Durante la presidencia de Donald Trump, el vínculo tradicional entre la Casa Blanca y los medios de comunicación experimentó un cambio radical y sin precedentes. Mientras antes las ruedas de prensa diarias se consideraban una herramienta esencial para informar al público y ejercer presión interna sobre la política y la comunicación, bajo Trump estas se volvieron esporádicas, impredecibles y caóticas. La pérdida de estos espacios formales de interacción debilitó tanto a la prensa como a la presidencia, dejando un vacío que se tradujo en una comunicación directa y unilateral, dominada exclusivamente por la figura presidencial.

Los encuentros con Trump solían ser frenéticos, con reporteros apiñados, gritando preguntas rápidas sin oportunidad para un análisis profundo ni seguimientos coherentes. Esto contrastaba con las administraciones anteriores, donde las ruedas de prensa, aunque no perfectas, ofrecían una continuidad y registro documental de la orientación gubernamental, un archivo público que permitía rastrear debates, conflictos y resoluciones políticas a lo largo del tiempo. La desaparición de esta práctica dejó al país con una imagen fragmentada, centrada únicamente en el espectáculo y la voz del presidente, un personaje que actuaba más como un productor y estrella de reality show que como líder político tradicional.

A esta dinámica se sumó la hostilidad declarada de Trump hacia la prensa libre e independiente, a la que denominó “enemigo del pueblo”, una agresión verbal sin precedentes en la historia presidencial moderna. Esta actitud no solo reflejaba un sentimiento genuino de persecución, similar al de presidentes anteriores, sino que también era una estrategia deliberada para minar la credibilidad de los medios y

¿Cómo ha transformado Twitter la relación entre periodistas, políticos y la cobertura mediática?

La estructura de incentivos en Washington, que a menudo prioriza la rapidez y las exclusivas por encima del contexto y el análisis reflexivo, se ha visto profundamente alterada por la irrupción de Twitter en el periodismo político. Este cambio ha impactado especialmente a periodistas menos experimentados, quienes buscan validar su autoridad adoptando un tono cínico y obsesionándose con rumores internos y relatos superficiales sobre procesos políticos. Ocho años después, tanto los medios como los candidatos han asumido plenamente el antagonismo y el cinismo propios de las redes sociales. Sin embargo, en 2016, el cambio fue más radical: la Casa Blanca pasó a estar ocupada por un presidente que parece disfrutar de una cobertura mediática basada en errores y controversias, algo que previamente atemorizaba a políticos y operadores políticos.

Estas nuevas reglas del juego no surgieron en 2016 ni fueron exclusivas de Trump. Incluso George Washington manifestó descontento porque su discurso de despedida pudiera no recibir una atención favorable por parte de la prensa. Un análisis rápido de las administraciones de Bush y Obama revela un patrón creciente de distanciamiento con los reporteros, limitando el acceso significativo a la prensa y buscando vías propias para comunicarse directamente con los votantes. Esto respondía a la percepción de una prensa cada vez más hostil y obsesionada con el “periodismo del atrapaerrores”, que se alimentaba de una cobertura negativa constante.

La elección de Trump puede verse, en parte, como una respuesta a estas transformaciones en el periodismo, donde el candidato usó a los periodistas como un chivo expiatorio político más confiable que su oposición demócrata. Pero también es cierto que Trump abrazó esta relación conflictiva de manera inédita: revocación de credenciales, cancelación de conferencias de prensa diarias, bloqueo de críticos en Twitter, ausencia en eventos tradicionales como la cena de corresponsales, y ataques directos a reporteros durante sus mítines son solo algunos ejemplos. La prensa y el presidente adoptaron así reglas de compromiso mutuamente antagonistas, creando un ciclo vicioso en el que la desconfianza pública hacia los medios se profundiza.

Este ciclo se alimenta en gran medida en Twitter, plataforma que premia la rapidez, la ironía y opiniones contundentes. Meses después de iniciada la administración Trump, periodistas entrevistados calificaron a Twitter como “la pornografía política de nuestro tiempo”, una herramienta reveladora pero distorsionadora, excitante pero embotadora, dañina para el alma y para el país. Sin embargo, su ausencia sería sentida como la pérdida de una extremidad fantasma, una adicción casi necesaria para seguir el pulso de las noticias y decidir qué historias contar.

La influencia de Twitter sobre el periodismo no solo es profunda, sino también problemática. Solo una fracción mínima —menos del 1%— de los estadounidenses usa la plataforma para debatir sobre política, pero este pequeño grupo produce la mayoría de los mensajes sobre política nacional. Además, está altamente polarizado y demográficamente sesgado: predominan adultos mayores de 50 años que se identifican como muy liberales o muy conservadores, y un perfil socioeconómico que no representa la diversidad del país.

Este sesgo se refleja también en las redacciones periodísticas, donde predominan empleados que viven en condados ganados por Hillary Clinton en 2016, con ingresos medianos superiores al promedio, y mayoritariamente blancos y hombres. Así, la convivencia en Twitter puede agravar esta desconexión demográfica y política entre periodistas y el público general.

Por otro lado, Twitter ofrece beneficios indiscutibles: facilita la interacción y el aprendizaje entre periodistas, reduce la dependencia de fuentes oficiales, y permite descubrir historias que no llegan a los canales tradicionales. Pero esta comunidad homogénea y polarizada crea una falsa sensación de coherencia. El psicólogo Daniel Kahneman, en su obra fundamental sobre economía conductual, explica cómo escuchar solo un lado de una historia puede generar mayor seguridad en un juicio, aunque sea incompleto. En Twitter, este fenómeno se repite constantemente, moldeando la percepción de qué es noticia y alimentando el ciclo de polarización.

Un estudio de 2018 reveló que periodistas que pasan mucho tiempo en Twitter tienden a valorar como igualmente o más noticiosos los tuits anónimos con titulares manipulados que las noticias oficiales. Esto evidencia cómo el ecosistema de Twitter puede inducir a una mentalidad de rebaño que afecta la objetividad periodística.

Es crucial comprender que este fenómeno no solo altera la producción y selección de noticias, sino que también influencia la confianza pública en el periodismo y, por ende, en la democracia misma. La velocidad, el ruido y la parcialidad amplificada en las redes sociales ponen en riesgo la función esencial del periodismo: ofrecer análisis profundos, contextualizados y plurales que permitan a la sociedad entender mejor el mundo que la rodea.

Comprender esta dinámica exige reconocer que la prensa y los políticos están inmersos en un entorno mediático transformado por plataformas digitales que premian la inmediatez y la polémica. Para el lector es importante entender que el fenómeno no es solo la presencia de Trump o la hostilidad política, sino una evolución estructural del ecosistema informativo que afecta la calidad del debate público y la formación de la opinión ciudadana. También es fundamental entender que la solución no reside en demonizar las redes sociales, sino en desarrollar mecanismos que restauren el equilibrio entre rapidez y profundidad, entre opinión y análisis riguroso, para fortalecer la democracia en la era digital.

¿Cómo pueden ayudar las escuelas de periodismo a fortalecer la verdad en la era de la desinformación?

En el mundo del periodismo, la relación con las fuentes ha sido siempre ambivalente: los policías nos odian, pero dependen de nosotros para comunicar a la sociedad que están protegiéndola; los deportistas y entrenadores preferirían que no entremos en sus vestuarios, pero comprenden que facilitamos su conexión directa con los aficionados; los grandes empresarios y políticos nos ven como un estorbo, pero saben que contribuimos a moldear la opinión pública y a promover sus intereses comerciales y políticos. Esta dinámica de amor y odio con las fuentes persiste, incluso cuando el modo de difundir la información ha cambiado radicalmente en la era digital.

El desafío se vuelve aún más complejo en un contexto saturado de información y desinformación, donde figuras como Donald Trump han explotado el espectáculo mediático para desacreditar a la prensa, al tiempo que se benefician del flujo constante de atención que generan. Trump ejemplifica la paradoja de un líder que demoniza a los medios como enemigos del pueblo, mientras utiliza ese mismo sistema para amplificar su presencia y validar su discurso ante una parte significativa del público. La cobertura incesante de sus declaraciones, incluso cuando son falsas, no solo legitima su mensaje sino que también socava la confianza en los medios y amenaza las bases mismas de la democracia.

En este escenario, la labor periodística debe ir más allá de la simple repetición de declaraciones o la cobertura acrítica de cada tuit o comentario incendiario. La fidelidad a la verdad implica ejercer un filtro riguroso, separar los hechos de la ficción y priorizar lo verdaderamente relevante para la audiencia, sin ceder a la tentación del sensacionalismo. Esta responsabilidad exige una actitud de escepticismo formal, que distinga entre una legítima duda y un cinismo paralizante, y que impulse la búsqueda incansable de la veracidad.

El periodismo de investigación, como el ejemplo del reportaje sobre las transmisiones defectuosas de Ford publicado por el Detroit Free Press, demuestra el valor de un trabajo riguroso, meticuloso y fundamentado en la verificación exhaustiva. Estos principios son la esencia del periodismo que se mantiene fiel a sus valores tradicionales de imparcialidad, exhaustividad y precisión. Sin embargo, la situación actual reclama un compromiso aún mayor, no solo con el contenido sino también con la transparencia del proceso. Mostrar cómo se llega a una conclusión, compartir datos, documentos, fuentes y métodos, es crucial para reconstruir la confianza y diferenciar el periodismo serio de la manipulación y la propaganda.

Las escuelas de periodismo tienen un papel fundamental en esta transformación. La creciente inscripción y calidad de los estudiantes de periodismo refleja un vigor renovado en la profesión, pero es indispensable que estas instituciones integren de manera explícita y sistemática la alfabetización mediática en sus planes de estudio. Los jóvenes deben aprender a navegar y decodificar el complejo ecosistema mediático, a distinguir fuentes confiables de la desinformación y a ser consumidores críticos de información. Este aprendizaje va más allá de la mera técnica periodística: es una formación ética y cognitiva que cultiva una actitud de análisis profundo y cuestionamiento fundamentado.

Así, la enseñanza del periodismo debe promover una reflexión constante sobre el compromiso con la verdad y la función social del periodista en un mundo hiperconectado y saturado de voces contradictorias. Solo mediante esta combinación de rigor, transparencia y educación mediática será posible fortalecer el papel del periodismo como pilar de la democracia y como herramienta para que la sociedad comprenda la complejidad de su realidad.

Es esencial comprender que el periodismo no solo informa, sino que construye sentido y confianza en las instituciones. Por eso, la defensa de la verdad exige perseverancia y valentía frente a quienes buscan manipular la realidad con agendas particulares. La transparencia del proceso y la educación para la alfabetización mediática son pilares indispensables para que el público pueda discernir, para que los periodistas mantengan su integridad y para que la democracia se sostenga sobre un diálogo informado y fundamentado.

¿Cómo ha transformado Donald Trump la relación entre el periodismo y la política en Estados Unidos?

La irrupción de Donald Trump en el escenario político estadounidense no solo marcó un antes y un después en las dinámicas electorales, sino que también revolucionó la forma en que el periodismo interactúa con la política. Su campaña y posterior presidencia desafiaron los métodos tradicionales de la cobertura mediática, generando un cambio sustancial en las prácticas periodísticas y en la percepción pública sobre los medios.

Trump comprendió rápidamente el poder de la visibilidad y la narrativa mediática. Desde sus primeros días como candidato, su acercamiento al periodismo fue inédito: trató su campaña como un evento constante, masivo y espectacular, equiparable a un terremoto que sacudía el sistema establecido. La experiencia de los reporteros al cubrirlo fue excepcionalmente frenética y demandante, enfrentándose a un personaje que combinaba una retórica incendiaria con una habilidad sin precedentes para dominar la atención mediática. Esta dinámica llevó a que se desarrollara un tipo de cobertura basada más en la personalidad y el espectáculo que en el análisis profundo de propuestas y políticas.

Además, Trump posicionó a ciertos medios como “enemigos del pueblo”, creando un ambiente de confrontación abierta con la prensa tradicional. Esta estrategia provocó una polarización radical en la relación entre periodistas y políticos, alentando tanto el desprestigio de los medios como la proliferación de discursos que desafiaban la objetividad y la veracidad periodística. La etiqueta de “noticias falsas” (fake news) se convirtió en un instrumento recurrente para desacreditar reportajes críticos, erosionando la confianza del público en la prensa y complicando la función de los periodistas como garantes de la información veraz.

El ritmo de la cobertura también sufrió transformaciones. Las ruedas de prensa diarias se cancelaron y los canales de comunicación directa con la audiencia, como Twitter, se convirtieron en la principal plataforma para difundir mensajes presidenciales, con un impacto disruptivo en el ecosistema informativo. Esta inmediatez fomentó un ciclo noticioso acelerado, en el que la verificación rigurosa de los hechos cedía terreno ante la urgencia de la reacción y la repercusión mediática.

Es fundamental destacar la influencia de esta etapa en la diversidad y el alcance de los medios. La cobertura en español y otros idiomas ganó relevancia, reconociendo así la heterogeneidad del público estadounidense y sus diferentes perspectivas políticas y culturales. No obstante, esta ampliación del panorama informativo también trajo desafíos en la consistencia y la profundidad de la cobertura, a medida que la competencia por la atención aumentaba y las audiencias se fragmentaban.

Por otra parte, el fenómeno Trump evidenció la necesidad de un periodismo que se adapte constantemente a los cambios tecnológicos, políticos y sociales. La sobrevivencia futura del periodismo se percibe condicionada a su capacidad para reinventarse, profundizar en la precisión y recuperar la confianza pública en un contexto marcado por la desinformación y la hostilidad hacia la prensa.

Además, la relación simbiótica entre poder y medios quedó expuesta con claridad. Trump utilizó a la prensa como herramienta para consolidar su imagen, aunque al mismo tiempo la atacó y la minó cuando no le fue favorable. Esta paradoja resalta la complejidad de la función periodística en un sistema democrático, donde la independencia y la crítica deben coexistir con la necesidad de acceso y comunicación con las fuentes de poder.

En suma, la era Trump en Estados Unidos puso en tela de juicio la ética, la estructura y los métodos del periodismo moderno. La transformación no solo involucra el rol del periodista frente a una figura política disruptiva, sino también el desafío constante de equilibrar rapidez, profundidad, y rigor en un escenario mediático fragmentado y polarizado.

Es importante entender que más allá del fenómeno Trump, el periodismo enfrenta retos estructurales relacionados con la tecnología digital, la fragmentación de audiencias y la mercantilización de la información. La exigencia de transparencia y responsabilidad permanece como un pilar imprescindible para mantener la integridad del ejercicio periodístico y su rol vital en la democracia.

¿Por qué cubrir a Donald Trump no se parecía a cubrir a ningún otro político?

Después de que Trump anunciara su candidatura en junio, muchos periodistas esperaban que su campaña se desmoronara rápidamente. Pero no fue así. Su presencia no se diluyó; al contrario, se amplificó. La historia que inicialmente parecía un fenómeno efímero se convirtió en un componente inevitable del paisaje político. Resistirse a cubrirlo se volvió inútil. Había que enfrentarse a la historia.

Desde el principio, Trump rompió con todos los patrones. A diferencia de otros candidatos que se escudan detrás de equipos de comunicación y se presentan con un aire cuidadosamente calculado de modestia, Trump era desinhibido, directo, casi agresivo en su autopromoción. Recibí de él una nota escrita a mano: “Mark, I never disappoint. Best wishes, Donald Trump.” Luego otra, presionándome para escribir una historia de portada sobre él. Ningún otro candidato había hecho eso.

Acceder a Trump era, por entonces, sorprendentemente fácil. A diferencia del acceso meticulosamente limitado que ofrecían figuras como Hillary Clinton, con Trump no había jaula de asistentes ni filtros sofocantes. Era él mismo, dictando o escribiendo sus propios tuits, manejando su mensaje sin mediadores. Su campaña era una producción personal. Lo acompañé en su oficina de la Trump Tower, en su jet privado, en su club de golf, en entrevistas televisivas y hasta en una fiesta privada. Permitía que lo observaras sin máscaras.

En este sentido, su transparencia no se basaba en la verdad, sino en una falta total de vergüenza. No se esforzaba por simular que su campaña era "sobre el pueblo". Era abierta y descaradamente sobre él. Esta cualidad, esta ausencia de fingida humildad, podía resultar, paradójicamente, refrescante. Lo hacía parecer más sincero. Su exhibición de narcisismo era tan frontal que, para muchos, resultaba más honesta que la hipocresía tradicional de los políticos.

Y sin embargo, Trump mentía todo el tiempo. De forma casual, constante, sin ningún indicio de remordimiento. Mentía tanto que la contradicción se volvió su marca: un mentiroso que hablaba con franqueza. Para sus seguidores, él decía lo que ellos pensaban pero temían expresar. Para los periodistas, él era una fuente inagotable de falsedades. Esta dualidad —el mentiroso que dice verdades emocionales— alimentó su ascenso improbable hasta la presidencia.

Con el tiempo, el acceso a Trump se volvió más limitado, sobre todo para los periodistas que no pertenecían a medios afines como Fox News. Pero la desconexión entre cómo los periodistas ven la realidad y cómo la perciben sus seguidores se mantuvo intacta. Cubrirlo nunca fue como cubrir a otros. Había una energía casi peligrosa, una sensación de urgencia permanente. La historia era grande, viva, con ramificaciones impredecibles.

El entorno cambió. En la oficina del New York Times en Washington empezamos a trabajar con guardias armados de forma permanente. Las amenazas se multiplicaron: en redes sociales, en mítines, incluso desde la propia Casa Blanca. La hostilidad hacia los medios se institucionalizó. Trump utilizaba Twitter no solo como altavoz, sino como arma. Sus tuits eran erráticos, incendiarios, y sin embargo, ofrecían una visión sin filtrar del presidente. Por absurdos o dañinos que fueran, eran auténticamente suyos. No había guion. No había portavoz suavizando las aristas.

En una de mis pocas visitas a la Casa Blanca durante su presidencia, me encontré con él viendo un programa grabado de Fox & Friends. Me saludó cordialmente, aunque inmediatamente me acusó —con una sonrisa— de haberlo tratado mal. Era mediodía. Estaba solo, rodeado de papeles. Esta escena lo retrata mejor que cualquier discurso: un presidente en solitario, mirando televisión, obsesionado con su imagen, combativo incluso en los momentos tranquilos.

Cubrir a Trump era como cubrir un terremoto. El material era vasto, urgente, relevante. Pero también era destructivo. Lo que se perdió —las normas, la confianza en las instituciones, la percepción pública del periodismo— aún no puede medirse del todo. La emoción del momento ocultaba la magnitud del daño.

Lo esencial no es sólo entender cómo Trump alteró el modo de hacer política, sino cómo alteró el modo en que el público consume la realidad. En la era Trump, la verdad dejó de ser una