El viejo hombre se inclinó y hundió sus manos en la tierra que empezaba a cobrar vida. Su rostro, lejos de mostrar cansancio o amargura, irradiaba una sonrisa amplia que disipaba cualquier temor. Esa imagen me llevó a pensar en sus raíces, en la abuela que, expulsada de Jersón por Catalina la Grande, recorrió durante tres años a pie el camino hasta Armenia para establecer una nueva vida. Ahora, a sus setenta y cuatro años, en esta era acelerada y frenética, él permanecía allí, junto a sus árboles, con la firme convicción de que “mañana desenfundaremos las rosas” y que “sí, habrá un día después”.

Hans Christian Andersen fue un hombre perseguido por una sensibilidad profunda, reflejada en su rostro poco agraciado según los cánones habituales, pero iluminado por la emoción ante la belleza y la humanidad auténtica. Reía y lloraba no por dolor, sino por la conmoción ante lo sublime que encontraba en el mundo. Sus lágrimas eran un testimonio del valor que otorgaba a la belleza interior, a esa “llama mágica” que, como escribió el poeta Nikolai Zabolotsky, hace que uno no se fije en el exterior si dentro arde un fuego verdadero.

El impacto de Andersen trasciende la infancia. Sus cuentos no solo se leen en la niñez, sino que se redescubren una y otra vez en diferentes etapas de la vida, revelando niveles ocultos de significado. Fue pionero en llevar el cuento de hadas fuera de castillos, bosques y palacios, situándolo en escenarios cotidianos: pueblos, ciudades, hogares comunes y familias corrientes. Así, combinó lo fantástico con la realidad diaria, mostrando que lo extraordinario puede manifestarse en los lugares más comunes.

Como decía Chejov, en una buena obra los destinos pueden cambiar radicalmente durante una simple comida en torno a la mesa. De manera similar, Andersen presenta situaciones insólitas en escenas aparentemente ordinarias: un hombre se calza unas galas mágicas y descubre un mundo fascinante y complejo más allá de la comodidad de su sala. Esta conjunción de lo mundano y lo mágico invita a ver la vida misma como un terreno infinito para el asombro.

Leer a Andersen, especialmente en compañía, es una experiencia que invita a observar con atención lo pequeño y aparentemente trivial, como una castaña con forma curiosa, capaz de inspirar historias llenas de maravillas. Su obra anima a mirar no solo hacia lo lejano o lo grandioso, sino a descubrir lo desconocido justo a nuestros pies.

Uno de sus cuentos más singulares, “La vieja farola”, encierra una metáfora sobre la belleza invisible y el dolor humano. La farola, una vez confiable fuente de luz, es retirada y guardada, condenada a la oscuridad y al olvido, aunque posea el don de mostrar recuerdos maravillosos. La tristeza que experimenta no proviene de la pérdida de su función, sino de su imposibilidad para compartir la belleza con quienes ama. Esa belleza que permanece oculta, esperando ser revelada, es una constante en Andersen.

Mientras la farola sufre su confinamiento, Andersen disfrutó de la capacidad de ver y comunicar la maravilla de la vida a niños y adultos, imbuyendo sus relatos con una bondad esencial. Esa bondad, fuente inagotable, es el núcleo que atraviesa sus historias, dando testimonio de la esperanza y la dignidad humana.

En sus cuentos, la maravilla de la vida precede al milagro de la bondad, mostrando que la ingenuidad infantil encierra a menudo una sabiduría profunda. La historia de los ratones que aprenden a embellecer un triste pedazo de salchicha con adornos y música ilustra cómo la percepción y el afecto pueden transformar lo común en extraordinario. Para Andersen, la salchicha simboliza la vida: a primera vista gris y monótona, pero portadora de dones excepcionales que solo pueden revelarse si somos dignos de ellos.

Andersen concibió la vida como un asombro sin fin, y esta visión se refleja en sus valores éticos. La vida exige de nosotros la capacidad de descubrir y valorar lo que no es obvio a simple vista, un llamado a la sensibilidad y a la apertura ante la belleza escondida en lo cotidiano.

Es fundamental comprender que la magia que Andersen revela no es una evasión de la realidad, sino una invitación a verla con ojos renovados, a encontrar la maravilla en lo sencillo y a reconocer la bondad como un motor esencial de nuestra existencia. La profundidad de sus cuentos no solo reside en sus tramas, sino en la invitación constante a mirar más allá, a no conformarse con la superficie, y a cultivar la capacidad de asombro y compasión.

¿Cómo enfrentó Rembrandt sus tragedias sin perder la inspiración?

Corre con un saco al hombro. Ve un tren militar detenido, con grandes cañones cubiertos, y el semáforo no les da paso aún. Cada soldado está junto a un arma. Corre de un cañón a otro y encuentra a un hombre mayor, robusto, alguien que ha vivido mucho. Le suplica que lo lleve con él. Suben al tren y arrancan. Apenas puede creer su suerte, abraza ese viejo saco y casi grita de alegría. La vía del tren pasa junto a Los Lagos. Por supuesto, las tropas no esperarán, pero él piensa: "No importa. Llegaré. Las papas no se desharán y yo no soy una perla." Pero el semáforo no les permite avanzar. El comandante, joven y de rostro delgado, baja de la locomotora y le dice: "¿Con un saco? ¡Bájese!" El viejo toma su defensa: "Compadézcase del pobre, mujer." El comandante grita: "¿Esto es un tren de guerra o un carrito?" Se siente triste por haber sido la causa del problema de aquel hombre bueno. Se baja con su saco y corre diez verstas o más. Su ánimo, que había creído firme entre los cañones, se desvanece rápido. Se repite: "Corre, llegarás antes del amanecer. No te alteres, no pueden partir en la oscuridad." El sol ya brilla sobre Los Lagos cuando finalmente llega. Ve a unos jóvenes soldados recostados sobre hojas. Pregunta por Anton Ivnev. "Somos miles aquí," responde uno, "búscate tú mismo." Da vueltas alrededor de Los 258 Lagos hasta descubrir que Anton partió al amanecer. Se sienta con su saco, y un soldado se acerca, se inclina y le dice: "No llores, mujer, sabes que él no está muerto, está vivo." Piensa que la noche la agotó tanto que la confundieron con una madre. "Tal vez fue mejor que mi hombre no me viera así," se dice. El soldado la anima: "Alégrate, mujer, está vivo." Ella reparte papas entre los soldados y empieza a sentirse como una madre, hablando con ellos. Y el soldado insiste: "Vamos, alégrate, está vivo." Recibió la noticia un mes después. Luego, con una sonrisa, dice que durante años no pudo ni mirar una papa. "Fue por ellas, pensé que perdí la última alegría de mi vida." Su rostro se endurece: "No, una novia no es esposa. Algunas mujeres han perdido mucho más que yo."

Al final de la tarde, tras una charla suave y una tarta de nueces, comenta sobre Boris Mikhailovich, que siguió a Yelena Victorovna al sótano y que esta consiguió un trabajo en el Hermitage. Primero en la sala del siglo V, donde está Sócrates. Por su reumatismo y corazón, la trasladaron a la sala de Rembrandt, una de las más cálidas. Cambió voluntariamente con otra guardiana que estaba peor de salud, pues la sala del siglo V era tan fría como el exterior y ella se sentía mejor. Al despedirse, su figura encorvada no coincidía con su rostro amable y arrugas de abuela. Sonrió culpable: "¿Quizá esperará a su ‘juventud’? Lo tienen retenido por alguna razón, confunden las cosas..."

Al caminar por el Callejón Baskov, reflexiona sobre cómo una mujer tan vieja a los ojos de otros se llamaba a sí misma "novia" con valentía y juventud secreta. De regreso a Moscú no escribió nada sobre Rembrandt, pero sentía un impulso enorme de crear algo. Rembrandt vivía dentro de ella, pero aún era una promesa no cumplida. Ni las ideas filosóficas sobre sus secretos lograban saciar esa urgencia. Por eso deseaba hablar con Rembrandt, con el hombre. Antes había experimentado esto con Andersen y Stendhal, que la acompañaban en horas solitarias y le contaban historias fascinantes. La experiencia le enseñó que es vital plantear una pregunta valiente y dolorosa desde el inicio. Si responde, se siente el dolor y la alegría del nacimiento de un ser humano vivo, de un entendimiento auténtico. Entonces ese ser puede ser tu Andersen, tu Stendhal. Ahora quería su Rembrandt.

Más de cien autorretratos de Rembrandt han llegado hasta nosotros. Con el tiempo, su ropa se volvió más humilde, los tonos más oscuros, y sus expresiones más solemnes, casi reales. En el último autorretrato, la imagen parece difusa, como sumergida en agua, en las aguas del olvido. No es fácil reconocer al hombre que treinta años antes levantaba su copa alegremente con Saskia en su regazo. Ese retrato parece haber sido hecho con dedos que ya no obedecían. A veces parece que no fue creado por manos humanas, sino por una sustancia con la que Rembrandt había trabajado por décadas. Cuando sus manos envejecieron y se debilitaron, quizá, como en una historia fantástica de Andersen, esa sustancia lo asistió. Por las noches, cuando soñaba con Saskia feliz en un hogar lleno de maravillas, con Titus dibujando en la ventana o con la dulce y triste Hendrickje Stoffels, o con su infancia en el molino, con el polvo de harina elevándose en un rayo dorado de sol, entonces quizá nació ese retrato maravilloso. Es un regalo de la tierra, los cerros, arroyos, árboles, el cielo, el mar, y de la gente amable, en suma, un don del mundo que él plasmó sin cansancio cuando sus manos eran fuertes. Mirando esa pintura, no hay nada igual en todo el arte mundial; uno piensa que su pincel pintó por sí solo, sin necesidad de gran habilidad, que no es una pintura, sino la vida misma.

Decidió no preguntarle a ese Rembrandt su pregunta más dolorosa. Pensó que sería más fácil y amable dirigirse a los anteriores y majestuosos Rembrandts, aunque quizás no habrían respondido. Reunió su valor con dolor genuino y preguntó: ¿Por qué ninguna de sus inmensas tragedias personales le arrebató ni por un momento la inspiración o la habilidad? Pareciera que esas pérdidas incluso las fortalecieron. Saskia, su magnífica esposa, muere; la casa, llena de tesoros desde pinturas de Rafael hasta maravillas del mar, se vende para el hijo. El éxito, la fama y la fortuna lo abandonan. Su querida Hendrickje muere; sus colegas artistas lo abandonan, mueren o lo dejan de comprender, y su único hijo Titus muere. Y sin embargo, él sigue adelante.

Es importante entender que la obra y la vida de Rembrandt son inseparables. Su arte no es solo técnica o estilo, sino una expresión profunda de la existencia humana enfrentando la pérdida y la soledad. Su habilidad para transformar el dolor en creación artística muestra una verdad esencial: el sufrimiento, lejos de anular la fuerza creativa, puede alimentarla y elevarla a niveles inalcanzables para la mera razón. Comprender esto permite apreciar no solo la belleza visible en sus cuadros, sino la batalla interior, la resiliencia y la eternidad que reflejan. La capacidad de Rembrandt para mirar profundamente en su alma y plasmarla en sus obras es un legado que trasciende tiempo y cultura, ofreciendo a cada espectador una oportunidad para confrontar su propia humanidad.