El diagnóstico y tratamiento de las enfermedades hepáticas asociadas con la diabetes tipo 2 (T2DM) implica una compleja interacción entre la resistencia a la insulina, la disfunción hepática y diversos factores metabólicos. En particular, la hepatoquimia o hígado graso no alcohólico (NAFLD) y la hepatopatía glucogénica han mostrado una estrecha relación con el control glicémico y las complicaciones de la diabetes.
El diagnóstico por tomografía computarizada (CT) revela que el hígado en condiciones como la hepatopatía glucogénica es hiperdenso, a diferencia de lo observado en la NAFLD, donde es hipodenso. Las características típicas de la hepatopatía glucogénica, que es una condición benigna y potencialmente reversible con un buen control glicémico, se observan mediante biopsias hepáticas. Estas biopsias muestran hepatocitos hinchados debido a la acumulación de glucógeno en el citoplasma, que se visualizan con tinción de hematoxilina y eosina (HE) como hepatocitos pálidos y agrandados, con núcleos cargados de glucógeno. La tinción PAS revela la presencia de hepatocitos vacíos, conocidos como células fantasma. A diferencia de la NAFLD, que puede progresar a fibrosis y cirrosis, la hepatopatía glucogénica tiende a ser reversible si se mantiene un buen control de la glucemia, en cuestión de días a semanas.
Por otro lado, el término "diabetes hepatógena", acuñado por Naunyn en 1906, describe un tipo de diabetes que aparece con mayor frecuencia en pacientes con cirrosis hepática. Esta condición se asocia principalmente con la resistencia a la insulina y la disfunción de las células β pancreáticas. En las primeras etapas de la cirrosis, las alteraciones neurohormonales y la endotoxemia inducen la resistencia a la insulina, pero la toxicidad crónica lleva a la disfunción de las células β pancreáticas, lo que marca la transición hacia la diabetes hepatógena. El diagnóstico diferencial entre diabetes tipo 2 (T2DM) y diabetes hepatógena (HD) puede ser desafiante, especialmente en etapas tempranas de la cirrosis, ya que ambas condiciones tienen un curso clínico largo y asintomático. Sin embargo, las características que definen la diabetes hepatógena incluyen la aparición de la diabetes después del inicio de la cirrosis, la baja prevalencia de factores de riesgo metabólicos y la ausencia de antecedentes familiares de diabetes. Además, los pacientes con diabetes hepatógena suelen presentar resistencia a la insulina y un mayor riesgo de hipoglucemia, y algunos experimentan remisión después de un trasplante hepático.
La NAFLD, por su parte, es un término general que abarca una gama de trastornos hepáticos, que incluyen esteatosis hepática, esteatohepatitis no alcohólica (NASH) y fibrosis hepática. En su forma más leve, la NAFLD se caracteriza por la acumulación de triglicéridos en los hepatocitos sin evidencia de otras causas, como el consumo excesivo de alcohol. Esta enfermedad es comúnmente asociada con la obesidad, el síndrome metabólico y, sobre todo, la diabetes tipo 2. Se estima que más del 25% de la población mundial está afectada por NAFLD, y la prevalencia está en aumento debido a factores como el estilo de vida sedentario y las dietas poco saludables.
En términos de mecanismos patogénicos, la teoría de "multihits" sugiere que el primer golpe en la NAFLD es la acumulación de triglicéridos en el hígado, lo que causa la esteatosis. Este proceso aumenta la susceptibilidad del hígado a daños adicionales, como el estrés oxidativo y la disfunción mitocondrial. Los ácidos grasos libres (FFA) juegan un papel crucial en la hepatotoxicidad, al desestabilizar los lisosomas y activar vías inflamatorias que agravan el daño hepático. A medida que progresa la enfermedad, la muerte de los hepatocitos y la activación de fibroblastos hepáticos llevan a la formación de fibrosis hepática y, eventualmente, cirrosis.
La relación entre NAFLD y diabetes es estrecha y bidireccional. Por un lado, la NAFLD es un factor de riesgo conocido para el desarrollo de diabetes tipo 2, y por otro lado, la presencia de diabetes acelera la progresión de la enfermedad hepática. Se ha demostrado que aproximadamente el 60% de los pacientes con diabetes tienen NAFLD, y aquellos que presentan ambas condiciones tienen un mayor riesgo de desarrollar fibrosis hepática y cirrosis. De hecho, estudios han encontrado que la diabetes puede aumentar el riesgo de desarrollar esteatohepatitis no alcohólica (NASH) y cirrosis hasta tres veces en comparación con los pacientes sin diabetes.
Además, la diabetes y la NAFLD comparten factores de riesgo comunes, como la resistencia a la insulina y la inflamación crónica, que agravan tanto la disfunción hepática como el control glicémico. La resistencia a la insulina provoca un aumento en la liberación de ácidos grasos desde el tejido adiposo, lo que contribuye a la lipotoxicidad en el hígado. La oxidación de estos ácidos grasos genera estrés oxidativo, lo que a su vez provoca la muerte celular y la activación de las células estelares hepáticas, lo que favorece la fibrosis. Este daño hepático crónico también está relacionado con complicaciones metabólicas y cardiovasculares adicionales, como enfermedades renales y dislipidemia.
El diagnóstico de NAFLD se basa en una combinación de estudios de sangre, imágenes y biopsia hepática. Los exámenes iniciales incluyen pruebas de función hepática, estudios de imagen como la ecografía hepática o la resonancia magnética (RM), y en algunos casos, biopsias hepáticas para evaluar el grado de fibrosis o esteatosis. Además, se debe considerar la presencia de comorbilidades como la obesidad, la dislipidemia, el síndrome metabólico, la apnea del sueño y otros trastornos metabólicos.
Por lo tanto, es esencial que los pacientes con diabetes tipo 2 sean monitoreados de cerca por su riesgo de desarrollar enfermedades hepáticas, particularmente NAFLD y NASH. El tratamiento debe enfocarse en la mejora del control glicémico y la reducción de los factores de riesgo metabólicos, como la obesidad y la hipertensión. En algunos casos, la intervención temprana mediante cambios en el estilo de vida o el uso de medicamentos específicos puede prevenir la progresión de la enfermedad hepática y sus complicaciones.
¿Cómo almacenar y administrar la insulina correctamente?
El almacenamiento adecuado de la insulina es esencial para mantener su eficacia. La insulina, en su preparación, es estable a temperatura ambiente, pero puede perder su potencia cuando se expone a temperaturas extremas. Por ello, se recomienda almacenar los viales, cartuchos y plumas de insulina sin abrir en el refrigerador a temperaturas de entre 20°C y 8°C (36°F a 46°F). Si se usa insulina de forma continua, es preferible dejar los viales en temperatura ambiente si esta no excede los 30°C, y utilizar el vial o pluma dentro del mes posterior a su apertura. A temperaturas superiores a 30°C, la insulina pierde un 1% de su potencia en 30 días, mientras que si se mantiene refrigerada, esta pérdida se reduce al 0.1%.
Si la insulina ha estado refrigerada, es recomendable dejarla a temperatura ambiente durante 10 minutos antes de su aplicación, y se puede frotar entre las palmas para normalizar su temperatura. En situaciones en las que no se dispone de refrigeración, la insulina puede almacenarse en un recipiente de barro, que ayuda a mantener una temperatura adecuada. Durante los viajes, los viales de insulina pueden ser sumergidos en agua fría o hielo dentro de un termo para preservar su eficacia.
Respecto a los lugares de administración, el sitio preferido para la inyección subcutánea es la pared abdominal anterior. Este sitio ofrece un área más amplia, una tasa de absorción constante y rápida, y menos alteración por las enzimas subcutáneas. Es fundamental rotar los sitios de inyección, dejándolos a una distancia de 1.5–2.5 cm entre ellos, para evitar la lipohipertrofia, que es una acumulación anormal de grasa subcutánea que puede dificultar la absorción de insulina y afectar el suministro vascular y nervioso. Además, se debe evitar administrar insulina en zonas afectadas por hematomas o cicatrices, ya que pueden interferir con la correcta absorción.
La técnica de inyección también debe considerarse cuidadosamente. Si es necesario mezclar diferentes tipos de insulina, se deben seguir ciertas pautas: primero se debe extraer la insulina regular y luego la insulina de acción intermedia (como la NPH). Esto previene la contaminación de la insulina regular con la protamina neutral Hagedorn (NPH). Las insulinas de acción rápida pueden mezclarse de manera segura con NPH o Ultralente, pero la mezcla de insulina regular con Lente o Ultralente no se recomienda debido a que el zinc en Lente puede unirse con la insulina regular y retrasar su acción.
Existen varios factores que influyen en la tasa de absorción de la insulina. Uno de ellos es el sitio de la inyección: la insulina se absorbe más rápido cuando se administra en el abdomen, alcanzando niveles máximos en sangre a los 60 minutos. En cambio, las inyecciones en los brazos y los muslos tardan más tiempo, entre 75 minutos y hasta 120 minutos. Además, la temperatura del área de la inyección, el ejercicio físico, la rotación de los sitios de inyección y la longitud de la aguja también influyen en la absorción. Para las personas obesas, una aguja de 4 mm puede ser la más adecuada para asegurar una penetración subcutánea correcta y mantener el control glicémico.
En cuanto a los dispositivos para la administración de insulina, los más comunes incluyen las jeringas, las plumas de insulina y las bombas de insulina. Las plumas de insulina permiten una administración precisa sin necesidad de extraer la insulina de un vial. Pueden ser reutilizables, con cartuchos que se cargan en el dispositivo, o desechables, con cartuchos integrados. Las plumas desechables son fáciles de usar, compactas y ligeras, pero no son ideales para quienes requieren una mezcla de diferentes tipos de insulina o para pacientes con discapacidades visuales o neurológicas.
Por otro lado, las bombas de insulina permiten una administración continua y precisa de insulina subcutánea. Estos dispositivos, que tienen el tamaño de un teléfono móvil, entregan insulina de forma basal, es decir, a una tasa constante, y también permiten administrar dosis adicionales, conocidas como dosis de bolo, para cubrir las necesidades de insulina asociadas a la comida o a niveles altos de glucosa en sangre. La bomba es útil para quienes requieren un control intensivo de la glucosa, ya que puede ajustarse para proporcionar la cantidad exacta de insulina según las necesidades del paciente.
Es importante señalar que el tipo de insulina y el dispositivo utilizado deben ser cuidadosamente elegidos en función de las necesidades individuales del paciente. La educación en la administración de insulina es crucial para evitar errores y garantizar el control adecuado de la diabetes. Además, es fundamental que los pacientes comprendan que, aunque la insulina es un tratamiento efectivo, su correcta administración depende también de otros factores, como la dieta, el ejercicio físico y el monitoreo regular de los niveles de glucosa en sangre.
¿Cómo afectan las infecciones urinarias en pacientes con diabetes y qué enfoques terapéuticos se deben considerar?
Las infecciones urinarias en pacientes con diabetes mellitus (DM) representan un desafío tanto para el diagnóstico como para el tratamiento. En general, la microbiología de estas infecciones sigue patrones similares a los observados en la población general, con Escherichia coli como el agente más común. Sin embargo, en esta población, el riesgo de encontrar cepas resistentes a los medicamentos es considerablemente mayor, lo que complica el manejo. Es crucial educar al paciente en la correcta recolección de muestras urinarias: limpiar adecuadamente los genitales externos, descartar los primeros mililitros de orina y recolectar la muestra de media micción, lo que garantiza un diagnóstico más preciso. Es igualmente importante realizar un análisis del tinte de Gram de la orina no centrifugada junto con el cultivo para asegurar la concordancia. Sin embargo, es fundamental recordar que la infección del tracto urinario se basa en un diagnóstico clínico y no microbiológico; el recuento de colonias no tiene valor sin el contexto clínico adecuado. De hecho, estudios recientes han indicado que los límites para el número de glóbulos blancos por campo de alta potencia (HPF) deben ser más altos en diabéticos para validar la posibilidad de una infección urinaria.
Aunque las guías no recomiendan el uso rutinario de cultivos urinarios para infecciones simples como la cistitis, sí deben ser parte del tratamiento para infecciones complicadas o del tracto superior, como la pielonefritis. El tratamiento de la cistitis puede realizarse con nitrofurantoína o cotrimoxazol, mientras que las infecciones del tracto superior requieren antibióticos parenterales, cuya elección debe basarse en la probabilidad de identificar patógenos resistentes. En países con altas tasas de organismos productores de beta-lactamasa de espectro extendido (ESBL), el tratamiento inicial adecuado sería con un carbapenémico de clase 2, como imipenem o meropenem, para luego hacer un cambio a agentes más simples una vez que se obtengan los resultados del cultivo y la prueba de susceptibilidad. En general, se considera que un curso de cinco días es adecuado, aunque en casos con abscesos no drenados o obstrucción persistente, se indicaría un tratamiento más largo. La terapia oral debe considerarse en cuanto se confirme la susceptibilidad y el paciente esté clínicamente estable.
Una de las complicaciones más graves de la pielonefritis es el desarrollo de abscesos renales, los cuales deben ser sospechados en pacientes que siguen presentando septicemia a pesar del tratamiento adecuado. En estos casos, puede ser necesaria la drenaje percutáneo para su mejora. Otras complicaciones raras incluyen la pielonefritis xantogranulomatosa, así como infecciones enfisematosa de la cistitis y pielonefritis en pacientes diabéticos, las cuales requieren una combinación de tratamiento médico y quirúrgico.
En pacientes con infecciones resistentes a los fármacos, como las infecciones nosocomiales, el antibiograma hospitalario puede ser una herramienta valiosa para decidir el tratamiento inicial. En presencia de organismos productores de carbapenemasa (CRO), las opciones se limitan a una terapia basada en beta-lactámicos/beta-lactamasa inhibidores (BL/BLI) más recientes, como ceftazidima-avibactam con aztreonam, siendo colistina una opción menos preferida. Los aminoglucósidos, como la amikacina, también podrían ser alternativas aceptables.
La presencia de Candida en el sistema urinario no es infrecuente, dado que es un residente común. Los pacientes con diabetes no controlada y aquellos que toman inhibidores de SGLT2 tienen un riesgo más alto de encontrar Candida en la orina y en los genitales externos. En estos casos, el crecimiento de Candida no siempre requiere tratamiento específico, pero sí debe llevar al médico a considerar un mejor control de la diabetes. En casos muy raros, Candida puede causar pielonefritis y septicemia, y debe ser considerada en pacientes con obstrucción urinaria debida a piedras, confirmada mediante cultivo de orina proximal a la obstrucción, después de la colocación de un stent o nefrostomía percutánea. El tratamiento de la infección por Candida puede implicar el uso de equinocandinas si el paciente está séptico, ya que estos agentes son superiores a los azoles en pacientes graves.
Otro aspecto relevante en pacientes diabéticos es la tuberculosis genitourinaria, que a menudo se pasa por alto. La tuberculosis debe sospecharse en pacientes con síntomas locales y sistémicos persistentes, como piuria crónica (ya sea con cultivos negativos o con diferentes organismos aislados), y que no responden a antibióticos beta-lactámicos pero muestran mejoría temporal con el uso de quinolonas. El diagnóstico requiere una alta sospecha clínica y pruebas repetidas. Aunque las pruebas PCR en la plataforma GeneXpert no han sido validadas para la orina, se han utilizado con éxito en muchos casos para confirmar el diagnóstico. El tratamiento de la tuberculosis genitourinaria con la terapia estándar antituberculosa es necesario, aunque el aumento de infecciones resistentes a los medicamentos hace que el diagnóstico sin cultivos sea más desafiante. La infección tuberculosa en el uréter o la uretra puede causar la formación de estenosis, lo que predispone a la aparición de infecciones urinarias recurrentes.
En la India, las infecciones fúngicas en el riñón, especialmente aquellas causadas por mucormicosis, han aumentado en los últimos años. Aunque el hongo no suele afectar otros sistemas orgánicos, su capacidad para llegar al riñón es aún poco comprendida. El tratamiento de esta infección es una emergencia médica, y en el pasado casi siempre resultaba en la nefrectomía total. Sin embargo, con diagnósticos más tempranos y mejores opciones médicas, hoy en día se utilizan más frecuentemente opciones quirúrgicas que preservan el riñón. El tratamiento estándar implica el uso de la formulación liposomal de anfotericina B, que es menos nefrotóxica que la anfotericina convencional, aunque considerablemente más costosa. Recientemente, también se ha evaluado el uso temprano de los nuevos azoles (posaconazol e isavuconazol), los cuales son mejor tolerados y no presentan problemas de toxicidad renal.
Algunos pacientes pueden presentar prostatitis, la cual puede imitar una infección urinaria, pero a menudo se acompaña de otros síntomas como dolor pélvico y disuria. La etiología de estas infecciones incluye enfermedades de transmisión sexual como la gonorrea y la clamidia, además de los patógenos uropatógenos habituales. Los cultivos urinarios pueden ser útiles para identificar al patógeno en cuestión, y se recomienda el uso de agentes con buena penetración prostática, como las quinolonas. En casos más graves, la prostatitis crónica, tanto bacteriana como abacteriana, puede ser difícil de tratar. En casos raros, los pacientes diabéticos pueden desarrollar abscesos prostáticos, siendo los patógenos más comunes Staphylococcus aureus y Pseudomonas pseudomallei.
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