La intervención estatal en las políticas urbanas ha tomado muchas formas a lo largo de las últimas décadas, a menudo favoreciendo los intereses privados a expensas del bienestar social de las comunidades más vulnerables. A medida que la ideología conservadora se ha afianzado en las legislaturas estatales, particularmente desde la década de 1960, el panorama del desarrollo urbano ha experimentado una serie de transformaciones que han tenido consecuencias duraderas para las ciudades en decadencia. Esta tendencia ha afectado principalmente a las ciudades industriales del Medio Oeste de Estados Unidos, aquellas que han sido marcadas por la pobreza, la falta de oportunidades económicas y una creciente segmentación racial y social.
Uno de los mecanismos clave de intervención estatal ha sido la limitación del uso del dominio eminente, herramienta que permite a los gobiernos tomar propiedad privada para proyectos de desarrollo público. Aunque la ideología conservadora ha ganado fuerza en los últimos años, generando una presión para restringir el uso de esta herramienta, su reducción ha tenido un impacto negativo, especialmente en las ciudades centrales en declive. Mientras que en áreas suburbanas la situación no es tan crítica debido a que predominan terrenos no desarrollados, en los centros urbanos empobrecidos, donde los terrenos son fragmentados y poseen múltiples propietarios, el dominio eminente es esencial para avanzar en proyectos de desarrollo económico. Así, limitar esta herramienta restringe la capacidad de los gobiernos locales para llevar a cabo políticas que favorezcan la revitalización urbana.
Otro aspecto fundamental de la intervención estatal tiene que ver con la asignación de fondos. Los gobiernos locales dependen en gran medida de las transferencias estatales para financiar diversos proyectos, pero los fondos se distribuyen de manera desigual. En los últimos 50 años, los estados con legislaturas dominadas por intereses conservadores, especialmente aquellos con poblaciones rurales blancas y ciudades centrales mayormente negras, han mostrado un claro sesgo en sus decisiones. En este contexto, la financiación para áreas como el desarrollo económico en el centro de las ciudades y la construcción de infraestructura de policía y prisiones ha sido generosa. En cambio, los servicios sociales, la vivienda subsidiada y los programas de tratamiento de drogas han sufrido recortes drásticos. Este enfoque diferencial en la asignación de fondos ha consolidado un modelo de políticas urbanas que favorece a los sectores privados y marginaliza a los grupos más vulnerables.
Esta desigualdad no solo se refleja en la asignación de recursos, sino también en el ámbito de la penalización. Las políticas de "tolerancia cero" implementadas por los estados han dirigido una gran cantidad de recursos hacia el encarcelamiento de personas por delitos menores, especialmente en comunidades de mayoría negra. Los crímenes relacionados con las drogas, como la posesión de crack, han sido castigados de manera mucho más severa en comparación con aquellos delitos cometidos por personas blancas. Estas medidas han tenido un impacto desproporcionado en las comunidades urbanas empobrecidas, donde la mayoría de los afectados son de raza negra. Además, la dureza del sistema penitenciario estadounidense, que impone restricciones severas a los exconvictos, ha perpetuado la marginación social, dificultando su reintegración en el mercado laboral y en la vida social.
En contraste, los crímenes cometidos por propietarios de propiedades y grandes corporaciones, como el incumplimiento de los códigos de vivienda y los delitos fiscales, han sido tratados con mucha más indulgencia. Las ciudades no cuentan con los recursos necesarios para perseguir estas infracciones, y en muchos casos, las legislaturas estatales intervienen para impedir que las ciudades tomen medidas contra estos propietarios. Esto se debe a un entorno legislativo que favorece a los intereses comerciales y limita la capacidad de los gobiernos locales para regular y penalizar de manera efectiva los abusos inmobiliarios y las violaciones de derechos civiles. Un ejemplo claro de esta tendencia es el caso de Indiana, donde el estado impidió que la ciudad de South Bend multara a los propietarios de viviendas problemáticas, mientras permitía que se multara a los inquilinos.
Las políticas de austeridad y las decisiones estatales de no financiar adecuadamente la vivienda pública o las infraestructuras verdes en las ciudades desindustrializadas han agravado aún más la desigualdad urbana. Aunque se han propuesto planes para "redimensionar" las ciudades, concentrando a las poblaciones en áreas de crecimiento y desarrollando espacios verdes en los barrios desocupados, estos planes no se implementan de manera equitativa. Los estados han proporcionado fondos para demoliciones, pero no para la construcción de viviendas asequibles o la creación de espacios verdes, lo que significa que las comunidades más vulnerables son desplazadas sin que se les ofrezca una solución viable. En lugar de crear una red de apoyo a largo plazo, estas políticas favorecen el desmantelamiento de las comunidades sin proporcionar un reemplazo justo.
Es esencial entender que la intervención estatal en las ciudades no se limita a la cuestión del financiamiento o la penalización. Las decisiones tomadas a nivel estatal tienen un impacto directo en las oportunidades de desarrollo económico, en la equidad social y en la capacidad de las comunidades para prosperar. En este contexto, los gobiernos locales se encuentran atrapados entre la necesidad de revitalizar sus áreas centrales y las limitaciones impuestas por las políticas estatales que favorecen los intereses privados. Esto crea un ciclo vicioso de pobreza, desplazamiento y desestructuración social que es difícil de romper sin un cambio profundo en las políticas públicas a nivel estatal y federal.
¿Pueden las estrategias de gobernanza emprendedora realmente revitalizar los vecindarios marginados?
La transformación del rol del Estado local en las últimas décadas ha implicado un giro decisivo desde la inversión directa en infraestructura y servicios sociales hacia una lógica en la que las ciudades deben competir entre sí por atraer inversión privada. Este nuevo paradigma posiciona al mercado como fuerza rectora, relegando al Estado local a un papel de facilitador con herramientas limitadas: zonificación, expropiación, y poderes fiscales. La responsabilidad recae en las ciudades para reducir o cubrir los costos asociados con el desarrollo urbano, haciendo más atractiva la inversión o la propiedad dentro de sus límites territoriales.
Entre las herramientas más comúnmente empleadas en este marco destacan tres: alivios fiscales a inversionistas, ensamblaje de tierras mediante expropiación, y emisión de bonos municipales para financiar el desarrollo. La herramienta más directa es el ajuste de tasas impositivas. En Estados Unidos, los impuestos a la propiedad constituyen la fuente principal de ingresos para los gobiernos locales, lo que ha incentivado una tendencia prolongada —promovida por conservadores y coaliciones pro-crecimiento— hacia la reducción impositiva, topes al aumento de impuestos (financiados mediante recortes de servicios públicos) y exenciones fiscales a empresas dispuestas a invertir localmente.
Estas medidas, consideradas mejores prácticas dentro del paradigma emprendedor, se han adaptado con nombres cambiantes —zonas de oportunidad, zonas de empoderamiento, zonas empresariales— pero conservan un principio invariable: reducir impuestos en zonas seleccionadas atraerá inversión. Mecanismos más sofisticados como el financiamiento por incremento de impuestos (TIF) o notas de anticipación fiscal permiten a las ciudades convertir futuros ingresos tributarios en capital inmediato para proyectos inmobiliarios.
Algunas estrategias incluso buscan rebajar la valoración de propiedades deterioradas para evitar el abandono, o cancelar deudas fiscales asociadas a ejecuciones hipotecarias con el fin de facilitar su venta en subastas a precios “realistas”. Paralelamente, el uso de la expropiación con fines de ensamblaje de tierra ha adquirido un carácter polémico: se toma propiedad privada para fines públicos en apariencia —como infraestructura— pero se transfiere luego, a bajo costo o de forma gratuita, a desarrolladores privados para proyectos comerciales o residenciales. El razonamiento legal sostiene que el desarrollo aumenta la base impositiva, sirviendo al interés público. Sin embargo, esta práctica, legitimada parcialmente por el fallo Kelo v. City of New London en 2006, ha sido blanco constante de críticas conservadoras.
La emisión de bonos municipales, históricamente empleada para infraestructura, se ha adaptado al paradigma emprendedor: se crean distritos de desarrollo que emiten bonos respaldados por ingresos futuros —rentas, tarifas, ventas de tierras— con el propósito de remediar terrenos contaminados, mejorar infraestructura o financiar directamente proyectos privados. Aunque los bonos municipales tradicionales son considerados seguros, este uso específico es arriesgado y presenta tasas de incumplimiento más altas.
Estas medidas proliferan, en parte, porque los gobiernos locales han visto erosionada su capacidad de aplicar estrategias no mercantiles. El discurso dominante —impulsado por think tanks y élites locales— promueve soluciones basadas en el mercado como panacea frente al declive urbano. Se sostiene que las ciudades están sobreimpuestas y sobre reguladas, y que la eliminación de tales barreras generará desarrollo. Sin embargo, los resultados empíricos de estas estrategias son ambiguos en áreas céntricas y francamente negativos en vecindarios altamente deteriorados.
En estos últimos, el problema no es tanto la carga tributaria, sino el riesgo económico de invertir donde el valor de los activos sigue cayendo. El costo fiscal es marginal comparado con la pérdida potencial de valor. Por tanto, el desarrollo que efectivamente ocurre suele estar subsidiado directamente por fondos públicos residuales —construcción de viviendas, financiamiento de pequeñas empresas— sin expectativas de retorno inmediato de la inversión privada.
Las herramientas como la expropiación o los bonos enfrentan limitaciones similares. En ciertas zonas céntricas, donde el acceso a la tierra o los costos de desarrollo representan obstáculos, estas estrategias pueden generar resultados. Pero incluso allí el éxito no está garantizado. En barrios como Heidelberg Street en Detroit, donde aún pueden adquirirse viviendas por menos de 10,000 dólares, el precio del terreno no es el problema. Aunque el Estado transfiriera terrenos gratuitos a desarrolladores, pocos asumirían el riesgo de construir viviendas cuyo costo mínimo ronda los 120,000 dólares en contextos de depreciación sistemática. El mercado percibe estos espacios como pérdidas aseguradas.
En estos casos, la lógica emprendedora fracasa porque ignora la naturaleza estructural del deterioro urbano. El abandono no se revierte con incentivos fiscales o mecanismos financieros complejos si el valor subyacente de los activos permanece negativo. No hay alivio impositivo que compense la certeza de pérdida. La revitalización de estos espacios requiere más que atraer capital: exige transformar las condiciones materiales, sociales y simbólicas que estructuran el abandono. Ignorar esta dimensión es perpetuar un urbanismo donde las promesas de mercado nunca llegan a la periferia marginada.
¿Por qué algunas ciudades decaen y otras no? Reflexiones sobre el colapso urbano y el papel de las políticas neoliberales
El proceso de declive urbano no es una consecuencia inevitable o "natural". No se trata simplemente de una decadencia orgánica o de un proceso que surge por sí mismo a lo largo del tiempo. En muchas ocasiones, el colapso de ciertas áreas urbanas está profundamente relacionado con las decisiones políticas y económicas que se toman a lo largo de décadas. Esto es particularmente evidente en lo que algunos han denominado el “Cinturón de Óxido” estadounidense, una región donde la desindustrialización, el abandono de fábricas y la migración masiva hacia suburbios han dejado ciudades como Detroit al borde de la ruina.
Una de las principales causas detrás de la desaparición de las ciudades industriales tiene que ver con el cambio en las políticas económicas a nivel global. Las políticas neoliberales, que promovieron la desregulación, la privatización de sectores clave y una austeridad que afectó a los servicios públicos y las infraestructuras, jugaron un papel crucial en la desaparición de sectores industriales completos. En este contexto, la competencia global y las políticas de mercado libre desmantelaron las bases económicas de muchas ciudades que dependían de la manufactura y el trabajo industrial. El mercado, en su forma más pura, comenzó a ser el único árbitro de lo que debería prosperar y lo que debía desaparecer.
El caso de Detroit es uno de los ejemplos más paradigmáticos de este fenómeno. La ciudad, que en su apogeo fue un símbolo del progreso industrial y de la prosperidad económica, pasó por un proceso de deindustrialización masiva a medida que las fábricas cerraban y los empleos desaparecían. A medida que los trabajadores perdían sus empleos y las oportunidades se redujeron, muchas personas optaron por abandonar la ciudad en busca de mejores condiciones en los suburbios o en otras regiones. Este éxodo masivo resultó en una pérdida de ingresos fiscales, lo que dejó a la ciudad incapaz de mantener una infraestructura adecuada o de garantizar servicios básicos.
Además, el cambio en las políticas de vivienda y urbanismo, con enfoques como la renovación urbana y el desplazamiento forzado de poblaciones vulnerables, exacerbaron aún más los problemas. Las políticas de "revitalización" en áreas como el centro de la ciudad a menudo ignoraron las necesidades de las comunidades históricamente empobrecidas, lo que llevó a una gentrificación acelerada y a la exclusión de los residentes originales. En lugar de fomentar una recuperación inclusiva, estas políticas terminaron por agravar las disparidades económicas y sociales en lugar de solucionarlas.
Sin embargo, el colapso urbano no es un proceso inevitable. Hay ciudades que, a pesar de enfrentar problemas similares, han logrado adaptarse y encontrar nuevas formas de prosperar. Esto se debe, en parte, a la implementación de políticas públicas más inclusivas y a la creación de economías urbanas más resilientes que no dependan únicamente de una industria específica. A diferencia de Detroit, que cayó en un ciclo de desinversión y abandono, algunas ciudades han optado por estrategias que combinan la preservación de su patrimonio industrial con la promoción de nuevas tecnologías, el desarrollo de infraestructuras verdes o el fortalecimiento de economías locales diversificadas. Estas ciudades, como Pittsburgh, han mostrado que es posible reinventarse en medio del declive, apostando por la sostenibilidad y la innovación.
Es importante, sin embargo, que el lector entienda que el declive urbano no es simplemente un resultado de las fuerzas del mercado. Las decisiones políticas, tanto a nivel local como nacional, juegan un papel crucial en la configuración de los destinos urbanos. Las políticas neoliberales que promovieron la austeridad y la desregulación no solo afectaron a las ciudades industriales, sino que también contribuyeron a una concentración de riqueza en sectores específicos y al empobrecimiento de áreas enteras. Las políticas de desmantelamiento de los programas de bienestar social, por ejemplo, dejaron a muchas familias vulnerables sin el apoyo necesario para sobrevivir en un contexto de crisis económica.
La privatización de los servicios públicos, que en muchos casos se desmantelaron o se vendieron a empresas privadas, también aumentó la desigualdad social y limitó el acceso a recursos básicos. En este contexto, la gentrificación no es solo un fenómeno económico; también es el resultado de decisiones políticas que favorecen a los inversores por encima de los residentes de clase trabajadora. Este fenómeno puede observarse no solo en Detroit, sino también en otras ciudades de EE. UU. que han atravesado procesos similares de “declive urbano”.
Un aspecto que debe ser destacado es la resistencia que ha surgido en muchas de estas ciudades. Aunque el proceso de abandono y de declive de infraestructura puede parecer irreversible en algunos casos, las comunidades locales han demostrado una gran capacidad de adaptación. Iniciativas como la creación de bancos de tierras (land banks), la renovación de edificios industriales abandonados para proyectos comunitarios o el impulso de industrias alternativas, como la agricultura urbana o las energías renovables, son ejemplos de cómo las ciudades pueden encontrar nuevos caminos hacia la regeneración. Estas soluciones no son solo paliativos, sino también estrategias integrales que buscan transformar el espacio urbano y ofrecer nuevas oportunidades de desarrollo.
Para entender cómo las ciudades pueden reconstruir su futuro, es crucial reconocer que la planificación urbana debe ser integral, teniendo en cuenta tanto las necesidades económicas como las sociales. La reconstrucción de las ciudades no solo pasa por restaurar sus infraestructuras o atraer inversiones externas, sino por asegurar que los procesos de transformación sean inclusivos y beneficien a todos sus habitantes, especialmente a aquellos que han sido históricamente marginados. A largo plazo, solo una visión ciudadana más participativa y un enfoque que promueva la equidad podrán garantizar que las ciudades no solo sobrevivan, sino que florezcan en el siglo XXI.
¿Cómo impactan las políticas de urbanismo y la banca de terrenos en las ciudades estadounidenses?
El concepto de “banca de terrenos” es un modelo que se ha intentado implementar en diversas ciudades de Estados Unidos, buscando la revalorización de terrenos vacíos y en desuso, principalmente en áreas urbanas deprimidas. Sin embargo, a pesar de su atractivo inicial, este modelo ha demostrado tener resultados mixtos, a menudo no cumpliendo con las expectativas de revitalizar comunidades y, en algunos casos, incluso exacerbando las desigualdades urbanas.
Las iniciativas de bancos de terrenos, como las que se han propuesto en lugares como Saint Louis y Kansas City, se basan en la adquisición y gestión de propiedades vacías con la esperanza de que, una vez gestionadas adecuadamente, estas propiedades pueden ser transformadas en activos productivos. Sin embargo, la experiencia de Saint Louis ha demostrado las limitaciones de este enfoque. A pesar de los esfuerzos por reactivar terrenos abandonados, las intervenciones de los bancos de terrenos no han logrado frenar el ciclo de declive urbano, y los resultados han sido, en muchos casos, decepcionantes. Por ejemplo, las políticas que se han implementado no han sido efectivas en la lucha contra la falta de infraestructura o en la mejora de la calidad de vida de los residentes locales. Además, las inversiones en propiedades vacías muchas veces no se traducen en el tipo de desarrollo urbano sostenible que las comunidades necesitan.
Además de la ineficacia en la revitalización urbana, el modelo de banca de terrenos ha tenido consecuencias negativas en términos de exclusión social. A menudo, las propiedades adquiridas por los bancos de terrenos son revendidas o subastadas a desarrolladores privados, quienes buscan maximizar el valor de estas áreas sin tomar en cuenta las necesidades de los habitantes originales, lo que perpetúa un ciclo de desplazamiento y gentrificación. Los esfuerzos de los bancos de terrenos también han sido criticados por su falta de transparencia y por priorizar el desarrollo económico sobre las necesidades de los grupos más vulnerables.
Otro factor importante es el contexto de desigualdad racial que rodea muchas de estas políticas urbanísticas. En ciudades como Detroit, donde el abandono de terrenos es un problema prolongado, las políticas de urbanismo y la gestión de propiedades vacías se han visto empañadas por las tensiones raciales. El impacto de la pobreza estructural y la falta de acceso a servicios básicos, combinados con la diseminación de la propiedad privada, ha dejado a muchas comunidades marginadas sin recursos para luchar contra la urbanización forzada. En este sentido, el urbanismo neoliberal, que promueve la privatización y la minimización del papel del Estado, ha tenido un impacto desproporcionado en las comunidades de bajos ingresos y, especialmente, en aquellas con alta concentración de población negra.
Las críticas a estos modelos no solo provienen de estudios académicos, sino también de expertos que observan cómo los fracasos de los bancos de terrenos en ciudades como Saint Louis podrían prevenir futuros intentos en otras áreas metropolitanas. Este fracaso se explica, en gran parte, por la falta de un enfoque integral que considere tanto las dimensiones económicas como sociales de las ciudades. La respuesta no debe ser simplemente gestionar terrenos vacíos, sino que debe incluir estrategias para abordar la pobreza, la educación y el acceso a la vivienda.
Finalmente, es crucial entender que la revalorización de los terrenos no siempre se traduce en mejoras para la comunidad. Sin un enfoque holístico que abarque el desarrollo económico, social y ambiental de las zonas afectadas, los intentos de revitalización pueden terminar profundizando las desigualdades preexistentes. La clave no está solo en la gestión de los terrenos vacíos, sino en entender cómo las políticas de urbanismo pueden, de manera efectiva, servir a las necesidades de todos los miembros de la comunidad, especialmente a los más vulnerables.
¿Cómo influye la racialización en el declive urbano en las ciudades del "Cinturón Oxidado" de EE. UU.?
¿Cómo Funciona el Marketing de Afiliados y Qué Debes Saber para Tener Éxito?
¿Cómo cultivar hongos en casa para obtener beneficios económicos?
¿Cómo optimizar el manejo de datos en SAS para procesos complejos y grandes volúmenes?

Deutsch
Francais
Nederlands
Svenska
Norsk
Dansk
Suomi
Espanol
Italiano
Portugues
Magyar
Polski
Cestina
Русский