En la compleja trama de la política y la vida social, los problemas de tiranía, corrupción y sumisión a líderes autoritarios son recurrentes. No se trata solo de las malas acciones de un individuo, sino de un sistema más amplio que permite que la desinformación, el conformismo y la falta de virtud se perpetúen. La respuesta a estos problemas no se encuentra únicamente en cambios estructurales en las instituciones, sino también en la transformación moral y psicológica de los ciudadanos.

El concepto de "trágico trío", formado por el tirano, el adulador y el necio, es una metáfora poderosa que describe cómo se alimenta la tiranía. Si bien en la actualidad personajes como Trump pueden ser ejemplos de estos arquetipos, lo que subyace a su ascenso al poder no es solo su ambición, sino también el apoyo de individuos que, por diversos motivos, contribuyen a la perpetuación de un régimen autoritario. Estos individuos no son solo los lacayos que adulan al tirano, sino también aquellos que, por ignorancia o complicidad, permiten que un líder nocivo se mantenga en su puesto.

La política no es un ámbito aislado; refleja las tensiones internas de los individuos. Así como Platón hizo una analogía entre la ciudad y el alma, nuestras instituciones políticas están estrechamente vinculadas con la moralidad y la salud psicológica de la sociedad. En este sentido, vivimos en una democracia que refleja la calidad moral de sus ciudadanos. Por eso, el gobierno que tenemos no es solo un reflejo de nuestras instituciones, sino también un espejo de nuestra alma colectiva. Esto pone de manifiesto que la mejora de la democracia requiere una atención tanto a los aspectos estructurales como a la educación moral y ética de sus miembros.

El remedio a la tiranía no se encuentra en una teoría política perfecta que prohíba por completo el ascenso de dictadores, sino en una combinación de leyes que restrinjan el poder absoluto y en un esfuerzo continuo por cultivar la virtud en la ciudadanía. La educación moral, en este contexto, se vuelve crucial. La virtud y la sabiduría, cualidades que han sido el foco de los grandes pensadores desde Sócrates hasta la actualidad, son las verdaderas armas contra la tiranía.

Es necesario destacar que la tiranía no es un problema exclusivo de los sistemas políticos centralizados. A menudo, se encuentra en las pequeñas estructuras de poder: en las empresas, en las familias, en las relaciones personales. El tirano puede encontrarse tanto en el jefe autoritario de una empresa como en un padre que impone su voluntad sin consideración. De igual forma, los aduladores y los necios pueden existir en cualquier ámbito, desde el círculo más íntimo hasta los pasillos del poder político. La lucha contra la tiranía, por tanto, no debe limitarse a la política nacional, sino que debe empezar en el hogar, en el lugar de trabajo, en la amistad y en todas las relaciones sociales.

La solución a esta problemática no reside únicamente en los sistemas democráticos o en la participación electoral, aunque ambos son fundamentales. Se trata también de una cuestión ética, en la que la formación de ciudadanos sabios y virtuosos debe ser prioritaria. La educación moral debe ser el pilar que sostenga el edificio democrático. Los individuos deben ser educados no solo en la teoría política, sino también en cómo reconocer el mal en todas sus formas y actuar con integridad.

Por último, la figura del "medio obstetra filosófico", propuesta por Sócrates, se convierte en una metáfora clave para comprender el papel de la educación. En lugar de buscar un "filósofo-rey", el modelo propuesto es el de ciudadanos que, por medio de la reflexión filosófica y la educación cívica, logran desarrollar un juicio sólido, que les permita discernir la verdad y la justicia, y contribuir de manera constructiva a la sociedad. La verdadera libertad no se basa en un sistema sin restricciones, sino en un sistema donde los ciudadanos tienen el conocimiento y la virtud necesarios para actuar de manera autónoma y responsable.

Lo importante no es solo cómo prevenimos que los tiranos lleguen al poder, sino cómo formamos una sociedad que, al estar educada en la virtud y la sabiduría, sea capaz de reconocer los peligros de la tiranía en sus formas más sutiles y actuar para prevenirla antes de que tome raíz. El objetivo debe ser crear una ciudadanía activa, consciente y crítica, que no dependa de las circunstancias, sino que se base en principios sólidos de ética, justicia y razón.

¿Por qué la sabiduría histórica es crucial para entender el poder y la tiranía?

En las democracias modernas, no concebimos la figura del filósofo-rey como la solución a nuestros problemas políticos. En su lugar, creemos que las masas educadas tienen la capacidad de tomar decisiones sabias y justas. Sin embargo, este ideal solo se materializa cuando esas masas han sido adecuadamente cultivadas por los guardianes de la virtud democrática. En las tragedias antiguas, los héroes eran personajes como Antígona y Tiresias: profetas ciegos y mujeres desposeídas. A menudo, quienes nos iluminan son los outsiders, los marginados, aquellos que, aunque excluidos, tienen una claridad sobre los asuntos del mundo. Esta es una razón por la cual es esencial escuchar las voces de los críticos, especialmente las de aquellos que son marginados y oprimidos. Las tragedias antiguas nos muestran que los héroes, quienes a menudo nos advierten del tirano, no lograron detenerlo antes de que fuera demasiado tarde. Los que dicen la verdad corren el riesgo de sufrir a manos de aduladores, tiranos y la turba enfurecida. Sócrates fue acusado por los aduladores y ejecutado por la democracia ateniense. Aunque las cosas parecen mejores hoy, los héroes políticos siguen siendo los que dicen la verdad: maestros, educadores, periodistas, historiadores y filósofos. Son aquellos que abren los ojos de las masas, inspiran virtud y cultivan la sabiduría.

El hecho de que las tragedias antiguas aún resuenen en nuestros días no es casualidad. En muchos sentidos, las luchas que enfrentamos son las mismas. Aunque las formas de poder y las estructuras sociales hayan cambiado, los personajes —tiranos, aduladores y la ignorancia colectiva— permanecen presentes. La naturaleza humana, con sus defectos, sigue siendo un componente esencial de cualquier crisis política. A lo largo de la historia, podemos observar cómo la lucha por el poder, la indiferencia y la falacia de las masas continúan siendo temas predominantes. De esta forma, los estudios históricos y filosóficos nos brindan herramientas para comprender y enfrentar estos problemas de manera más efectiva.

La filosofía no se limita a repetir lo que dicen los historiadores o los poetas. Los filósofos analizan temas generales y proponen soluciones. Esto es lo que hace única la filosofía política: no solo describe los hechos, sino que también critica la moral y propone alternativas para mejorar las circunstancias. Aunque algunos argumenten que la historia debe ser puramente descriptiva, la filosofía tiene la capacidad de ofrecer un análisis normativo y práctico basado en hechos y contextos históricos. Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca y Maquiavelo utilizaron la historia para extraer enseñanzas morales y políticas que fueron fundamentales para las sociedades en sus respectivas épocas. Este enfoque normativo no es dogmático, sino que está fundamentado en una reflexión crítica, consciente de sus propios límites, y buscando mejorar la realidad.

Este análisis de la naturaleza humana es particularmente útil para abordar los desafíos políticos contemporáneos. Los filósofos nos han mostrado que la sabiduría, la virtud y el respeto por la ley son esenciales para frenar los impulsos desmedidos de los tiranos. Sin embargo, en nuestra era moderna, el riesgo de simplificar excesivamente las analogías históricas es grande. No debemos caer en la trampa de comparar figuras políticas actuales con personajes históricos de forma arbitraria o excesivamente provocativa. Cada momento histórico tiene sus propios matices, y aunque las lecciones del pasado pueden iluminar nuestro presente, siempre debemos ser conscientes de las particularidades de cada situación. Es un error creer que los personajes políticos de hoy encarnan directamente a tiranos históricos como Hitler o a héroes como George Washington. Las comparaciones superficiales pueden desvirtuar el análisis político y social, restando profundidad a la reflexión.

El análisis filosófico de la política no es una cuestión de hacer diagnósticos universales sobre la humanidad. La naturaleza humana es compleja, y aunque algunos aspectos universales puedan ser identificados, nunca debemos olvidar la diversidad y capacidad de cambio que caracteriza a las personas. Si bien podemos proponer soluciones generales, la filosofía política siempre debe ser consciente de la limitación de sus diagnósticos y sus recomendaciones. La sabiduría histórica, cuando se aplica correctamente, nos ofrece un marco para entender y combatir los peligros del poder mal ejercido y de las dinámicas de sumisión que suelen acompañarlo.

El estudio de la historia política y de las tragedias de poder tiene un valor inmenso en la búsqueda de respuestas a los problemas contemporáneos. Desde los escritos de Platón hasta las reflexiones modernas, es evidente que las virtudes como la sabiduría y la educación son esenciales para una sociedad que aspire a la justicia y a la democracia. Sin embargo, más allá de los análisis filosóficos, es crucial comprender que el éxito en la lucha contra la tiranía no depende solo de las ideas correctas, sino también de la implementación práctica de esas ideas dentro de las instituciones políticas. Las virtudes no son solo conceptos abstractos, sino principios que deben ser cultivados en la práctica diaria de la política.

¿Cómo se convierte un político en un siervo de un tirano?

El comportamiento oportunista de aquellos que se alinean incondicionalmente con figuras de poder se convierte, en muchos casos, en una manifestación directa de la falta de integridad. El adular al tirano, al igual que moldearse según los intereses de quien ostenta el poder, es una forma de supervivencia política, pero también una señal de la corrupción moral de quienes se someten a este juego. El adulador, a diferencia de la figura autoritaria que busca imponer su poder, se dedica a manipular las apariencias de la verdad, sabiendo cuándo utilizar la mentira y cuándo hacer uso de la verdad de acuerdo con su conveniencia. En ocasiones, el adulador se muestra como el fiel servidor de su líder, pero detrás de esa fachada se esconde una calculada y egoísta búsqueda de poder y relevancia.

Tomemos el caso del senador Lindsey Graham, cuya conversión de crítico de Trump a leal defensor del expresidente es una clara muestra de esta mutación política. En 2016, Graham acusó a Trump de ser un “tonto” y un “oportunista”, incluso se mostró completamente en contra de su candidatura presidencial. No obstante, poco tiempo después, Graham comenzó a expresar una devoción casi incondicional hacia el mismo hombre que había criticado duramente. Este tipo de cambio de postura tan abrupto es una de las características más destacadas de los aduladores: adaptarse rápidamente a las nuevas circunstancias, sin importar las contradicciones, para seguir siendo relevantes y mantener su influencia política.

El oportunismo de los aduladores no es solo una cuestión de adaptarse a la persona en el poder, sino que también refleja una visión distorsionada de los principios. En lugar de sostener convicciones firmes, el adulador ve los principios como herramientas que pueden ser manipuladas para alcanzar objetivos inmediatos. El deseo de poder, más que el miedo a represalias o amenazas, es lo que impulsa a estos políticos a comportarse de esta manera. Por ejemplo, Graham no solo cambió su postura por miedo a Trump, sino porque entendió que para lograr su agenda conservadora y continuar en el poder, debía alinearse con el presidente, incluso si esto significaba traicionar sus propios principios anteriores.

La polarización política, exacerbada por la lucha constante entre los partidos, también juega un papel fundamental en este proceso de transformación. La creencia de que el enfrentamiento con el otro partido es una batalla de suma cero empuja a muchos a buscar cualquier tipo de alianza que les permita mantenerse en el juego. En este contexto, un político puede racionalizar que ceder ante la presión de un líder autoritario es necesario para mantener una posición en el poder. Esta lógica lleva a muchos a convertirse en "contorsionistas" políticos, dispuestos a cambiar de postura según convenga para sobrevivir dentro del sistema.

El caso de otros políticos como Mitch McConnell también ilustra este fenómeno. A pesar de que criticó abiertamente las acciones de Trump tras el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, McConnell votó para exonerarlo durante el juicio político, citando una cuestión técnica relacionada con el momento en que Trump dejó el cargo. Este voto muestra cómo, en ocasiones, los aduladores justifican sus acciones bajo el pretexto de la Constitución o de principios legales, cuando en realidad su motivación es puramente política y calculada.

En este sentido, la complicidad de los aduladores con los tiranos no solo se manifiesta en su sumisión a la autoridad, sino también en su participación activa en la creación y el mantenimiento de un sistema que se sustenta sobre la manipulación de la verdad, la polarización y la perpetuación de un poder injusto. Al moldearse y adaptarse a los caprichos de un líder autoritario, el adulador no solo abdica de sus principios, sino que se convierte en una pieza clave en la maquinaria de opresión.

Además de esto, es fundamental que el lector comprenda la implicación moral de estas transformaciones políticas. El acto de adaptar las creencias y posturas en función de la conveniencia personal no es solo una táctica de supervivencia, sino una profunda erosión de la integridad. Los políticos que siguen este camino son responsables no solo de sus propios actos, sino también de la legitimación y perpetuación de un sistema que puede tener consecuencias devastadoras para la democracia y la justicia.

¿Cómo funciona la complicidad del adulador en el ascenso del tirano?

La política moderna, más que una arena de convicciones firmes y valores éticos, se ha convertido en un teatro de máscaras donde el espectáculo y la representación sustituyen a la verdad y a la coherencia moral. Dentro de este escenario, el adulador se convierte en una figura central: dúctil, hábil en el lenguaje, cambiante según el público, y profundamente útil para los poderes autoritarios. Su complicidad no siempre se manifiesta mediante actos abiertamente criminales, pero sí a través de una participación activa —aunque disimulada— en la perpetuación del poder tiránico.

El ejemplo paradigmático es el de líderes políticos que, tras episodios de escándalo o violencia, como los ocurridos el 6 de enero en EE. UU., manifiestan una condena pública solo para, poco después, volver a alinearse con la figura del líder que previamente denunciaron. No se trata meramente de cobardía, aunque el temor a las represalias políticas esté presente. El verdadero motor de esta conducta es una fría y calculada lógica de oportunidad: el líder populista sigue siendo útil, tiene arrastre entre las masas, garantiza votos, protege carreras. La indignación moral se convierte, entonces, en una performance sin consecuencias, una pose para las cámaras, rápidamente descartada cuando amenaza con convertirse en acción real.

El arte del disimulo y la adaptación retórica es esencial en este juego. Los políticos que sobreviven y prosperan son aquellos capaces de leer al público como un actor lee a su audiencia. Cambian de tono, de lenguaje, de atuendo, incluso de valores, según lo que se espera de ellos en cada contexto. Este fenómeno, que en sociolingüística se denomina “code-switching” o “style-shifting”, no es exclusivo de la política: todos los seres humanos lo practicamos en alguna medida. Pero en quienes ejercen poder, esta habilidad cobra una dimensión ética particular, porque se convierte en instrumento de manipulación, encubrimiento y —en última instancia— complicidad.

El adulador profesional es, muchas veces, una persona que desde la infancia aprendió que ser entretenido, audaz y visible le otorgaba amor y reconocimiento. Esta necesidad de atención, tan humana, se convierte con el tiempo en deseo de notoriedad, de permanencia en el centro del escenario. La política ofrece a estos individuos un espacio ideal: un lugar donde su necesidad de ser vistos se traduce en influencia, poder, prestigio. El problema surge cuando este impulso se subordina a figuras corruptas o tiránicas. La misma habilidad que podría emplearse para el bien, se convierte en vehículo de destrucción.

El paso de la notoriedad a la notoriedad infame es, pues, tenue. Cuando el adulador se une a una estructura de poder inmoral, deja de ser un simple actor secundario para convertirse en cómplice. Esta complicidad no siempre se traduce en responsabilidad legal. Pero sí implica una responsabilidad moral, psicológica y, podríamos decir, espiritual. No es necesario que el adulador cometa directamente un crimen; basta con que lo tolere, lo encubra, lo justifique, o lo promueva con su silencio o su entusiasmo interesado.

La noción de complicidad se enlaza estrechamente con la de “cómplice” en el lenguaje jurídico: alguien que, sabiendo de un crimen, lo apoya de alguna manera. Puede ser ayudando a planear, conduciendo al criminal, guardando silencio, o encubriéndolo después del hecho. No toda asociación implica complicidad —el conductor del taxi que transporta a un criminal sin saberlo no es cómplice—, pero en la política, donde los actores suelen conocer bien el terreno que pisan, la ignorancia raramente es una defensa creíble.

Así, el adulador que ayuda a un tirano a consolidarse en el poder no es sólo un oportunista: es parte del sistema que permite que la tiranía florezca. Aunque las sanciones legales no siempre le alcancen, su participación en el entramado del mal es real. Su habilidad para encantar a las masas, para legitimar con palabras vacías a líderes peligrosos, y para moldearse según las necesidades del momento lo convierte en una pieza indispensable del mecanismo autoritario. No basta con juzgar al tirano; hay que entender el rol activo de quienes lo sostienen, lo justifican y lo normalizan.

Es fundamental que el lector comprenda que el poder no se ejerce en solitario. Todo líder autoritario necesita una corte de aduladores, cómplices, facilitadores. A menudo no son los tiranos quienes destruyen las democracias, sino aquellos que, por ambición, cobardía o necesidad de relevancia, eligen mirar hacia otro lado o, peor aún, colaborar. Distinguir entre el oportunismo tolerable y la complicidad peligrosa es, en este sentido, una tarea urgente para cualquier sociedad que aspire a la integridad democrática.

¿Cómo formar ciudadanos sabios y vigilantes en un mundo polarizado?

La resistencia no violenta, como la que practicaron figuras como Trocmé, Martin Luther King y Sócrates, no solo tiene un profundo valor moral, sino que también representa una forma de combatir las tiranías modernas. A lo largo de la historia, muchos pueblos han sucumbido al autoritarismo no solo por la violencia directa de los gobernantes, sino también por la complicidad de la ciudadanía, que ya sea por indiferencia o por miedo, permitió que los regímenes totalitarios ganaran poder. La obligación moral de resistir la injusticia no debe entenderse como una rebelión violenta, sino como un acto consciente de no cooperar con la maldad ni rendirse ante la opresión. Esta resistencia debe estar fundamentada en el amor, el perdón y el deseo de hacer el bien, pero siempre sin ceder a la cobardía ni a la ira. En el caso de los cristianos, la obediencia a principios contrarios al Evangelio exige una firme postura de resistencia, siempre desde una moral que trasciende el odio o la soberbia.

La no violencia, como lo ejemplificaron figuras como Trocmé, proporciona un modelo crucial en tiempos de tiranía. La resistencia no debe ser vista como un acto aislado de heroísmo, sino como una disciplina continua de vigilancia y auto reflexión. El ser humano común tiene la capacidad de volverse un héroe al resistir el mal dentro de su propio contexto, sin necesidad de ser un líder mundial o una figura universalmente reconocida. Un ejemplo de este tipo de heroísmo cotidiano podría ser alguien como Eugene Goodman, quien hace lo correcto en su día a día, sin necesidad de figurar como un mártir en la historia.

La educación cívica y moral desempeña un papel esencial en este proceso de formación. No se trata solo de enseñar a los individuos sobre sus derechos y responsabilidades como ciudadanos, sino de inculcar en ellos una conciencia crítica que les permita analizar y cuestionar los ideales de la nación a la que pertenecen. La verdadera educación cívica no es un proceso de adoctrinamiento; es un camino hacia la comprensión profunda de las instituciones, pero también hacia el desarrollo del carácter, la virtud y la sabiduría. Una pedagogía crítica que enseñe a los ciudadanos a reflexionar sobre los rituales cívicos, los monumentos y los ideales de su sociedad, transforma a los individuos en ciudadanos-filósofos, individuos capaces de ver más allá de lo superficial y actuar con un sentido ético de responsabilidad.

En la actualidad, esta educación crítica debe incluir una reflexión sobre cuestiones complejas y polarizantes como el racismo, la tensión religiosa y los desafíos relacionados con la alfabetización mediática y científica. Vivir en una sociedad polarizada requiere ciudadanos que no solo sean educados en hechos, sino que también desarrollen habilidades para pensar de manera autónoma y crítica. La educación en la era moderna debe fomentar una mentalidad abierta que permita a los individuos enfrentar los retos sociales y políticos con una visión informada y libre de prejuicios.

La noción de un "ciudadano-filósofo" no debe confundirse con una ideología elitista. No es necesario ser un cosmopolita para ejercer una ciudadanía sabia. A pesar de que la idea de la cosmopolita ha sido defendida por filósofos como Diogenes, Platón o Aristóteles, para la mayoría de los seres humanos, la realidad es que nuestro sentido de obligación y deber se encuentra vinculado a nuestra comunidad local. La vida diaria de los ciudadanos, sus relaciones familiares y laborales, y su conexión con el lugar donde nacieron, configuran un tipo de ciudadanía profundamente concreta, que no puede ser abandonada a la ligera en busca de ideales lejanos.

De hecho, el enfoque de Sócrates sobre la educación y la vigilancia nos invita a mirar nuestra propia comunidad y reflexionar sobre ella. En lugar de sumergirnos en la ilusión de un mundo ideal o utópico, debemos ser conscientes de las fallas y la corrupción dentro de nuestras propias sociedades y actuar para cambiarlas, siempre que sea posible. La historia está llena de ejemplos de aquellos que, lejos de huir o rendirse, se quedaron y resistieron a las injusticias que enfrentaban.

En cuanto a la educación, no debe sorprendernos que se haya considerado durante siglos una herramienta fundamental para evitar la tiranía. Thomas Jefferson lo expresó de manera elocuente: la educación es la verdadera corrección de los abusos del poder. Esta idea, que tiene sus raíces en pensadores antiguos como Platón y Jenofonte, sostiene que una educación que favorezca la sabiduría, la vigilancia y la justicia es la mejor prevención contra las tendencias autoritarias. Sin embargo, esta visión estuvo por mucho tiempo restringida a las élites. En la Grecia antigua, los filósofos pensaban que solo los aristócratas y los guardianes debían ser educados para evitar el despotismo. El resto de la sociedad, incluidos esclavos y mujeres, quedaba excluido de este proceso formativo. Es solo con la llegada de la educación pública e inclusiva en las democracias modernas que se comienza a superar este enfoque elitista y a reconocer que todos los ciudadanos deben recibir educación para que puedan participar activamente en la vida política de su comunidad.

El concepto de educación cívica ha evolucionado a lo largo de los siglos. Mientras que en el pasado los filósofos se centraban en la educación de los gobernantes y las clases altas, hoy en día se reconoce que la educación debe estar al alcance de todos, independientemente de su clase social, género o raza. Figuras como John Locke y Jean-Jacques Rousseau propusieron modelos de educación que intentaban corregir las tendencias egoístas y tiránicas del ser humano, pero ambos también tenían limitaciones. Locke, por ejemplo, pensaba en una educación dirigida a los "caballeros", es decir, a los hombres de la clase alta. Rousseau, por su parte, abogaba por un método educativo que permitiera al ser humano desarrollar su capacidad innata para la compasión y la libertad, pero también reconocía que este ideal solo era accesible para unos pocos. A medida que la educación se ha ido democratizando, se ha hecho más inclusiva, reconociendo que todos los ciudadanos deben tener acceso a la formación moral y cívica que les permita resistir la tiranía y participar activamente en la construcción de una sociedad más justa.

Es esencial entender que el verdadero objetivo de la educación cívica y moral no es solo formar ciudadanos obedientes, sino individuos con la capacidad de pensar de manera crítica y actuar con sabiduría, sabiendo cuándo resistir y cómo hacerlo sin caer en la violencia ni en el autoritarismo. Este tipo de educación es la base sobre la que se construyen sociedades libres, vigilantes y justas.