El uso de vehículos no identificados para secuestrar personas, como se observó en Portland durante la presidencia de Donald Trump, nos remite a un periodo oscuro de la historia. Hemos sido testigos de estas tácticas en regímenes como el de Hitler en Alemania, Pinochet en Chile y en otras dictaduras a lo largo del tiempo. Cuando estos actos surgen, los disidentes, manifestantes e intelectuales desaparecen, son golpeados, torturados y, en los peores casos, asesinados. Lo ocurrido en Portland sugiere que la guerra contra el terrorismo se había desplazado de los territorios extranjeros al propio hogar. Este tipo de actuaciones podría haber sido un intento de Trump por ensayar el modelo de un estado autoritario. No es irracional suponer que su objetivo fuera generar disturbios civiles para reforzar su imagen como el "presidente de la ley y el orden", lo cual hubiera potenciado sus aspiraciones para una reelección.

El entonces fiscal general William Barr parecía apoyar esta estrategia, pues declaró estar dispuesto a enviar 200 agentes federales a Kansas City, Missouri, y Chicago, mientras que un número menor se destinaría a Albuquerque. Estos sucesos evocan momentos de la historia cuando, tras la crisis generada por el incendio del Reichstag, Hitler aprovechó el miedo y el fervor bélico para consolidar su poder. En el caso de Trump, su acción de llevar a Estados Unidos al borde de una guerra con Irán, al ordenar el asesinato del general iraní Qassem Soleimani, y el uso de la fuerza militar para sofocar las protestas internas, visibilizó aún más las acusaciones de ilegalidad que se le hicieron durante su juicio político.

El uso de la violencia para ejercer el control y las amenazas de guerra, a pesar de sus implicaciones para la seguridad estadounidense, resultaron ser una manifestación de lo que Elizabeth Warren señaló: Trump haría "todo lo que esté a su alcance para avanzar en sus propios intereses". La respuesta autoritaria de Trump a las protestas, desplegando tropas activas para atacar a ciudadanos con gases lacrimógenos y balas de goma, dejó claro hasta qué punto el gobierno estadounidense estaba encaminado a adoptar una política que recordaba los sombríos episodios de autoritarismo del pasado. El uso de la violencia como herramienta política mostró cómo el régimen de Trump se inclinaba por prácticas que se asociaban con dictaduras, sacrificando los derechos civiles de los disidentes pacíficos en favor de sus intereses políticos.

Previo a los juicios de destitución de Trump, existieron debates políticos significativos acerca de su ilegalidad, pero nunca llegaron a un análisis profundo. Las discusiones se centraron en la insuficiencia de los esfuerzos demócratas para procesar su destitución, en si las acusaciones de destitución eran suficientes, y si el proceso mismo era solo un intento de los demócratas por ganar terreno en las elecciones de 2020. En respuesta, Trump y sus seguidores consideraron que el juicio de destitución era un "teatro puro", incluso acusando a los demócratas de montar un proceso fraudulento. Sin embargo, Trump no se limitó a descalificar el juicio de destitución; además de afirmar que se trataba de un complot socialista, propuso que sus críticos, como el presidente de la Comisión de Inteligencia de la Cámara, Adam Schiff, debían ser arrestados por traición y "castigados violentamente", al estilo de dictaduras como la de Guatemala. Estas manifestaciones muestran cómo el lenguaje se convierte en un catalizador para la violencia. Según el experto en la Alemania nazi, Victor Klemperer, el uso de este tipo de lenguaje de deshumanización ya se había visto en el Tercer Reich, donde servía como una "enfermedad lingüística" que destruía el intelecto de quienes se oponían al régimen.

Este lenguaje de odio y desinformación no es inocente, como lo indica Ishaan Tharoor, pues tiene consecuencias inmediatas que se traducen en ataques terroristas de extrema derecha y actos violentos llevados a cabo por individuos inflamados por este tipo de retórica. La deshumanización de los adversarios políticos es una de las tácticas más peligrosas en un régimen autoritario, pues permite a los seguidores del líder justificar cualquier tipo de violencia contra aquellos que perciben como enemigos del Estado.

La forma en que los eventos políticos fueron presentados, y la utilización del juicio de destitución como un escenario para una "lección de educación cívica", como lo mencionó el periodista Bill Moyers, está cargada de limitaciones. Aunque la idea de educar cívicamente a la población es relevante, lo que se aprende de tales eventos queda reducido por lo que realmente se revela en los juicios y fuera de ellos. En el caso de Trump, el proceso de destitución se transformó rápidamente en un espectáculo político que sirvió para socavar la razón y el juicio informado, mientras alimentaba la distracción constante generada por mentiras egoístas y la ilusión.

En este contexto, el papel de los medios de comunicación ha sido crucial, ya que se han alineado, en gran parte, con el ciclo de noticias de 24 horas, ofreciendo un análisis superficial centrado en los riesgos políticos que enfrentaban los demócratas, y evitando abordar la verdad sobre una administración que había colapsado en una desdén por los derechos humanos, adoptando la crueldad como acto de patriotismo, y justificando la opresión en nombre de la seguridad nacional.

Es importante señalar que el impacto de esta retórica y de las políticas autoritarias no se limita a la política interna de Estados Unidos. Las dinámicas internacionales también se ven afectadas, con relaciones tensas y la erosión de alianzas tradicionales. La administración de Trump dejó claro que las medidas drásticas y las amenazas de violencia no solo afectan a la sociedad dentro de las fronteras nacionales, sino que también tienen consecuencias en la diplomacia y la estabilidad global.

¿Cómo influyó la respuesta de Trump al coronavirus en la sociedad y la política estadounidense?

La pandemia del COVID-19 puso de relieve no solo las fragilidades del sistema de salud estadounidense, sino también la profunda división política y social que atraviesa el país. La gestión del presidente Donald Trump ante la crisis fue un factor clave en la evolución de la situación, marcada por un liderazgo ambiguo y a menudo conflictivo. En lugar de adoptar un enfoque claro y unificador, Trump y su administración se centraron en promover una narrativa que favoreciera su figura política, mientras minimizaban las advertencias científicas sobre la gravedad del virus.

Desde el inicio de la pandemia, Trump minimizó repetidamente los riesgos del COVID-19, en ocasiones comparándolo con una gripe común y sugiriendo que la situación se resolvería rápidamente. Esta retórica no solo contribuyó a crear confusión, sino que también fomentó una desconfianza generalizada hacia las autoridades sanitarias y el uso de medidas de prevención, como el uso de mascarillas. La falta de una respuesta clara y organizada provocó que las autoridades locales se enfrentaran a grandes dificultades para implementar estrategias efectivas de contención.

Mientras tanto, en medio de la escasez de suministros médicos esenciales, como respiradores y mascarillas, Trump se mostró renuente a invocar la Ley de Producción de Defensa, una medida que permitiría la producción masiva de equipos médicos para satisfacer la creciente demanda. En lugar de tomar acción directa, se centró en culpar a otros actores, incluidos los propios hospitales, por los problemas de abastecimiento. Esta actitud desmesuradamente centrada en la culpabilización y la delegación de responsabilidades exacerbó aún más las tensiones entre la administración federal y los gobiernos estatales, quienes luchaban por obtener recursos esenciales en medio de un colapso sanitario sin precedentes.

En paralelo, la crisis sanitaria fue aprovechada por Trump para impulsar sus propios intereses políticos. La administración trató de redirigir el enfoque hacia temas como la construcción del muro fronterizo con México y la insistencia en que se debían implementar políticas de inmigración más estrictas. El líder republicano también intentó utilizar la pandemia como un medio para ganar apoyo político, haciendo que las ayudas federales a los estados estuvieran condicionadas a la lealtad política de los gobernadores.

Esta situación no solo afectó la gestión de la crisis sanitaria, sino que también exacerbó las divisiones raciales y sociales en el país. La pandemia fue un catalizador para el aumento de actitudes xenófobas, especialmente hacia la comunidad asiática-americana, quienes fueron injustamente culpados por la propagación del virus. De este modo, se convirtió en un caldo de cultivo para la propagación de teorías conspirativas y discursos de odio que contribuyeron a un ambiente social cada vez más polarizado.

En el campo económico, la respuesta del gobierno de Trump estuvo marcada por la ineficacia de los programas de ayuda a la población más vulnerable. Las grandes corporaciones y los ricos fueron los principales beneficiarios de los rescates financieros, mientras que millones de estadounidenses vieron sus trabajos desaparecer y enfrentaron enormes dificultades económicas. Esta desigualdad exacerbada por la crisis sanitaria dejó en evidencia las fallas estructurales del sistema económico y social estadounidense.

Lo que siguió fue una creciente sensación de caos y desconfianza. La administración de Trump no solo falló en la gestión de la crisis sanitaria, sino que también sembró dudas sobre la eficacia de las vacunas, la seguridad de las pruebas y las medidas de prevención. El foco en la política electoral, la manipulación de los medios y la constante confrontación con las figuras científicas más respetadas del país crearon un clima de incertidumbre que socavó la confianza pública en las instituciones. Esto también reflejó una desconexión entre el gobierno federal y las necesidades de la ciudadanía, generando una falta de confianza en las autoridades públicas que perduraría durante años.

Además, la respuesta de Trump al COVID-19 también fue un reflejo de su enfoque general hacia la política y el gobierno: un estilo autoritario que prioriza el control de la narrativa y la manipulación de la opinión pública por encima de una verdadera gestión de los problemas. La tendencia a evitar responsabilidades y delegar las soluciones a actores externos es una característica que definió su mandato en múltiples frentes.

Para entender completamente las implicaciones de la respuesta de Trump al coronavirus, es fundamental considerar no solo los resultados inmediatos de las políticas adoptadas, sino también el legado político y social que dejó. La crisis reveló la profundidad de la polarización en los Estados Unidos, exacerbada por un liderazgo incapaz de ofrecer soluciones unificadoras. La gestión de Trump ante la pandemia es un claro recordatorio de cómo una respuesta mal dirigida puede profundizar las divisiones dentro de una sociedad y poner en riesgo la vida de millones de personas.

¿Cómo transformará la pandemia nuestras sociedades?

La pandemia de COVID-19 ha acelerado un proceso de transformación global que ya se había iniciado hace años: la profundización de las desigualdades económicas, sociales y políticas. Esta crisis sanitaria mundial no solo ha puesto de manifiesto las grietas existentes en los sistemas sociales y económicos, sino que también ha dado forma a nuevas realidades que seguirán marcando el rumbo del futuro.

Lo que ha quedado claro es que las grandes crisis —ya sean económicas, sanitarias o políticas— no se afrontan de manera aislada. Por el contrario, se interrelacionan de manera profunda. La pandemia ha expuesto las fallas estructurales del capitalismo global, revelando las contradicciones que este sistema no ha logrado resolver. La creciente polarización entre ricos y pobres, el debilitamiento de los sistemas de salud pública y la precarización del trabajo son solo algunos de los efectos más inmediatos de esta crisis.

En este contexto, las luchas sociales no solo se han intensificado, sino que se han globalizado. Movimientos como Black Lives Matter, las protestas en América Latina contra gobiernos neoliberales o las manifestaciones en Europa contra las políticas de austeridad han demostrado que la respuesta popular a las crisis no es solo un fenómeno nacional, sino una expresión de un malestar global ante un orden injusto. Estos movimientos no solo luchan por derechos inmediatos, sino por un cambio estructural, por una reconfiguración del contrato social que contemple la justicia económica, racial y ambiental.

Además, la pandemia ha puesto sobre la mesa una pregunta crucial sobre la forma que tomará la sociedad post-pandemia. Muchos analistas coinciden en que, tras la crisis, el mundo no volverá a ser el mismo. La emergencia de nuevos sistemas de control, el auge de las tecnologías de vigilancia y el uso del estado de emergencia para legitimar políticas autoritarias son solo algunos de los cambios que podemos esperar. En lugar de una vuelta a la "normalidad", estamos viendo el surgimiento de un nuevo orden mundial, uno que podría estar más cerca de un modelo autoritario y totalitario que de una democracia participativa.

En este sentido, la creciente militarización de las fuerzas de seguridad y el uso de la fuerza como respuesta a las protestas sociales son manifestaciones claras de un régimen que tiende a responder con represión ante las demandas populares de justicia. Las políticas de "defensa de la democracia" a menudo se entrelazan con el desmantelamiento de los derechos civiles, lo que genera una paradoja inquietante: las democracias liberales se están viendo socavadas por la misma lógica de seguridad que alegan proteger.

Por otro lado, la pandemia también ha abierto un debate sobre la capacidad del sistema capitalista para afrontar grandes desafíos colectivos. Si bien la crisis sanitaria ha demostrado la capacidad del Estado para intervenir en la economía (con políticas de ayuda económica y rescates a grandes corporaciones), ha quedado claro que esas mismas políticas han servido en muchos casos para reforzar aún más el poder de las élites económicas y financieras. La idea de que las economías pueden funcionar sin una intervención estatal significativa se ha visto profundamente cuestionada.

Lo que está en juego, por lo tanto, es un futuro incierto. Un futuro en el que las desigualdades preexistentes pueden acentuarse aún más o, si las fuerzas sociales logran organizarse adecuadamente, pueden abrirse nuevos horizontes para una transformación profunda de las estructuras de poder. Lo que está claro es que la pandemia, lejos de ser un evento aislado, es un catalizador de un proceso más amplio de reconfiguración global. Y como toda crisis, abre tanto la posibilidad de una catástrofe aún mayor como la oportunidad de un renacimiento social, económico y político.

En este proceso de transformación, las lecciones que surjan del comportamiento de las naciones, los movimientos sociales y las estructuras de poder tendrán un impacto decisivo en el futuro. La solidaridad internacional, la lucha por la justicia económica y la resiliencia de los movimientos sociales serán claves para determinar cómo se construirá el mundo después de la pandemia. La historia nos ha demostrado que las grandes crisis no son solo un desafío, sino también una oportunidad para reimaginar y construir un futuro diferente.