Las acciones diarias de las personas, por más simples o rutinarias que parezcan, pueden parecer irrelevantes frente a tragedias globales como el devastador terremoto en India que acabó con la vida de 400,000 personas. Uno podría intentar convencerse de que "no importa", que las pequeñas cosas que hacemos cada día, como entrevistas o decisiones personales, no tienen un peso significativo en el gran esquema de los acontecimientos. Pero esto no es así. La verdad es que todo importa, incluso aquellos momentos que parecen pasar desapercibidos en medio del caos mundial.

Tomemos, por ejemplo, el contexto político de 2016 en los Estados Unidos, un año que no solo fue testigo de una de las elecciones presidenciales más divisivas, sino también de un panorama geopolítico más complejo de lo que la mayoría de la gente estaba dispuesta a aceptar. Durante este tiempo, la relación de Donald Trump con Rusia, y más específicamente con el Kremlin, fue un tema de creciente preocupación para muchos analistas políticos. Si bien algunos lo veían como un error de juicio, otros advertían de la posible implicación de un complot mucho más profundo y extenso de lo que la opinión pública estaba dispuesta a admitir.

En los meses previos a las elecciones de 2016, ya se perfilaba una trama en la que Trump podría ser considerado un "activo del Kremlin", no en el sentido literal de recibir órdenes directas de Moscú, pero sí en el de haber sido manipulado para cumplir los intereses de Rusia. Su relación con oligarcas rusos y su constante admiración por Vladimir Putin eran indicativos de un vínculo mucho más estrecho de lo que muchos pensaban. El Kremlin veía en la campaña de Trump un vehículo útil para sus objetivos, al menos en términos de su estrategia antiestadounidense, y Trump no parecía tener objeciones a ser utilizado de esa manera.

Lo irónico del asunto es que la narrativa predominante en los medios de comunicación y entre ciertos círculos políticos era que la historia de Rusia era una "fake news", una invención para socavar las elecciones. Sin embargo, con el paso del tiempo, aceptar la afirmación de Trump de que "no tenía nada que ver con Rusia" se volvía cada vez más una forma de negación voluntaria. Los eventos que ocurrieron durante la campaña, como la alteración de la plataforma del Partido Republicano por parte de Paul Manafort para favorecer los intereses rusos, o la solicitud directa de Trump a Putin para que obtuviera los correos electrónicos de Hillary Clinton, son claros indicios de que los vínculos eran mucho más profundos de lo que inicialmente se admitió.

Sin embargo, el camino hacia la aceptación de esta realidad no fue sencillo. La Administración Obama, en un giro inesperado, reconoció en octubre de 2016 que "el gobierno ruso había dirigido los recientes compromisos de correos electrónicos de personas e instituciones estadounidenses", un reconocimiento de un ataque extranjero que, lamentablemente, pasó desapercibido en medio de otras distracciones mediáticas, como la difusión del famoso video de Access Hollywood. A pesar de este reconocimiento, el evento no causó el impacto necesario, y en muchos casos fue minimizado. Incluso el propio FBI, que había estado investigando las acusaciones sobre Trump, parecía más interesado en atacar a Hillary Clinton, como se evidenció con la reapertura de su investigación, lo que afectó directamente las elecciones.

A lo largo de este proceso, el mundo fue testigo de la publicación de lo que más tarde se conocería como el "dossier Steele", un informe que detallaba las interacciones de Trump con Rusia y las pruebas de una relación comprometida entre ambos. El periodista David Corn fue el primero en exponer al público estos detalles, aunque muchos se mostraron escépticos o decidieron ignorar la información por el impacto que podría tener. El dossier, y sus implicaciones, representaron una verdad incómoda, sobre todo porque muchos se negaban a aceptar que una figura tan popular como Trump pudiera estar involucrada en algo tan grave.

El ambiente de desinformación y las disputas internas en los medios de comunicación complicaron aún más la verdad. Artículos en The New York Times que minimizaban la relación entre Trump y Rusia ayudaron a reforzar la narrativa de que el escándalo era una invención, pero detrás de esto había una lucha interna sobre cómo presentar los hechos al público. La decisión de censurar ciertos detalles clave sobre las conexiones de Trump con el Kremlin reflejaba un temor generalizado a las repercusiones de difundir tales acusaciones sin la suficiente confirmación. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por silenciar la verdad, los fragmentos de evidencia seguían filtrándose, y poco a poco, la historia comenzó a desmoronarse, aunque en muchos casos no fuera lo suficientemente claro o impactante como para cambiar el curso de los acontecimientos.

Es necesario reflexionar sobre cómo los grandes eventos mundiales, como las elecciones de 2016 o los intentos de manipulación electoral, son el resultado de una cadena de pequeñas decisiones, de momentos fugaces que parecen no tener importancia en el momento pero que, en retrospectiva, son los que terminan por definir el curso de la historia. Cada declaración, cada tweet, cada cambio de política puede parecer irrelevante, pero en un contexto más amplio, todos los factores pequeños se conectan de manera que afectan profundamente los resultados globales.

Es esencial entender que vivimos en un mundo interconectado, donde incluso lo que parece ser un detalle insignificante puede tener repercusiones gigantescas en el futuro. Las acciones y decisiones de individuos, gobiernos y organismos internacionales no deben ser vistas como eventos aislados, sino como piezas de un rompecabezas global. Los esfuerzos por ignorar o minimizar las conexiones entre diferentes eventos, como el de la injerencia rusa en las elecciones de 2016, solo sirven para perpetuar la desinformación y retrasar una comprensión completa de lo que está en juego. Los líderes y los medios de comunicación tienen una responsabilidad crítica en este proceso, ya que la forma en que presentan los hechos puede cambiar no solo la percepción pública, sino también la dirección que toma la política internacional.

¿Es inevitable la caída hacia el autoritarismo?

Cada vez que me preguntan si Estados Unidos se está convirtiendo en un régimen kleptocrático, mi respuesta es la misma: sí, es una posibilidad real, pero lo peor que podemos hacer es negarlo. El camino más seguro hacia una toma de poder de tipo kleptocrático es, precisamente, ignorarlo o esperar que no ocurra. Y la manera más efectiva de evitarlo es cortarlo de raíz antes de que eche raíces profundas. Hace poco, en Montreal, volví a dar la misma respuesta cuando participaba en un panel sobre si Canadá seguiría el mismo camino que su vecino del sur o el de su primo lejano en el extranjero. Aquel panel fue iluminador, pues se presentaron nuevas realidades como el fenómeno de los “exiliados estadounidenses” —principalmente inmigrantes negros aterrorizados por las políticas persecutorias de Trump— que cruzaron la frontera de Estados Unidos hacia Manitoba. Canadá había adquirido la imagen de ser el nuevo refugio para aquellos que huían de un Estados Unidos marcado por el odio y la xenofobia. Sin embargo, la ilusión de respiro en Canadá no duró mucho. A medida que avanzaba el año 2019, movimientos supremacistas blancos empezaban a infiltrarse en la política canadiense, mientras el país luchaba con la corrupción financiera, muy similar a la que debilitó las economías de Estados Unidos y Reino Unido antes de sus respectivos colapsos.

Cuando la gente me pregunta si deben abandonar Estados Unidos, siempre contesto: “¿Y adónde, exactamente, se puede ir para estar a salvo?” En mayo de 2017, volé a Estonia para dar una charla en una conferencia junto a varios dignatarios extranjeros, incluidos los presidentes de Estonia y Finlandia. Estaba allí justo después de que Trump despidiera al director del FBI, James Comey, un acto flagrante de obstrucción que, en ese momento, era uno de los escándalos más visibles de su administración. Sin embargo, lo más llamativo fue lo que ocurrió a continuación: Trump celebró su acto de despido con funcionarios rusos, a quienes les compartió información clasificada sobre operaciones de inteligencia de Estados Unidos en Israel. Este acto de traición, que no tuvo consecuencias, reflejaba con claridad el tipo de liderazgo con el que Estados Unidos estaba lidiando.

Mi respeto por Estonia es profundo, un país que ha sufrido bajo la dominación rusa, pero que ha sabido defenderse. Sin embargo, al mismo tiempo, me vi obligado a ser brutalmente honesto con sus autoridades. Mientras la presidenta de Estonia, Kersti Kaljulaid, aseguraba que funcionarios como Paul Ryan y Mike Pence le habían garantizado que la relación entre Estonia y Estados Unidos seguiría siendo sólida, yo le respondí que no confiara plenamente en mi propio gobierno, pues existía la posibilidad de que el presidente de Estados Unidos priorizara sus intereses con Rusia en detrimento de sus aliados. Desgraciadamente, los hechos me dieron la razón. A los pocos meses, Trump sorprendió al mundo al mantener una reunión secreta con Vladimir Putin, sugiriendo que ambos países se asociaran en el campo de la ciberseguridad. Un año después, Trump amenazó con retirar las tropas estadounidenses de los países bálticos, algo que ha repetido en varias ocasiones.

En mis viajes por Europa, me encontré con una creciente preocupación por el ascenso de regímenes autoritarios, que no se limitan a un solo continente. En Alemania, los estudiantes universitarios me advertían sobre la manipulación mediática en Estados Unidos y cómo la falta de discernimiento frente a la propaganda estaba debilitando las instituciones democráticas. En Hungría, el escenario era aún más alarmante, pues el país había transitado rápidamente desde la democracia frágil de los años 90 hacia un autoritarismo emergente bajo Viktor Orbán. Polonia y Turquía seguían trayectorias similares. Estos países que, en su momento, fueron símbolos de esperanza para las democracias en transición, hoy se ven como ejemplos trágicos de cómo una nación puede caer rápidamente de un sistema democrático a un régimen autoritario.

Mi vínculo emocional con algunos de estos países, como Polonia y Turquía, se intensificaba al ver cómo la libertad que tanto se había anhelado caía en picado. En mis primeros viajes a Budapest a finales de los 90, la ciudad, a pesar de ser muy económica, estaba llena de vida, y Hungría tenía la esperanza de un futuro mejor tras la caída del comunismo. Para cuando regresé en 2017, la ciudad había cambiado por completo; ya no era el lugar dinámico que había conocido, sino un lugar lleno de un pesado sentimiento de derrota. Lo que más me impactaba era el proceso de erosión de la democracia, algo que había vivido en otros países de Europa del Este, y que veía ahora con ojos más entrenados. La democracia no es algo que se pueda dar por sentada; puede desmoronarse con rapidez, tal y como lo hemos visto en muchos de estos países.

Es crucial entender que el autoritarismo no es una característica exclusiva de países lejanos o de regiones que parecen distantes de la realidad estadounidense. Es un fenómeno global que afecta tanto a países con largos antecedentes democráticos como a aquellos con instituciones más frágiles. La democracia no es un estado fijo; requiere esfuerzo, vigilancia y compromiso constante para mantener sus valores.

La lección que nos deja todo esto es clara: debemos ser conscientes de los peligros que acechan a nuestras instituciones y de cómo los líderes pueden socavar la democracia en nombre de intereses personales o de poder. Además, debemos aprender a reconocer las señales tempranas de autoritarismo en cualquier parte del mundo, porque cuando un sistema democrático comienza a caer, el daño no se limita a sus fronteras; afecta a todo el orden mundial.

¿Cómo la conexión entre Roy Cohn y Donald Trump redefinió la política estadounidense?

La figura de Roy Cohn es una de las más oscuras y complejas en la historia política reciente de Estados Unidos, especialmente por su influencia en el desarrollo del personaje público de Donald Trump. Cohn, quien comenzó su carrera como abogado al servicio del senador Joseph McCarthy, fue una pieza clave en la caza de comunistas en la era del macartismo, y su legado ha dejado una marca profunda en el estilo político de Trump.

A lo largo de los años, Cohn cultivó una reputación por ser implacable, manipulador y por sus tácticas brutales para manejar la ley. Su relación con Trump comenzó cuando el magnate inmobiliario aún era un joven empresario en Nueva York. Cohn no solo actuó como su abogado, sino también como su mentor, enseñándole a sortear las reglas, a evadir la ley y a usar la agresividad como principal herramienta de persuasión. Trump, al igual que su mentor, se fue forjando una identidad pública basada en el desprecio por las convenciones políticas y legales, considerando estas como obstáculos a su voluntad.

La simbiosis entre Trump y Cohn es significativa porque no solo se limitaba a lo personal, sino que reflejaba una estrategia que Cohn había perfeccionado a lo largo de su vida. Para Cohn, la política era un juego de poder donde las reglas no debían ser respetadas, sino manipuladas en beneficio propio. Esta mentalidad fue transmitida a Trump, quien a lo largo de su carrera adoptó un enfoque similar: ganar a toda costa, sin importar las consecuencias legales o éticas. Desde sus primeros días como promotor inmobiliario hasta su ascenso a la presidencia, Trump no dudó en utilizar tácticas de intimidación, evasión y desinformación, muchas de las cuales fueron enseñadas por Cohn.

El impacto de Cohn en Trump fue tal que, incluso después de la muerte de su mentor en 1986, Trump continuó siguiendo sus principios. De hecho, muchos de los métodos que Trump utilizó durante su campaña presidencial en 2016 y su presidencia reflejaron la influencia de Cohn. El trato despiadado hacia sus adversarios políticos, la negación de la verdad, y el uso de la ley para fines personales son todos rasgos que Cohn había ejemplificado y que Trump adoptó como propios.

Es importante señalar que la relación entre Trump y Cohn no fue solo una cuestión de poder personal. También marcó el comienzo de una era en la que las reglas del juego político comenzaron a desmoronarse. Lo que Cohn enseñó a Trump fue que la política podía ser una extensión de los negocios, donde los resultados son lo único que importa. Este enfoque no solo impactó a Trump como individuo, sino que también influyó en la manera en que muchos políticos de su generación vieron la política: no como un servicio público, sino como una herramienta para la obtención de poder y dinero.

Es crucial entender que esta relación no solo tuvo repercusiones en la esfera política. La influencia de Cohn sobre Trump se extendió también al mundo empresarial y a la forma en que los grandes magnates de la política y los negocios en Estados Unidos interactúan con las leyes. El uso de tácticas como la manipulación de la opinión pública, la creación de falsas narrativas y la evasión fiscal, aunque en muchos casos efectivas, socavaron las instituciones democráticas y establecieron un precedente peligroso para la política estadounidense.

Además, no debemos subestimar el impacto global de este fenómeno. Las tácticas de Trump, en gran medida aprendidas de Cohn, encontraron eco en otros líderes mundiales que adoptaron enfoques autoritarios, populistas y antidemocráticos. La figura de Cohn, por tanto, no solo moldeó la política de Estados Unidos, sino que se convirtió en un modelo de liderazgo para movimientos políticos en todo el mundo que buscan erosionar las normas democráticas en favor de un poder absoluto.

Lo que también resulta fundamental comprender es que el poder de la simbiosis entre Trump y Cohn fue alimentado por un sistema de relaciones en el que las reglas y la ética fueron desplazadas por la necesidad de sobrevivir en un entorno extremadamente competitivo y, muchas veces, corrupto. De esta manera, la relación entre estos dos personajes debe ser vista no solo como una colaboración personal, sino como el reflejo de una estructura política más amplia donde los intereses privados prevalecen sobre los públicos.

Es necesario también reflexionar sobre el legado que esta relación ha dejado en la política estadounidense y mundial. La figura de Cohn y su influencia en Trump representan una ruptura con la política tradicional, una política en la que la ética y la ley son subyugadas por los intereses personales y el deseo de poder. En muchos aspectos, este modelo ha reconfigurado lo que entendemos por liderazgo político en el siglo XXI, donde la habilidad para manipular los sistemas en lugar de respetarlos se convierte en una cualidad valorada.

¿Cómo la manipulación de la información ha redefinido la política y la percepción pública en la era digital?

En la actualidad, el control de la información se ha convertido en un campo de batalla crucial para la influencia política, económica y social. La globalización de los medios digitales, combinada con la prevalencia de las redes sociales, ha permitido que actores tanto internos como externos manipulen narrativas y distorsionen realidades. Las técnicas de desinformación, como las fake news o los memes virales, han sido adoptadas de manera sistemática para intervenir en procesos electorales, manipular opiniones y crear divisiones dentro de las sociedades. El caso de WikiLeaks y la implicación de actores extranjeros en las elecciones estadounidenses de 2016 es solo un ejemplo paradigmático de cómo la información puede ser utilizada para crear una percepción pública falseada y manipulada.

El hecho de que Rusia haya utilizado plataformas como Facebook y Twitter para influir en el comportamiento electoral en Estados Unidos ha puesto en evidencia la vulnerabilidad de las democracias modernas ante el poder de los algoritmos. Estas herramientas, diseñadas originalmente para conectar a las personas y fomentar la interacción, se han convertido en medios para la propagación de ideologías extremistas y para el enfrentamiento entre diferentes sectores de la sociedad. El caso de los bots y cuentas falsas, que operan como soldados invisibles en esta guerra de información, es uno de los componentes más preocupantes. Estas cuentas, frecuentemente dirigidas por intereses externos, son capaces de difundir mensajes polarizadores que afectan las decisiones de millones de personas.

El concepto de "supremacía nerd" o el control de los entornos digitales por parte de una élite tecnológica también juega un papel central en la discusión sobre la manipulación informativa. En un artículo publicado en The Atlantic, Jaron Lanier alerta sobre los peligros de un control excesivo de los sistemas digitales por parte de una pequeña élite tecnológica. Los gigantes de la tecnología no solo controlan la información, sino también las herramientas mediante las cuales esta es procesada y entendida. La idea de que los algoritmos y los "nerds" de Silicon Valley tienen más poder que los gobiernos democráticos resalta una grave crisis de soberanía. Lanier sugiere que esto puede llevar a un futuro donde las decisiones cruciales de la sociedad se tomen detrás de pantallas de computadora, sin la intervención de los ciudadanos comunes.

Uno de los fenómenos más inquietantes de la era digital es la creación de “guerra psicológica” a través de los medios sociales. La violencia y el odio, que anteriormente se limitaban a los enfrentamientos físicos, ahora se distribuyen a través de memes, mensajes e imágenes que se viralizan a una velocidad increíble. Los ataques, como el tiroteo en Christchurch, se convirtieron en eventos que no solo se documentan sino que también se viralizan, creando una mayor división social. En este contexto, las víctimas de violencia y los movimientos de protesta se enfrentan a un dilema: su sufrimiento se documenta de manera exhaustiva, pero el conocimiento obtenido sigue siendo insuficiente para generar un cambio real en las políticas públicas o en la conciencia social.

El caso de las protestas en Ferguson, donde se acusó a las autoridades de suprimir los derechos civiles y violentar a los manifestantes, demuestra cómo los actores políticos pueden manipular la información para su propio beneficio. Las acusaciones de que ciertos medios de comunicación están controlados por intereses particulares, ya sea en favor de políticos o grandes corporaciones, también ponen en evidencia una crisis de confianza en la información que circula en las redes. Esto es particularmente claro en las noticias sobre el presidente Trump y su entorno, que han estado sujetos a una cantidad de rumores, verdades a medias y teorías conspirativas que han contribuido a polarizar aún más a la opinión pública.

Además, el fenómeno de la manipulación de la información no se limita solo a los países democráticos. En regímenes autoritarios, la desinformación y el control de los medios son herramientas para mantener el poder y suprimir cualquier oposición. Casos como el de la propaganda rusa en las redes sociales o la forma en que gobiernos como el de China han perfeccionado sus estrategias de control y censura de la información son ejemplos claros de cómo se explotan las plataformas digitales para crear un relato único que favorezca a los intereses del régimen en cuestión.

Es importante reconocer que la manipulación de la información no solo proviene de actores externos, sino que también involucra a estructuras internas que tienen un interés directo en el mantenimiento del statu quo. La práctica de crear noticias falsas, distorsionar eventos históricos o incluso atacar a individuos a través de campañas de desprestigio online es una realidad que afecta tanto a la política como a la cultura. Por ejemplo, las campañas de acoso en línea, como las sufridas por Zoe Quinn durante el escándalo de "GamerGate", subrayan cómo la tecnología puede ser utilizada para dañar reputaciones y silenciar a aquellos que se oponen a ciertos intereses.

En este panorama, es crucial que los ciudadanos sean conscientes de la naturaleza manipulativa de muchas de las informaciones que consumen. Las habilidades de alfabetización mediática, que permiten discernir entre lo verdadero y lo falso, se han convertido en una herramienta esencial en la lucha contra la desinformación. Las plataformas sociales y los algoritmos que las gobiernan, lejos de ser neutrales, tienen un sesgo que favorece ciertos tipos de contenidos y amplifica las narrativas que generan más interacción, lo que no siempre equivale a mayor veracidad.

Es necesario también considerar el impacto de la "economía de la atención", donde el valor de los contenidos no se mide por su calidad, sino por su capacidad para captar la atención del espectador. Los medios que operan bajo este modelo tienden a promover contenido sensacionalista y polarizado, lo que fomenta la fragmentación de la sociedad en burbujas informativas donde las personas solo escuchan lo que ya creen, reforzando sus prejuicios.

Este escenario plantea una pregunta fundamental sobre el futuro de la democracia y el papel que la tecnología debe desempeñar en ella. El equilibrio entre la libertad de expresión, el control de la desinformación y la preservación de los derechos humanos será una de las grandes tensiones del siglo XXI. La capacidad para discernir y filtrar la información se convierte en una habilidad esencial para todos los ciudadanos, pues no solo de la política, sino también de la cultura y la sociedad en general depende el bienestar colectivo.