El fenómeno Trump no es un accidente ni un error aislado, sino la consecuencia de una serie de dinámicas que se gestaron mucho antes de su ascenso a la Casa Blanca. Mientras Trump atacaba al sistema, la prensa estaba, sin saberlo, construyendo el marco perfecto para su entrada. En su campaña, Trump repitió una y otra vez que los medios eran sus enemigos, y su retórica encontró un terreno fértil en una gran parte del electorado estadounidense. Lo curioso, y lo que muchos no entendieron en su momento, es que muchos de sus ataques a los medios fueron recibidos con simpatía por quienes sentían que la prensa ya no era imparcial, que ya no representaba sus intereses, y que, en algunos casos, se había alejado de sus propios principios.

Desde el principio de su campaña, Trump se presentó como el anti-establishment, una figura que lucharía contra un sistema que, según él, ya no representaba a la gente. Su frase “Los medios son escoria” se convirtió en un grito de guerra para sus seguidores. Sin embargo, ¿por qué un mensaje tan visceral y tan claro halló tal eco? ¿Por qué tanta gente estaba dispuesta a ignorar las críticas del periodismo, que en muchos casos se centraban en su comportamiento y en sus constantes mentiras?

A lo largo de los años, la prensa estadounidense se ha caracterizado por un enfoque claramente parcial en muchas ocasiones. No se trata solo de la cobertura de Trump, sino de décadas de parcialidad en la manera en que se cubren los temas políticos en general. Los medios, al menos aquellos con mayores audiencias, a menudo han mostrado una clara inclinación hacia una visión progresista. Este sesgo se hizo evidente en las coberturas de figuras republicanas como Ronald Reagan, George H. W. Bush o incluso Mitt Romney, quienes fueron descalificados de maneras grotescas por la prensa en su momento. De hecho, Reagan fue comparado con Hitler, y Bush padre fue ridiculizado como un "blando", mientras que Romney fue visto como un villano despiadado.

Cuando Trump irrumpió en el escenario político, muchos ya no confiaban en los medios. Habían sido testigos durante años de cómo las figuras conservadoras eran caricaturizadas y atacadas, y el mismo trato le tocó a Trump. La prensa no solo lo criticó, sino que también lo trató como una amenaza existencial para la democracia. Sin embargo, ese ataque constante no solo fracasó en deslegitimarlo ante sus seguidores, sino que, por el contrario, reforzó la narrativa de que los medios estaban siendo injustos con él, como lo había denunciado desde el principio.

La pregunta que surge es por qué la prensa no logró entender este fenómeno. En lugar de seguir un enfoque más mesurado, continuaron utilizando los mismos métodos de crítica que habían sido empleados en el pasado, a menudo de forma exagerada y sin considerar el contexto. Mientras Trump continuaba con su comportamiento errático, la prensa respondía de forma igualmente exagerada, creando un círculo vicioso de ataques mutuos. Como resultado, el público comenzó a percibir los medios de comunicación no como una fuente imparcial de información, sino como un actor político más en el escenario.

Además, no solo fue el tratamiento de Trump lo que alejó a los votantes, sino la creciente desconfianza hacia los medios en general. Al final, muchos electores no veían a los periodistas como portavoces de la verdad, sino como aliados de un sistema político al que se oponían. En este sentido, la cobertura mediática contribuyó inadvertidamente a la construcción de la narrativa que catapultó a Trump al poder.

En este contexto, es importante entender que los medios de comunicación no operan en un vacío. Las historias que cubren, los enfoques que eligen, las omisiones que hacen, todo ello forma parte de un ecosistema complejo en el que las personas que consumen información son tanto responsables de lo que creen como los periodistas de lo que presentan. Los medios no pueden reclamar neutralidad cuando su enfoque de la política, y especialmente de figuras como Trump, ya está teñido por años de cobertura parcial.

El fenómeno de Trump, por lo tanto, no solo es un producto de la política estadounidense, sino también de la crisis de confianza en los medios. Y esa es una lección que sigue siendo relevante hoy: el desafío no es solo cómo cubrir a figuras como Trump, sino cómo restaurar la credibilidad de los medios ante un público cada vez más escéptico.

¿Por qué es tan difícil para los periodistas conectar con los votantes en la era de Trump?

El episodio con el hombre en el estacionamiento, cuya actitud fue más bien un obstáculo que una fuente de información, refleja un problema mucho más profundo que enfrentan los periodistas políticos en la actualidad. Viajé cientos de millas para entender el apoyo apasionado que ciertas personas profesan hacia Trump, para transmitirlo de primera mano a mis lectores. Pero me encontré con una barrera inesperada: el resentimiento y la desconfianza hacia los medios de comunicación, sembrada por el mismo presidente y alimentada por su discurso constante de confrontación.

Trump ha desplegado una estrategia que socava la credibilidad de los periodistas ante su base de seguidores. Al llamar “enemigos del pueblo” a los medios y al promover la narrativa de que cualquier cobertura negativa es falsa o manipulada, ha convencido a sus seguidores de que no deben cooperar ni hablar con la prensa. Esto no solo dificulta el trabajo de los reporteros, sino que también limita el espectro de voces que pueden aparecer en la cobertura de su presidencia, particularmente aquellas que podrían validar o explicar el apoyo que él recibe.

Además, esta situación se agrava porque el periodismo local se encuentra en declive. Las redacciones reducen sus recursos y la posibilidad de realizar viajes para encuentros cara a cara con los votantes es cada vez más escasa. El resultado es un periodismo más dependiente de redes sociales como Twitter, donde los gritos anónimos reemplazan a las conversaciones reales y profundas con ciudadanos concretos. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que la realidad y la complejidad de la opinión pública no pueden capturarse en mensajes breves y distorsionados en internet; solo el contacto directo puede revelarlas.

He encontrado voces diversas a lo largo del país que, aunque anecdóticas, ilustran bien la multiplicidad de opiniones que existen sobre Trump. Desde mujeres que me respondieron por teléfono durante la audiencia del caso Kavanaugh, hasta conductores de Uber en Carolina del Sur, pasando por ciudadanos de Maine que cambiaron de opinión, o por votantes en Wisconsin preocupados por la falta de estabilidad política. Todos ellos me recordaron que cada individuo es clave para comprender la realidad política, y ninguna encuesta puede reemplazar esa interacción humana.

En lugares como Louisiana, donde Trump ha sido especialmente popular, su acercamiento directo y su uso de la retórica populista resuenan con un electorado acostumbrado a líderes carismáticos y autoritarios con un estilo provocador. Este estado, con su historia marcada por figuras políticas controversiales, encuentra en Trump a un personaje con una resonancia cultural que trasciende lo político. Sin embargo, a pesar de sus múltiples visitas y su fuerte base, la relación con los medios locales sigue siendo tensa o inexistente. Trump prefiere controlar su imagen a través de sus propios canales y evitar las preguntas incómodas, lo que limita aún más el diálogo genuino entre el presidente y la prensa.

En suma, el periodismo político se enfrenta a un desafío sin precedentes: cómo reconstruir la confianza y el contacto directo con la gente en un ambiente donde la desinformación, la polarización y la estrategia de confrontación del poder complican cada encuentro. Es fundamental entender que la narrativa dominante no se forma únicamente en las grandes ciudades o en las salas de redacción, sino en la interacción con personas reales, con sus contradicciones, temores y esperanzas.

Es importante comprender que la relación entre los medios y la sociedad no es unilateral ni estática. El rechazo de ciertos sectores hacia la prensa no es solo resultado de una campaña política, sino también de un desgaste histórico en la confianza pública. La complejidad de esta crisis demanda que el lector valore no solo el contenido informativo, sino el contexto social y político que condiciona la comunicación entre ciudadanos y medios. Asimismo, es crucial reconocer que la polarización no solo fragmenta opiniones, sino que altera la manera en que se construye y se transmite la información en democracia.

¿Cómo transformó Trump la relación entre el periodismo político y el poder presidencial?

La presidencia de Donald Trump marcó un punto de inflexión en la relación entre el poder político y el periodismo en Estados Unidos. Desde el inicio de su campaña, Trump comprendió, como pocos antes que él, el poder de la televisión y los medios como escenario central del conflicto político. Su obsesión con la cobertura mediática no solo alimentaba su ego sino que también moldeaba su estrategia: atacar, desacreditar, seducir y manipular a los periodistas que lo cubrían, convirtiendo la prensa en antagonista y amplificador al mismo tiempo.

En una conferencia de prensa en marzo de 2016, Trump interrumpió su intervención para dirigirse directamente a una reportera que reconoció entre la multitud. La escena, incómoda y calculadamente pública, reveló un patrón: personalizar el enfrentamiento, exponer a los periodistas, y así enviar un mensaje a su base. No se trataba de una táctica aislada. Lo haría una y otra vez, en mítines, tuits, entrevistas, y desde la misma Casa Blanca. Los periodistas se convirtieron en personajes de su narrativa, adversarios en su espectáculo permanente.

En San Diego, durante un mitin multitudinario, Trump arremetió contra un artículo crítico escrito por dos reporteras del New York Times. Las nombró, las señaló desde el escenario, provocando abucheos del público y exponiéndolas físicamente ante una multitud hostil. Este tipo de ataques se repetiría con frecuencia, apuntando especialmente a mujeres y periodistas de minorías, quienes a menudo recibían no solo críticas públicas, sino amenazas y acoso en redes sociales, lo cual llevó a algunas cadenas a contratar seguridad privada para sus corresponsales.

El caso de Trump ilustra hasta qué punto un líder puede instrumentalizar la deslegitimación de la prensa para reforzar su poder. Pero también refleja una paradoja: al mismo tiempo que vilipendiaba a los medios, Trump los necesitaba profundamente. Consumía horas de televisión por cable, comentaba artículos en tiempo real, llamaba a ejecutivos de medios para quejarse de coberturas y, a pesar de cancelar simbólicamente suscripciones institucionales, no dejaba de utilizar las portadas de los periódicos como trofeos de guerra mediática.

Esta dinámica tóxica

¿Cómo puede alguien ser encantadoramente accesible y al mismo tiempo declarar que somos “el enemigo del pueblo”?

En los momentos más inesperados, Donald Trump podía mostrarse de forma desconcertante como alguien accesible y encantador. Sus tuits eran ventanas en tiempo real a su mente, revelando sin filtros lo que pensaba, y no era inusual que, al principio de su presidencia, periodistas fueran repentinamente invitados a entrar en el Despacho Oval, simplemente porque el presidente quería saludar y charlar. Este tipo de acceso era, para cualquier otro presidente, inconcebible: en administraciones anteriores, incluso las conversaciones informales requerían semanas de negociación meticulosa.

Trump era también el anfitrión por excelencia. Acostumbrado a gestionar clubes privados como Mar-a-Lago, sabía cómo conquistar a quien tuviera delante. En el avión presidencial, no era raro que apareciera en la cabina de prensa, preguntando con cortesía: “¿Cómo están? ¿Los están tratando bien? ¿Alguien quiere algo de beber?”. Y no parecía una mera formalidad: en esos momentos, uno casi creía que, si dijera tener sed, el propio presidente iría a la cocina del Boeing 747 a buscar una Coca-Cola con hielo.

En al menos una ocasión llevó al grupo de periodistas al frente de su propia cabina en el Air Force One para charlar fuera de registro e incluso ver con ellos un debate demócrata, desoyendo las súplicas del personal del avión que insistía en que volvieran a sus asientos para el aterrizaje.

Pero ese mismo hombre también nos llamó “noticias falsas” y “enemigos del pueblo”. Frases peligrosas que han sido adoptadas por dictadores y autócratas en todo el mundo. En sus mítines, convirtió los gritos de “¡CNN apesta!” en un elemento central del espectáculo. Los medios, para él, éramos tanto su oxígeno como su tortura. Y esa dual