Las élites sombrías, entidades que operan fuera del alcance de la visibilidad pública, juegan un papel crucial en la transformación del poder político y económico en las democracias contemporáneas. Estos actores operan desde las sombras, ocultando sus intereses y objetivos a través de prácticas que distorsionan las estructuras formales de poder. A menudo, sus métodos y redes son invisibles para la mayoría de la ciudadanía, lo que permite una manipulación continua de los procesos políticos y económicos sin la debida rendición de cuentas. Uno de los aspectos más preocupantes de las élites sombrías es cómo se infiltran en los sistemas gubernamentales, utilizando empresas consultoras, grupos de presión, y think tanks como vehículos para su influencia.

Un ejemplo claro de esta influencia es el papel que juegan las consultoras como Promontory Financial Group. Fundada por exfuncionarios del gobierno, esta consultora ha sido contratada por bancos para llevar a cabo una amplia gama de tareas que antes eran responsabilidad exclusiva del gobierno. La externalización de funciones gubernamentales, que afecta a sectores clave como la regulación financiera e incluso la inteligencia, ha permitido que estas entidades privadas asuman roles de supervisión, difuminando la línea entre los intereses públicos y privados. De este modo, mientras Promontory asesora a las instituciones financieras sobre cómo manejar crisis o sobre las regulaciones emergentes, se posiciona como un regulador paralelo, ejerciendo una influencia considerable sobre la formulación de políticas sin la transparencia y el control adecuados. Este fenómeno ha dado lugar a acusaciones de blanqueo de imágenes y encubrimiento de prácticas corruptas dentro de los bancos, especialmente aquellos que financiaban a la propia consultora.

Además de las consultoras, otro elemento clave de las élites sombrías son las redes informales y exclusivas de poder, conocidas como "flex nets". Estas redes informales, que fusionan el poder oficial y privado, han reorganizado procesos gubernamentales y estructuras burocráticas para servir a los intereses del grupo. Los miembros de estos flex nets, unidos por objetivos ideológicos y, en algunos casos, financieros, operan en múltiples frentes, influyendo en las decisiones políticas y económicas desde dentro y desde fuera del gobierno. Estos grupos no están sujetos a las mismas reglas de transparencia y rendición de cuentas que las instituciones oficiales, lo que les otorga una flexibilidad única para avanzar sus agendas. Un ejemplo destacado de un flex net es el llamado "Neocon Core", que, a lo largo de varias décadas, ha logrado influir decisivamente en la política exterior estadounidense, especialmente en la guerra de Irak. Mediante la creación de inteligencia alternativa y la manipulación de los medios de comunicación, este grupo logró hacer creer a la opinión pública que Irak poseía armas de destrucción masiva, un caso paradigmático de cómo los flex nets pueden distorsionar la verdad para lograr sus fines.

El ascenso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos ilustra de manera extrema la influencia de las élites sombrías en la política moderna. Aunque Trump no fue originalmente parte de este grupo, su presidencia mostró una mezcla audaz de poder estatal y privado. A diferencia de sus predecesores, que operaban bajo un manto de discreción, Trump y su administración adoptaron prácticas más abiertas y flagrantes de corrupción, fusionando intereses privados con el poder estatal sin el mismo nivel de ocultamiento. Esto se reflejó en el nombramiento de miembros de su equipo, muchos de los cuales provenían de empresas y sectores que, en otras circunstancias, habrían estado sujetos a una supervisión más estricta. Así, la administración Trump no solo se benefició de prácticas de corrupción tradicionales, sino que las amplificó, convirtiéndose en un ejemplo de cómo las élites sombrías pueden moldear y alterar el rumbo de las democracias modernas.

Además de estos aspectos, es importante destacar que las élites sombrías no solo se limitan a influir en la política interna de un país. Sus redes transnacionales permiten que operen a través de fronteras, ejerciendo poder en esferas globales como los mercados financieros, los acuerdos comerciales y las intervenciones militares extranjeras. El poder de estas redes y consultoras está arraigado en la capacidad para mover información, recursos y decisiones a través de múltiples niveles de gobierno y sociedad. La falta de transparencia y la ausencia de mecanismos efectivos de control y rendición de cuentas hacen que estas prácticas sean particularmente perjudiciales para la democracia y el bienestar social.

Por último, es esencial comprender que las élites sombrías, al operar en estos niveles de invisibilidad, representan una amenaza fundamental para los principios de democracia. Si bien pueden ser percibidas como una anomalía o una desviación de las normas democráticas tradicionales, en realidad son una consecuencia directa de la forma en que se han reorganizado las estructuras de poder en las últimas décadas. Las élites sombrías no solo gestionan la corrupción desde fuera de las instituciones gubernamentales, sino que, al infiltrarse en ellas, redefinen la política y la economía de manera que favorecen a un pequeño grupo de individuos y entidades poderosas, mientras despojan a las masas de su capacidad para influir en el proceso político.

¿Cómo se ha consolidado la corrupción sistemática en la política moderna?

La corrupción política ha dejado de ser un fenómeno aislado para convertirse en una característica central de los sistemas democráticos contemporáneos, especialmente bajo administraciones que abogan por el cambio radical y la ruptura con el "sistema". Un claro ejemplo de esto fue el ascenso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos en 2016, cuya campaña explotó el malestar popular por la percepción de que el sistema estaba manipulado por élites invisibles y corruptas. La corrupción se ha infiltrado en todas las capas del poder, fusionando intereses privados y públicos, y se ha institucionalizado en diversas formas que, aunque habían existido previamente, se han exacerbado y normalizado.

Uno de los casos más emblemáticos es el de Paul Manafort, quien, antes de ser arrestado en 2018, había trabajado como asesor de Viktor Yanukovych, el presidente ucraniano pro-ruso, sin cumplir con las leyes de registro de agentes extranjeros en Estados Unidos. Esta acción, que parece haber sido parte de una estrategia de cabildeo a favor de los intereses rusos, fue solo una de las muchas prácticas corruptas que se despliegan en la esfera política internacional. Su vinculación con Rusia no se limitó a su trabajo en Ucrania, sino que se extendió a su implicación en el intento de alterar las plataformas políticas de partidos estadounidenses, sin que se lograra una investigación contundente sobre su papel en el influjo de Rusia en las elecciones de 2016.

Lo que estos casos demuestran es la profundización de una corrupción que no se limita a un individuo o a un régimen, sino que es un fenómeno sistémico, que involucra el debilitamiento de las instituciones imparciales y la fusión de intereses privados con los públicos. Es una corrupción que se ha vuelto casi invisible a los ojos de la ciudadanía, pero que influye profundamente en las decisiones políticas, en la asignación de recursos y en la política exterior. De hecho, las investigaciones sobre las malas prácticas de figuras como Manafort y otros actores políticos han dejado al descubierto una red de cabildeo que va más allá de las fronteras nacionales, con implicaciones que abarcan desde la política interna hasta la geopolítica global.

Sin embargo, este tipo de corrupción no comenzó con Trump ni con el auge de su figura política. Las estructuras de poder corrupto han existido durante años y se han ido institucionalizando. El propio concepto de "corrupción" se ha transformado, alejándose de las nociones tradicionales de soborno y malversación de fondos, para incluir la manipulación de los procesos legislativos, la captura de regulaciones por parte de intereses privados y la creación de redes de élites que operan por fuera de los canales democráticos establecidos.

Además, la corrosión de la confianza pública en las instituciones gubernamentales, que ha sido particularmente aguda en las últimas décadas, está íntimamente ligada a este fenómeno. En Estados Unidos, por ejemplo, la confianza en las instituciones públicas ha caído de manera alarmante, lo que ha favorecido el surgimiento de movimientos políticos que se oponen al "establishment". Estos movimientos, aunque diferentes en su ideología y método, comparten una intuición fundamental: el sistema está roto, manipulado y favorece solo a un pequeño grupo de poderosos. A su vez, la desigualdad económica, que ha alcanzado niveles no vistos desde la Gran Depresión, se alimenta de este sistema de corrupción, creando una brecha aún mayor entre los que tienen el control y los que no.

Este patrón no se limita a Estados Unidos; las élites corruptas han crecido también en Europa y otras partes del mundo, a medida que los sistemas políticos se van desmoronando bajo el peso de la desigualdad y la desconfianza. La noción de que el sistema está "amañado" es una idea compartida por amplios sectores de la población global, lo que alimenta movimientos anti-sistema que abogan por una profunda transformación, aunque, en muchos casos, sin ofrecer soluciones claras a los problemas que han permitido la corrupción.

Este fenómeno, lejos de ser exclusivo de un contexto político específico, es la manifestación de un proceso global que ha transformado las relaciones entre el poder público y privado. En lugar de ser una excepción, la corrupción ahora es vista como una práctica normalizada, a tal punto que aquellos que se benefician de ella ya no se avergüenzan de sus acciones. De hecho, los mecanismos de "puertas giratorias", en los que políticos y funcionarios se convierten en lobistas para grandes empresas o viceversa, son tan comunes que se consideran parte del funcionamiento ordinario del poder.

Por último, la "nueva corrupción" que describe este fenómeno no desaparecerá por sí sola, incluso si figuras como Trump dejan de ocupar posiciones de poder. La red de intereses que ha creado una cultura de corrupción ha cimentado las bases sobre las que se construirá el futuro de la política. El concepto de "drenar el pantano", popularizado por Trump, refleja una visión distorsionada de cambio, que en realidad podría perpetuar y profundizar las estructuras de poder corruptas si no se aborda desde una perspectiva más profunda y estructural.

¿Cómo el carisma transforma la transgresión en poder político?

El carisma, entendido como una cualidad magnética que permite a ciertos individuos posicionarse como excepcionales y, por ende, merecedores de poder, ha sido históricamente una herramienta de legitimación. Max Weber lo describió como una fuerza que transciende normas y estructuras tradicionales, permitiendo al líder carismático reconfigurar la realidad según su voluntad. En este sentido, tanto Jeffrey Epstein como Donald Trump utilizaron su carisma no simplemente como una forma de influencia interpersonal, sino como un dispositivo estructurador del poder, una forma de ingeniería social a gran escala.

Epstein se construyó como una figura enigmática, el “moneyman of mystery”, ofreciendo servicios financieros supuestamente tan sofisticados que sólo eran accesibles a millonarios, y luego a multimillonarios. Esa imagen cuidadosamente fabricada le permitió atraer a instituciones financieras globales, como JPMorgan y Deutsche Bank, que ignoraron su estatus de delincuente sexual registrado y sus transacciones sospechosas. Su aura de excepcionalidad era tan intensa que la rentabilidad que generaba para estas instituciones pesaba más que cualquier consideración ética. En este caso, el carisma no solo permitió tolerar el crimen; lo hizo rentable.

De forma paralela, Trump desarrolló una narrativa mítica más accesible, pero no menos poderosa. A través de sus torres doradas, su avión privado y su programa televisivo The Apprentice, consolidó su marca como sinónimo de éxito, poder y control. Esta imagen se reforzó hasta el punto de que millones de votantes creyeron que, a pesar de sus fracasos empresariales y bancarrotas, Trump era más competente para gobernar que cualquier político de carrera. Su carisma no solo le permitió encarnar el sueño americano; le permitió redefinirlo.

Lo más inquietante es cómo logró convencer a sectores enteros de la clase trabajadora y de comunidades rurales de que él, multimillonario neoyorquino, era su único defensor auténtico. En un ejercicio brillante de manipulación simbólica, persuadió a sus seguidores de que sus intereses personales eran los intereses de todos. Aun cuando sus políticas –como la reforma fiscal de 2017, que benefició desproporcionadamente a los más ricos– los perjudicaban directamente, su base de apoyo no solo se mantuvo intacta, sino que creció.

Trump convirtió su figura en un recipiente de fantasías colectivas. Su promesa implícita no era tanto de justicia o redistribución, sino de restitución simbólica: devolver el sentido de dignidad y centralidad a quienes sentían haberlo perdido. Así, sus fracasos o transgresiones nunca eran percibidos como tales. Cuando incumplía sus promesas, la culpa recaía en enemigos externos, en un sistema injusto, en una conspiración global. Su famosa afirmación de que podría disparar a alguien en plena calle sin perder apoyo no era hipérbole, sino una descripción precisa de su inmunidad simbólica.

Esta impunidad se alimenta también de una inversión de valores. En lugar de escandalizarse por sus abusos, muchos de sus seguidores los celebran como signos de fortaleza. Trump comprendió, como antes lo hizo Epstein, que en ciertos contextos sociales el poder no necesita justificarse por la moralidad, sino por su eficacia brutal. La transgresión deja de ser un obstáculo ético y se convierte en un capital político. Y en esa lógica perversa, cuanto más infringe normas, más refuerza su imagen de outsider, de figura que desafía al sistema en nombre del pueblo.

Es revelador que Trump aprendiera estas lecciones a través de figuras como Mike Tyson, a quien representó como consejero. Del boxeador adoptó no solo el uso del miedo y la intimidación, sino también la idea de que el “campeón” está por encima del juicio moral. En ese sentido, su base lo venera no a pesar de sus excesos, sino precisamente por ellos. La violencia, la arrogancia, la ilegalidad se interpretan como virtudes en una batalla existencial contra un enemigo nebuloso pero omnipresente.

La consolidación de una comunidad política construida en torno al culto al líder carismático revela la dimensión estructural del fenómeno. No es simplemente que Trump o Epstein sean individuos excepcionales; es que sus contextos permiten y fomentan la producción de figuras como ellos. Las élites económicas, los medios de comunicación y las instituciones políticas no solo toleran esta forma de liderazgo, sino que en muchos casos se benefician de ella.

Lo preocupante no es solo la corrupción material que acompaña este proceso –como el uso de donaciones fraudulentas o el tráfico de influencias familiares–, sino la corrupción moral que supone reemplazar ideales cívicos por lógicas de poder desnudo. Cuando el carisma legitima el abuso, la mentira y la exclusión, lo que está en juego no es solo la integridad de una democracia, sino la posibilidad misma de imaginar una política basada en principios.

Importa señalar que la capacidad de transformar la transgresión en virtud no es ilimitada, pero sí profundamente dañina. Epstein terminó destruyéndose a sí mismo, y Trump, aunque todavía activo, ha dejado una huella que trasciende su figura individual. Ha demostrado que, en un sistema saturado de desigualdades, la seducción carismática puede convertir el cinismo en una forma de esperanza y la crueldad en una promesa de redención.

El lector debe comprender que el carisma no es una fuerza mística o inevitable. Es una construcción social que opera dentro de marcos culturales e institucionales que le otorgan poder. El verdadero peligro no reside solo en el individuo carismático, sino en una sociedad dispuesta a suspender el juicio ético a cambio de la ilusión de grandeza compartida. La fascinación por el líder que “puede hacer cualquier cosa” sin consecuencias revela no fortaleza colectiva, sino una profunda vulnerabilidad moral.

¿Cómo se forja la impunidad en los círculos de poder? El caso Epstein y la cultura de la no responsabilidad

La figura de Jeffrey Epstein, un multimillonario cuya vida estuvo marcada por acusaciones de abuso y explotación sexual, se ha convertido en un reflejo de cómo el poder, la riqueza y las conexiones pueden crear una capa de impunidad casi impenetrable, protegiendo a aquellos que deberían rendir cuentas. A lo largo de los años, Epstein construyó una red de aliados poderosos que le permitieron operar sin consecuencias, a pesar de los innumerables testimonios y denuncias en su contra. Este fenómeno no solo expone la fragilidad de la justicia en el contexto de las élites, sino que también refleja una inquietante cultura de desensibilización hacia los crímenes cometidos por figuras con estatus social y económico elevado.

Desde su arresto en 2019, el caso Epstein ha generado una profunda reflexión sobre cómo se manejan las acusaciones de abuso y cómo las instituciones a menudo parecen mirar hacia otro lado cuando se trata de proteger a los poderosos. En los círculos más altos de la política, el entretenimiento y los negocios, figuras como Donald Trump, Bill Clinton y el príncipe Andrew, entre otros, se vieron involucrados con Epstein, ya sea por su amistad o por su participación en sus reuniones y eventos. Sin embargo, la pregunta clave que surge es por qué, a pesar de las múltiples denuncias y la gran cantidad de pruebas en su contra, las figuras públicas no solo lo respaldaron en su momento, sino que, en muchos casos, se alejaron de la responsabilidad cuando los escándalos salieron a la luz.

Un ejemplo claro de esta dinámica es el comportamiento de figuras como Trump, quien, a pesar de haberse mostrado públicamente como amigo cercano de Epstein, se desvinculó de él tras su arresto. En un caso como este, donde las conexiones personales se entrelazan con las políticas y los intereses de poder, se hace evidente que el peso de la impunidad recae sobre aquellos con los recursos y las influencias necesarias para manipular el sistema. Esta no es una excepción, sino una constante en muchos casos de abuso dentro de círculos de élite.

En paralelo, la falta de acción judicial efectiva ante estos crímenes resalta una verdad incómoda: el sistema de justicia, lejos de ser imparcial, es a menudo una extensión de las estructuras de poder que protegen a los responsables, ya sea por la influencia de la política, los medios de comunicación o la economía. El caso de Epstein, lejos de ser un caso aislado, es solo la punta del iceberg en una cultura más amplia que minimiza o ignora las violaciones cometidas por aquellos que poseen la capacidad de manipular los procesos legales.

En este contexto, es esencial que los lectores comprendan que el caso de Epstein no solo trata de un individuo y sus crímenes. Es una ilustración de cómo la justicia puede ser distorsionada cuando las élites son las que están involucradas, y cómo la cultura de la no responsabilidad se perpetúa cuando las estructuras de poder no permiten que se realicen investigaciones imparciales. Esta situación subraya una verdad dolorosa sobre la desigualdad ante la ley, donde las víctimas quedan silenciadas mientras los perpetradores siguen adelante, ya sea en libertad o con una mínima repercusión pública.

Por último, en medio de todo esto, hay un punto clave que no debe perderse de vista: la importancia de la visibilidad y el apoyo a las víctimas. Solo a través de un compromiso real y sostenido con la justicia y el apoyo a las voces que se atreven a denunciar, se podrá alguna vez romper el ciclo de impunidad que se ha consolidado en las esferas de poder. Sin una toma de conciencia colectiva, es probable que los sistemas que permiten tales abusos continúen funcionando con la misma eficacia con la que lo han hecho hasta ahora.