encarnó la noción de la "imposibilidad de la copresencia de los dos lados de la línea", como lo describe el filósofo Boaventura de Sousa Santos. Este principio establece que, una vez que se ha trazado una línea abismal, las personas de un lado quedan despojadas de la capacidad de reclamar derechos, mientras que los que se encuentran al otro lado son vistos como seres humanos con derechos inalienables. Esta lógica se ha utilizado en diversos contextos, como la construcción de muros físicos y simbólicos a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México.

En este contexto, el muro fronterizo de Trump fue más que una barrera física; fue un símbolo de la profunda división que la administración Trump intentó crear entre los ciudadanos estadounidenses y los migrantes, presentando a estos últimos como una amenaza para la seguridad y el bienestar de los "verdaderos" estadounidenses. En la retórica de Trump, los migrantes no eran simplemente personas en busca de mejores oportunidades o refugio, sino "criminales", "violadores" y "drogadictos". Esta visión reduccionista y deshumanizadora permitió justificar políticas como la construcción de un muro que no solo representaba una barrera física, sino también un muro ideológico que separaba a los migrantes de la dignidad humana.

La construcción del muro fue solo una parte de una estrategia más amplia que buscaba imponer líneas abismales tanto geográficas como legales. Las Políticas de Protección al Migrante (MPP, por sus siglas en inglés), conocidas como "Quédate en México", fueron otro claro ejemplo de cómo la administración Trump utilizó la violencia y la inseguridad como herramientas para disuadir a los solicitantes de asilo. Más de 70,000 personas, incluyendo niños y bebés, fueron obligadas a esperar en condiciones extremadamente peligrosas en territorio mexicano mientras sus casos eran procesados. Durante este tiempo, muchas personas fueron víctimas de secuestros, violaciones y asesinatos, lo que expuso la doble moral del sistema. Mientras los migrantes sufrían al otro lado de la línea, la narrativa oficial solo reconocía la supuesta amenaza que representaban para Estados Unidos.

En este sentido, la política migratoria de Trump no solo afectó a las personas que intentaban ingresar al país, sino que también afectó profundamente la percepción de la migración a nivel global. En lugar de ser vista como un fenómeno complejo ligado a la pobreza, la violencia, el cambio climático y las políticas exteriores estadounidenses, la migración fue reducida a una crisis de seguridad que debía ser controlada a toda costa. La lógica de la "línea abismal" hizo invisible todo el contexto histórico y político que generaba las migraciones, borrando de la narrativa las intervenciones militares, los acuerdos comerciales injustos y las políticas que contribuyeron a la inestabilidad de países enteros.

Es fundamental reconocer que el “Muslim Ban” y la construcción del muro no son eventos aislados, sino parte de una serie de acciones que buscan crear una división radical entre los que son considerados “legítimos” y aquellos que se encuentran del otro lado de la línea. Estas políticas no solo reflejan un desprecio por los derechos humanos, sino que también contribuyen a la creación de un clima de miedo y xenofobia que afecta a la sociedad en su conjunto. Las personas que se ven forzadas a migrar a menudo lo hacen en circunstancias extremas, buscando protección frente a situaciones que la mayoría de los países ricos, incluido Estados Unidos, han ayudado a generar.

Además de reconocer las consecuencias inmediatas de estas políticas, es importante entender que las migraciones no son un fenómeno ajeno a las políticas exteriores e internas de los países que reciben a los migrantes. Las crisis que impulsan la migración no surgen de la nada, sino que están profundamente conectadas con las decisiones y acciones de los países desarrollados, que, en muchos casos, son responsables de crear las condiciones que empujan a las personas a huir de sus países. La comprensión de estas dinámicas es clave para abordar la migración de manera más justa y humana, reconociendo la responsabilidad compartida en lugar de aplicar soluciones simplistas y excluyentes.

¿Cómo la Seguridad Interna y el Populismo Impactan la Política Global?

La creación del Departamento de Seguridad Nacional (DHS) en Estados Unidos, luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, fue un punto de inflexión en la política de seguridad global. La misión original del DHS estaba claramente orientada a abordar las amenazas terroristas extranjeras y la seguridad en las fronteras. Sin embargo, bajo la administración de Donald Trump, el DHS experimentó una expansión considerable de su misión, que incluyó la aplicación de leyes migratorias más estrictas y la implementación de políticas más duras contra el inmigrante indocumentado. Además, su rol no se limitó únicamente a la gestión de la inmigración, sino que se extendió al ámbito de la seguridad interna, consolidando aún más el poder federal sobre los estados y ampliando la capacidad de intervención en diversas áreas de la vida social y política estadounidense.

Este fenómeno de militarización de las políticas internas no solo es un fenómeno estadounidense, sino que también tiene repercusiones a nivel mundial. El presidente ruso Vladimir Putin, por ejemplo, ha utilizado la narrativa de una "guerra patriótica" para consolidar su régimen, uniendo a la nación alrededor de la idea de la defensa frente a amenazas externas. La intervención de Rusia en Crimea, por ejemplo, fue presentada bajo el prisma de una lucha contra el imperialismo y un acto de restauración de la justicia histórica para con los pueblos rusos. En su país, la imagen de la guerra contra el nazismo, rescatada y explotada por Stalin en la Segunda Guerra Mundial, sigue siendo un pilar de la identidad nacional, lo que permite que los líderes actuales, como Putin, construyan un relato de liberación y restauración de la grandeza rusa, frente a las potencias occidentales, en especial Estados Unidos.

El populismo y el autoritarismo no solo se manifiestan a través de los discursos, sino que también se reflejan en el uso de las fuerzas de seguridad. Bajo el mandato de Trump, la militarización de la policía y las fuerzas federales se volvió aún más evidente, especialmente en situaciones de protestas políticas, como las que siguieron al asesinato de George Floyd. Estas manifestaciones, que marcaron un punto de quiebre en el movimiento Black Lives Matter, fueron inicialmente vistas como una respuesta legítima a la brutalidad policial. Sin embargo, la respuesta del gobierno federal fue fuertemente represiva, lo que despertó temores de una escalada autoritaria.

Al mismo tiempo, la relación entre Trump y Putin se ha convertido en una de las dinámicas más estudiadas de la política contemporánea. La admiración mutua entre ambos líderes, a pesar de las evidentes diferencias ideológicas, resalta una de las contradicciones más intrigantes de la política global actual. Ambos han sido vistos como figuras que utilizan el populismo para fortalecer su control interno, mientras que, al mismo tiempo, alimentan tensiones internacionales que desafían el orden democrático y multilateral que ha caracterizado las relaciones internacionales desde la Segunda Guerra Mundial.

Es importante destacar que el impacto de estos procesos no es exclusivo de Estados Unidos o Rusia. El populismo y la militarización están teniendo un efecto contagioso, resonando en Europa y otras regiones del mundo. La creciente polarización social, alimentada por narrativas de desinformación y la manipulación de los miedos colectivos, ha fomentado la creación de "otros" – enemigos internos que justifican la intervención del Estado en la vida privada de los ciudadanos y que refuerzan las ideologías autoritarias.

Los movimientos de resistencia a estos regímenes también han evolucionado, adaptándose a las nuevas formas de represión. Las protestas en Hong Kong, la Primavera Árabe, las manifestaciones en América Latina, y, más recientemente, las protestas en Bielorrusia y Rusia, reflejan cómo los movimientos populares están buscando nuevas formas de organización y resistencia ante los poderes autoritarios. La lucha por la democracia no es solo una cuestión de elecciones, sino también de resistir a la imposición de sistemas que buscan controlar no solo el aparato del Estado, sino también la conciencia colectiva.

Además, es crucial entender cómo la manipulación de la información juega un papel fundamental en estos procesos. La era digital ha permitido que las narrativas autoritarias se diseminen rápidamente, ya sea a través de redes sociales o medios de comunicación controlados por el Estado. En muchos casos, la desinformación se ha convertido en una herramienta política poderosa, utilizada para crear divisiones internas y deslegitimar a los opositores, al mismo tiempo que se justifica la represión como una medida necesaria para proteger la unidad y el orden nacional.

El lector debe también considerar la importancia de la solidaridad global en estos tiempos de creciente autoritarismo. La lucha por los derechos humanos y la democracia no puede limitarse a las fronteras nacionales, sino que debe ser un esfuerzo conjunto entre diversas naciones que enfrentan desafíos similares. Aunque los contextos políticos varían, las lecciones aprendidas en un país pueden aplicarse a otros, y la resistencia a los regímenes autoritarios se fortalece cuando se comparte información, se apoya a los activistas y se ejerce presión internacional contra las prácticas opresivas.