El excepcionalismo americano ha sido una constante en la retórica política de Estados Unidos. Desde la fundación de la nación, se ha hablado de su papel único en el mundo, ya sea como líder moral, democrático o económico. Este concepto fue una piedra angular en las campañas de muchos presidentes, como John Kerry, Barack Obama y Mitt Romney, quienes apelaron al sentimiento de superioridad de América para inspirar a sus ciudadanos a seguir adelante con un propósito común. Sin embargo, durante la campaña de Donald Trump, esta noción de excepcionalismo fue notablemente ausente o transformada de manera sorprendente.

Mientras Kerry y Obama hablaban de la excepcionalidad de América en términos de su papel como líder mundial, Trump adoptó un enfoque diferente, centrado en lo que él percibía como la decadencia de la nación. Para los otros candidatos, el excepcionalismo americano representaba un modelo a seguir para el mundo; una nación predestinada a guiar a los demás. Kerry afirmaba que Estados Unidos no fue creado para dominar, sino para liderar, mientras que Obama, con su característico tono optimista, resaltaba cómo América había superado grandes adversidades a lo largo de su historia, desde la guerra civil hasta la lucha por los derechos civiles. Romney, por su parte, evocaba la visión de una nación siempre destinada a ser líder, un faro de libertad y prosperidad para el resto del mundo.

Trump, sin embargo, adoptó un enfoque que podría parecer desconcertante en comparación con sus predecesores. En lugar de mostrar la grandeza de América como un modelo a seguir, Trump se centró en lo que él veía como la debilidad de la nación, especialmente en el ámbito militar. Sus discursos no celebraban el excepcionalismo como una virtud, sino que más bien señalaban las falencias y los fracasos. En lugar de enaltecer a América como un faro de esperanza para el mundo, Trump hablaba de un país en declive, al borde de perder su posición como potencia mundial. Esto no solo fue una crítica a la política exterior de sus predecesores, sino que reflejaba su visión de una nación en competencia, donde la excepcionalidad de América no era algo garantizado, sino un estado que debía ser luchado constantemente.

Esta estrategia se centraba en un mensaje de alerta y de recuperación. Para Trump, el excepcionalismo americano no era una característica inherente a la nación, sino una condición que debía ser restaurada. En sus discursos sobre el ejército, por ejemplo, Trump afirmaba que, aunque Estados Unidos poseía la mejor fuerza militar del mundo, se encontraba "depletada" y "en mal estado" debido a malas decisiones políticas anteriores. Al mismo tiempo, subrayaba que, si bien el país tenía el poder para ser imbatible, no se encontraba en la mejor posición para competir en el contexto global debido a su aparente falta de dirección y unidad.

Este enfoque de "America First" contrastaba fuertemente con la retórica de sus competidores, quienes subrayaban la necesidad de que Estados Unidos siguiera siendo el líder moral y político del mundo. Trump, en cambio, presentaba un enfoque más pragmático: para ser grande nuevamente, Estados Unidos debía anteponer sus propios intereses y retomar el control de sus recursos y capacidades. El mundo, según él, ya no era un lugar donde América debía liderar, sino un espacio en el que debía recuperar lo que, según su perspectiva, había perdido.

Al comparar las menciones del excepcionalismo entre los candidatos, se observa que Trump invocó el concepto de un "America unexceptional" con mucha mayor frecuencia que sus predecesores. Mientras que Kerry, Romney y Obama mencionaban la excepcionalidad como un hecho natural, Trump invertía este discurso, señalando que la nación ya no era la misma. Su retórica describía a un Estados Unidos que había sido superado en diversas áreas por otras naciones, como China, y que ya no era el modelo que una vez fue para el resto del mundo.

Este contraste en la forma en que Trump conceptualizó el excepcionalismo americano se debe en parte a su enfoque hacia la competencia y el nacionalismo. En lugar de ver la nación como un líder destinado a guiar al mundo, Trump la veía como una potencia en decadencia que debía luchar para recuperar su estatus. En muchos sentidos, su retórica puede verse como un llamado a la acción: América debe dejar de ver el mundo desde una perspectiva idealizada y, en cambio, reconocer su situación real y trabajar desde allí para volver a ser grande.

Además de lo expuesto, el lector debe tener en cuenta que el mensaje de Trump, aunque centrado en una visión pesimista de la situación actual de Estados Unidos, también resuena con las tensiones internas de la nación. La visión de un país en declive, desbordado por los problemas internos y externos, refleja una narrativa que muchos votantes compartieron en ese momento, especialmente aquellos que se sentían desconectados del gobierno central y frustrados por las promesas incumplidas de políticas previas. La narrativa de Trump, por lo tanto, no solo es una crítica externa a otros países, sino una crítica interna a la gestión de Estados Unidos en las últimas décadas.

¿Por qué Donald Trump atacó a su propio partido? Un análisis de la estrategia política de un outsider

Donald Trump, desde sus primeros días como candidato presidencial en 2015, adoptó una postura radicalmente diferente a la de sus contrincantes republicanos. En lugar de seguir la tradición de mantener una actitud de respeto hacia su propio partido y sus figuras más emblemáticas, Trump no dudó en desafiar abiertamente a quienes representaban el establishment republicano, e incluso a aquellos que habían sido pilares del partido durante años. La crítica feroz a sus propios compañeros no fue un error estratégico, sino una de las bases fundamentales de su campaña.

Trump veía a los políticos tradicionales, tanto demócratas como republicanos, como una clase responsable de la ineficiencia del gobierno. En su discurso, los políticos eran "todos palabras y ninguna acción", una afirmación que transmitía la profunda insatisfacción de un electorado que sentía que el sistema político había fracasado. Según Trump, estos políticos estaban completamente controlados por los cabilderos, los donantes y los intereses especiales, lo que los hacía incapaces de representar realmente al pueblo estadounidense.

En varias ocasiones, Trump atacó a miembros del Partido Republicano con una contundencia sin precedentes. En su famosa disputa con el exgobernador de Florida, Jeb Bush, Trump no dudó en recordar la tragedia del 11 de septiembre, dirigiendo su ataque hacia la administración de George W. Bush, afirmando que la caída de las Torres Gemelas ocurrió bajo su mandato, lo que implicaba una falta de seguridad. Este tipo de ataques a figuras republicanas de alto perfil, como los expresidentes Bush o incluso el senador John McCain, demostraban una actitud desafiante que desbordaba los límites de la cortesía política habitual. Trump no solo atacaba a sus adversarios, sino que los descalificaba por completo, recurriendo a un lenguaje personal y, a menudo, humillante.

La crítica a la guerra en Irak también fue una de las piedras angulares de su campaña. Trump no solo denunció la invasión como un "gran error", sino que la usó como un argumento para demostrar su previsión y su capacidad para hacer predicciones correctas, mientras que sus oponentes republicanos, según él, eran responsables de una política exterior errónea que había desestabilizado toda la región.

Uno de los momentos más trascendentales de su campaña fue la publicación del infame video de "Access Hollywood", en el que Trump hacía comentarios obscenos sobre mujeres. Ante la condena masiva dentro de su propio partido, Trump adoptó una postura desafiante. En lugar de disculparse, acusó a figuras republicanas como Paul Ryan de ser desleales y de sabotear su candidatura. Esta actitud, que en muchos casos se interpretó como un ataque a las propias bases del Partido Republicano, fue vista por Trump como una lucha por un cambio verdadero y por la restauración de la grandeza estadounidense.

Para Trump, esta guerra interna dentro de su propio partido no era un obstáculo, sino una oportunidad. Al desafiar a los republicanos de la misma manera que desafiaba a los demócratas, Trump enviaba un mensaje claro: no estaba interesado en seguir las reglas tradicionales de Washington. Su objetivo era crear una distinción radical entre él y los políticos que habían fallado en sus promesas de cambio. Según él, tanto republicanos como demócratas formaban parte de un mismo sistema corrupto que debía ser destruido.

De este modo, Trump utilizó la crítica hacia su propio partido no solo como una estrategia para deslegitimar a sus opositores, sino como una forma de posicionarse como un outsider. Su mensaje a los votantes era claro: él no era parte del problema, sino que era la solución. Esta retórica de enfrentamiento con su propio partido contribuyó a consolidar su imagen como el único candidato dispuesto a romper con el statu quo político, una posición que muchos votantes consideraron valiosa en un momento en que el descontento con los políticos tradicionales estaba en su punto máximo.

Es importante comprender que la estrategia de Trump no fue simplemente una respuesta emocional a los ataques dentro de su propio partido. Fue una jugada estratégica profundamente calculada para redefinir la política estadounidense, alejándose de las viejas formas de hacer política, y presentar a los votantes una alternativa que, según él, era genuina y auténtica, en contraposición a un sistema corrupto y estancado. La crítica a los republicanos fue, por tanto, un componente central de su narrativa, que lo presentó como un "hombre nuevo" que traería el cambio real a Washington.