El sentido de derecho, a menudo asociado con la percepción de ser merecedor de un trato especial o de recibir ciertos beneficios sin justificación, no es una característica fija ni limitada a un grupo específico. En lugar de ser un atributo exclusivo de ciertos grupos sociales, como los más ricos, los hombres o los poderosos, este fenómeno puede cultivarse en cualquier conjunto de individuos, siempre que exista un entorno social que permita aplicar las reglas de manera desigual y ofrecer interpretaciones divergentes de la equidad. Un estudio de Zitek y Jordan, en el que examinaron la reacción de individuos con alto sentido de derecho a instrucciones de comportamiento, ilustra cómo esta actitud se materializa en la práctica.

A pesar de varios intentos de modificar el entorno experimental para que seguir las instrucciones fuera de bajo costo para los individuos —como hacerlo de forma menos controladora o amenazar con castigos por incumplimiento— aquellos que se destacaban en la escala de derecho no cambiaron su comportamiento. Según los investigadores, estas personas preferían ser castigadas antes que aceptar lo que percibían como una imposición injusta. De hecho, los individuos con un fuerte sentido de derecho tienden a creer que son tratados de manera injusta, lo que desencadena en ellos un rechazo hacia las normas establecidas, sin preocuparse por las consecuencias que esta actitud pueda tener para los demás. Esto es, simplemente, un reflejo de una lógica de "yo primero" que ignora las normas comunes, ya que lo que más les importa es cómo estas normas los afectan a ellos personalmente, no cómo afectan a los demás.

Este comportamiento puede verse reflejado de manera aún más clara en el ámbito social y político, donde las reglas y las expectativas de conducta pueden manipularse según la conveniencia de quienes se sienten con derecho a no seguirlas. En la órbita de la administración de Donald Trump, por ejemplo, la constante alegación de trato injusto se convirtió en una herramienta para fortalecer la narrativa de la víctima. Personajes como Paul Manafort y Michael Cohen, a pesar de su privilegiada posición social y económica, adoptaron una postura victimista, característica de aquellos que se sienten injustamente tratados por el sistema, aún cuando sus acciones claramente transgreden las reglas.

Manafort, conocido por sus vínculos con figuras políticas corruptas y por su participación en actividades ilícitas como evasión de impuestos, lavado de dinero y conspiraciones relacionadas con la injerencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016, personifica a alguien que actúa desde una posición de poder, creyendo que las reglas no aplican para él. Esta actitud no es solo producto de una personalidad desafiante, sino también de un entorno en el que las normas pueden ser reinterpretadas a voluntad, de acuerdo con la percepción de lo que es justo y conveniente para ciertos actores. Manafort, a lo largo de su carrera, cultivó una visión del mundo en la que su propio bienestar y sus intereses se sobreponían a los de los demás, especialmente cuando esos otros representaban a la justicia o a las instituciones que él consideraba inferiores.

La flexibilidad de las normas y su aplicación selectiva es un mecanismo central en la construcción del sentido de derecho. En un ambiente donde se pueden ignorar las reglas, o modificarlas para que favorezcan a ciertos individuos o grupos, se alimenta una visión distorsionada de la justicia. El ejemplo de Manafort revela cómo los individuos con una fuerte sensación de derecho no solo transgreden las reglas en sus acciones, sino que también adoptan la postura de víctimas cuando esas reglas se aplican a ellos de manera justa. Al final, este fenómeno se convierte en un ciclo: las reglas no son respetadas, pero al mismo tiempo, aquellos que las rompen se presentan como mártires, como si fuera el sistema el que fuera injusto.

La actitud de Manafort, reflejada también en la de otros miembros de la administración Trump, subraya cómo el sentido de derecho se entrelaza con una narrativa de victimización. En este contexto, la narrativa de que “los demás” son los que infringen las reglas, mientras que “yo” solo soy una víctima, se convierte en una herramienta de manipulación. Esta mentalidad permite a los individuos con poder mantenerse en una posición de privilegio, mientras eluden la responsabilidad de sus actos al presentar a la sociedad como el “enemigo” que les impide alcanzar sus deseos y objetivos.

El comportamiento de Manafort y otros actores similares nos ofrece una clara lección sobre cómo la arrogancia y el desdén por las normas pueden estar arraigados en la cultura política, y cómo estos pueden ser utilizados para crear y reforzar una narrativa colectiva que favorece a quienes están en posiciones de poder. Sin embargo, es fundamental comprender que este fenómeno no solo se limita a los individuos de alto perfil en la política o el ámbito empresarial, sino que puede manifestarse en cualquier entorno donde las reglas sean vistas como algo opcional o manipulable según las circunstancias.

La comprensión del sentido de derecho como algo cultivado dentro de estructuras sociales desiguales también implica reconocer que, en muchos casos, las reglas no se aplican de manera equitativa. Las discrepancias en la interpretación de la justicia, la equidad y la moralidad juegan un papel central en cómo las personas se relacionan con las normas, y cómo estas normas pueden ser alteradas para justificar comportamientos que, de otro modo, serían inaceptables.

¿Cómo la frase “Lock her up!” reflejó la política de género en la era Trump?

La frase "Lock her up!" se originó la noche del 18 de julio de 2016, durante la Convención Nacional Republicana en Cleveland, Ohio. Esta expresión, encabezada por el general retirado de la armada estadounidense Michael Flynn, se dirigió contra la candidata presidencial demócrata Hillary Rodham Clinton. Supuestamente, la frase describía de forma ilegítima el uso de un servidor de correo privado por parte de Clinton, durante su tiempo como Secretaria de Estado, para manejar comunicaciones clasificadas desde su hogar. Sin embargo, esta sencilla consigna no solo describía una presunta ilegalidad, sino que sintetizaba un tropo afectivo fundamental de la era Trump: el placer colectivo de exigir públicamente que figuras femeninas sean castigadas.

Este grito, repetido una y otra vez durante los mítines de Trump, no solo apuntaba a Clinton, sino que se extendió a otras figuras femeninas, como la senadora Dianne Feinstein, la Dra. Christine Blasey Ford, las representantes Ilhan Omar y Rashida Tlaib, la presidenta de la Cámara Nancy Pelosi, y la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer. Con cada repetición, la frase se volvió más flexible, ampliando su aplicación a cualquier mujer que desafiara las normas tradicionales de la política, particularmente aquellas que se percibían como transgresoras. La ausencia de demandas similares dirigidas a figuras masculinas muestra la especificidad de la frase, que se convirtió en una manifestación de un deseo visceral de disciplinar a las mujeres públicas que se negaban a ser calladas, sumisas o invisibles.

Este fenómeno puede entenderse mejor mediante el concepto de "sexismo pegajoso", una idea tomada de la académica Sara Ahmed. Ella argumenta que la retórica política construye representaciones del país al asociar ciertas emociones, como la ira, el asco o el odio, con determinados objetos o personas. En este caso, el sexismo se pegó a ciertas mujeres que, por su visibilidad y su desafiante presencia, se convirtieron en el blanco de sentimientos violentos y de rechazo. Este fenómeno refleja una técnica política de construcción de identidad colectiva: mientras un grupo de ciudadanos se siente fortalecido en su identidad, otros son excluidos y, a través de esta exclusión, se refuerza una estructura de poder.

El grito "Lock her up!" sobrevivió más allá de las elecciones de 2016, transformándose en una constante en los mítines de Trump. Aunque Clinton ganó el voto popular, su derrota en el Colegio Electoral y su subsecuente desaparición del ámbito político público desencadenaron una ola de lenguaje político más agresivo, que se extendió a diversas figuras políticas femeninas. Este giro en la retórica no solo refleja un cambio en el discurso político, sino también un revés en las normas de comportamiento en la vida pública. Richard Rorty, en 1998, ya había anticipado esta tendencia, señalando que el descontento generalizado hacia la élite educada, combinada con un entorno económico cambiante, abriría el camino a un líder estilo "hombre fuerte", dispuesto a quebrantar las normas de civilidad.

La performance política de Trump, con su estilo grosero y su evidente machismo, parece encarnar perfectamente esta predicción. Trump no solo se benefició de su habilidad para atraer a votantes masculinos y femeninos blancos, sino que también jugó con las contradicciones inherentes a su figura pública. Aunque su historial personal incluye acusaciones de acoso sexual por parte de múltiples mujeres, sus seguidores lo defendieron argumentando que esas acusaciones eran falsas o, incluso, parte de su "renacimiento patriarcal", en el que las mujeres se mantenían en un lugar secundario.

La ironía es palpable. A pesar de sus actitudes abiertamente misóginas, Trump dependió de mujeres muy visibles en su círculo cercano: su esposa Melania, su hija Ivanka, y sus asesoras Hope Hicks y Kellyanne Conway. Estos rostros femeninos, que representaban una versión pulida de la feminidad, contrastaban con la violencia verbal que él empleaba, complicando cualquier intento de reducir su estilo político a simple sexismo. Sin embargo, más que un simple sexismo, lo que realmente reflejaba su discurso era la misoginia: un deseo de castigar a mujeres específicas que se atrevían a desafiar las normas patriarcales. La misoginia, según la filósofa feminista Kate Manne, no es simplemente odio hacia las mujeres en general, sino una forma de "hacer cumplir" las normas patriarcales contra aquellas que se resisten.

Es importante señalar que el sexismo y la misoginia no siempre se manifiestan de manera evidente. La misoginia en el contexto de Trump y sus seguidores no consiste solo en el rechazo generalizado a las mujeres, sino en el castigo explícito de aquellas que desafían las normas de género impuestas. Esta distinción es crucial para comprender la complejidad del fenómeno. La misoginia en la era Trump no fue solo un regreso a las normas patriarcales tradicionales, sino una renovación de un tipo específico de agresión hacia aquellas mujeres que no encajaban en el molde esperado.

¿Cómo la retórica de Trump refuerza las dinámicas raciales y de género?

En el otoño de 2018, las elecciones nacionales que siguieron a la elección de Trump fueron interpretadas en gran parte como un referéndum sobre su presidencia. Lo que resultó particularmente llamativo fue la elección de varias mujeres de color a la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Cuatro de ellas, Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar, Ayanna Pressley y Rashida Tlaib, formaron lo que se conocería como "The Squad". Estas mujeres, identificadas como inmigrantes de primera generación y miembros de minorías religiosas o raciales, adoptaron una visibilidad extrema en un contexto de polarización política creciente, convirtiéndose en blanco recurrente de la retórica de Trump.

Desde el inicio de su presidencia, Trump había dirigido su discurso hacia ciertos grupos, especialmente a los musulmanes, señalando sus diferencias y usando el miedo a lo "extraño" como herramienta política. Su primer acto como presidente fue la implementación de la conocida "prohibición musulmana", un veto a la entrada de inmigrantes desde varios países de mayoría musulmana, lo que fue interpretado como una manifestación clara de su política anti-Islámica. En este contexto, la elección de figuras como Omar y Tlaib fue vista como un desafío directo a su visión del país, especialmente considerando que ambas mujeres eran musulmanas y que Omar portaba el hijab, un símbolo de su identidad religiosa.

La aparición de estas mujeres en la escena política nacional proporcionó un nuevo combustible para las dinámicas de polarización, y sus características físicas y culturales fueron rápidamente utilizadas para deslegitimarlas. En el caso de Ocasio-Cortez, por ejemplo, su uso de labios rojos y pendientes grandes fue interpretado como una marca de su identidad latina y de clase trabajadora, pero también fue cuestionado cuando se le vio usando trajes caros o disfrutando de lujos, lo que parecía contradecir su narrativa de lucha económica. Este tipo de ataques se alineaba con un patrón más amplio, similar al que se había dirigido previamente a Hillary Clinton, en el que las mujeres eran acusadas de no cumplir con las expectativas sociales y de autenticidad.

En particular, las críticas hacia Omar se enmarcaron en un contexto más complejo, ya que su identidad musulmana fue utilizada para cuestionar su patriotismo y lealtad hacia Estados Unidos. El uso del hijab se convirtió en un signo de "diferencia radical" para muchos de los detractores de Trump, alimentando los temores del "otro" musulmán. Estas críticas no solo se basaban en su religión, sino también en la noción persistente de que los musulmanes no podían ser simultáneamente devotos y ciudadanos leales a una nación que, en muchos sentidos, había sido construida sobre principios cristianos. Así, el discurso de Trump apuntaba a que las mujeres musulmanas como Omar eran inherentemente incompatibles con la idea del "ciudadano estadounidense" y, por ende, eran tratadas como extranjeras dentro de su propio país.

Un aspecto clave de este fenómeno fue el surgimiento de un nuevo eslogan popular en los mítines de Trump: “Send her back” (“Devuélvanla”). Este grito, que tuvo particular relevancia en 2019, implicaba que Omar no pertenecía a Estados Unidos, a pesar de su ciudadanía, basándose únicamente en su origen étnico y su fe religiosa. La retórica de Trump manipulaba la idea de que las mujeres de color, en particular aquellas de origen musulmán o árabe, no podían ser verdaderamente americanas, creando una distinción entre los “verdaderos” estadounidenses y aquellos que se consideraban como forasteros.

Lo que se destaca en este fenómeno es cómo el discurso político y los símbolos utilizados en la retórica de Trump, como el chantaje “Lock her up” (“¡Enciérrenla!”), no solo descalificaban a las figuras políticas individuales, sino que se convirtieron en herramientas para perpetuar una visión racialmente dividida de la sociedad estadounidense. Este tipo de retórica no se limita a ataques puntuales hacia individuos; más bien, establece categorías de lo que se considera aceptable y auténtico en la política estadounidense. Las mujeres de color, como Ocasio-Cortez y Omar, no solo fueron atacadas por sus políticas, sino por sus identidades, en una manifestación clara de cómo el racismo y el sexismo se entrelazan en el discurso público.

En el caso de Ocasio-Cortez, su imagen de clase trabajadora fue manipulada para desacreditar su autenticidad, con la misma narrativa que anteriormente había sido dirigida hacia Hillary Clinton. Este tipo de ataques no solo se basan en el supuesto vacío de las figuras políticas, sino en la construcción de un ideal de mujer “auténtica” que, según sus detractores, debe cumplir con las expectativas tradicionales de género y clase. Sin embargo, el componente racial y religioso añade una capa más profunda de exclusión que pone en duda su posición en la sociedad estadounidense.

El uso de estas figuras como blanco de ataques, en particular en el contexto de los mítines de Trump, demuestra cómo las dinámicas raciales y de género se amplifican en un discurso que busca deshumanizar a sus oponentes. La repetición de eslóganes como “Send her back” y la constante referencia a la “corrupción” de mujeres como Omar y Ocasio-Cortez refuerzan la imagen de que las mujeres de color, especialmente aquellas que se desvían de las normas tradicionales de feminidad y ciudadanía, son inherentemente “ajenas” a la idea de lo que se considera “americano”.

Es importante entender que, más allá de las críticas específicas a estas figuras políticas, lo que está en juego es una lucha mucho más profunda sobre las identidades americanas, la racialización de la política y las expectativas de género. En este contexto, el éxito de figuras como “The Squad” no solo se mide en términos de su impacto electoral, sino también en su capacidad para desafiar las normas raciales y de género que han estructurado el discurso político estadounidense durante décadas.

¿Cómo la frase "Lock her up!" refleja la política de género, raza y clase en la era Trump?

El uso de la frase "Lock her up!" en la era de Donald Trump se convirtió en un potente símbolo de la intersección entre género, raza y clase, mostrando cómo estas categorías sociales se entrelazan para crear una narrativa de transgresión. En un contexto marcado por las dinámicas de poder y privilegio, la repetición de esta frase apuntó no solo a una figura política, sino también a una construcción simbólica que reflejaba un rechazo visceral hacia ciertas mujeres, particularmente aquellas que, por su género y color de piel, eran percibidas como transgresoras.

Esta frase, a menudo dirigida hacia mujeres como Hillary Clinton, Nancy Pelosi o Gretchen Whitmer, se convirtió en una herramienta de demonización. El acto de "encerrar" a estas mujeres no solo reflejaba un deseo de castigo, sino que también actuaba como un mecanismo para subrayar su "diferencia" y, en muchos casos, su falta de conformidad con los roles de género tradicionalmente asignados a las mujeres. Las mujeres que eran vistas como poderosas o desafiantes no solo eran percibidas como una amenaza política, sino como una amenaza a la estructura de poder patriarcal que dominaba la política estadounidense.

El caso de Nancy Pelosi en 2020 es particularmente ilustrativo. Durante el discurso del Estado de la Unión, Pelosi rompió públicamente el discurso de Trump, lo que fue interpretado por muchos como un acto de desafío. En sus mítines, Trump se quejó de la distracción de una mujer "murmurando terriblemente" detrás de él. El público, enfurecido por lo que consideraban una falta de respeto, respondió con la consigna "Lock her up!" Este grito no solo se dirigía a la persona de Pelosi, sino que se insertaba en un discurso más amplio de desprecio hacia las mujeres que no se subordinaban a las normas de deferencia y feminidad que Trump promovía.

En el caso de Gretchen Whitmer, gobernadora de Michigan, el ataque se intensificó cuando impuso restricciones para combatir la propagación del COVID-19. La acusación de que ella "oprimía" a los ciudadanos y restringía sus libertades se convirtió en una de las narrativas predominantes en los rallies de Trump. La consigna "Lock her up!" era más que un simple grito; era una forma de protestar contra las decisiones de política pública de una mujer que, por el simple hecho de ser mujer y ejercer poder, fue vista como una "tirana" que debía ser castigada. La ironía de que un político masculino como Trump, que defendía la libertad individual, atacara a una mujer por ejercer autoridad, resalta las complejas dinámicas de género y poder involucradas en la retórica política de la era Trump.

El poder de estas consignas no radica únicamente en la repetición de un eslogan, sino en cómo se construyen emocionalmente los sujetos que lo reciben. Como explica Sara Ahmed, la repetición de afirmaciones de asco o odio tiene el poder de borrar los procesos de conexión que naturalizan estos reclamos. Al "personificar" el desdén hacia estas mujeres, la narrativa política se vuelve más accesible y comprensible para aquellos que sienten que su mundo está siendo amenazado por un cambio que perciben como destructivo.

La construcción de estos símbolos afectivos es una de las características más distintivas de la era Trump. Las palabras, aunque a menudo desprovistas de un contenido fáctico real, logran crear una realidad alterna en la que la percepción de amenaza se vuelve más palpable. El llamado a "encerrar" a estas mujeres no es solo un deseo de castigo, sino también un intento de consolidar una identidad política para los seguidores de Trump, que se sienten desbordados por el cambio social y cultural. Estas consignas refuerzan la cohesión interna de un grupo que se percibe a sí mismo como el último bastión contra un orden social en transformación.

Es crucial comprender que la frase "Lock her up!" no se refiere únicamente a la política de Trump o a las figuras que eran su blanco. También refleja un fenómeno más amplio de cómo las emociones colectivas, como el asco, el enojo o el miedo, son canalizadas a través de discursos políticos que parecen ofrecer una solución simple y directa a una realidad compleja. La construcción de esta "otra" figura política, encarnada en las mujeres que desafiaban el orden establecido, no es solo un ataque hacia ellas como individuos, sino una lucha por el control del espacio público y del significado mismo de la política.

Además de entender la carga emocional que estas consignas llevan consigo, es importante tener en cuenta que la política de Trump, especialmente durante su campaña de reelección en 2020, giraba en torno a la creación de un campo de batalla simbólico donde se combatían las ideas de libertad, identidad y poder. Las consignas no solo atacaban a sus oponentes, sino que, a través de sus representaciones, construían un relato de victorias y derrotas, de quienes pertenecen y quienes no. Así, la política se convertía en una especie de espectáculo performativo, donde las emociones y la acción teatral cobraban un rol primordial, redefiniendo el lenguaje de la política estadounidense.