La relación entre el representante y sus electores no es simplemente una cuestión administrativa ni un formalismo institucional: es una conexión viva, dinámica y profundamente localizada. Cada distrito congresional en Estados Unidos posee matices propios que lo distinguen de todos los demás. En este contexto, cualquier estrategia electoral o de representación que pretenda ser universal corre el riesgo de naufragar en la particularidad de cada territorio. Lo que resulta exitoso en una región, puede fracasar rotundamente en otra.
El distrito del sur de Florida, representado durante casi treinta años por Ileana Ros-Lehtinen, ilustra con claridad estas complejidades. A pesar de las múltiples reconfiguraciones a las que fue sometido durante sucesivas redistribuciones, el distrito mantuvo una diversidad étnica y política constante, así como una inclinación demográfica hacia el Partido Demócrata, con una notable presencia de votantes independientes que tendían también a apoyar a candidatos demócratas. Aun siendo republicana, Ros-Lehtinen no se dejó intimidar por estas condiciones adversas. Su estrategia fue directa y persistente: trabajar con ahínco tanto en Washington como en su distrito, estar presente, escuchar, resolver. Esta cercanía tangible con la comunidad se convirtió, una y otra vez, en su fórmula ganadora.
Sin embargo, su experiencia no puede considerarse representativa de la norma. El fenómeno del gerrymandering, mediante el cual se manipulan los límites de los distritos para favorecer a uno u otro partido, ha generado zonas de confort político que dificultan la competencia real. Tanto demócratas como republicanos han asegurado territorios a través del trazado de líneas electorales favorables, creando así bastiones prácticamente inexpugnables. Pero esta aparente seguridad puede conducir a un letargo político peligroso. La complacencia ha demostrado ser la enemiga más feroz del congresista en funciones. Incluso en distritos considerados “seguros”, numerosos representantes han sido desplazados en elecciones primarias por voces emergentes, a menudo más radicales o ajenas al establishment tradicional, como quedó evidenciado en 2018.
Los giros en el control de la Cámara de Representantes durante las últimas décadas subrayan la volatilidad del sistema político estadounidense. El Partido Republicano, considerado durante mucho tiempo como minoritario, sorprendió en 1995 al tomar el control de la Cámara tras más de cuarenta años de hegemonía demócrata. Desde entonces, el poder ha oscilado con frecuencia. En 2007 regresaron los demócratas, solo para ceder el control nuevamente a los republicanos en 2011. En 2018, otro vuelco: los demócratas recuperan el liderazgo. Una sola elección puede transformar radicalmente el equilibrio institucional.
Frente a este panorama incierto, el costo económico de una campaña y la presión que implica un doble rendimiento —legislar en Washington y responder eficazmente en el distrito— pueden desalentar a posibles candidatos. Pero Ros-Lehtinen lanza un mensaje inequívoco: si el deseo de servir a la comunidad es genuino, no hay obstáculo suficiente para detener la voluntad. La representación política no es sólo un asiento en el Congreso; es la posibilidad de intervenir en la vida cotidiana de los ciudadanos, de resolver casos concretos, y al mismo tiempo, de influir en legislaciones de alcance nacional.
De ahí la importancia de fomentar la participación de mujeres, de hispanos y de individuos provenientes de diversos orígenes étnicos y culturales. No se trata solo de representación simbólica, sino de enriquecer el debate legislativo con una pluralidad de experiencias, perspectivas y prioridades que reflejen la verdadera complejidad del país. El Congreso, con todos sus defectos y crisis de legitimidad, sigue siendo un espacio donde cada miembro puede construir un legado de servicio arraigado en su comunidad.
La ruta hacia el Congreso no es sencilla. Está llena de obstáculos, de dinámicas internas hostiles, de polarización extrema y discursos tóxicos. Pero la perseverancia, la convicción y el compromiso con el bien común siguen siendo los elementos que pueden abrir paso incluso en los contextos más adversos.
Es crucial que el lector entienda que la representación efectiva no se construye exclusivamente desde la ideología ni desde la fidelidad partidaria. Lo que realmente cimenta una carrera política duradera es la conexión orgánica con las necesidades locales, la capacidad de interpretar la identidad de una comunidad y transformarla en acción legislativa concreta. En un contexto de polarización extrema, donde los partidos se atrincheran en trincheras ideológicas cada vez más profundas, quienes logren cruzar esos límites con propuestas útiles, con respeto por el pluralismo y con voluntad de diálogo, serán los verdaderos agentes del cambio.
¿Cómo influyeron los distritos congresionales de Florida 26 y 27 en el cambio político de 2018?
Los distritos congresionales 26 y 27 de Florida fueron escenarios decisivos en la lucha por el control de la Cámara de Representantes en las elecciones de 2018. Estos territorios, ubicados en el sur de Florida, presentaban características políticas complejas que reflejaban una división casi equitativa entre votantes demócratas, republicanos y sin afiliación partidaria, lo que los convertía en zonas altamente disputadas.
El distrito 27 abarca una amplia región del centro de Miami-Dade, desde los suburbios no incorporados de Kendall hasta las ciudades sureñas de Pinecrest y Coral Gables, incluyendo el distrito financiero de Miami, Miami Beach y áreas emblemáticas como South Beach y Key Biscayne. Esta diversidad geográfica también se traduce en un dinamismo económico basado en el turismo, las finanzas, el comercio y el entretenimiento. La composición electoral de este distrito no favorecía claramente a ningún partido: los demócratas representaban el 36% del electorado, los republicanos el 32% y un 32% restante correspondía a votantes sin afiliación partidaria, una distribución que demandaba estrategias electorales precisas y cuidadosas por parte de los contendientes.
En 2016, aunque la demócrata Hillary Clinton ganó en este distrito por un margen significativo, la congresista republicana Ileana Ros-Lehtinen logró la reelección con una ventaja de 10 puntos. Su anuncio de retiro en abril de 2017 desencadenó una contienda interna tanto en el Partido Demócrata como en el Republicano para cubrir el escaño abierto, marcando el inicio de una competencia electoral que sería vital para definir el control legislativo.
Donna Shalala emergió como la candidata demócrata en un contexto de gran expectativa. Su trayectoria profesional y política era impecable: ex Secretaria de Salud y Servicios Humanos bajo la presidencia de Bill Clinton, presidenta de varias universidades, y una figura reconocida por su experiencia académica y en la gestión pública. Shalala representaba una propuesta centrada en la experiencia y el servicio público, intentando capitalizar la apertura que dejaba Ros-Lehtinen, quien, aunque republicana, mantenía posturas moderadas y una fuerte relación con sus electores.
En contraste, los republicanos enfrentaban la difícil tarea de retener un distrito con tendencias demográficas y políticas cambiantes, donde la fuerza del electorado independiente podía inclinar la balanza hacia el partido contrario.
Por su parte, en el distrito 26, el republicano Carlos Curbelo, un moderado con dos mandatos, enfrentaba a la demócrata Debbie Mucarsel-Powell, una activista con experiencia en el sector universitario y sin fines de lucro. Este distrito, que se extiende desde el sur de Miami hasta el punto más al sur de los Estados Unidos, se convirtió en un campo de batalla donde las tendencias políticas y sociales reflejaban la complejidad multicultural y económica del sur de Florida.
Los resultados electorales en estos distritos no solo impactaron el equilibrio del poder en la Cámara de Representantes, sino que también evidenciaron cómo factores como la demografía, la economía local, la afiliación partidaria y el perfil personal de los candidatos pueden influir decisivamente en la política nacional.
Además de los aspectos descritos, es crucial comprender que estos distritos representan microcosmos de la transformación política que experimenta Florida y, por extensión, Estados Unidos. La diversidad étnica, la movilidad demográfica, el auge de votantes independientes y la polarización creciente obligan a los partidos a replantear sus estrategias y conectar de manera más profunda con las comunidades. El análisis de estos distritos enseña que las victorias electorales no solo dependen del apoyo partidario tradicional, sino de la capacidad para interpretar y responder a las dinámicas sociales y económicas locales.
¿Puede una candidata que no habla español representar efectivamente a un distrito hispano?
La contienda por el Distrito 27 de Florida en 2018 ofreció un estudio singular de los límites del capital político, la identidad cultural y las complejidades de la representación democrática en un contexto multicultural. Este distrito, compuesto mayoritariamente por votantes de origen hispano —más del 60%—, se convirtió en un campo de batalla simbólico donde la lengua, la herencia y la historia reciente pesaban tanto como las posturas políticas y la experiencia administrativa.
Donna Shalala, exsecretaria de Salud bajo la presidencia de Clinton y presidenta de la Universidad de Miami, irrumpió en la carrera con una reputación intachable en gestión pública, pero sin haber ocupado antes un cargo electivo. Su entrada en la primaria demócrata fue tardía pero decisiva: su experiencia bastó para que varios candidatos con carreras políticas establecidas abandonaran la contienda. A pesar de su edad —77 años— y problemas de salud previos, logró imponerse en una primaria competitiva, capitalizando tanto su perfil técnico como su relación con figuras clave del Partido Demócrata. No obstante, su candidatura se enfrentaba a un obstáculo crítico: no hablaba español.
En un distrito donde la identidad latina es central, esta carencia no era un simple detalle logístico, sino un signo de desconexión con la comunidad. Aunque contaba con familiares cubanos y aliados políticos que podían traducir su mensaje, el hecho de que no pudiera dirigirse directamente a sus potenciales electores en su lengua materna levantaba dudas sobre su capacidad de representar auténticamente sus intereses y experiencias.
Frente a ella, María Elvira Salazar representaba la encarnación mediática de la identidad hispana en Miami. Periodista con décadas de trayectoria en cadenas hispanohablantes como Telemundo y Mega TV, entrevistadora de Fidel Castro y ganadora de múltiples premios Emmy, Salazar era una figura conocida y respetada entre amplios sectores de la comunidad latina del sur de Florida. Su campaña se benefició de su relación personal con Donald Trump, pero también supo modular esa cercanía, distanciándose en temas polémicos como el trato hacia las mujeres y borrando publicaciones demasiado elogiosas del pasado.
El contraste era evidente: mientras Shalala proyectaba competencia técnica y una hoja de vida impecable en el sector público, Salazar ofrecía familiaridad cultural, fluidez lingüística y una presencia constante en los hogares hispanos durante más de treinta años. La pregunta que se dibujaba entonces no era meramente quién era más competente, sino quién “pertenecía” más al electorado.
En los debates televisivos en español, Shalala recurrió a traductores, un recurso que, si bien útil, acentuaba la distancia cultural. Salazar, por su parte, se movía con soltura en los medios hispanos, reforzando la percepción de autenticidad. La negativa de ambas a aparecer en un foro público en inglés subrayaba la centralidad del idioma en esta contienda. El idioma, en este caso, no fue sólo un medio de comunicación, sino una expresión de arraigo, de cercanía, de legitimidad ante una comunidad históricamente invisibilizada en el discurso político angloparlante.
Además del idioma, el tema de Cuba —inevitable en la política del sur de Florida— emergió como línea divisoria. Salazar enfrentó críticas por su entrevista con Castro, con fragmentos inéditos que algunos interpretaron como demasiado complacientes. Esta ambigüedad generó escozor entre sectores anticastristas, aunque no fue suficiente para neutralizar su popularidad entre los votantes no cubanos, quienes la reconocían como una voz informada sobre las realidades latinoamericanas. Shalala, aunque sin vínculos explícitos con la política cubana, se vio arrastrada al centro de la polémica cuando se anunció que compartiría tarima con figuras demócratas como Nancy Pelosi y Barbara Lee —esta última conocida por sus declaraciones elogiosas hacia Castro tras su muerte—, provocando protestas virulentas de grupos cubanoamericanos, incluidos miembros de los Proud Boys.
El argumento de que el representante de este distrito debía hablar español evocó viejos debates sobre identidad política en Miami. Cuando Ileana Ros-Lehtinen ganó el escaño en 1989, se discutía si debía ser un “asiento americano” o un “asiento cubano”. Ros-Lehtinen, cubana de nacimiento, resolvió esa tensión mediante una política firmemente anticomunista y una comunicación fluida tanto en inglés como en español. Su capacidad para navegar ambas culturas la convirtió en una figura respetada y puente entre comunidades. Se esperaba, por tanto, que su sucesor tuviera cualidades similares.
Pero el Distrito 27 ya no es sólo cubano. En él confluyen venezolanos, nicaragüenses, colombianos, argentinos, peruanos y centroamericanos que, aunque comparten el idioma, poseen memorias y prioridades políticas diversas. En este mosaico, Salazar aparecía como una figura capaz de hablarle a todos, mientras que Shalala se percibía como alguien ajeno, incluso con traductores y asesores hispanohablantes.
La cuestión que surge no es sólo si hablar español es una ventaja política en un distrito hispano, sino si no hablarlo constituye una forma de exclusión simbólica. En un país donde el inglés es dominante, la defensa del español no se reduce a una herramienta electoral, sino a una reivindicación de pertenencia, de visibilidad y de respeto cultural. Quien no habla la lengua de sus representados, ¿puede realmente comprender sus dolores, anhelos y prioridades? ¿Puede ser su voz en el Congreso?
Es fundamental que el lector comprenda que las campañas políticas en contextos multiculturales no se ganan únicamente con experiencia administrativa o respaldos partidistas. La representación auténtica exige más que programas: requiere la capacidad de conectarse emocional y culturalmente con el electorado. El lenguaje, en este sentido, no es un lujo ni una ventaja opcional: es un vínculo esencial que estructura la confianza y la empatía entre representantes y representados. Ignorar esta realidad puede llevar incluso al partido más sólido a una derrota inesperada.
¿Cómo influyó la relación con Trump y la política de comercio en la elección del Senado en Dakota del Norte en 2018?
La campaña de Heidi Heitkamp en las elecciones del Senado de 2018 subrayó su papel como defensora de la desregulación en el sector energético, destacando su rol en la eliminación de la prohibición de exportación de petróleo crudo en 2015 y su impulso a créditos fiscales para fomentar tecnologías de captura de carbono. En contraste, se cuestionó la relación de Kevin Cramer con Harold Hamm, magnate de la energía.
Al inicio de 2018, la administración de Donald Trump adoptó políticas proteccionistas con el objetivo de reducir el déficit comercial de Estados Unidos, especialmente con China, y estimular los sectores industriales y manufactureros estadounidenses. Estas políticas desembocaron en una guerra comercial con China, que, en respuesta, incrementó los aranceles sobre productos agrícolas de EE. UU. Dakota del Norte, siendo un gran productor de soja y frijoles secos comestibles, se vio gravemente afectada por los aranceles impuestos por China y otros socios comerciales. En este contexto, Heitkamp trató de crear una brecha entre los votantes de Dakota del Norte y Trump, criticando la guerra comercial, pero el presidente seguía siendo popular en el estado. Por su parte, Cramer se mostró paciente con Trump y pidió tiempo para que los aranceles dieran resultados en el largo plazo.
En agosto de 2018, la administración Trump anunció un programa de $12 mil millones del Departamento de Agricultura de EE. UU. diseñado para ofrecer alivio a los agricultores mediante pagos directos, programas de compra y distribución, así como el desarrollo de nuevos mercados internacionales. Mientras tanto, el Affordable Care Act era impopular en Dakota del Norte, pero Heitkamp defendió sus provisiones, especialmente la protección de la cobertura para condiciones preexistentes. En contraposición, la campaña de Cramer aprovechó el descontento con la Ley de Cuidado de Salud Asequible y abogó por su derogación, proponiendo un sistema de control estatal más amplio.
En términos de estrategia electoral, Heitkamp se presentó como una voz independiente para Dakota del Norte, priorizando los intereses del estado por encima de los intereses nacionales. Su campaña apeló a las relaciones personales y a las conexiones que le ayudaron a ganar la elección en 2012 por un margen estrechísimo. Durante la campaña de 2018, figuras políticas como Joe Biden y Cory Booker la respaldaron, mientras que Cramer contaba con el apoyo firme de Trump y otras figuras republicanas clave como Mike Pence y Donald Trump Jr. La estrategia de Cramer se centró en su lealtad al presidente, algo que comenzó a ser percibido como cada vez más tóxico para otros republicanos, pero que, en su caso, no le costó apoyo en Dakota del Norte.
En cuanto a los apoyos, la campaña de Cramer recibió el respaldo de figuras clave como el gobernador Doug Burgum y el senador John Hoeven, además de recibir apoyo de importantes grupos como la NRA y el Tea Party Express. Por otro lado, Heitkamp fue apoyada por Joe Biden, el exsecretario de Defensa Chuck Hagel, y el exsecretario de Agricultura Tom Vilsack. A nivel mediático, Heitkamp recibió el respaldo del Bismarck Tribune, mientras que Cramer fue apoyado por los medios Forum Communications y Minot Daily News. En cuanto a las finanzas, Heitkamp superó a Cramer en recaudación de fondos, gastando un promedio de $168.90 por voto, el gasto por voto más alto de cualquier candidato en 2018. A pesar de la diferencia en el financiamiento, Cramer logró una victoria con 179,720 votos (55.5%) frente a los 144,376 votos (44.5%) de Heitkamp. La clave del triunfo de Cramer estuvo en replicar los patrones de votación de 2016 y aumentar el apoyo de las zonas rurales conservadoras, mientras que Heitkamp mantuvo su apoyo en las áreas urbanas del este del estado.
Un dato relevante es que, aunque solo un 12% de los votantes de Trump en 2016 votaron por Heitkamp en 2018, y un 2% de los votantes de Hillary Clinton apoyaron a Cramer, el margen entre ambos no fue suficiente para que Heitkamp pudiera ganar, ya que Cramer dominó en las zonas más conservadoras del centro y oeste del estado. Además, en Dakota del Norte las relaciones personales son más importantes que la afiliación política, algo que, en esta ocasión, favoreció a Cramer.
Al final, las elecciones de 2018 en Dakota del Norte mostraron cómo las políticas nacionales, especialmente en comercio y salud, influyeron significativamente en los resultados, pero también resaltaron la importancia de las relaciones personales, el financiamiento y la base electoral. La victoria de Cramer fue un reflejo de la continua polarización política y de cómo los votantes de Dakota del Norte se alinearon más con su identidad local y sus intereses económicos, en lugar de seguir las tendencias nacionales.
¿Sigue siendo el Congreso de EE.UU. una élite del poder?
La pertenencia al Congreso de los Estados Unidos ha sido tradicionalmente interpretada como una señal de integración en las filas de una élite socioeconómica y política. Los datos sobre riqueza, ocupación, educación, edad y afiliación religiosa revelan que, pese a algunos cambios recientes, el Congreso continúa siendo una institución profundamente estratificada y desigual, reflejando con fuerza las estructuras del poder económico y social del país.
La riqueza constituye un indicador fundamental de esta desigualdad. Aunque los miembros del Congreso no están obligados a divulgar con precisión el valor total de sus bienes, y pueden omitir su vivienda principal, los datos disponibles muestran una clara concentración de capital. Durante el periodo legislativo de 2017 a 2018, aproximadamente un 8% de los congresistas pertenecía al 1% más rico del país. Aún más revelador es el hecho de que estos miembros privilegiados incrementaron su patrimonio neto en un 20% entre 2015 y 2017, duplicando el crecimiento medio del mercado bursátil y ensanchando la brecha con respecto al ciudadano promedio. Este grupo de los “superricos”, compuesto por aproximadamente 50 miembros con fortunas superiores a los 10 millones de dólares, ilustra una nueva élite derivada no ya de la herencia familiar, sino de la economía tecnológica y del emprendimiento empresarial.
No obstante, existe también una notable polarización interna: cerca de un tercio de los miembros del Congreso apenas dispone de activos o posee medios muy modestos. Otro 20% vive con comodidad económica sin alcanzar el estatus de millonario. Esta disparidad se manifiesta no solo en la capacidad para influir políticamente sino en el acceso a recursos que permiten perpetuar carreras legislativas prolongadas.
La profesión jurídica domina ampliamente. Más de la mitad de los senadores y más de un tercio de los representantes poseen un título en Derecho, situando esta carrera como vía casi obligatoria para quien aspira a una posición legislativa. Aunque este dominio puede aportar ciertas ventajas en términos de conocimiento técnico, plantea dudas legítimas sobre la diversidad de perspectivas en la elaboración de leyes. A pesar de que muchos abogados-congresistas no provienen de las cumbres de la profesión legal, se benefician de redes profesionales eficaces, particularmente en materia de financiación de campañas. La ley, por tanto, no solo proporciona un marco de conocimiento, sino también un trampolín estratégico hacia el poder institucional.
Al mismo tiempo, la representación de veteranos militares ha disminuido drásticamente. Si en los años 70 más del 70% de los miembros del Congreso habían servido en las fuerzas armadas, para el periodo 2017–2018 esa cifra se redujo al 19%. Sin embargo, la experiencia en defensa no ha desaparecido por completo: ahora está representada, en parte, por un número creciente de mujeres veteranas de combate. Este cambio ilustra transformaciones más amplias en la sociedad estadounidense, como la profesionalización del ejército y la paulatina diversificación de los perfiles políticos.
La edad también desempeña un papel revelador. Aunque legalmente se requiere tener 25 años para la Cámara de Representantes y 30 para el Senado, los miembros suelen superar ampliamente estos mínimos. En las últimas décadas, el Congreso ha envejecido de manera sistemática, con promedios de edad en torno a los 58 años para la Cámara y más de 60 para el Senado. A pesar de algunos nuevos miembros jóvenes que han captado la atención mediática —como Alexandria Ocasio-Cortez, elegida con 29 años—, solo una cuarta parte de los nuevos representantes tienen menos de 40 años, lo que sugiere que el rejuvenecimiento institucional sigue siendo limitado.
En cuanto a la afiliación religiosa, el Congreso continúa siendo abrumadoramente confesional. En una sociedad cada vez más secularizada, el 93% de los miembros del Congreso afirman pertenecer a alguna religión. El protestantismo y el catolicismo están notablemente sobrerrepresentados respecto a su peso en la población general. Dentro del protestantismo, denominaciones como los episcopalianos y los presbiterianos —vinculadas históricamente a estructuras de poder y a altos niveles educativos— conservan una presencia significativa. Asimismo, el judaísmo, aunque minoritario en términos absolutos, también está sobrerrepresentado, lo que algunos analistas atribuyen a su integración temprana en las redes profesionales del derecho y los negocios.
A pesar del ingreso de figuras con perfiles menos convencionales —como jóvenes con deudas estudiantiles, activistas comunitarios o incluso exbarmans—, el Congreso sigue siendo un espacio ocupado, en su mayoría, por individuos con trayectorias marcadas por el privilegio educativo, económico y profesional. Si bien estos nuevos perfiles aportan matices a la representación democrática, su presencia es aún insuficiente para contrarrestar una estructura institucional profundamente ligada a una élite tradicional y moderna al mismo tiempo.
La persistente sobrerrepresentación de sectores con formación jurídica, grandes patrimonios, educación universitaria elitista y vínculos religiosos tradicionales, revela que el Congreso no refleja de forma proporcional la diversidad real de la sociedad estadounidense. La noción de “élite del poder” se mantiene vigente, no sólo por la acumulación de riqueza o influencia, sino por el acceso estructural a redes sociales, económicas y profesionales que permiten la reproducción del poder en manos de unos pocos.
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