Las deudas estudiantiles constituyen un problema creciente que afecta a millones de estudiantes a nivel mundial, especialmente en países como Estados Unidos. Este tipo de deuda es un compromiso financiero que contrae un estudiante, ya sea mientras está matriculado, tras retirarse de sus estudios o después de graduarse, con instituciones financieras como bancos o empresas de crédito. Estas deudas se adquieren con el objetivo de financiar la educación superior, un gasto que se considera una inversión en el capital humano, con la esperanza de que dicho gasto se traduzca en mejores oportunidades laborales y bienestar económico en el futuro (Henager, Wilmarth, y Mauldin, 2016).

La promesa de empleo y estabilidad financiera es lo que impulsa a millones de estudiantes a inscribirse cada año en universidades y colegios. Sin embargo, este deseo a menudo se ve contrarrestado por una realidad inesperada: la deuda estudiantil. En 2019, aproximadamente 40 millones de estadounidenses tenían deudas estudiantiles, con un promedio de $29,000 por persona (Investopedia, 2019a). Forbes presenta una cifra aún más alarmante, afirmando que más de 44 millones de prestatarios en EE. UU. debían un total combinado de $1.5 billones. La deuda promedio de los graduados de 2016 fue de $37,172 (Friedman, 2018). Aunque ciertos préstamos federales, como los Préstamos Directos Subvencionados y los Préstamos Federales Perkins, pueden ser perdonados o condonados, muchos estudiantes enfrentan dificultades para pagar sus deudas, lo que puede llevarlos a retrasar eventos importantes en la vida, como el matrimonio o la compra de una vivienda. En algunos casos extremos, los estudiantes terminan en mora o incumplen con el pago de sus préstamos, lo que genera una tasa de morosidad del 10.7% en 2018.

El aumento de la deuda estudiantil está estrechamente relacionado con el incremento en los costos de matrícula. Este aumento, a su vez, es consecuencia de los recortes presupuestarios estatales que afectan a los sistemas universitarios estatales. Un ejemplo claro de este fenómeno ocurrió en Alaska en 2019, cuando el gobernador Mike Dunleavy vetoó una partida de $130 millones destinada a la Universidad de Alaska, lo que representó una reducción del 41% en la financiación estatal. Esta reducción, derivada en gran medida de los problemas presupuestarios del estado debido a la caída de los precios del petróleo, amenazó con despedir a miles de empleados, cerrar campus y perder estudiantes (Bohrer, 2019). La transición hacia fuentes de energía renovables en los EE. UU. probablemente empeorará la situación financiera de estados como Alaska, que dependen de los combustibles fósiles.

A lo largo de los años, la política ha desempeñado un papel crucial en la cuestión de la accesibilidad de la educación superior en los Estados Unidos. Políticos de diversas ideologías han discutido sobre la cantidad de apoyo financiero que se debe otorgar a los estudiantes, particularmente a aquellos que cursan carreras de artes liberales frente a los que estudian ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM). Aunque las políticas de asistencia financiera establecidas durante las administraciones de Nixon, Ford y Carter tuvieron como objetivo asegurar que todos los estudiantes pudieran permitirse una educación universitaria, el aumento de los costos de matrícula ha hecho que la ayuda federal y estatal no se mantenga al ritmo de las necesidades de los estudiantes. Como resultado, muchas universidades privadas han incrementado sus tarifas de matrícula, parcialmente para financiar la ayuda a los estudiantes más necesitados.

En este contexto, algunas propuestas políticas, como la idea de un "colegio gratuito para todos", se han presentado como una solución para garantizar que cualquier estudiante pueda acceder a la educación superior. Los defensores de esta propuesta argumentan que la alta tasa de deserción universitaria es una justificación para ofrecer educación gratuita. Según el Centro Nacional de Estadísticas Educativas (NCES, 2019), la tasa de graduación de los estudiantes que comenzaron su licenciatura en 2011 fue de solo el 60% en promedio, con tasas más altas en universidades privadas sin fines de lucro y más bajas en instituciones con políticas de admisión abiertas. Sin embargo, los opositores a esta idea sostienen que la tasa de deserción no necesariamente es consecuencia de los costos elevados, sino de factores personales y sociales más complejos. Además, argumentan que la propuesta de "colegio gratuito para todos" podría beneficiar en exceso a las familias más adineradas, ya que estas se beneficiarían de un subsidio que recaería sobre los impuestos de la clase media.

Es importante observar que el sistema educativo actual no es igual para todos los estudiantes. En particular, existen disparidades raciales y étnicas significativas en las tasas de graduación. Los estudiantes asiáticos y blancos tienen más probabilidades de graduarse que los estudiantes afroamericanos o hispanos. De acuerdo con datos de 2012, solo el 41% de los estudiantes afroamericanos completaron su carrera universitaria en seis años, mientras que el porcentaje de estudiantes hispanos fue del 49.5% (Nadworny, 2019). Gran parte de esta discrepancia se debe al hecho de que los estudiantes afroamericanos y hispanos suelen asistir a colegios comunitarios o universidades con fines de lucro, instituciones que generalmente tienen menores tasas de graduación. Además, estos estudiantes tienden a acumular más deuda, lo que, en caso de deserción, agrava aún más su situación financiera.

La historia ha mostrado que los intereses poderosos han tratado de mantener la educación, especialmente la superior, fuera del alcance de las masas. En el siglo XVI, por ejemplo, Martín Lutero promovió la educación masiva para que todos los cristianos pudieran leer la Biblia por sí mismos, mientras que la Iglesia Católica y los poderes políticos de la época buscaban mantener a las masas en la ignorancia. A lo largo de los siglos, los ricos y poderosos han preferido una población sumisa, más fácil de controlar, sin acceso a una educación crítica que pueda cuestionar el orden establecido. La famosa frase "los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres" refleja esta realidad y sigue siendo relevante hoy en día. Esto se puede encontrar incluso en la Biblia: "Porque al que tiene se le dará, y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará" (Mateo 25:29).

¿Cómo cambió Donald Trump el equilibrio ideológico del poder judicial en Estados Unidos?

Durante los primeros años de la presidencia de Donald Trump, se produjo una transformación silenciosa pero profunda en uno de los pilares fundamentales del sistema democrático estadounidense: el poder judicial. A mediados de julio de 2018, Trump había nombrado más jueces en las cortes federales de apelación que Barack Obama y George W. Bush juntos en el mismo período de sus respectivos mandatos. Aunque su influencia en las cortes de menor nivel aún era limitada, el impacto en las cortes de apelación fue considerable. Estos tribunales, situados justo por debajo de la Corte Suprema, poseen un poder enorme, ya que determinan el destino de innumerables casos antes de que puedan alcanzar la instancia superior.

Los nombramientos de Trump no fueron neutrales ni desapercibidos. Estaban marcadamente alineados con su ideología conservadora, y el apoyo o el rechazo a estos jueces se dividía claramente según líneas partidistas. Mientras que más del 80 % de los republicanos confiaban en las decisiones judiciales de Trump, solo un 19 % de los demócratas compartían esa visión. No obstante, en ese momento todavía existía cierto contrapeso institucional, ya que el 58 % de los jueces federales en funciones habían sido designados por presidentes demócratas, una mayoría significativa atribuida a Barack Obama.

La Corte Suprema, con sus nueve jueces vitalicios, representa la cúspide del poder judicial estadounidense y ejerce una influencia descomunal sobre la política, la cultura y los derechos individuales. Su capacidad para invalidar decisiones del Congreso y del presidente la convierte en un ente capaz de redefinir la trayectoria del país durante generaciones. A pesar de que, constitucionalmente, el poder judicial debe operar con independencia e imparcialidad, el proceso de nominación y confirmación de jueces de la Corte Suprema es profundamente político. Los presidentes dejan una marca duradera mediante estos nombramientos, ya que sus decisiones influencian la jurisprudencia mucho más allá del fin de su mandato.

El punto de inflexión se produjo al final del segundo mandato de Obama, cuando falleció el juez Antonin Scalia. La oportunidad de llenar esa vacante antes de las elecciones de 2016 era crucial para los demócratas. Barack Obama nominó a Merrick Garland, un juez considerado moderado, con credenciales incuestionables. Sin embargo, el Senado, controlado por los republicanos, bloqueó durante casi 300 días toda posibilidad de que Garland fuera siquiera escuchado. Este bloqueo, sin precedentes en la historia moderna del país, fue un acto político calculado que abriría la puerta a Trump para moldear el tribunal a su imagen ideológica.

Trump nombró en su lugar a Neil Gorsuch, un juez conservador que no alteró sustancialmente el equilibrio ideológico, ya que reemplazó a Scalia, también conservador. No obstante, el verdadero punto de inflexión ocurrió cuando Anthony Kennedy, un juez centrista cuya postura moderada había sido clave en decisiones progresistas como la legalización del matrimonio igualitario y la preservación del derecho al aborto, decidió retirarse. Esta vacante ofrecía a Trump la oportunidad de cambiar el rumbo de la Corte Suprema hacia una dirección ideológica decididamente conservadora durante décadas.

Trump no solo aprovechó la oportunidad, sino que lo hizo de manera provocadora. Su elección fue Brett Kavanaugh, un juez profundamente controvertido tanto por su trayectoria profesional como por su pasado personal. Kavanaugh, estrechamente ligado al aparato político republicano, había desempeñado un papel central en la investigación que condujo al impeachment de Bill Clinton y era considerado un soldado ideológico más que un jurista imparcial. Su proceso de confirmación fue uno de los más polémicos en la historia reciente, marcado por acusaciones de conducta sexual inapropiada, intensos interrogatorios públicos y una división partidista extrema. Finalmente, fue confirmado por un margen mínimo de 50 a 48 votos.

Con Gorsuch y Kavanaugh en la Corte Suprema, Trump no solo consolidó una mayoría conservadora sino que garantizó una orientación ideológica que influiría en decisiones críticas sobre el aborto, los derechos civiles, la regulación ambiental y el papel del gobierno federal. Esta transformación del poder judicial no se limita a un mandato presidencial; se trata de una reconfiguración estructural del sistema legal estadounidense.

Es crucial comprender que el poder judicial, aunque diseñado para ser independiente, refleja inevitablemente las tensiones políticas del país. El hecho de que los jueces sean nombrados por presidentes y confirmados por el Senado convierte al sistema en una extensión más del conflicto partidista. La ilusión de imparcialidad judicial se ve desafiada por la realidad de un proceso profundamente politizado, donde la longevidad de los jueces —cuyos cargos son vitalicios— se convierte en una herramienta de poder estratégico.

En este contexto, no solo está en juego el equilibrio ideológico del Tribunal Supremo, sino la confianza del pueblo estadounidense en la integridad de sus instituciones. El verdadero peligro no reside únicamente en la orientación conservadora o liberal de los jueces, sino en la percepción de que la justicia puede ser manipulada por intereses políticos. Y cuando la Corte Suprema pierde su apariencia de neutralidad, el propio tejido democrático corre el riesgo de erosionarse desde adentro.

¿Qué influencia ejercen las sociedades secretas y las grandes corporaciones en el poder global?

Entre los muchos velos que cubren las estructuras del poder moderno, pocos son tan densos como los que rodean a las sociedades secretas y a las grandes corporaciones. A lo largo de la historia, grupos como los Hashashin, el Ku Klux Klan, los Illuminati o los Nueve Hombres Desconocidos de Ashoka han encarnado el imaginario colectivo del poder oculto, mientras que las entidades de “Big Business” dominan de forma tangible los paisajes económicos y políticos del presente. La convergencia de ambas dimensiones –lo oculto y lo visible, lo conspirativo y lo institucionalizado– dibuja un mapa de influencias que supera las fronteras convencionales del poder estatal.

Los Hashashin, originarios del Medio Oriente medieval, constituyen un paradigma del terror disciplinado. Descritos por Banerji como una de las sociedades secretas más temidas, su capacidad de infiltrarse y asesinar con precisión quirúrgica a objetivos protegidos les otorgó un aura de invencibilidad. Aunque destruidos casi por completo por los mongoles en el siglo XIII, su legado resuena aún en representaciones culturales contemporáneas, que subrayan la eficacia del fanatismo organizado como arma política.

El Ku Klux Klan representa otra forma de sociedad secreta, más moderna y profundamente enraizada en la historia estadounidense. Fundado en 1865, el KKK fue una respuesta violenta al avance de los derechos civiles para los afroamericanos durante la Reconstrucción. Su ideología de supremacía blanca, nacionalismo radical y terror sistemático contra opositores lo convierten en una de las agrupaciones más peligrosas y persistentes en el tejido social estadounidense. Su conexión con discursos políticos actuales demuestra que la influencia de estas organizaciones no ha desaparecido, sino que ha mutado, adaptándose a nuevas coyunturas.

En un nivel más simbólico, los Illuminati encarnan la idea del control global desde las sombras. Inspirados en la orden bávara ilustrada fundada en 1776, los Illuminati han sido el epicentro de incontables teorías conspirativas. Su supuesto objetivo de instaurar un “Nuevo Orden Mundial” mediante la manipulación de eventos históricos clave, como la Revolución Francesa o el asesinato de Kennedy, los convierte en un arquetipo del poder invisible. Aunque su existencia como organización activa es debatida, su presencia en la cultura popular –desde novelas hasta videojuegos– refuerza su papel como metáfora persistente del miedo a la centralización absoluta del poder.

En el otro extremo de la geografía, los Nueve Hombres Desconocidos de Ashoka representan la versión oriental de una sociedad secreta destinada a custodiar el conocimiento prohibido. Fundada por el emperador Ashoka tras la brutal conquista de Kalinga en el siglo III a.C., esta agrupación tendría como misión salvaguardar los secretos más peligrosos de la humanidad, desde la manipulación de la energía hasta el control de la mente. Su existencia, aunque envuelta en la niebla del mito, plantea preguntas profundas sobre el vínculo entre sabiduría y poder, y sobre los límites éticos de la información oculta.

Frente a estas sociedades, algunas reales y otras simbólicas, se yergue un poder más visible pero no menos opaco: el de las grandes corporaciones. El término “Big Business” no se refiere solamente al tamaño de las empresas, sino a su capacidad de incidir en políticas públicas, de moldear el comportamiento social y de acumular poder más allá del escrutinio democrático. Desde finales del siglo XIX, con la consolidación de industrias mediante fusiones y monopolios, hasta el siglo XXI, con la hegemonía de las tecnológicas, las farmacéuticas y las financieras, las corporaciones han asumido un rol preponderante en la gobernanza global.

Tyler Cowen defiende que estas empresas generan los bienes que consumimos y los empleos que sostenemos, pero esta visión ignora la concentración de poder que su expansión implica. La capacidad de las corporaciones para influir sobre leyes, controlar el flujo de datos, dictar agendas económicas e incluso manipular la percepción pública a través del marketing masivo y los medios, configura una estructura paralela de poder tan penetrante como las sociedades secretas que habitan la imaginación colectiva.

En este contexto, la noción del “Estado profundo” (Deep State) cobra relevancia como punto de intersección entre las élites corporativas, las sociedades secretas reales o simbólicas, y las instituciones gubernamentales. Más que una conspiración unificada, se trata de una red difusa de intereses alineados que, desde las sombras o desde el centro del escenario, moldean el destino de sociedades enteras.

La comprensión de este entramado exige al lector una mirada crítica no solo hacia las narrativas conspirativas sino también hacia las estructuras legales y económicas que, bajo la apariencia de legitimidad, perpetúan desigualdades, limitan la transparencia y blindan el poder. No basta con desenmascarar las sociedades ocultas: hay que observar con igual rigor a las entidades visibles que, con una sonrisa corporativa, dictan las reglas del mundo contemporáneo.