El fenómeno de declive urbano en muchas ciudades del Cinturón Oxidado de los Estados Unidos está profundamente vinculado a las dinámicas raciales que se han desarrollado a lo largo de varias décadas. Desde mediados del siglo XX, las migraciones de poblaciones negras hacia zonas previamente dominadas por poblaciones blancas en muchas de estas ciudades han estado asociadas a procesos de declive económico, pérdida de valor inmobiliario y deterioro de infraestructuras urbanas. Sin embargo, los mecanismos detrás de esta asociación son complejos y merecen un análisis detallado.

En primer lugar, se puede observar cómo la presencia creciente de poblaciones negras en ciertos vecindarios fue percibida por las clases blancas como un signo de declive. La teoría del "proxy racial" sostiene que, aunque la animosidad racial directa no siempre estuvo presente en las decisiones de los blancos, sí existía una percepción de que los vecindarios que albergaban a grandes comunidades negras eran, por alguna razón, sinónimo de deterioro. Los blancos que huían de estos vecindarios no lo hacían necesariamente por odio, sino por una especie de cálculo económico: se consideraba que el valor de las propiedades disminuiría debido a la presencia de negros, por lo que vender sus casas y mudarse a otras zonas era visto como una estrategia de protección de sus inversiones.

Este fenómeno no se limitó solo a los residentes, sino que también afectó a las empresas y corporaciones que operaban en estos entornos urbanos. En muchas ciudades del Cinturón Oxidado, las empresas comenzaron a abandonar áreas donde se fortalecía el poder político de la población negra, interpretando este cambio como una señal de inevitable declive económico. En estos casos, el capital era visto como una fuerza neutral en términos raciales, pero las decisiones empresariales seguían un patrón que asociaba la concentración de población negra con la decadencia.

A medida que las ciudades perdían población blanca y las corporaciones comenzaban a moverse hacia los suburbios, los servicios públicos se vieron severamente afectados. Las zonas antes prósperas pasaron a ser relegadas, y la infraestructura pública fue deteriorándose debido a la falta de inversión. Este proceso fue acompañado de una reducción en los servicios y recursos destinados a la comunidad negra, lo que incrementó las condiciones de pobreza y marginación. Así, el vínculo entre la racialización de los vecindarios y el declive urbano se consolidó, no como una coincidencia, sino como una consecuencia directa de decisiones políticas y económicas interconectadas.

En contraste con las ciudades canadienses, como Ottawa o Montreal, que aunque también tuvieron historias de racismo y segregación, no llegaron a experimentar el mismo nivel de abandono urbano, se puede observar que el contexto canadiense presentaba una diferencia significativa en términos de población no blanca. Canadá, con su política de inmigración restrictiva antes de 1967, y su menor porcentaje de población negra, no desarrolló las mismas dinámicas urbanas de fuga blanca o desinversión masiva. Aunque el racismo existía y se manifestaba en diversas formas, la menor concentración de población no blanca impedía que se dieran los mismos procesos de "blanqueamiento" de los vecindarios.

Es esencial entender que, aunque muchas de estas teorías y análisis intentan reducir el fenómeno del declive urbano a un simple cálculo económico, el trasfondo racial no puede ser ignorado. A pesar de que los defensores de la teoría del "proxy racial" sostienen que la migración de blancos a otras zonas no estuvo motivada por racismo, sino por un interés económico, la persistencia de la segregación racial y la sistemática exclusión de los negros de los mercados laborales y residenciales son factores que no deben subestimarse. La urbanización de los Estados Unidos, y en particular del Cinturón Oxidado, debe ser comprendida dentro de un contexto de políticas racistas estructurales que no solo afectaron la distribución geográfica de la población, sino también su acceso a recursos y oportunidades.

Además de la teoría económica, es importante reconocer que la idea de que los negros son un "proxy" de declive o que sus comunidades son "inevitablemente" malas para los negocios tiene profundas implicaciones sociales. Estas ideas no solo afectan las decisiones económicas, sino también las percepciones sociales y culturales, generando estigmas que perduran en el tiempo. La historia de la marginalización racial en las ciudades del Cinturón Oxidado muestra cómo las percepciones erróneas sobre las comunidades negras han sido instrumentalizadas para justificar políticas de abandono y desinversión.

Por último, no se debe perder de vista que el declive urbano no es solo un fenómeno económico. Es un proceso complejo en el que se entrelazan aspectos sociales, políticos y raciales, y donde las decisiones de inversión o desinversión tienen consecuencias directas en la calidad de vida de los residentes, especialmente aquellos que han sido históricamente marginados. La relación entre la raza y el declive urbano en el Cinturón Oxidado es un testimonio de cómo las estructuras de poder, la racialización y las decisiones económicas pueden transformarse en un ciclo de pobreza y exclusión.

¿Cómo afectan las políticas conservadoras al control local y al desarrollo urbano?

En las últimas décadas, muchas ciudades de Estados Unidos han experimentado un proceso de despojo de poder local y han sido objeto de una gestión estatal que busca mejorar la eficiencia fiscal y administrativa. En este contexto, se ha adoptado una estrategia común que involucra la sustitución de sistemas de gestión pública por modelos de gestión privada, centrados en el uso de escuelas charter, vales educativos y la privatización de servicios públicos. Esta tendencia ha afectado de manera particular a ciudades como Detroit, Nueva Orleans y Flint, donde la intervención estatal ha demostrado ser, en la mayoría de los casos, perjudicial para la calidad de vida de sus habitantes.

Un aspecto central de estas intervenciones es la justificación del "mala gestión fiscal" como razón para tomar el control de los distritos escolares o de los servicios urbanos. Sin embargo, esta narrativa rara vez reconoce las desigualdades estructurales inherentes al sistema de financiamiento escolar o las consecuencias de los recortes federales en las décadas de 1970. En lugar de ofrecer soluciones a largo plazo para las disparidades económicas, se opta por medidas superficiales que buscan reducir gastos y transferir el poder a entidades privadas. Este enfoque a menudo se presenta como la única alternativa para salvar las ciudades en crisis, pero en la práctica, estos "gestores de emergencia" no están sujetos a la rendición de cuentas política, lo que les permite tomar decisiones sin que sus acciones repercutan directamente en sus carreras.

El control de las ciudades por parte de gestores privados no se limita a los servicios educativos. En muchos casos, los intereses empresariales también han tomado las riendas de la gestión de la infraestructura urbana. En Detroit, por ejemplo, la intervención estatal en 1999, aunque dirigida a resolver un déficit estructural, terminó dejando a la ciudad con una deuda aún mayor. Un caso aún más dramático ocurrió en Flint, donde los gestores designados por el estado priorizaron la reducción de costos sobre la salud pública, lo que resultó en una crisis de agua potable que afectó a miles de personas.

Este patrón no es accidental. La tendencia de poner en manos privadas los servicios públicos y los recursos urbanos responde a una ideología más amplia que considera al gobierno como un mal gestor. De acuerdo con esta perspectiva, los mercados privados tienen la capacidad de gestionar los servicios públicos con mayor eficiencia, sin embargo, los resultados muestran lo contrario. En lugar de una mejora sustancial, los resultados han sido desalentadores en cuanto a rendimiento educativo y bienestar de los ciudadanos. La falta de responsabilidad política y la ausencia de mecanismos de control contribuyen a la perpetuación de estas políticas, a pesar de sus efectos negativos.

Además de la privatización de los servicios públicos, otro aspecto relevante en este proceso de despojo de poder local es la limitación del uso de la expropiación de tierras a través del dominio eminente. Durante la era de la renovación urbana entre 1949 y los años 70, el uso de la expropiación para fines de desarrollo urbano fue un instrumento clave para reestructurar el paisaje de las ciudades. Sin embargo, las comunidades urbanas minoritarias comenzaron a resistir estas prácticas, especialmente cuando los proyectos de renovación urbana resultaron en la destrucción de vecindarios enteros para dar paso a nuevas infraestructuras que, en su mayoría, beneficiaban a intereses empresariales.

Este proceso de resistencia cobró fuerza en la década de 1970, especialmente con el caso del expropiación del vecindario Poletown en Detroit, donde el alcalde negro Coleman Young fue presionado por General Motors para adquirir tierras con el fin de ampliar una planta de ensamblaje. La controversia generada por esta expropiación, aunque finalmente no detuvo el proyecto, contribuyó a la creación de una corriente política conservadora que buscaba limitar el poder de expropiación de los gobiernos locales. En 1991, Charles Koch financió la creación del Instituto para la Justicia, un think tank libertario que ha jugado un papel crucial en promover la restricción del dominio eminente a nivel estatal.

Este esfuerzo culminó con la histórica sentencia del caso Kelo en 2005, en el que el Tribunal Supremo de Estados Unidos aprobó la expropiación de una propiedad privada en New London, Connecticut, para permitir el desarrollo de un proyecto comercial. Aunque la Sra. Kelo perdió el caso, este evento puso en evidencia la creciente oposición conservadora a las expropiaciones de tierras. Desde entonces, la lucha por limitar el dominio eminente ha adquirido gran relevancia dentro del movimiento conservador, con un enfoque exclusivo en los derechos de propiedad y sin tener en cuenta las preocupaciones sobre la planificación comunitaria o los derechos de los inquilinos, que históricamente fueron el foco de la izquierda política.

Es importante comprender que, aunque la expropiación y la privatización de servicios públicos puedan parecer soluciones rápidas a los problemas económicos de las ciudades, estas medidas a menudo no abordan las causas subyacentes de la desigualdad urbana. En lugar de buscar soluciones estructurales que fortalezcan a las comunidades locales y promuevan un desarrollo equitativo, las políticas actuales tienden a centrarse en la transferencia de recursos y poder hacia los sectores privados, sin ofrecer una mejora sustancial en la calidad de vida de los ciudadanos más vulnerables.

¿Cómo la Conservadurismo Influencia el Desarrollo Urbano y las Alternativas Sociales?

Desde la década de 1970, la dependencia del mercado privado en muchas ciudades ha aumentado debido a la reducción de intervenciones estatales en los sistemas sociales y urbanos. Sin embargo, la eliminación de las estructuras keynesianas no es el único cambio relevante. En paralelo, se han implementado leyes y prácticas conservadoras que dificultan la posibilidad de que las ciudades tomen caminos alternativos para integrar el mercado de manera más equitativa y proteger a los ciudadanos de sus efectos más perjudiciales. Esta imposición de leyes no siempre es obvia, sino que a menudo se realiza de forma sutil, mediante medidas que favorecen ciertas políticas y dificultan la adopción de otras.

En primer lugar, se han implementado incentivos que favorecen la adopción de políticas conservadoras. Por ejemplo, se ofrecen mayores ayudas estatales a aquellas ciudades que utilicen sus poderes de dominio eminente para abrir terreno para grandes inversiones en el centro de la ciudad o que acepten aplicar políticas de cero tolerancia en la lucha contra el crimen. Sin embargo, esta oferta viene acompañada de un precio: la eliminación de caminos alternativos. Al mismo tiempo, las alternativas se vuelven cada vez más costosas desde un punto de vista económico y social. Las ciudades que deciden resistir o actuar de forma diferente corren el riesgo de perder fondos federales o estatales esenciales, como en el caso de Memphis, que enfrentó amenazas de recortes por querer remover monumentos confederados, o ciudades que se oponen a las políticas antiinmigrantes y podrían perder fondos si no eliminan sus estatus de "ciudades santuario".

El control sobre los recursos financieros a nivel estatal y federal es una de las formas más eficaces para destruir o socavar posibles alternativas. A través de estas medidas, no solo se restringe la capacidad de los gobiernos locales para actuar de manera independiente, sino que también se facilita que aquellos que no son residentes de las ciudades puedan aprovechar sus recursos sin contribuir plenamente a su financiamiento. Además, las políticas que favorecen el desarrollo del centro de la ciudad, en especial en áreas urbanas desindustrializadas, muchas veces resultan en una transformación que beneficia principalmente a inversores externos, sin que los residentes locales puedan disfrutar de los beneficios económicos o laborales.

A pesar de estas leyes y regulaciones explícitas, lo que realmente ha tenido un impacto profundo en la forma en que se perciben y se implementan las políticas urbanas ha sido la batalla ideológica librada por los conservadores. Esta ideología no solo ha permitido que se modifiquen leyes y regulaciones, sino que también ha establecido una visión de las alternativas como "imposibles" o "irrealistas". La noción de que la tributación y la redistribución de la riqueza son obstáculos para el crecimiento económico ha sido una piedra angular de la retórica conservadora. Según este enfoque, todo acto del estado se reduce a la venalidad y el interés propio de los políticos, mientras que las políticas progresistas son vistas como un peligro que puede llevar a una situación indeseable como la de Detroit, una ciudad emblemática de la decadencia urbana.

Además, el rechazo a los programas sociales, como las Ciudades Modelo o la Guerra contra la Pobreza, ha sido central en la construcción de esta narrativa. A pesar de que estos programas fueron diseñados para abordar los problemas urbanos, los conservadores los han calificado de socialistas y responsables del declive de las ciudades, lo que ha permitido que el gasto público en programas sociales se convierta en un tema prácticamente tabú. Esta ideología también ha favorecido la privatización y la gestión del mercado privado, que en muchos casos ha resultado en la creación de distritos de desarrollo especial y zonas de financiamiento incrementado de impuestos (TIF), que benefician a los inversores, pero no contribuyen al bienestar general de la ciudad. Como resultado, el centro urbano, que alguna vez fue un lugar vibrante de actividad local, se ha transformado en un enclave suburbano donde los residentes locales ya no tienen una participación real en los beneficios que genera.

Lo que esta política conservadora realmente genera es un ciclo de declive urbano. Al privar a las ciudades de recursos esenciales y al restringir las opciones políticas, se crea un ambiente donde la posibilidad de recuperación parece cada vez más remota. Con el tiempo, estos cambios son tan profundos que revertir la situación se vuelve una tarea extremadamente difícil, si no imposible, debido a las estructuras de poder y las creencias ideológicas arraigadas.

Sin embargo, una posible solución a este declive sería la inversión pública sostenida, que permita reactivar las economías locales. Esto contrasta con la ideología conservadora que, al haber estigmatizado el gasto estatal en bienestar social, ha cerrado la puerta a una posible solución estatal a largo plazo. Las consecuencias de confiar únicamente en el mercado privado para resolver los problemas urbanos son profundas: sin un compromiso serio con la justicia social y el bienestar de los residentes locales, la urbanización se convierte en un fenómeno de exclusión, favoreciendo a aquellos que no viven en la ciudad y no asumen sus costos.

El conservadurismo actual, entonces, no solo impulsa una ideología económica y política, sino que también facilita el avance del deterioro urbano, que va en contra de los intereses de la mayoría de los ciudadanos. Este proceso no es una simple consecuencia de decisiones económicas, sino que está cimentado en una visión ideológica que hace del "libre mercado" un principio infalible, sin considerar sus efectos devastadores sobre las comunidades más vulnerables.