La apariencia de calma entre Olivia y Lally disfraza un trasfondo de sospechas, incomodidad y amenazas apenas insinuadas. El robo del coche, acontecido sin estruendo durante la noche, abre la escena con un gesto casi simbólico: la desaparición de un objeto asociado a la autonomía. El coche vuelve, sí, pero como prueba de que nada está realmente bajo control, y su retorno es tan misterioso como su ausencia. Olivia, sin saberlo aún, empieza a deslizarse hacia un centro de gravedad invisible, movida por fuerzas que no domina.

En las conversaciones con Lally, con su marido, con Fred en la tienda, la voz narrativa mantiene una distancia emocional que apenas disimula una ansiedad persistente. Las decisiones cotidianas —comprar queso, ordenar la casa, contestar el teléfono— adquieren un peso extraño, como si todo pudiera desmoronarse con un simple gesto. El tono es preciso, lacónico, contenido, y sin embargo cargado de una tensión apenas contenida. Se intuye que cada acción se toma como si fuera la última antes de que algo irremediable suceda.

El retorno inesperado del marido, con su oferta de reconciliación, parece menos un acto emocional que una exploración de territorios perdidos. Él elogia el espacio vacío del apartamento de Olivia, su sobriedad casi clínica, como si en esa ausencia de ataduras residiera una forma de libertad deseable. Pero Olivia rechaza esta visión con una calma desprovista de emoción: ni está libre ni quiere estarlo. El robo del coche, nuevamente, emerge como metáfora: las posesiones, las relaciones, incluso la propia identidad, son cosas que pueden desaparecer sin previo aviso.

Y entonces, el giro: el cuerpo de Timothy Dean, muerto por violencia, sin arma a la vista. No hay dudas. No fue suicidio, aunque el narrador busque esa posibilidad como consuelo fugaz. Fue asesinato. Con esta certeza comienza un nuevo ciclo. Olivia reconoce que debe ir a la policía, aunque lo haga con el temor de quien sabe que la verdad no libera, sino que encierra. Sabe incluso con qué rostros se topará, como si el destino ya estuviera escrito: Idden y Hodd, figuras inevitables de una estructura de poder que no perdona.

El encuentro con los policías es casi teatral. No necesitan presentarse como autoridad; su sola presencia basta para que Olivia entre en estado de defensa. El coche, otra vez, se convierte en catalizador. Su desaparición inicial ha dejado una grieta por la que ahora se cuela la muerte. La escena se impregna de la sensación de que la historia personal de Olivia ha sido absorbida por una narrativa más vasta, una que ella no controla, pero que la reclama como protagonista involuntaria.

Todo esto transcurre en un mundo que ha perdido la nitidez entre lo íntimo y lo público, lo cotidiano y lo criminal. La vida emocional de Olivia —sus dudas, sus vínculos, su dolor sordo— queda atrapada en una red de sospechas y hechos irreversibles. La figura de Dean, muerto y ausente, se convierte en el punto de inflexión desde el cual todo se derrumba.

Es fundamental que el lector comprenda que esta historia no trata únicamente de un crimen, sino de la forma en que la violencia se infiltra en lo cotidiano, en lo aparentemente inofensivo. La frialdad de los diálogos, la distancia emocional de los personajes, la precisión con que se narran gestos mínimos, son todas formas de narrar una alienación profunda. La libertad que se menciona una y otra vez —en la disposición de los muebles, en la idea de poder marcharse en cualquier momento— es una construcción falsa. El verdadero eje que mueve esta historia no es la autonomía, sino el destino ineludible, la pérdida silenciosa de control.

La narrativa nos confronta con la idea de que, en determinadas circunstancias, incluso lo más íntimo puede ser objeto de vigilancia, sospecha o manipulación. La aparente pasividad de Olivia no es debilidad, sino una forma de resistencia silenciosa frente a un mundo que insiste en arrastrarla a un rol que no eligió. Pero incluso esa resistencia tiene sus límites. Porque el crimen ya ha ocurrido. Y una vez cometido, transforma todo lo que toca.

¿Quién es realmente el hombre muerto y qué revela su entorno?

El timbre sonó justo cuando estaba terminando, y volvió a sonar rápidamente, indicándome que debía atender. Cerré la puerta del dormitorio y deseé poder cerrarla con llave. En el umbral, el pequinés del piso de arriba esperaba con la correa floja. “Oh, pequeño amigo,” le dije con tristeza, mirándolo desde arriba, “vete a casa.” Apareció el chico que la señora Delacour había contratado para pasearlo. “Lo dejas salirse de control,” le reproché. “Tocando el timbre y todo.” Él mostró un tobillo con marcas de dientes, apenas un rasguño, pero con la promesa de más si hacía falta. “Está de mal humor. Quiere verte.” La verdad era que todos habíamos malcriado al pequeño animal de forma escandalosa, y él pensaba que podía hacer lo que quisiera. Ahora ladraba con insistencia. “Sabe que has vuelto,” dijo el chico. “Lo ha olido. Está emocionado.” “Sí, acabo de llegar,” respondí, distraído por el ruido. El perro pasó a mi lado, corrió hacia la puerta del dormitorio y la arañó con sus patas delanteras. Antes de que pudiera llegar, la puerta se abrió ligeramente. El perro estaba ahí, ladrando. “Está ladrando al hombre en la habitación,” explicó el chico. “¿Whatman?” “El hombre con sombrero que está sentado allí.” “No hay nadie allí.” “El hombre muerto,” aclaró. “No está muerto.” “Parece muerto.” “No hay ningún hombre allí, y no está muerto,” dije, apresurándome a recoger al perro y sacarlos a ambos fuera. Me apoyé en la puerta, respirando con dificultad. ¿Cómo podría haber previsto que el golpe de patas arriba sería presagio de mala suerte para mí? Tarde o temprano el chico contaría a su madre o a la señora Delacour lo que había visto. El problema era que mentía tanto que nadie le creería, mientras que el perro, un testigo mucho más fiable, felizmente no podía hablar.

Después de vestir cuidadosamente a Teddy, lo dejé recostado en la cama. Su cuerpo estaba flojo y relajado, lo que indicaba que ya había pasado la rigor mortis. Tenía una herida en el lado derecho de la cabeza, cerca de la sien, que había cubierto con un sombrero, como me había señalado mi visitante. Ahora sabes por qué Teddy llevaba sombrero. Parecía tranquilo, como si se hubiera ido sin escuchar a quien le disparó. Dicen que uno no oye eso, aunque debe ser difícil confirmarlo. Pensé en lo irónico que sería si hubiera muerto de un fallo cardíaco justo en el momento de dispararse en el cerebro.

Enrollé el colchón y la ropa de cama sin permitirme mirar con detalle. Pensé en poner ropa limpia y empezar de nuevo, pero sabía que no servía; la cama tendría que irse. Se desmontaba fácilmente en cuatro piezas, incluyendo el colchón, y en diez minutos la guardé en el garaje mientras decidía qué hacer con ella. Era un objeto valioso y el Museo de Bellas Artes en París había mostrado interés. Pensé que sería un buen destino para la cama, que merecía exhibición y estaría a salvo fuera del país.

Antes de llevarla al garaje, eché un vistazo por la ventana de la cocina y fue buena idea hacerlo: el perro estaba afuera en el escalón, con la correa colgando, ojos brillantes y esperanzados. El chico no estaba lejos, de puntillas tratando de ver por la ventana del dormitorio, aunque no lo lograba. Lo llamé. “¿Sabes del hombre muerto que creías haber visto?” Asintió. “Lo mató la Mafia. ¿Has oído hablar de la Mafia?” Asintió otra vez. “Si vas al parque verás dos coches detenidos en la calle, esos son ellos, esperando. A unos metros, en la esquina, hay otros dos coches, la policía. También están esperando. En un rato habrá un tiroteo. Si vas, podrás verlo.” Me miró pensativo, con la cabeza bien puesta, y luego dijo: “De todos modos voy por allí.” “Bien.” Lo vi alejarse y luego lo llamé. “No olvides al perro.” Al final cargué a Teddy en mi coche, como si fuera un niño, y lo llevé al garaje. “Por el honor del Emperador, el honor del Emperador,” murmuré. Son juegos estúpidos como ese los que ayudan a sobrellevarlo. Al pasar por el parque, con Teddy casi invisible en la parte trasera del coche, vi al chico caminando despacio entre coches aparcados, deteniéndose a mirar en cada uno.

Teddy había vivido sobre un garaje, lo que facilitó mi siguiente tarea. Detuve el coche, abrí las puertas del garaje, entré, cerré y llevé a Teddy a su cama, donde al menos estaba en casa. El lugar parecía miserable y descuidado. Desempaqué sus cosas y las coloqué naturalmente. Impulsado por uno de los impulsos más tontos que he tenido, limpié el apartamento y saqué las botellas de leche. Me puse el sombrero, no sé por qué, entré en el coche y me fui a casa. Guardé el coche en mi propio garaje y entré a la cocina por la puerta trasera. Apenas crucé el umbral, el timbre sonó. Al abrir encontré a la señora Delacour y supe que el chico había hablado. “Buenas tardes, sólo quería, es que el chico dijo...” comenzó, nerviosa. Vi cómo sus ojos se posaron en el sombrero en mi cabeza y su expresión cambió. “Es que, no creo que hubiera nada. Él sólo está mintiendo, como siempre.” “Exacto,” dije. “Sólo otra mentira. Disculpe, por favor.” Fui directo a mi oficina y me puse a trabajar, atendí algunas llamadas. Luego volví al apartamento con la agradable sensación de que no me molestarían allí. Recuerdo que tuve que cerrar con llave la ventana de la cocina, que, estúpidamente, había dejado abierta.

En los días siguientes empecé a arreglar la venta de mi apartamento y a preparar un negocio. Todo fue sin problemas. Tres días después de llegar, tuve un sobresalto. Había una carta de Teddy, escrita por él. Por un terrible momento temí que no estuviera muerto, pero pronto entendí. La carta había sido enviada por correo ordinario y el retraso de la entrega había sido prolongado. Creo que Teddy contaba con esa demora. Tras leer la carta, la guardé cuidadosamente en el bolsillo junto a mi corazón para mantenerla segura. Para arrebatármela tendrían que matarme. Después de todo, le debía algo a Teddy. Pero la llegada de esa carta significó que para mí Teddy ya no estaba ni vivo ni muerto.

Poco después encontraron el cuerpo de Teddy. Murió, ciertamente. Contuve la respiración, pero no me perturbé. Hasta que una noche, regresando solo tras despedirme para siempre de Flynn, encontré a un hombre en mi garaje. Esta vez no estaba muerto, sino vivo y listo para la agresión.

El cuerpo del hombre hallado muerto por disparo en su apartamento sobre un garaje en Windmill Road fue identificado por su casero, dueño de una tienda de dulces contigua, como su inquilino Theodore Drysdale. Por diversas razones, la policía decidió que Theodore, que significa ‘regalo de Dios’, y Drysdale no eran sus verdaderos nombres. Esto porque en el apartamento hallaron una factura de un hotel barato a nombre de T. Drury y una etiqueta de tintorería con el nombre Darley. El hotel estaba en Kensington, que empieza a volverse degradado, la tintorería al sur del río en Camberwell, y Windmill Road, donde Drysdale-Drury-Darley yacía muerto, está en Hammersmith. Todo indicaba que se había movido mucho. La necesidad de una identificación más precisa llevó a iniciar una investigación mientras esperaban los resultados de la autopsia. Tomaron sus huellas dactilares para compararlas con registros conocidos.

Es importante comprender que la identidad del hombre muerto está envuelta en un misterio que refleja no solo una vida clandestina y fragmentada, sino también la complejidad de su entorno y las fuerzas que lo rodean, como la mafia y la policía, que juegan un papel decisivo en su destino. La percepción de la realidad se pone en duda, no solo a través de testimonios poco fiables, sino también por la presencia inquietante de lo que parece ser un fantasma o un recuerdo persistente, simbolizado por el perro y el joven testigo. El proceso de enfrentar la muerte y el misterio de Teddy es también un reflejo de la lucha interna del narrador con la verdad, la memoria y la necesidad de dar sentido a lo inexplicable.