A lo largo de las últimas décadas, diversos estudios han expresado una creciente preocupación sobre la asunción de que la demolición de viviendas en vecindarios deteriorados mejorará automáticamente las condiciones de dichos barrios sin una intervención más amplia. Esta visión ha sido puesta en duda por algunos investigadores que argumentan que las conexiones entre el deterioro físico de un vecindario y el desorden social son en gran medida especulativas o incluso exageradas. Por ejemplo, Mike Benediktsson sugiere que la relación entre vacantes y desorden no es una causa física preestablecida, sino más bien una construcción social, influenciada por las relaciones intracomunitarias y otros filtros sociales. De hecho, investigaciones han demostrado que las personas tienden a percibir un mayor deterioro cuando las imágenes de pobreza urbana incluyen a personas negras.

Un argumento adicional es que la demolición puede, en algunos casos, acelerar los procesos de desinversión en lugar de frenarlos. El concepto de triage, cuando se aplica a vecindarios o viviendas, puede tener el efecto no deseado de acelerar el proceso de abandono. Cuando las autoridades etiquetan un área como “más allá de la esperanza”, envían una señal clara de que el vecindario ha sido desechado, lo que se convierte rápidamente en una profecía autocumplida.

Otro punto importante, derivado de la crítica generalizada a la renovación urbana de mediados del siglo XX, es que los modelos de demolición implementados en aquella época no lograron mejorar la habitabilidad de los vecindarios ni la vida de los residentes de bajos recursos. Investigadores como Hollander y Nemeth argumentan que los planes de demolición actuales amenazan con replicar los defectos del enfoque de planificación vertical y top-down que definió la renovación urbana, sin considerar adecuadamente las necesidades de las comunidades locales.

A pesar de las inquietudes expresadas, los estudios recientes que promueven la demolición como estrategia para revitalizar los vecindarios más deteriorados del Cinturón Oxidado no han logrado cuestionar suficientemente los límites de este enfoque. En particular, algunos estudios que analizan la relación entre el valor de las propiedades y la proximidad a casas vacías sugieren que, aunque la demolición puede aumentar el valor de las propiedades en vecindarios de clase media, en áreas más desahuciadas, como los vecindarios de extrema pérdida de viviendas, los costos de demolición superan los posibles beneficios en términos de valorización inmobiliaria.

A nivel práctico, se observa que los vecindarios más afectados por la pérdida extrema de viviendas (EHLNs, por sus siglas en inglés) se encuentran predominantemente en ciudades del Cinturón Oxidado de los Estados Unidos. Estas áreas, definidas como distritos censales que han perdido más del 50% de sus viviendas entre 1970 y 2010, representan algunos de los entornos urbanos más desinvertidos y empobrecidos del país. Si bien algunas ciudades, como Detroit, tienen una gran cantidad de áreas afectadas, otras como Highland Park o East St. Louis muestran una mayor proporción de su territorio impactado, alcanzando hasta el 70% en el caso de Highland Park.

Estas áreas no solo se caracterizan por la pérdida de viviendas, sino también por el colapso de la infraestructura social y económica. Las tasas de población han disminuido drásticamente, y los hogares han reducido considerablemente su número. Sin embargo, las políticas de demolición que buscan erradicar las viviendas vacías y deterioradas no han logrado revertir las tendencias de desinversión. Más bien, la demolición ha generado una serie de efectos no deseados, como el aumento de la incertidumbre social, la pérdida de comunidades y una creciente marginalización de los residentes que permanecen en estas zonas.

En este contexto, es importante entender que la demolición de viviendas en áreas de alta desinversión no es una solución sencilla ni rápida. Las intervenciones basadas en este modelo de “limpieza” pueden tener efectos contraproducentes si no se abordan de manera integral. Es esencial considerar que la reconstrucción de vecindarios no puede reducirse a una simple sustitución de la infraestructura física; requiere una planificación social y económica a largo plazo que involucre a las comunidades en el proceso de revitalización.

Uno de los aspectos más fundamentales en el análisis de la demolición como política urbana es que las políticas de reconstrucción deben ser sensibles a los efectos sociales y económicos de la eliminación de viviendas. En muchas ocasiones, la demolición no solo elimina estructuras físicas, sino también las conexiones sociales que unían a los residentes. Por lo tanto, los esfuerzos de revitalización deben integrar de manera efectiva la reconstrucción de la infraestructura social y económica, reconociendo que el proceso de desinversión no es exclusivamente un problema de las viviendas, sino también de las relaciones sociales y la accesibilidad a recursos.

¿Cómo la Demolición Masiva de Viviendas Afecta el Mercado Urbano?

La demolición masiva de viviendas en las ciudades americanas ha sido una herramienta clave de reconfiguración urbana desde mediados del siglo XX. En las áreas afectadas, especialmente en el cinturón industrial estadounidense, se pueden observar patrones de transformación urbana a través de distintas clasificaciones de barrios, dependiendo de la magnitud de la pérdida de viviendas. Estos procesos, en gran medida impulsados por las políticas de renovación urbana y los proyectos de construcción de carreteras, han dejado una marca indeleble en la estructura residencial y en los mercados inmobiliarios de las ciudades afectadas.

Los barrios clasificados como de "pérdida extrema de viviendas" (EHLN por sus siglas en inglés) son aquellos que experimentaron una pérdida de más del 50% de sus unidades de vivienda entre 1970 y 2010. Estos barrios, con una alta tasa de demolición, suelen estar ubicados en zonas donde el mercado inmobiliario se encuentra en declive, con una alta incidencia de violaciones de códigos de seguridad y condiciones insostenibles de habitabilidad. A menudo, la demolición se ha visto como una estrategia para "limpiar" áreas consideradas como económicamente inviable, sin embargo, sus consecuencias van mucho más allá de la simple desaparición de viviendas.

A lo largo de las décadas, el estudio de estos procesos revela que la demolición no siempre ha tenido los efectos esperados de revitalización. En muchas ciudades del cinturón industrial, las tasas de desocupación se dispararon, mientras que el valor de las viviendas en los barrios más afectados por las demoliciones no mostró señales de recuperación. En comparación con los barrios en expansión, aquellos con pérdidas extremas de viviendas experimentaron una caída significativa en los valores de propiedad y en las tasas de ocupación por propietarios.

Los datos también muestran que, en términos de superficie, la demolición "ad hoc", es decir, la realizada sin un plan de renovación urbana sistemático, afectó a más viviendas y cubrió más territorio que los proyectos de renovación urbana oficiales de la década de 1950 y 1960. Este proceso de "limpieza" urbana, aunque menos estructurado, resultó en la eliminación de un número aún mayor de unidades de vivienda, lo que contribuyó a una degradación general del mercado inmobiliario en muchas ciudades. Por ejemplo, entre 1949 y 1971, aproximadamente 910,000 unidades fueron demolidas debido a las políticas de renovación urbana, dejando una pérdida neta de 785,000 unidades. Sin embargo, el impacto de la demolición ad hoc en los años posteriores superó a esta cifra, tanto en cantidad de viviendas como en extensión territorial afectada.

En este contexto, la pregunta más relevante es si la demolición masiva logró estabilizar los mercados inmobiliarios y las comunidades. La comparación de barrios con pérdida extrema de viviendas (EHLN) con barrios en crecimiento permite observar que, a pesar de los esfuerzos por regenerar el mercado, los barrios con demolición masiva siguieron siendo más propensos a altas tasas de vacancia y menores valores inmobiliarios. En estos barrios, la recuperación económica fue mínima, lo que sugiere que la demolición masiva, lejos de revitalizar, contribuyó a la prolongación del ciclo de pobreza y abandono.

La evaluación del impacto en el mercado inmobiliario se lleva a cabo mediante variables como la tasa de propiedad, la tasa de arrendamiento, las tasas de vacancia, los valores de las viviendas y los alquileres contractuales. Por ejemplo, si en 1980 el índice de ocupación de viviendas por propietarios en un barrio EHLN era solo del 28.4%, mientras que en barrios en crecimiento era del 68.4%, la diferencia es de 40 puntos porcentuales. De manera similar, si el alquiler medio en los barrios EHLN era de 330 dólares en 1990, comparado con 441 dólares en los barrios en expansión, la diferencia en términos relativos es clara y representa una baja significativa en el poder adquisitivo de los residentes.

A pesar de los intentos de revitalización, la demolición no solo destruyó viviendas, sino que también desmanteló comunidades enteras. Esto resalta la importancia de considerar no solo la pérdida material de las viviendas, sino también el tejido social que se desintegra cuando las políticas de demolición no van acompañadas de esfuerzos paralelos para reconstruir el capital social. Los estudios de casos en ciudades como Chicago, Detroit y St. Louis muestran que la demolición masiva sin un plan integral para el desarrollo y la reactivación de la economía local solo profundiza las desigualdades y empeora la situación de las comunidades afectadas.

Es esencial comprender que la demolición masiva no solo tiene un impacto inmediato en el mercado inmobiliario, sino que sus efectos son a largo plazo, afectando la estabilidad social, la cohesión comunitaria y el bienestar económico de los residentes. Por lo tanto, cualquier política urbana que contemple la demolición de viviendas debe ser acompañada de estrategias de reurbanización y revitalización que no solo apunten a recuperar el mercado inmobiliario, sino también a restaurar la confianza de los residentes en su comunidad.

¿Qué implica realmente “derechar” una ciudad en crisis urbana y demográfica?

La estrategia conocida como "derechar" una ciudad —en inglés, rightsizing— se presenta como una solución pragmática a la pérdida de población, el abandono masivo de viviendas y la crisis financiera en las urbes postindustriales del medio oeste estadounidense. No obstante, el lenguaje técnico y ambiental que se utiliza en los planes urbanísticos para justificar estas transformaciones encubre decisiones profundamente políticas que afectan, de manera desproporcionada, a comunidades históricamente marginadas.

El caso de Saginaw, Michigan, ilustra con claridad esta problemática. Su plan maestro propone una reconfiguración del uso del suelo a través de la creación de una nueva categoría denominada “áreas de oportunidad de reserva verde”. Bajo esta etiqueta, el gobierno local planea demoler viviendas y reemplazarlas con espacios naturales de bajo mantenimiento: corredores verdes, zonas ajardinadas, praderas abiertas. Sin embargo, más allá de la estética o el beneficio ecológico aparente, lo que se propone es la erradicación de vecindarios enteros, como el denominado “Green Zone” —una zona al noreste del centro urbano, habitada mayoritariamente por población afroamericana—, donde se ha determinado que solo se invertirá en la eliminación de estructuras deterioradas, sin ofrecer alternativas claras de reubicación.

Este tipo de intervención urbana se justifica en el discurso técnico de eficiencia fiscal. La ciudad argumenta que, ante la disminución de ingresos fiscales, es necesario reducir la infraestructura que ya no puede sostenerse económicamente. Sin embargo, al mismo tiempo se afirma que no se forzará a los residentes a abandonar sus hogares, lo que crea una paradoja irresuelta: si los habitantes permanecen, los costos de infraestructura no se reducen realmente; si se pretende ahorrar, los servicios deberán eventualmente eliminarse o disminuirse, lo que incentiva indirectamente la salida de los residentes. Esta lógica crea una presión silenciosa sobre las comunidades, llevándolas a un desalojo no declarado.

La ambigüedad en torno a las verdaderas intenciones de estos planes también se percibe en el uso del lenguaje ambientalista. Hablar de “naturalización del paisaje urbano” o de “reconectar con la trama ecológica” sirve como estrategia retórica para legitimar el vaciamiento de barrios enteros. Pero al mismo tiempo, se revela que las propiedades demolidas serán gestionadas por bancos de tierras para su futura reurbanización. Lo “verde” se convierte, entonces, en una etapa transitoria, en espera de un desarrollo más rentable, posiblemente excluyente.

El ejemplo de Youngstown, Ohio, refuerza esta lógica. El plan urbanístico de 2010 asume abiertamente que la ciudad se ha reducido estructuralmente, con un nuevo umbral demográfico de 80.000 habitantes, y plantea una reducción del 30% de suelo residencial. De nuevo, las zonas más afectadas son los sectores históricamente desinvertidos, como el sur de la ciudad, donde predominan comunidades afroamericanas. El área de Lower Gibson, en particular, es excluida de toda prioridad para la rehabilitación de viviendas o nuevos desarrollos. La ciudad declara que los residentes no serán obligados a marcharse, pero simultáneamente reconoce que mantener servicios para tan pocos hogares no es viable a largo plazo.

Youngstown introduce la categoría de “Industrial Green”, una fórmula de zonificación para áreas vacías que se utilizarán con fines industriales de bajo impacto ambiental. Este uso “verde industrial” implica una transición económica, pero también una eliminación de la posibilidad de retorno para la vivienda social o los usos residenciales previos. Así, lo que se presenta como una planificación estratégica racional, se convierte en una herramienta de exclusión urbana gradual.

Lo que resulta fundamental comprender es que los planes de “derechamiento” de ciudades no solo responden a dinámicas poblacionales o presupuestarias. Son, sobre todo, ejercicios de gobernanza territorial que distribuyen de manera desigual los costos de la reestructuración urbana. Las comunidades racializadas, de bajos ingresos, suelen ser el blanco preferido de estas políticas, bajo la apariencia de decisiones técnicas inevitables. La transformación del paisaje se convierte en una forma de borrado social, donde la ausencia de alternativas de vivienda, la eliminación de servicios, y la conversión de espacios habitados en zonas verdes o industriales constituyen una reingeniería urbana encubierta.

Es esencial tener presente que los principios de justicia espacial deben formar parte del debate sobre la reestructuración urbana. No basta con hablar de sostenibilidad financiera o de oportunidades verdes. El verdadero desafío radica en quién tiene derecho a permanecer en la ciudad, quién decide qué áreas tienen futuro y cuáles no, y bajo qué condiciones se lleva a cabo esa decisión.