La violencia, lejos de ser un fenómeno marginal, se ha institucionalizado como principio organizador de la sociedad. La política, concebida como máquina de guerra, redefine a ciertos grupos como excedentes, desechables, enemigos internos sometidos a una precariedad extrema. Este orden de abandono se manifiesta de manera cruda en el crecimiento de cárceles para inmigrantes y en la expansión del complejo carcelario, no solo en Estados Unidos, sino también en países como Hungría y Brasil. Aquí, la violencia estatal ya no busca simplemente el control, sino la desarticulación sistemática de la agencia individual.

El colapso de la promesa neoliberal —movilidad social, crecimiento económico, progreso— ha dejado un vacío que no fue llenado por un proyecto emancipador, sino por un populismo autoritario de derecha. Ante la falta de una visión de futuro, los discursos dominantes canalizaron el descontento social hacia un odio visceral contra las élites gobernantes, pero no desde una lógica emancipatoria, sino desde una reacción profundamente antidemocrática. Lo que pudo haber sido una revuelta contra las políticas de austeridad, el desmantelamiento del Estado de bienestar y la retirada de beneficios sociales, se transformó en una ola de energías políticas racializadas, nacionalistas y violentas, que dieron forma a una política fascista.

El ascenso de figuras como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Viktor Orbán, y el fortalecimiento de partidos como el Frente Nacional en Francia o Alternativa para Alemania, evidencian un rechazo global al orden neoliberal, pero no desde una perspectiva igualitaria o democrática. La política del “no hay alternativa” ha sido sustituida por una lógica de resentimiento que instrumentaliza la frustración popular en beneficio de liderazgos reaccionarios.

Estos líderes supieron captar las emociones de masas abandonadas por el proyecto neoliberal. En lugar de señalar las verdaderas raíces estructurales de la desigualdad —la financiarización del capital, la desregulación de mercados, la concentración de la riqueza—, construyeron enemigos simbólicos: inmigrantes, musulmanes, mujeres, personas LGBTQ+, ecologistas. En una operación discursiva perversa, se desvía la ira popular hacia el terreno de la cultura y la identidad, escondiendo las contradicciones del capitalismo neoliberal bajo un manto de nacionalismo excluyente y supremacismo blanco.

El resultado es una forma contemporánea de fascismo neoliberal, en la que el autoritarismo no se presenta como antítesis del capitalismo, sino como su máscara ideológica más eficaz. Estos regímenes condenan la globalización, pero no por sus lógicas de despojo y explotación, sino por haber permitido el cruce de fronteras a quienes consideran “otros”. Así, se construye un pueblo imaginado, homogéneo, blanco, viril, en el que la diferencia es percibida como amenaza existencial.

La educación, en este contexto, deja de ser una herramienta de liberación para convertirse en una estrategia de poder. La pedagogía del neoliberalismo tardío articula una lógica de mercado con mecanismos de exclusión racial y cultural. La pandemia, lejos de provocar una reflexión crítica sobre estas estructuras, fue utilizada para intensificar la pedagogía del miedo, del odio, de la obediencia. Los ataques de Trump a la prensa crítica, su guerra cultural contra símbolos de justicia racial, su indiferencia ante la muerte masiva causada por el COVID-19, no son desviaciones, sino expresiones coherentes de esta racionalidad fascista.

Como advertía Hannah Arendt, los movimientos autoritarios se apoyan en la lealtad ciega de las “mayorías durmientes”, aquellas que se sienten traicionadas por élites corruptas pero que son incapaces de imaginar una salida democrática. Es aquí donde el discurso populista s

¿Cómo el neoliberalismo y la política del miedo destruyen la agencia social y la democracia?

El programa que permitía a inmigrantes gravemente enfermos extender su estancia en Estados Unidos para recibir tratamiento médico fue brutalmente eliminado por la administración Trump, revelando una voluntad de ejercer el poder mediante actos de crueldad que no solo despojan a individuos de su humanidad, sino que también operan como mecanismos para sembrar el terror. Esta lógica de la exclusión y del castigo ejemplar encuentra una de sus expresiones más extremas en la deportación masiva de 200,000 salvadoreños protegidos hasta entonces por el Estatus de Protección Temporal, establecido tras los terremotos devastadores que azotaron El Salvador en 2001. Estas políticas no sólo reflejan una tendencia hacia la limpieza racial o la desaparición fascista de los indeseables, sino que apuntan a una destrucción más profunda y estructural: la de las condiciones mismas que hacen posible la democracia.

En este contexto, la agencia crítica —la capacidad de actuar con conciencia, conocimiento y responsabilidad colectiva— es erosionada sistemáticamente. La pedagogía neoliberal, orientada por el fundamentalismo del mercado, transforma al ciudadano en consumidor y a la política en una batalla por la supervivencia individual. Este ethos darwinista, sustentado en la competitividad desmedida, produce una sociedad incapaz de reconocer los vínculos comunes que constituyen una democracia significativa. En su lugar, se impone una cultura de aislamiento, sospecha y desconfianza en la cual la solidaridad se percibe como debilidad y la compasión como una anomalía.

El neoliberalismo genera así una concepción patológica del individualismo, donde la comunidad es vista como una amenaza a la autonomía y la libertad es confundida con la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno. Esta lógica no solo desacredita las instituciones públicas —como las escuelas, los medios opositores, los espacios culturales— sino que convierte a la esfera pública en un campo de batalla emocional, gobernado por el miedo, la ansiedad y la necesidad de encontrar chivos expiatorios. El “otro” —el migrante, el pobre, el diferente por religión, raza o cultura— se convierte en blanco de un odio cuidadosamente cultivado desde el poder, canalizando las frustraciones de una sociedad incapaz de enfrentar sus propios fracasos colectivos.

La figura del enemigo interno, del extraño que amenaza el orden, legitima la violencia estatal como forma de control social. Separar a niños de sus padres en la frontera y encerrarlos en jaulas no es solo una aberración moral; es una estrategia deliberada para despolitizar, desensibilizar y disuadir cualquier forma de empatía activa. En este escenario, el lenguaje de los derechos humanos es sustituido por una retórica bélica que glorifica la fuerza, el castigo y la supremacía del más fuerte. Las políticas públicas dejan de ser instrumentos para el bien común y se convierten en expresiones de poder crudo, desconectadas de toda ética social.

Este proceso de despolitización alcanza su punto más profundo cuando los individuos comienzan a aceptar su impotencia como normalidad. La pedagogía de la competencia —transmitida no sólo en las instituciones educativas sino también a través del entretenimiento, los discursos mediáticos y la cultura empresarial— convierte a los ciudadanos en sujetos solitarios, temerosos y cínicos, que ven la participación política como irrelevante o incluso peligrosa. Así, la democracia se vacía de contenido mientras la cultura se infantiliza, se trivializa y se privatiza. La esfera pública se reduce a espectáculos de indignación efímera, mientras los espacios de crítica estructural desaparecen o se vuelven irreconocibles.

Las consecuencias son devastadoras. Las instituciones que antes ofrecían alternativas, como los sindicatos o los movimientos sociales, pierden fuerza frente a una maquinaria cultural que glorifica la inmediatez, la gratificación personal y la competencia feroz. Los trabajadores quedan desprotegidos, sin recursos para resistir el despojo, mientras la frust

¿Cómo la pedagogía crítica desafía las estructuras de poder en tiempos de crisis?

En un contexto global donde el neoliberalismo y el fascismo se entrelazan, el concepto de pedagogía pandémica se revela como un fenómeno educativo y político central. Esta "pedagogía" no se limita a los métodos tradicionales de enseñanza, sino que se convierte en una herramienta poderosa utilizada para despolitizar y desmovilizar a las masas. En este escenario, las figuras de poder no solo manipulan la realidad a través de la violencia física, sino que también emplean tácticas más sutiles: la manipulación cultural, intelectual y pedagógica. La pedagogía pandémica, que ha hecho desaparecer las discusiones sobre los cuerpos asesinados, el encierro de niños o la violencia sistemática contra las comunidades negras, actúa como una forma de "borrar" la historia, de eliminar las memorias incómodas y de reescribir los relatos históricos en función de intereses reaccionarios.

Esta pedagogía de la crisis tiene su base en la cultura de la inmediatez, en un entorno donde las imágenes y las representaciones se convierten en los actores principales, eclipsando las luchas sociales que deberían movilizar a la sociedad. Lo que ocurre es que las experiencias vividas por ciertos grupos sociales se diluyen en un mar de representaciones vacías y manipulación de la verdad, lo que facilita la expansión de ideologías que perpetúan las desigualdades. La pedagogía pandémica no solo promueve el olvido de la historia, sino que también sella la desconexión de las personas con su capacidad para entender y transformar el mundo.

Por otro lado, la pedagogía crítica emerge como un antidoto frente a esta forma de dominación. En lugar de aceptar pasivamente las narrativas impuestas, la pedagogía crítica desafía la relación simbólica que las personas tienen con el mundo. Este enfoque pedagógico se convierte en un campo de resistencia, donde el análisis del poder y sus múltiples manifestaciones es esencial para comprender cómo las ideas, las instituciones y las estructuras sociales configuran las identidades y los valores. En este sentido, no se trata solo de entender el presente, sino de actuar sobre él. La pedagogía crítica va más allá de la teoría, se convierte en una práctica que se inserta directamente en las luchas sociales, desafiando las narrativas dominantes sobre el pasado, la cultura, la política y la identidad.

Al igual que la pedagogía pandémica tiene el poder de invisibilizar a las víctimas, la pedagogía crítica tiene la capacidad de rescatar las voces que han sido silenciadas por los que dominan el relato histórico. Esta forma de enseñanza exige un compromiso profundo con la conciencia histórica y con el testimonio moral, pues a través de ella se desvelan las verdades incómodas que han sido enterradas por las élites en el poder. A la vez, ofrece herramientas para la acción política al fomentar un entendimiento crítico de la sociedad y al generar un sentido de responsabilidad colectiva frente a las injusticias.

Es importante señalar que la pedagogía crítica no se limita a ser una respuesta teórica, sino que busca convertirse en un proceso de empoderamiento. No solo se trata de adquirir conocimientos, sino de comprender cómo estos conocimientos pueden transformar la realidad. Este enfoque pedagógico impulsa la acción y, por ende, promueve una ciudadanía activa y comprometida con la justicia social. En este proceso, la educación no es solo una herramienta de aprendizaje, sino una práctica política que forma parte integral de la lucha por un mundo más justo.

Por lo tanto, cuando hablamos de pedagogía crítica, debemos comprender que no es suficiente con simplemente enseñar a pensar. La pedagogía crítica debe promover un cambio en la forma en que las personas ven el mundo, a través de un proceso de toma de conciencia que les permita tomar responsabilidad por sus acciones. La educación crítica fomenta la participación en la esfera pública, no solo como individuos que piensan de manera independiente, sino como ciudadanos que buscan la transformación social. Es una educación que nos invita a cuestionar los cimientos mismos de nuestras sociedades y a participar activamente en su reconfiguración.

A lo largo de la historia, los movimientos de resistencia han demostrado que el conocimiento y la acción están intrínsecamente ligados. La crisis de la educación en tiempos de pandemia es también una crisis de la memoria colectiva, una crisis de la justicia social. El desafío radica en cómo logramos reactivar ese sentido de agencia colectiva y cómo reconstruimos un espacio de resistencia pedagógica que sirva para transformar no solo las estructuras de poder, sino también las mentalidades y las estructuras culturales que permiten la perpetuación de la opresión.

¿Cómo desafiar el ascenso del fascismo neoliberal a través de un movimiento socialista democrático?

Los movimientos sociales no nacen simplemente de sentimientos de aislamiento, ira o insatisfacción emocional, sino de un arduo trabajo organizativo que conecta luchas ideológicas concertadas con los problemas cotidianos que enfrentan las personas. Estos movimientos crean una política de identificación, donde los individuos pueden reconocerse a sí mismos y unirse a otros, no solo para condenar a las élites, sino para transformar radicalmente las estructuras de dominación. En este contexto, es crucial reconocer que el dolor, la ira y la frustración de los desposeídos deben redirigirse hacia una reestructuración radical de la sociedad, cuyo objetivo sea la construcción de un orden social socialista democrático.

El reto pedagógico aquí consiste en transformar esa ira emocional y esas inversiones en una comprensión crítica de la realidad y en un deseo organizado de resistencia colectiva, que se exprese en diferentes espacios y plataformas, desde las calles hasta los medios de comunicación disponibles. Los problemas que enfrentan las personas, tanto en los Estados Unidos como en otras sociedades capitalistas autoritarias, son demasiado profundos y poderosos para ser ignorados. Las fuentes estructurales e ideológicas de la opresión deben ser desafiadas mediante alianzas que reúnan a trabajadores, intelectuales, jóvenes y movimientos sociales de diversa índole.

Una formación social y política de esta magnitud debe aprender a hablar con los desposeídos, abordando cómo el capitalismo les priva de las condiciones materiales necesarias para la libertad, forzándolos a competir por recursos escasos, tiempo y dignidad. El capitalismo es la antítesis de la democracia y debe ser derrocado, ya que no puede ofrecer lo que Jeff Noonan denomina "bienes universales de vida", tales como un medio ambiente saludable, atención médica pública basada en la necesidad y no en la capacidad de pago, y un sistema educativo público adecuadamente financiado. Estos son bienes sin los cuales no podemos vivir plenamente.

Cualquier desafío al ascenso del populismo de derecha debe abordar la necesidad de una política que contenga un lenguaje tanto de crítica como de esperanza. Esto sugiere una política que despierte las pasiones de las personas, buscando que estén más informadas, a la vez que se hace claro que la resistencia debe ser un esfuerzo colectivo, con luchas unificadas en su objetivo de rechazar la noción de que el capitalismo y la democracia son lo mismo. Martin Luther King Jr. tenía razón cuando argumentaba que necesitamos una política que comprenda la totalidad del sistema contra el que luchamos, que no hay lucha sin riesgo, y que la lucha es un proyecto colectivo basado en una revolución de los estándares éticos, el coraje cívico y el sueño de un mundo donde la justicia y la igualdad se fusionen.

Las fuerzas despolitizadoras que operan bajo el neoliberalismo no deben subestimarse en cuanto a su contribución al ascenso del populismo de derecha. La creciente desigualdad, la alienación generalizada, el endurecimiento de la cultura, el colapso de los bienes públicos y de la cultura cívica, el desmantelamiento del contrato social, la creciente criminalización de los problemas sociales y la creciente iletrada cívica, entre otras fuerzas, contribuyen a diversas formas de despolitización. En tales circunstancias, la disminución de la popularidad de la democracia liberal produce una población que carece de una comprensión sofisticada de cómo el fascismo neoliberal los infantiliza políticamente y socava su capacidad para ejercer juicio crítico, actos concertados de autodeterminación y resistencia colectiva.

Esta lucha por un mundo socialista democrático debe hacer visible el asalto de la derecha a los valores y programas básicos que socavan la democracia, la justicia social y promueven la miseria generalizada. Es necesario proporcionar programas educativos progresistas, utilizar medios alternativos para educar a las personas en un lenguaje que puedan comprender, usar demostraciones como herramientas pedagógicas para elevar la conciencia y hacer de la educación un eje central para promover políticas que tanto socaven el capitalismo como den sentido a lo que es una sociedad socialista.

No habrá cambio en las dinámicas de poder e ideológicas del capitalismo neoliberal si los temas de soberanía popular, luchas de clases e igualdad económica no se consideran esenciales para las luchas colectivas por la justicia económica, política y social. Ni un populismo reaccionario ni un populismo progresista ofrecerán una estrategia capaz de desafiar la nueva formación capitalista que denomino "fascismo neoliberal". El populismo tiende hacia los extremos y una política pseudo-democrática que abraza un pueblo imaginado, simplificaciones y líderes carismáticos y demagógicos. El fascismo neoliberal debe ser desafiado con una nueva narrativa y visión de lo que constituye la política en una época en la que el poder se ha globalizado y las promesas de las élites liberales establecidas han quedado políticamente y éticamente arruinadas.

Es imperativo que los movimientos de izquierda desarrollen una narrativa política renovada que articule claramente la lucha por la emancipación y la igualdad social, a la vez que se informe con una visión que revitalice el proyecto de alinear un movimiento social igualitario con una clase trabajadora abandonada. El populismo no explica el ascenso de los movimientos fascistas a nivel global ni proporciona la respuesta para desafiarlos. Lo que se necesita es una visión poderosa de la política que tome en serio la educación, la agencia y el poder, en sus esfuerzos continuos por desarrollar una alianza entre aquellos que puedan imaginar y luchar por un mundo en el que el fascismo neoliberal ya no exista y la promesa de una democracia socialista sea más que un sueño utópico. No habrá justicia sin lucha, y no habrá un futuro que valga la pena vivir sin la voluntad colectiva de luchar.